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Agua de frambuesas

[Cuento - Texto completo.]

Iván Turguéniev

A principios de agosto, las olas de calor suelen ser intolerables. En esa época del año, desde las doce hasta las tres, el hombre más determinado y cabezota no se halla en condiciones de cazar, y el perro más devoto comienza a “lamer las espuelas del cazador”, es decir, que se queda pegado a sus tacones, apretando los ojos con dolor y con la lengua colgando de forma exagerada. Como respuesta a los reproches de su amo baja la cola desanimado y adopta una expresión confundida, pero por nada del mundo se atreve a avanzar. Me hallaba cazando en un día como aquel. Resistía desde hacía un buen rato la tentación de echarme en algún lugar a la sombra, aunque fuera un momento; mi incansable perra se había alejado a investigar entre los arbustos hacía rato, aunque era evidente que no esperaba nada que mereciera la pena de aquella frenética actividad. El calor sofocante me había obligado al fin a pensar en reservar las últimas energías que nos quedaban a ambos. De alguna forma llegué hasta el río Ista, con el que ya son familiares mis tolerantes lectores, bajé hasta la orilla cenagosa y caminé sobre la arena amarilla y mojada en dirección al famoso manantial conocido en toda la región por su nombre, “Agua de frambuesas”. El manantial brota de una hendidura en la orilla que poco a poco se ha vuelto un barranco pequeño pero profundo, y a veinte pasos más o menos del mismo regresa, con un alegre parloteo, de vuelta al río. Los robles se extienden a lo largo del riachuelo, y cerca del nacimiento del propio manantial hay una zona de hierba recortada, reverdecida y aterciopelada; los rayos del sol casi nunca atraviesan su humedad plateada y fría. Alcancé el manantial y encontré tirado sobre la hierba un cuenco de madera de abedul, abandonado por algún campesino de paso para quien quisiera beber. Tomé un trago, me eché en la sombra y observé cuanto me rodeaba. Cerca de la ensenada que formaba la caída del manantial en el río, y por lo tanto siempre cubierta por pequeñas ondas, dos ancianos estaban sentados dándome la espalda. Uno de ellos, bastante alto y robusto, vestido con un caftán verde oscuro y en buen estado y con una gorra de lana, pescaba. El otro, delgado y bajito, ataviado con una levita desgarbada y corta de diversos materiales y sin gorro, sostenía sobre sus rodillas un tarro de gusanos y de vez en cuando, como tratando de protegerse del sol, sostenía una mano sobre su calva. Lo observé algo más de cerca y lo reconocí como Stépushka, de Shumíjino. Ruego al lector que me permita presentarle a este hombre.

 

A unas cuantas verstas de mi propia aldea se encuentra Shumíjino, un asentamiento de grandes proporciones con una iglesia de piedra erigida en honor de los santos Cosme y Damián. Frente a la iglesia solía haber imponentes residencias rodeadas de varias estructuras como graneros, talleres, establos, invernaderos, así como cocheras, baños y cocinas de campaña, columpios para el disfrute de los campesinos y otros edificios más o menos útiles. En las residencias solían vivir ricos terratenientes a los que todo les iba a las mil maravillas, hasta que, una mañana cualquiera, todo el bendito lugar ardió hasta quedar reducido a cenizas. Los terratenientes se marcharon a otras residencias, y la finca cayó en desuso. La extensa zona quemada se convirtió en una huerta rodeada aquí y allá por pilas de ladrillos abandonados de los antiguos cimientos. Las maderas que habían sobrevivido se utilizaron para construir de cualquier manera una pequeña cabaña campesina techada con tablazones de cubierta de barco que habían sido adquiridos unos diez años antes con el objetivo de construir un pabellón de estilo gótico. Un jardinero llamado Mitrofán, su mujer Aksinia y sus siete hijos residían en esa cabaña. El trabajo de Mitrofán consistía en proveer de ensaladas y legumbres la mesa señorial, situada a ciento cincuenta verstas; Aksinia estaba al cargo de una vaca tirolesa comprada en Moscú por una suma considerable, pero, desgraciadamente, desprovista de cualquier forma de reproducirse y, por lo tanto, tan seca de leche como el mismo día de su compra; también se le confiaba el cuidado de un pato con cresta y ahumado, el único superviviente de todas las aves de los viejos tiempos de la finca. A los niños no se les asignaban tareas debido a su tierna edad, la cual, sin embargo, no evitaba que se comportasen como completos haraganes.

