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¿La revolución no tendrá lugar?

[Cuento - Texto completo.]

Pedro Gómez Valderrama

I

El conde Nikitin regresa de Siberia al finalizar 1786, después de un vasto exilio impuesto por la Emperatriz Catalina II. Encuentra habitado por las ratas su palacio de segunda clase en Petersburgo; las telas de araña prolongan las arañas de cristal, las ventanas están desprotegidas de los vidrios de invierno, los domésticos han huido salvo el viejo mayordomo, que habita las cocheras, para calentar las cuales ha ido consumiendo, pedazo a pedazo, los espléndidos muebles franceses. El Conde regresa sin un kopek, a definir su divorcio, pues su esposa se ha ido a Prusia en compañía de buena parte de sus escasos bienes y de un diplomático menor. Al recibir el perdón de Catalina, el espíritu del Conde Nikitin se ha llenado de gratitud por la magnanimidad de la soberana, a la cual piensa dar las gracias en el momento en que le sea acordada una audiencia.

Al encontrarse en la tumultuosa soledad del palacio arruinado, el Conde no puede soportarla, sale a la calle y empieza a caminar sin saber hacia dónde, en medio de la nevada nocturna. A poco se da cuenta de que se halla en las cercanías del Palacio de Invierno, al borde del Neva congelado. La noche es inexorable y la raída pelliza del héroe desterrado no alcanza a darle suficiente calor.

De pronto, ve a un hombre alto y corpulento que viene corriendo entre la nieve, a grandes tumbos, y se dirige hacia el río. Le persiguen otros dos, uno de los cuales dispara una pistola una y dos veces. Mientras la recalza, el hombre alto ha seguido huyendo, pero al fin cae sobre el suelo nevado, en el cual las gotas de sangre perduran implacablemente.

Cuando Nikitin, perturbado, alza los ojos hacia la ciudad, ve llamas y humo de incendios, y oye rumor de gritos. La ciudad quieta y desierta súbitamente se ha despertado como un león, transformada en una ciudad amotinada. Hay banderas rojas en las calles contra la noche negra. Hombres extrañamente vestidos las recorren vociferantes. Hay nieve roja y negra, el clamor que se alza es una voz única, más que nunca Petersburgo parece una ciudad de fantasmas.

Después todo se esfuma, hay un regreso a la noche normal, y el Conde Nikitin, sin saber qué le ocurrió, piensa en una posible prefiguración de algún hecho futuro. Se encuentra de pie en el sitio en que, años de años más tarde, Arkadii Nikitin, su tataranieto, perece herido por una bala enigmática, durante la Revolución de Octubre, poco después de la muerte de Grigorii Yefimovitch Rasputin, la cual su tatarabuelo presenció esa noche en el Neva, para luego pasar a vivir un momento de los diez días de la Revolución.

El Conde Nikitin tiene por un momento la idea de quedarse dentro de esa vida que contempla, pero no tiene tiempo de decidirse, porque todo vuelve a su nivel antiguo, y se encuentra de nuevo contemplando las ondas congeladas del Neva imperial. Y tiene misteriosamente la certidumbre de haber visto algo que deberá ser secreto para siempre.

El Conde ve la prefiguración de los hechos futuros del reinado del último Zar Romanov, Nicolás II, pero nunca hará uso de esa arma poderosa, y permitirá que la historia siga su curso, el cual no puede él evitar. Acaso, también, hubiera querido hacerlo si los hechos que anticipa hubiesen estado destinados a ocurrir durante el reinado de S.M. Catalina II, quien tanta merced le hizo al indultarle de su exilio en Siberia.

Por eso el Conde, una vez restituida la calma, otra vez ante el color del cielo de invierno, vuelve lentamente la espalda al futuro y regresa a su palacio de segunda clase, a compartir en la cochera con su viejo servidor el escaso calor de la madera francesa de los muebles memorables, tal como un día tendrán que hacerlo sus descendientes.

 

II

 

