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Una boda sonada

[Cuento - Texto completo.]

Francisco Ayala

Se llamaba Ataíde, Homero Ataíde; pero desde sus tiempos de la escuela le decían todos Ataúde, porque, siendo dueño su padre de una modesta empresa de pompas fúnebres, nadie renuncia a hacer un chiste fácil a costa del prójimo. Por lo demás, a él le importaba poco, lo tomaba por las buenas, no se ofendía. ¿Ataúde? Pues muy bien: Ataúde. Eso es lo que a todos nos espera, después de todo, puesto que mortales somos. Pero si su apellido sugería tal memento, ¿por qué no reparaban también en el presagio de su nombre de pila, Homero? Este nombre le había sido otorgado a iniciativa de su tía y madrina, doña Amancia, y en verdad que por una vez el horóscopo de la dama no resultó vano: el recién nacido lo había hecho, como el tiempo vendría a demostrar, para poeta; quizás no muy grande ni famoso, pero poeta de todos modos… Doña Amancia, su tía, alias Celeste Mensajero, practicaba, por módico estipendio, las artes adivinatorias en un gabinete o consultorio instalado en el mismo edificio de la funeraria, aunque —eso sí— con entrada independiente y sobre la otra fachada. Bien puede ser que la buena señora ignorase todo acerca de Homero, el de la Ilíada, y váyase a averiguar de dónde se sacó el nombrecito para su sobrino; pero si así fuera, ello confirmaría el decreto de las estrellas en lugar de desautorizarlo: las pitonisas, cuando aciertan, aciertan a tientas; y en cuanto a nuestro Homero, la cosa es que desde edad escolar había comenzado a dar muestras de su irremediable vocación lírica.

Verdad es que allí, en tan pequeña y mortecina capital de provincias, pocas oportunidades de brillar se ofrecían a su estro. El poeta Ataúde hubo de resignarse, por lo pronto, a ingresar como meritorio en la redacción de El Eco del País donde, en su calidad de tal redactor meritorio, veía publicada los domingos alguna que otra oda o soneto, mientras que durante el resto de la semana se afanaba por recoger noticias, sea en la Casa de Socorro, a veces en el Gobierno Civil y, generalmente, dondequiera que se originasen.

No hay que decirlo: jamás dejaba de acudir al teatro si por ventura había llegado una compañía en tournée, o cuando a algún temerario se le ocurría contratar, acá y allá, artistas más o menos prometedoras para montar un azaroso espectáculo de variedades. El único galardón seguro que esas ilusas podían prometerse por su parte, era la gacetilla encomiástica de Ataúde en El Eco del País, más el homenaje floral con que el poeta subrayada el testimonio impreso de su admiración, en los casos en que de veras pareciera valer la pena. Si la artista en cuestión daba muestras de cierta receptividad, si no era demasiado ostensible su indiferencia hacia la poesía, panegírico y ramo de flores acudían, infalibles, a estimular la sensibilidad lírica que pudiera albergarse en su seno; y no tardaban entonces en saber ellas de labios de Homero cuán gemelas eran sus almas, cómo habían nacido el uno para el otro, y qué gran suerte era para ambos el encontrarse y haberse reconocido en medio de aquel páramo.

Nunca faltaban, por supuesto, mal intencionados y envidiosos que se acercaran al oído de las bellezas para destruir el efecto de la galantería, con la insidia de que las flores del bouquet les llegaban de segunda mano. Sospechar que la ofrenda del vate pudiera haber sido llorosa corona fúnebre aquella mañana misma, las enfurecía a veces, y no sin razón, contra quien así osaba obsequiarlas con despojos de la muerte. Otras optaban por creer sus vehementes desmentidos; y ni siquiera faltaba alguna que, más corrida o filósofa, acogiera con risillas cínicas a Ataúde cuando, para sincerarse, acudía a visitarla en la Pensión Lusitana, que era donde las artistas solían tomar alojamiento, y le riera la gracia, estimándole a pesar de todo su buena voluntad.