En un par de ocasiones había pernoctado en la cabaña de este jardinero, y en ambas había obtenido de él unos pepinos que, el Señor sabrá por qué, hasta en lo más caluroso del verano poseían un tamaño asombroso, un sabor desagradable y aguado, y cortezas gruesas y amarillas. Había sido en aquel lugar donde había visto a Stépushka por vez primera. Aparte de Mitrofán y de su familia, y de un capillero viejo y sordo llamado Gerasim, que vivía por pura caridad en una habitación diminuta en casa de una viuda de soldado tuerta, no quedaba ni uno solo de los sirvientes originarios en Shumíjino, puesto que Stépushka, con quien pretendo familiarizar al lector, no podía ser tomado como un hombre en el sentido general de la palabra, ni tampoco como un sirviente al uso de la finca. Todos los hombres poseen un lugar concreto en la sociedad, o al menos algún tipo de relaciones personales. Cada sirviente de una finca recibe, si no una paga, al menos algo que se llama “mantenimiento”: Stépushka no recibía ningún tipo de ayuda financiera, no tenía tipo alguno de relación con nadie, y nadie sabía nada de su vida. No tenía ni siquiera pasado; nadie hablaba de él y nunca había sido incluido en un censo. Existían algunos turbios rumores de que, en algún momento, había sido el ayuda de cámara de alguien, pero quién era, de dónde venía, quién era su padre, cómo había llegado a ser residente de Shumíjino, de qué forma había dado con aquella levita de telas inciertas que llevaba puesta desde tiempos inmemoriales, dónde vivía y de qué había vivido; sobre todas estas cuestiones nadie tenía la más mínima idea, y, para ser sincero, no les importaba nada.

El abuelo Trofímich, que se sabía el árbol genealógico de cada siervo de la finca en línea ascendente hasta la cuarta generación, en una ocasión había llegado a afirmar que él pensaba, o eso se decía, que Stepán había sido pariente de una mujer turca a la que el anterior amo, el Brigadier Alekséi Románich, había traído con él en un carro desde la guerra. Durante las vacaciones y los días de fiesta, jornadas de celebraciones y de visitas, de pasteles de trigo, y vino verde, siguiendo la tradición rusa, ni siquiera en aquellas ocasiones Stépushka se acercaba a las mesas repletas y a los barriles llenos hasta arriba, no hacía reverencias, no besaba la mano del amo, no se bebía de un trago un vaso entero en presencia de este y a su salud, un vaso que habría sido rellenado por la mano regordeta de un mayordomo de la finca; sin embargo, siempre había algún alma caritativa que, al pasar a su lado, le ofrecía al pobre diablo un trozo medio comido de pastel. Cada domingo de Pascua se le daba el saludo de Cristo, pero él nunca se recogía la grasienta manga para meter la mano en el bolsillo trasero y extraer su huevo pintado y entregarlo, cantando y guiñando un ojo, al joven amo o ama, o hasta a la propia esposa del hacendado. Durante el verano vivía en un almacén detrás de la casa, y en invierno en la entrada de los baños; los días de heladas severas pasaba la noche en el granero. La gente estaba acostumbrada a tenerlo por allí; algunas veces llegaba a golpearle, pero nadie solía dirigirle la palabra y él, o eso parecía, se había acostumbrado a mantener la boca cerrada desde su propio nacimiento.