Al llegar una noche al Palacio, encuentra el Conde un mensaje de un señor extranjero, llegado a Petersburgo, a quien le presenta su primo Arkadiev de Moscú. El señor se llama Francisco de Miranda, originario de Venezuela, hombre distinguido que adelanta el grand tour. El Conde piensa que acaso por su medio y con las relaciones que le produzcan las cartas de presentación, podrá ajustar un poco su menguada situación a la sombra del visitante, y al día siguiente va a la casa del Coronel Levachov, a saludar al extranjero a quien encuentra que todos llaman Conde, y que goza de la marcada simpatía de la Emperatriz. Le acompaña a visitar a la Condesa de Rumantzov, a Mr. Anderson, a la Señora Rivas, al Duque de Serra-Capriola, al Conde de Osterman, al señor Markov, al Príncipe Kurakin, al señor Naritchin, al señor Betkin, y aun hasta la antesala de la Gran Duquesa y el Gran Duque. El exilado que vuelve se convierte por unos días en el fantasma del indiano, al cual oye relatar la historia de cómo una noche a altas horas fue invitado a pasar a los aposentos de Su Majestad la Emperatriz, y de sus mutuas complacencias, de lo cual se ríe ampliamente a sus espaldas, pero queda pensando con envidia que pudo ser cierto, y lo será cuando Miranda, quien ha evitado cuidadosamente escribirlo en su diario, lo cuente en la Corte inglesa o en Francia, o aun en su lejana América Salvaje. Le propone a Miranda que sea él su padrino ante la Corte para redimirse de su pobreza y de las lacras del destierro. Miranda sabe que su compañía condescendiente le ha ayudado al Conde, pero sabe también hasta dónde debe llegar. Sus contestaciones vagas distraídas dan a entender al Conde desesperado que nada más puede sacar del extranjero, que a su vez ha extraído de él cuanto podía darle. El Conde hace su balance, y resuelve arrojarse a las aguas del Neva, que empieza a deshelarse. Cuando camina por el mismo sitio frente al Palacio de Invierno, se ve envuelto en un torbellino de viento, que hace chocar en la noche de la ciudad transparente los bloques de hielo que flotan en el agua del Neva. Escucha de pronto un rumor de batallas, ve soldados franceses, y entre ellos a Miranda. Lo ve entre banderas, entre luchas marciales que se prolongan, lo ve procesado, luego lo ve navegando, y después encerrado y sucio en una mazmorra que él piensa que es Petropavlovsk. Hay entonces un ejército medio desnudo de descamisados, de indios, mestizos y mulatos que empiezan a combatir, mientras Miranda se va liquidando en su celda.

Sorprendentemente tranquilo al sentirse vengando con la prisión de su enemigo, Nikitin resuelve no sumergirse en el agua helada, y más bien llamar a la puerta de su pariente el Principe Kurakin, que puede abrirle el camino. Y regresa a su palacio deshabitado, al calor de la cochera, y desde el día siguiente empieza a relatar, discretamente, la supuesta aventura de Miranda con la Emperatriz, en la esperanza de que llegue a oídos del Príncipe Potemkin y se apresure el viaje del criollo hacia la mazmorra final en que le vio.

Pero ese viaje solo comenzará tiempos más tarde, y entre tanto el Conde Nikitin se va borrando de hambre en las habitaciones de su palacio de segunda clase. A poco, olvida el nombre del extranjero, piensa que su visión fue real, como la de la primera noche, une las dos y de su elaboración surge una extraña zarabanda sin localización temporal.

 

III

 

El Conde Nikitin, poco después del viaje de Miranda, se siente de nuevo acosado, y va al sitio, que ha convertido en una especie de altar de anhelos permanentes, a esperar la visión reivindicadora. Esta vez se sienta sobre el muro de piedra que separa el camino del curso del río, y al volverse ve a un hombre exactamente igual a él mismo, asomado a una resplandeciente ventana del Palacio de Invierno, y que tiene enlazada con su brazo a la Emperatriz. Esta visión coincide con su provocación de tiempo atrás, con sus celos de Miranda, y con su abstinencia carnal de algunos meses. Piensa que su visión se acerca día por día en el tiempo, y espera halagado que su presagio se cumpla. Mientras los días pasan, siente que por fin su tiempo de privaciones ha terminado.

 

IV

 

De todas estas cosas hizo mérito en la prisión, ante su compañero de celda, quien se encargó de relatarlas. Cuando Nikitin se encontraba frente al pelotón militar de fusilamiento que le correspondía por su calidad y por haber esparcido, según rezaba el cargo, rumores sobre la amistad íntima de una noche entre Catalina y Miranda, pensó que todas sus visiones eran inexactas, que el futuro se le había robado. La primera inexactitud estaba en su propia muerte, que le llegaba en vez del amor de la Emperatriz; la segunda, pensó con tristeza, sería la de que el extranjero Miranda —recordó ahora su nombre—, culpable de su desventura, no tendría cárcel, revoluciones ni batallas. Y la tercera —esta vez con alivio por su amada Rusia— que ésta seguiría siendo la misma, que el asesinato que él había contemplado no tendría lugar, y que en el mes de octubre de ningún año habría revoluciones en la hermosa Petersburgo que veía por última vez, llenos los ojos de ella y del recuerdo de la infiel Emperatriz.

*FIN*


La procesión de los ardientes, 1973


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