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El día del santo

[Cuento - Texto completo.]

Saki

Dice el proverbio que las aventuras son para los aventureros. Muy a menudo, sin embargo, les acaecen a los que no lo son, a los retraídos, a los tímidos por constitución. La naturaleza había dotado a John James Abbleway con ese tipo de disposición que evita instintivamente las intrigas carlistas, las cruzadas en los barrios bajos, el rastreo de los animales salvajes heridos y la propuesta de enmiendas hostiles en las reuniones políticas. Si se hubieran interpuesto en su camino un perro furioso o un mullah loco, les habría cedido el paso sin vacilar. En el colegio había adquirido de mala gana un conocimiento total de la lengua alemana por deferencia a los deseos, claramente expresados, de un maestro en lenguas extranjeras, que aunque enseñaba materias modernas, empleaba métodos anticuados al dar sus lecciones. Se vio forzado así a familiarizarse con una importante lengua comercial que posteriormente condujo a Abbleway a tierras extranjeras, en las que resultaba menos sencillo protegerse de las aventuras que en la atmósfera de orden de una ciudad rural inglesa. A la empresa para la que trabajaba le pareció conveniente enviarle un día en una prosaica misión de negocios hasta la lejana ciudad de Viena; y una vez que llegó allí, allí le mantuvo, atareado en prosaicos asuntos comerciales, pero con la posibilidad del romance y la aventura, o también del infortunio, al alcance de la mano. Sin embargo, tras dos años y medio de exilio, John James Abbleway sólo se había embarcado en una empresa azarosa, pero de una naturaleza tal que seguramente le habría abordado antes o después aunque hubiera llevado una vida tranquila y resguardada en Dorking o Huntingdon. Se enamoró plácidamente de una encantadora y plácida joven inglesa, hermana de uno de sus colegas comerciales, que ampliaba sus horizontes mentales con un breve recorrido por el extranjero, y a su debido tiempo fue aceptado formalmente como el hombre con el que ella estaba comprometida. El siguiente paso, por el que ella se convertiría en la señora de John Abbleway, tenía que producirse doce meses más tarde en una ciudad de la región central de Inglaterra, pues para esa fecha la empresa que empleaba a John James ya no necesitaría de su presencia en la capital austríaca.

A principios de abril, dos meses más tarde de que Abbleway hubiera sido consagrado como el joven con el que estaba comprometida la señorita Penning, recibió una carta que ella le había escrito desde Venecia. Proseguía su peregrinación bajo el patrocinio del hermano y, como los negocios de este último le llevarían a pasar uno o dos días en Fiume, se le había ocurrido que sería bastante divertido si John podía obtener un permiso y acudía a la costa del Adriático para reunirse con ellos. Había buscado el camino en el mapa y el viaje no parecía caro. Entre líneas, su comunicación incluía la sugerencia de que si ella le importaba realmente…

Abbleway obtuvo el permiso y añadió a las aventuras de su vida un viaje a Fiume. Salió de Viena en un día frío y triste. Las floristerías estaban llenas de ramilletes y los semanarios de humor ilustrado repletos de temas primaverales, pero los cielos se encontraban cubiertos de nubes que parecían un tejido de algodón que hubieran mantenido demasiado tiempo en un escaparate.

—Va a nevar —informó el jefe de tren a los ferroviarios de la estación; y éstos aceptaron que iba a nevar.