Después del incendio, este hombre abandonado encontró refugio en (o, como dicen los campesinos de Oriol, “se apoyó contra”) la casa del jardinero Mitrofán. El jardinero no le dijo nada, ni le invitó a quedarse ni lo echó. Stépushka no vivía en realidad en la cabaña. Vivía, o más bien se refugiaba, en la propia huerta. Se movía y caminaba por allí sin emitir un sonido, y estornudaba y tosía tapándose con la mano, no sin cierta aprensión, continuamente preocupado con algo y en silencio, como una hormiga, siempre buscando comida, solo comida. ¡Y si no hubiera pasado de la mañana a la noche preocupándose por encontrar comida, mi Stépushka se habría muerto de hambre! ¡Está muy mal no saber por la mañana con qué vas a llenarte el buche cuando llegue la noche! Así que Stépushka se pasaba todo el tiempo sentado debajo de la verja comiéndose un rábano o chupando una zanahoria o rompiendo en su regazo un sucio repollo; o bien lo veías gruñir bajo el peso de un cubo de agua que cargaba a alguna parte; o bien encendía un fueguecillo debajo de un caldero y echaba algunos trocitos de algo negro que se sacaba de la bolsa que cargaba en su pecho; o bien tallaba un pedazo de madera en su pequeña guarida, clavaba una puntilla y se fabricaba un balde pequeño para colocar sus mendrugos. Y todo lo hacía sin articular palabra, como si tuviera que pasarse la vida al acecho y a punto de esconderse. Luego desaparecía durante un par de días, pero nadie se percataba de su ausencia… Volvías a mirar y allí estaba, sentado debajo de la verja y alimentando furtivamente un fuego escuálido.

Tenía la cara pequeña, diminutos ojos amarillentos, el pelo le cubría las cejas, una pequeña y afilada nariz, orejones grandes y translúcidos, como un murciélago, y una barba rasurada justamente hace dos semanas, nunca más larga ni más corta. Este era el Stépushka con el que me encontré a orillas de Ista en la compañía del otro anciano.

 

Me acerqué a ellos, intercambié saludos y me senté. En el compañero de Stépushka reconocí a otro personaje. Se trataba de Mijailo Saveliov, conocido como “Niebla”, uno de los siervos liberados del Conde Piotr Ilych***. Vivía en casa de un hombre tísico de Boljov, el propietario de una posada en la que me había alojado muy a menudo. Incluso hoy día, oficiales jóvenes y otros ociosos (comerciantes con descomunales cargamentos de plumas rayadas que les eran del todo indiferentes) que viajaban por la carretera principal de Oriol pueden ver, a poca distancia de la aldea de Troítski, una enorme cabaña de madera de dos plantas pegada al camino completamente abandonada, con el tejado derrumbado y las ventanas cubiertas con tablones. A mediodía, cuando hace buen tiempo, es difícil imaginar nada más triste que esta ruina. Aquí solía vivir el Conde Piotr Ilych***, y era famoso por su hospitalidad, un rico magnate del último siglo. Toda la provincia solía visitarle y se dedicaban a bailar y a divertirse, acompañados por la ensordecedora música producida por los habitantes de la casa, y el estallido de los fuegos artificiales y de las tracas. Y es probable que más de una anciana dama que hoy día pase al lado de la mansión abandonada, suspire y recuerde tiempos pasados hace mucho. El Conde pasaba un tiempo considerable en festines, paseando con sonrisas de bienvenida entre la multitud de obsequiosos invitados; pero, desgraciadamente, su fortuna no le duró toda la vida. Tras haberse arruinado completamente, marchó a San Petersburgo para hacerse un hueco de algún tipo, y murió en una habitación de hotel sin haber decidido nada. Niebla había sido empleado como mayordomo en su casa, y había obtenido su libertad en vida del Conde. Era un hombre de unos setenta años de edad, con rasgos agradables y regulares. Sonreía durante casi todo el tiempo, como hoy día solo están acostumbrados a sonreír los de la época de Catalina la Grande, de forma amable y digna; cuando se hablaba con él, siempre apretaba y echaba sus labios hacia delante, mientras entrecerraba sus ojos graciosamente, y pronunciaba sus palabras con una ligera entonación nasal. Se sonaba la nariz y aspiraba tabaco sin apresurarse, como si fuera una importante ocupación.

