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El escritorio

[Cuento - Texto completo.]

Tommaso Landolfi

El escritor solía trabajar en una gran mesa de comedor (en cuya tabla estaban bien ordenados y oportunamente distanciados los objetos de su oficio), y ello por la sencilla razón de que no poseía un escritorio propiamente dicho. O sea, cuando hubo que repartir con su mujer, alojada en otro lugar entre sus polluelos, su mísero mobiliario, se había quedado con todo el comedor, consistente, por lo demás, solo en aquella mesa y en un aparador o vitrina en el que guardaba sus viejos manuscritos y algunos libros. Trabajar en tales condiciones y sobre, o con, un enser acostumbrado a comida mucho más grosera, no era, ciertamente, muy digno de un escritor, pero él se conformaba.

Pero hacía tiempo que su mujer lo agobiaba. Había pasado un año y no había dinero para comprar otros muebles y ya no podía privarse de un trozo de mesa alrededor de la cual sentarse con sus tesoritos ni podía seguir arreglándoselas en la cocina… Resumiendo, llegó el triste día en que el escritor tuvo que ceder hasta aquellos muebles de fortuna.

Aún le quedaba una mesa, pero de esas en las que, en cartulinas grises o rosas o verdes, las damas informan a sus amigas del tiempo que hace y de los trajes de noche de las rivales en mundanos placeres. Para entendernos, demasiado pequeña… ¿O no? ¿Era suficiente si se distribuía cuidadosamente el espacio? Éste fue el problema al que, antes que nada, se dedicó el despojado escritor.

 

Así, a primera vista, no parecía que el problema se pudiera resolver: el escritor se dispuso a una enésima revista de los objetos que antes habían ocupado su sitio en la gran mesa y de nuevo constató que no todos podrían volver a tenerlo (en orden igualmente tan bello y a distancias igualmente convenientes) en la mesita actual. Pero, ¡diablos!, se dijo. ¿Acaso no podría eliminar algunos y no sería ésta la solución? Volvamos a empezar.

El tintero. —¡No se concibe la mesa de un escritorio sin un tintero! No obstante, sobre este punto hay que hacer alguna observación. Él, por razones muy especiales, solía, sí, escribir con pluma estilográfica, pero mojándola cada vez. Bueno, ¿y si, en cambio, la hubiese cargado como hacen la mayoría de los cristianos? ¡Quita, quita!, concluyó después de madura reflexión, no estaba dispuesto a renunciar a sus costumbres. El tintero (el modesto botecito de la tinta) era, pues, un objeto ineliminable. Prosigamos, siempre desde la derecha de la mesa.

El abrecartas. —¡Ni pensarlo! Un escritor puede incluso no abrir nunca un libro ni hojear los intactos pero siempre conserva la esperanza de hacerlo un día u otro y de ponerse diligentemente a considerar las palabras de sus predecesores, de sus contemporáneos y, a lo mejor, lo hará por una exigencia imprevista. El abrecartas debía quedar al alcance de su mano como siempre había estado.

La grapadora. —¿Es que hay algo que discutir? Cuando uno, con sudor, consigue escribir un docto artículo o un extravagante cuento tendrá que coser los folios, ¿o se pretende que con la cabeza aún caliente se levante y vaya a buscar la grapadora?

Las pastillas antiasma. —Un escritor fuma como un turco, es más que sabido, y naturalmente está expuesto a repentinos ataques de asma. Por tanto, hay que estar preparados para dar inmediato alivio a los maltrechos pulmones…

La lima de uñas. —También esto se sabe: cuando uno se corta las uñas, luego, durante uno o dos días, rascan y hay que limarlas continuamente (los dientes no son suficientes).

La bolsita de papel de boquillas con filtro. —Nada que comentar y ninguna posibilidad de prescindir de ella.

Las cerillas. —Ut supra.

La caja cilíndrica de cincuenta cigarrillos. —Ut supra; da risa plantearse la cuestión.

El cenicero (capaz, todo lo grande que se quiera). —Bueno: una mesa de escritor sin cenicero lleno de colillas medio aplastadas, humeantes, malolientes, sería un contrasentido, un ultraje a la supremacía y superioridad del espíritu.

Y además: bolígrafo, lápiz, goma de borrar, goma de pegar, clips, palillos de dientes (¡naturalmente!, porque los escritores en lo mejor de su inspiración siempre tienen algo molesto entre los dientes) y otras menudencias. —¡A ver quién quita o aparta uno solo de estos indispensables instrumentos de trabajo! Pero pasemos al lado izquierdo; no, antes al centro.