Y nevó, enseguida y abundantemente. No llevaba el tren todavía una hora de recorrido cuando las nubes de algodón empezaron a disolverse en un intenso chaparrón de copos de nieve. Los bosques de ambos lados de la vía se cubrieron rápidamente de un espeso manto blanco, los cables del telégrafo se convirtieron en cuerdas relucientes, la propia vía se encontraba cada vez más enterrada bajo una alfombra de nieve a través de la cual la máquina, no demasiado potente, se abría camino con creciente dificultad. La línea Viena-Fiume no es la que está mejor equipada de los ferrocarriles estatales austríacos, por lo que Abbleway empezó a temer seriamente que se produjera una avería. La velocidad del tren se había reducido a una precaria y dolorosa acción de arrastrarse hasta que se detuvo en un lugar en el que la nieve se había acumulado formando una terrible barrera. Haciendo un esfuerzo especial, la máquina atravesó la obstrucción, pero al cabo de veinte minutos se había vuelto a detener. Se repitió el proceso de ruptura y el tren reanudó tenazmente su camino, encontrando y superando nuevos obstáculos a intervalos frecuentes. Tras una parada de duración inusualmente prolongada ante un montón de nieve especialmente alto, el compartimento en el que estaba sentado Abbleway sufrió una gran sacudida y un bandazo tras los que pareció quedarse inmóvil; era indudable que no se movía, pero Abbleway podía escuchar el jadeo de la máquina y el lento traqueteo de las ruedas. El jadeo y el traqueteo se fueron haciendo más débiles, como si estuvieran desapareciendo en la distancia. En ese momento Abbleway lanzó una exclamación de escandalizada alarma, abrió la ventana y contempló la tormenta de nieve. Los copos le caían sobre las pestañas emborronándole la visión, pero lo que vio fue suficiente para entender lo que había sucedido. La máquina había hecho un poderoso esfuerzo a través del montón de nieve y lo había cruzado alegremente aliviándose de la carga del vagón trasero, cuyo enganche había saltado bajo la tensión. Abbleway estaba solo, o casi solo, en un vagón de ferrocarril abandonado en el corazón de algún bosque estirio o croata.

Recordó haber visto en el compartimento de tercera clase adjunto al suyo a una campesina que había subido al tren en un pequeño apeadero.

—Con la excepción de esa mujer, los seres vivos más cercanos serán probablemente los lobos de una manada —exclamó dramáticamente para sí mismo.

Antes de dirigirse al compartimento de tercera clase para dar a conocer a su compañera de viaje el alcance del desastre, Abbleway meditó presurosamente la cuestión de la nacionalidad de la mujer. Durante su residencia en Viena había adquirido algunos conocimientos superficiales de las lenguas eslavas que le hacían sentirse competente para enfrentarse a diversas posibilidades raciales.

—Si es croata, serbia o bosnia podré hacerme entender —se prometió a sí mismo—. Pero si es magiar, ¡que el cielo me ayude! Tendremos que conversar por signos.

Entró en el compartimento y realizó su anuncio trascendental con lo más cercano a la lengua croata que fue capaz de lograr. —¡El tren se ha soltado y nos ha abandonado!

La mujer sacudió la cabeza con un movimiento que podría haber intentado transmitir su resignación ante la voluntad de los cielos, pero que probablemente significaba que no había entendido nada. Abbleway repitió la información con variaciones de lenguas eslavas y generosas exhibiciones de pantomima.

—Ah —exclamó finalmente la mujer en un dialecto alemán—. ¿Se ha ido el tren? Nos hemos quedado aquí. Es eso.

Parecía tan interesada como si Abbleway le hubiera comentado el resultado de las elecciones municipales en Amsterdam.

—Se darán cuenta en alguna estación, y cuando la vía esté limpia de nieve enviarán una máquina. Sucede algunas veces.

—¡Es posible que pasemos aquí toda la noche! —exclamó Abbleway.

La mujer parecía considerarlo posible.

—¿Hay lobos por aquí? —preguntó enseguida Abbleway.

—Muchos —contestó la mujer—. En las afueras de este bosque fue devorada mi tía hace tres años, cuando volvía a casa desde el mercado. También se comieron el caballo y un cerdito que iba en la carreta. El caballo era muy viejo, pero el cerdito era muy hermoso; y tan gordo. Lloré cuando me enteré de lo que había sucedido. No dejaron nada.

—Pueden atacarnos aquí —dijo Abbleway tembloroso—. Podrían entrar fácilmente, pues estos vagones parecen hechos de astillas. Podrían comernos a los dos.

—A usted, quizás; pero no a mí —contestó tranquilamente la mujer.

—¿Y por qué a usted no? —preguntó Abbleway.

—Hoy es el día de Santa María Kleofa, mi onomástica. Ella no dejará que me coman los lobos en su día. No es posible ni pensar tal cosa. A usted, sí, pero no a mí.

Abbleway cambió de tema.

—Sólo estamos a primera hora de la tarde; si nos quedamos aquí hasta mañana pasaremos hambre.