 

—Y bien, Mijailo Sávelich —comencé—, ¿has atrapado algo?

—Echa un vistazo a la cesta. Un par de percas y unos cinco bagres. Enséñaselos, Stepán.

Stépushka me tendió la cesta.

—¿Cómo estás, Stepán? —le pregunté.

—M… m… m… me… me las apaño, señor —respondió Stepán, tartamudeando como si un enorme peso le detuviera la lengua.

—¿Cómo se encuentra Mitrofán?

—Bi… bien, señor.

El pobre diablo se dio la vuelta.

—No está picando, qué va —dijo Niebla—. Hace demasiado calor. Los peces están escondidos debajo de los ramajes, todos dormidos… Pásame otro gusano, Stepán. (Stépushka sacó otro gusano, lo colocó en la palma de la mano, le dio un par de golpes, lo colgó del gancho, escupió sobre él, y se lo pasó a Niebla). Gracias, Stepán… Y usted, señor —continuó, volviéndose en mi dirección—, ¿de caza?

—Como podéis ver.

—Ya veo, señor… ¿Y qué perro lleva, señor, inglés o friulano?

El anciano quería aprovechar la oportunidad de demostrar que era un hombre de mundo y sabía una o dos cosas.

—No sé de qué raza es, pero es un buen perro.

—Ya veo, señor… ¿Sale a cabalgar con jauría?

—Tengo un par de manadas.

Niebla sonrió y meneó la cabeza.

—Lo cierto es que los hay que aman los perros, y los hay que no están interesados. Lo que yo pienso es que, según mi propia forma de pensar, los perros deberían reservarse para la exhibición, como quien dice… Y así todo estaría donde tiene que estar, los perros en su sitio, los caballos en su sitio, y los hombres cuidando de los perros y todo eso. El Conde, ¡que en paz descanse!, no era mucho de cacerías, a decir verdad, pero tenía sus perros y una o dos veces al año salía con ellos y con los caballos. Los cazadores se agrupaban en el patio con sus caftanes rojos con brocados dorados y tocaban el cuerno. Entonces su excelencia salía y le acercaban el caballo, luego se montaba en el caballo, y el guardián de los perros le ayudaba con los estribos, y se sacaba el sombrero y le acercaba las riendas. Entonces su excelencia chasqueaba la fusta y los cazadores comenzaban a azuzar a los perros, y todos salían del patio. Un lacayo iba justo detrás del Conde, con dos de sus perros favoritos atados en correas de seda mirando a su alrededor, vigilando todo, ya sabe… Y este lacayo iba sentado muy alto sobre una montura cosaca, todo enrojecido, atento a todo… En fin, había algunos invitados, ya sabe, en una cosa como esa. Todo era muy agradable de verse, pero había que observar el decoro… Oh, se ha escapado, ¡maldita sea! —añadió de pronto, tirando de su caña.

—Dicen por ahí, o eso creo, que el Conde vivía por todo lo alto, ¿no es cierto? —pregunté.

El viejo escupió sobre un gusano y volvió a lanzar la caña.