 

Blocs de notas. —Ni se discuten: deben estar allí, a mano, dóciles al pulgar que los compulsa si, por casualidad, la inspiración flaquea o no suministra la expresión adecuada o si el mismo argumento divaga entre irrefrenables bostezos. Veamos más bien el:

Cubo elevador. —Éste sí que es un objeto avasallador y descarado pero no menos indispensable. —Se trataba, en particular, de un gran cubo de madera tosca (obra de un complaciente carpintero) destinado a levantar la lámpara, ya que, como nadie ignora, las lámparas de mesa, por altas que sean, siempre son demasiado bajas y su luz hiere los ojos. No se ganaba nada sustituyendo, según la costumbre de los más, el cubo por una pila de libros.

Ahora, a la izquierda.

El montón de cuadernos de gran formato, léase de los manuscritos más recientes. —Notable y poco agraciado montón, pero si es cierto que no se puede escribir en más de un cuaderno a la vez, también lo es que lo que se está escribiendo necesita de continuas referencias y controles a y de lo escrito anteriormente.

El pañuelo. —¿Pero la nariz de los escritores acaso no empieza de punta en blanco, y cuando menos falta hace semejante molestia, a gotear?

El Zingarelli (si no otro), universalmente conocido diccionario de la lengua italiana. —¡Dejémonos de bromas! Señores míos, a los escritores, especialmente a los actuales, puede ocurrirles que se queden en blanco en el calor de la creación: ¿Se dirá “creo que” o “creo de que”? ¿Un caso concreto, por ejemplo, se dice así o no se dirá “caso puntual”? Etcétera. Así pues, eliminar de la mesa el Zingarelli sería mera locura…

 

Con esto la revista había terminado pero la conclusión parecía evidente: ¡No había nada que hacer! El escritor volvió a mirar los numerosos objetos de sus perplejidades y se sintió desmoralizado. Intentó otra vez colocarlos de otra forma, apretarlos un poco uno contra otro… ¡Nada de nada! El espacio que quedaba en medio de la mesa era definitivamente demasiado exiguo; en él no cabía ni el cuaderno abierto… Acabó mirando atónito la blanca pared de enfrente. Y luego se dijo:

¡Escribir, ah, escribir! ¿Para qué, por favor? ¿Acaso es necesario escribir o es que un confesor me lo impuso como penitencia? ¡Escribir! ¿Para qué o a quién sirve? Bueno (añadió oportunamente), bueno, hay que ganarse el pan, de acuerdo, pero ¿no podría ganármelo más honradamente y sin tantas fatigas?… Hum… ¿Y qué otra cosa sé hacer yo? Es decir, entendámonos: no es que yo sepa escribir pero, al menos, alguna vez me dan dinero por mis escritos… ¡Ah, de todos modos, no pude elegir oficio más ingrato!…

Muy pronto nuestro escritor había caído presa de lo que los mandarines de los cimientos literarios y de las literarias angustias llaman encantados una crisis. En esta mínima mesa, en este espacio insuficiente para cualquier libre expansión del intelecto (continuaba), ¿qué sería capaz de escribir o cómo podría dedicarme a la redacción de textos eternos y feraces, y, en el peor de los casos (insistía con laudable sentido común), de textos inmediata y vulgarmente fructíferos? Porque, el caso es que (volvió a insistir yendo al verdadero meollo de la cuestión) ahora, por ejemplo, tengo que escribir un artículo y si no lo escribo mis hijitos se quedarán desolados y famélicos… Pero, ¿de qué parte de mí sacarlo, que me he agotado en impotentes conatos de orden, de fundamento del régimen favorable al buen hacer o al bien escribir y que ni siquiera dispongo del espacio necesario para abrir un cuaderno?

Al llegar aquí, una idea repentina cruzó su mente. ¿De qué se preocupaba? El artículo se podía hacer no haciéndolo. Sí, a él le bastaba con referir sus penas, sus dificultades y la imposibilidad de escribir el artículo; referirlo a la pata la llana, con pluma humilde e inocente (o si se prefiere, según se mire, soberbia, protervamente orgullosa de esas mismas penas). Y el artículo, salvo el carrusel verbal, quedaría perfecto.

Última escena. El escritor empuñó la estilográfica que tan bien conocía sus ímpetus, dio un codazo al Zingarelli, que se quedó en equilibrio, medio dentro y medio fuera de la mesa (aunque sin permitir que el cuaderno se abriera por completo) y pronto el primer negro guiñó en el blanco. Aún dudó un poco, no vale negarlo, pero al final se tranquilizó al pensar que aquel procedimiento suyo no era, después de todo, excepcional y que, por el contrario, era el más usual hoy en día.

*FIN*


“A tavolino”,
Un paniere di chiocciole, 1968


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