Ahí, en el vestíbulo o recibidor de la Pensión Lusitana, sobre ese divancito que había presenciado varios de sus triunfos y también alguna derrota, tuvo comienzo, precisamente, el idilio a resultas del cual, la encantadora ninfa conocida en las tablas por Flor del Monte, llegaría a convertirse en esposa de nuestro Homero; ahí fue donde el sensible corazón del poeta quedó anegado por el raudal de aquellas lágrimas inocentes… Pues la que pronto pasaría a ser doña Flora Montes de Ataíde (el nom de guerre, Flor del Monte, apenas disfrazaba su verdadero nombre civil, Flora Montes y García, hija de legítimo matrimonio), esta delicada criaturita acababa de sufrir, en efecto, brutal ultraje por parte de unos señoritos imbéciles, y se mostraba, claro está, abatidísima. La injusticia que se le había hecho, y su irrestañable desconsuelo, fueron bastante para sublevar los nobles sentimientos del poeta, poniéndole resueltamente de parte suya.

Pues, hay que confesarlo, hasta ese momento él, como los demás, como la ciudad entera, había estado vacilando en sus preferencias entre la gentil rubia cuya espiritualidad triunfada, arrolladora, en sus danzas, sobre todo en la de los velos, siempre muy aplaudida, y la otra luminaria, Asunta, la Criolla de Fuego, morocha simpática que, poseyendo sin duda menos recursos artísticos, apelaba a las armas desleales del meneo y de la indecencia para derrotar a su rival.

En realidad, se trataba de dos artistas notables, cada cual en su género. Nada impedía gustar de una y de otra, y no había motivo serio, siendo tan distintas entre sí, para que la emulación se enconara hasta el extremo de engendrar bandos enemigos. Pero Asmodeo, organizador y empresario del espectáculo, astutamente había dispuesto las cosas con vistas a este resultado. Dueño de dos cines y de sendas confiterías adyacentes, el hombre era entusiasta del principio competitivo como raíz de los negocios, y poseía innegable habilidad para explotar la tendencia humana a asumir parcialidades. Si en esta aventura teatral en que se había embarcado hubiera traído al programa tres estrellas, o bien sólo una, la polarización de opiniones habría sido más difícil. Su acierto —desdichado acierto— consistió en presentar al público dos figuras de categoría equivalente, y destacarlas por igual entre números de relleno: juegos malabares, un prestidigitador, perros amaestrados y quién sabe qué más bagatelas, que a su tiempo —esto es, a la segunda semana— fueron sustituidos por un ventrílocuo, una médium, un equilibrista, etcétera, mientras que Flor del Monte y la Criolla de Fuego, la Criolla de Fuego y Flor del Monte, continuaban disputándose el favor de los espectadores. Por este procedimiento logró Asmodeo su interesado propósito: la rivalidad se había hecho ya muy aguda, dividiendo en bandos enemigos al público de la sala, a las tertulias en todos los cafés, y —dicho queda— a la ciudad entera.

Sólo el poeta Ataúde había logrado hasta el momento mantener su apariencia de ecuanimidad. En un principio repartió ditirambos y ramilletes equitativamente entre ambas. Con una y con otra había pretendido entablar, en coloquios oportunos, una solidaridad de artistas cuyas almas se encuentran y reconocen en medio de aquel páramo de vulgaridad. Y el hecho de que las dos le hubieran dispensado acogida semejante no contribuía, por cierto, a precipitar una preferencia en su ánimo: adujeron una y otra que, aparte la molesta vigilancia de sus respectivas progenitoras, don Asmodeo les exigía por contrato una conducta irreprochable mientras estuvieran actuando en la ciudad, puesto que las matinées de sábados y domingos estaban consagradas a las familias. Tan sólo en las tablas —y ello, siempre que no fuera matinée— les estaba permitido propasarse algo, como medio para pujar las respectivas banderías. Pero, fuera de esos pequeños atrevimientos, estaban obligadas a mostrarse en extremo reservadas, absteniéndose de admitir invitaciones particulares de clase alguna, aun cuando se les consintiera en cambio, como lo hacían muy gustosas, alternar con un grupo de señores serios después de la función, en la confitería del teatro.

Así se había llegado hasta mediar la tercera semana de actuación: todo un éxito; y aunque Homero no hubiera declarado todavía sus preferencias, empezaba a considerar inicuo en su fuero interno que los atractivos de la Criolla de Fuego, con toda su opulencia, pudieran prevalecer al fin sobre la espiritualidad depurada de Flor del Monte. Pues es lo cierto que aquella morocha, Asunta, fiada en los dones espontáneos de la naturaleza, se excedía en el descoco, hacía alarde, mientras que, honestamente, la danzarina se afanaba por desplegar en sus creaciones los recursos superiores del arte. El Arte, contra las malas artes, pensaba Homero, perfilando una frase que quizás usaría en letras de molde llegado el momento. Porque, triste es reconocerlo, la gente —reflexionaba Ataúde— tiene gustos groseros, y no hay remedio.