—Un ricachón, eso es lo que era, si he de decirle la verdad. Las personas más relevantes de San Petersburgo solían visitarle. Se sentaban a comer todos cubiertos de lacitos azules como el cielo. Y él era muy generoso como anfitrión. Me hacía llamar y me decía: “Niebla, para mañana quiero esturiones vivos. Manda que traigan, ¿me has oído?”. “Sí, su excelencia”. Se hacía traer caftanes bordados, pelucas, bastones, ungüentos, odecolón, lo mejor que había, cajitas de rapé y cuadros así de grandes desde París. Y cuando daba un banquete, ¡oh, Dios mío! ¡Qué tracas había, qué excursiones! Hasta disparos de cañones. Tenía cuarenta músicos o por ahí, y un director alemán, y ese alemán se daba unos aires…; fíjese, que quería comer en la misma mesa que los invitados. Así que su excelencia lo echó de su casa, diciendo: “En mi casa los músicos tienen que saber el lugar que les corresponde”. Ese era su derecho como amo, y no hay más que decir. Se ponían a bailar, y bailaban hasta el amanecer, sobre todo bailes escoceses y de esa clase… E… e… e… ¡tengo uno! (El viejo tiró y sacó una pequeña perca del agua). Cógelo, Stepán. El amo era un amo como deberían ser todos los amos —continuó, volviendo a lanzar la caña—, y tenía un corazón muy generoso. Te daba un sopapo, y al rato ya se había olvidado de todo el asunto. Solo tenía un defecto, le gustaba mantener a mujeres caras. Oh, mi buen Señor, ¡qué mujeres! Ellas fueron las que lo arruinaron. Y la mayoría las sacaba de entre las gentes más bajas. ¡Uno se pregunta qué más podrían querer! Oh, pero querían lo mejor que se pudiera conseguir en toda Europa, ¡eso es lo que querían! Y dirá usted que por qué no iba a vivir como quería, que para eso era el amo… Pero arruinarse por ello, eso no está bien. Había una sobre todo: se llamaba Akulina, ahora está muerta, ¡que en paz descanse! Era de lo más común, la hija de un policía de Sítov, ¡pero qué perra era! Llegó a darle una bofetada. Lo tenía embrujado. Hizo que raparan y enviaran al ejército a uno de mis parientes porque derramó shocolat sobre su vestido… Y no fue el único, tampoco. Y… a pesar de todo, eran buenos tiempos aquellos, ¡sí que lo eran! —añadió el viejo con un profundo suspiro, agachó la cabeza y ya no dijo nada más.

—Tu amo, por lo que puedo entender, era un hombre severo, ¿no? —comencé a decir después de un breve silencio.

—Era lo que se llevaba, señor —contestó el anciano, meneando la cabeza.

—Ahora no se comportan de esa manera —comenté, sin dejar de mirarlo.

Él me observó de soslayo.

—Ahora las cosas son mejores, o eso dicen —murmuró, lanzando la caña a lo lejos.

 

Estábamos sentados a la sombra, pero también allí el calor era sofocante. El viento pesado y caluroso se había despejado; los rostros ardientes buscaban cualquier tipo de brisa, pero no la había. El sol nos golpeaba desde un cielo azul oscuro; justo frente a nosotros, en la otra orilla del río, un campo de avena refulgía amarillo, con ramajes de ajenjo que crecían aquí y allá. Un poco más lejos el caballo de un campesino estaba de pie en el río, con el agua hasta las rodillas, y meneaba con vagancia su cola mojada. De vez en cuando, un pescado enorme subía hasta la zona de la superficie protegida por algún arbusto que crecía hasta el agua, burbujeaba y a continuación volvía a hundirse lentamente hasta el fondo, dejando detrás de sí una onda suave en la superficie. Los grillos chirriaban en la hierba que ardía bajo del sol; una perdiz emitió un grito desganado; los halcones flotaban con suavidad sobre los caminos, se detenían a menudo sobre un punto, batían con rapidez sus alas y desplegaban las plumas de sus colas. Estábamos sentados sin movernos, agobiados por el calor. De pronto, detrás de nosotros, llegó un ruido desde el barranco: alguien se acercaba. Miré hacia atrás y vi a un campesino de unos cincuenta años, cubierto de polvo, con una camisa de campesino y lapti, una cesta y un abrigo rudo echado sobre su hombro. Se acercó al manantial, bebió con ansia y luego se incorporó.

—Eh, ¿Vlas? —gritó Niebla, mirando hacia él—. Hola, hermano. ¿De dónde te trae el Señor?

—Hola, Mijailo Savélich —dijo el campesino, acercándose a nosotros—. De muy lejos.

—¿Y dónde es eso? —le preguntó Niebla.

—He ido a Moscú a ver al amo.

—¿Y eso por qué?

—Para preguntarle una cosa.

—¿Para preguntarle el qué?