—Tengo algunos buenos comestibles —respondió tranquilamente la mujer—. Siendo mi día de fiesta, es lógico que los lleve conmigo. Cinco buenas salchichas; en las tiendas de la ciudad costarían veinticinco centavos cada una. Las cosas son muy caras en las tiendas de la ciudad.

—Le compro dos a cincuenta centavos cada una —exclamó con cierto entusiasmo Abbleway.

—En caso de un accidente de ferrocarril, las cosas se ponen carísimas —contestó la mujer—. Estas salchichas valen cuatro coronas la pieza.

—¡Cuatro coronas! —exclamó Abbleway—. ¡Cuatro coronas por una salchicha!

—No las encontrará más baratas en este tren —replicó la mujer con una lógica implacable—, porque no las hay. En Agram puede comprarlas más baratas, y en el Paraíso sin duda nos las darán gratis, pero aquí cuestan cuatro coronas la pieza. Tengo un trozo pequeño de queso Emmental, una tarta de miel y un pedazo de pan. Eso serán otras tres coronas, once en total. También tengo un poco de jamón, pero no puedo pasárselo en el día de mi onomástica.

Abbleway se preguntó por el precio al que habría puesto el jamón y se apresuró a pagar las once coronas antes de que la tarifa de emergencia se convirtiera en un precio de hambre. Cuando estaba tomando posesión de su modesta parte de comestibles, oyó de pronto un ruido que hizo latir su corazón con miedo enfebrecido. Se oía arañar y arrastrarse a uno o varios animales que trataban de subir al estribo. Un momento después, a través de la ventanilla cubierta de nieve del compartimento, vio una delgada cabeza de orejas puntiagudas, mandíbula abierta, lengua colgante y dientes relucientes; un segundo más tarde apareció otra.

—Los hay a cientos —susurró Abbleway—; nos han olido. Despedazarán el vagón. Seremos devorados.

—Yo no, en el día de mi onomástica. La Santa María Kleofa no lo permitiría —comentó la mujer con una calma irritante.

Las cabezas desaparecieron de la ventanilla y un silencio misterioso se adueñó del vagón asediado. Abbleway no era capaz de hablar ni de moverse. Quizás los animales no hubieran visto u olfateado claramente a los ocupantes humanos y se hubieran alejado dirigiéndose hacia otra misión de rapiña.

Los largos minutos de tortura pasaban lentamente.

—Se está poniendo frío —dijo de pronto la mujer dirigiéndose hacia el otro extremo del vagón, por donde habían aparecido las cabezas—. La calefacción ya no funciona. Mire, al otro lado de aquellos árboles hay una chimenea de la que sale humo. No está lejos y casi ha dejado de nevar. Encontraré a través del bosque un camino hasta la casa de la chimenea.

—¡Pero los lobos! —exclamó Abbleway—. Pueden…

—No en el día de mi onomástica —repitió con obstinación la mujer, que antes de que él hubiera podido detenerla había abierto la puerta y bajado a la nieve. Enseguida él ocultó el rostro entre las manos: surgieron del bosque dos figuras delgadas que se precipitaron hacia ella. Sin duda se lo había ganado, pero Abbleway no deseaba ver cómo un ser humano era desgarrado y devorado delante de sus ojos.

Cuando miró por fin, se apoderó de él una nueva sensación de asombro y escándalo. Había sido educado rígidamente en una pequeña ciudad inglesa y no estaba preparado para presenciar un milagro. Lo peor que le hacían los lobos a la mujer era empaparla de nieve por las carreras y saltos que daban a su alrededor.

Un ladrido breve y de alegría aclaró la situación.

—¿Son… perros? —gritó débilmente.

—Sí, los perros de mi primo Karl. Ésa es su posada, al otro lado de los árboles. Sabía que estaba allí, pero no quería llevarle porque es muy codicioso con los desconocidos. Pero estaba haciendo demasiado frío para quedarme en el tren. ¡Ah, mire lo que viene ahí!

Sonó un silbato y apareció una máquina de socorro que se abría camino dificultosamente por entre la nieve. Abbleway no tuvo oportunidad de descubrir si Karl era realmente codicioso.

*FIN*


Beasts and Super-Beasts, 1914


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