—Para preguntarle si pago menos alquiler, o le pago trabajando, ya sabes, o me manda a otro sitio… Mi hijo murió, ¿sabes? Así que es duro para mí arreglármelas solo.

—¿Tu hijo ha muerto?

—Ha muerto. Mi hijo —añadió el campesino tras una pausa— era cochero en Moscú; solía pagar mi alquiler, ¿sabes?

—¿Entonces pagas en especie?

—Así es.

—¿Y qué te dijo el amo?

—¿Que qué me dijo? Me echó, eso es lo que hizo. Dijo que cómo me atrevía a ir a verlo a él, que tenía un intendente y que tenía que verlo a él primero, eso me dijo. “¿Y adónde voy a mandarte de todas formas? Antes tienes que pagarme lo que me debes”, me dijo. Se puso furioso, eso es lo que hizo.

—¿Así que has vuelto aquí?

—He vuelto aquí. Quería saber si mi hijo dejó algo al morirse, pero no pude entenderme con ellos. Le dije al amo: “Soy el padre de Filipp”, y él me dice: “¿Y cómo sé yo que eso es verdad? De todas formas, tu hijo no ha dejado nada suyo; y me debía dinero”. Así que he regresado.

El campesino relató todo esto con un ligero tono irónico, como si nada tuviera que ver con él, pero le asomaban lágrimas en los pequeños y apretados ojillos y le temblaban los labios.

—Así que ahora vas para casa, ¿no?

—¿Adónde si no? Claro que voy a casa. Mi mujer estará royéndose los nudillos de hambre, seguro.

—Pero tú… Deberías… —comenzó de pronto a decir Stépushka, pero se lio, dejó de hablar y comenzó a rebuscar algo en el tarro.

—¿Entonces vas a ir a ver al intendente? —continuó Niebla, mirando a Stepán sorprendido.

—¿Y para qué? Les debo dinero, eso es cierto. Antes de que mi hijo muriera se había pasado enfermo un año entero, y no pagó ni su propio alquiler… Eso no me preocupa, porque no tiene nada que ver conmigo de todas formas… No importa lo listo que seas, hermano, nada de lo que se te ocurra servirá. ¡Tengo la conciencia tranquila! —el campesino se puso a reír—. No importa lo que se le ocurra a ese Kintilian Semiónich… —y Vlas volvió a reírse de nuevo.

—¿Qué has dicho? Eso está muy mal, Vlas, hermano —anunció Niebla, haciendo una pausa después de cada palabra.

—¿Qué hay de malo en ello? No es… —Pero la voz de Vlas se quebró en este punto—. Oh, hace un calor… —continuó, secándose la cara con la manga.

—¿Quién es tu amo? —pregunté.

—El Conde, Valerian Petróvich.

—¿El hijo de Piotr Ílich?

—El hijo de Piotr Ílich —dijo Niebla—. Piotr Ílich, el Conde anterior, le regaló la aldea de Vlas cuando todavía vivía.

—¿Y tiene buena salud?

—Pues sí, gracias a Dios —respondió Vlas—. Se ha puesto todo rojo, con la cara gorda.

—Ya ve, señor —continuó Niebla, volviéndose en mi dirección—, todo se solucionaría si estuviera a las afueras de Moscú; pero es aquí donde debe alquiler.

—¿Cuánto?

—Noventa y cinco rublos —murmuró Vlas.

—Ya ve usted cómo es, no hay más que un poquito de tierra, y todo lo demás son los bosques del amo.

—Y eso lo han vendido, o eso dicen —comentó el campesino.

—Bueno, pues ya ve usted… Pásame un gusano, Stepán… Eh, Stepán, ¿te has dormido?

Stépushka se despertó. El campesino se sentó con nosotros. Todos guardamos silencio. En la orilla opuesta una voz inició una tonada, pero era triste y demasiado larga… Mi pobre Vlas dio rienda suelta a su desesperación…

Media hora más tarde, cada uno siguió su camino.

*FIN*


“Малиновая вода”,
Современник
, 1848


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