Por suerte, la Flor del Monte no era envidiosa; y buena tonta hubiera sido envidiándole a la otra los aplausos frenéticos que arrancaba con el meneo y final exhibición de aquellas tremendas vejigas de pavo, con que hubiera podido amamantar a los gigantones del Corpus, según ella las había caracterizado durante un aparte que danzarina y poeta tuvieron la noche antes en la tertulia de la confitería. No; ella, Flor, era una artista decente, y por nada del mundo incurriría en detalles de tan mal gusto. Desde luego que, en ese terreno, jamás iba a ponerse a competir con la Criolla («que no es criolla ni nada, ¿sabes?; es de una aldea de por aquí cerca»).

Y tenía razón. Tampoco era ése su género. Flor del Monte era lo que se llama una artista fina; y, en verdad, una artista maravillosa. Con su belleza frágil, su cabellera rubia, sus ojos celestes, sus brazos y piernas alongados, resultaba inimitable en varios de sus números, sobre todo en la celebrada Danza de los Velos, donde, trasluciéndosele apenas las carnes blanquísimas bajo gasas azulinas y verdosas, su aérea movilidad era capaz de excitar la fantasía hasta del más lerdo, cuanto más, arrebatar a quienes, como Ataúde, poseían una sensibilidad refinada. Cual una ninfa, cual una libélula, se alzaba del suelo esta exquisita niña, giraba con gráciles inflexiones, y constituía una experiencia embriagadora la de seguir el vuelo de su pie, adornado de ajorcas el tobillo, cuando se remontaba, dentro de un escarpín de raso dorado, por encima de su no menos dorada cabecita, para iniciar en seguida una vuelta ágil que había de transponerla, en un salto, al otro lado del escenario… Razón tenía para desdeñar los trucos obscenos con que la Criolla sabía levantar de cascos a la platea. Frente a esa excitación de la multitud, que con ruidoso y creciente entusiasmo respondía a las procacidades ya casi intolerables de Asunta, era muy explicable el resentimiento de la pobre Florita.

Lo malo fue que no consiguió disimularlo como hubiera debido. Porque los majaderos que, todas las noches, después de la función, invitaban a las artistas y las retenían, tomando copitas de anisete, en la confitería hasta Dios sabe qué horas, se dieron cuenta en seguida, y se dedicaron a pincharla, irritarla y azuzarla contra la sonriente Criolla, cuyo cacumen, un tanto romo, no le permitía replicar a los alfilerazos de su colega y todo lo arreglaba con poner hociquitos, hacer mohines, soltar risotadas, y repetir: «Anda ésta»; «Pues sí»; «Vaya», y otras frases no menos expresivas.

En suma, que si la Criolla de Fuego se apuntaba algunos tantos en el escenario merced a su desvergüenza, en este otro espectáculo privado con que prolongaban la velada unos cuantos «conspicuos» —Ataúde, claro está, entre ellos—, gozaba Flor del Monte de su revancha, desquitándose con creces: en este terreno, el espíritu derrotaba por completo a la materia. Y los malasangre, los necios, viendo cómo la irritación aguzaba de día en día las flechas de su femenil ingenio, y no contentos ya con alimentar su agresividad mediante toquecitos sutiles, urdieron entre ellos una pequeña farsa cuyos frutos se prometían saborear después, en la tertulia. Esperaban el momento en que las artistas se agarraran por fin de los pelos, como no podía dejar de suceder, según iban las cosas. Lo que habían inventado fue fingir impaciencia en la función de aquella noche durante la Danza de los Velos, y ponerse a reclamar con gritos y abucheos la presencia de Asunta, la Criolla, en el escenario.

En esa intriga estúpida no participó el poeta, que era un caballero. Ni siquiera puede afirmarse que fuera iniciativa de la tertulia, sino idea de unos pocos, de Castrito, el de la fábrica de medias, de los hermanos Muiño, estudiantes perpetuos, del mediquito nuevo —¿cómo se llamaba?—, y dos o tres más, que tenían abonado un palco proscenio. Desde ese palco, tan pronto como Flor del Monte inició su admirable danza, empezaron a chistarle, a sisear, y a pedir Prendas Íntimas, el número bomba de la Criolla.

¿Cómo una cosa así no había de herir el amor propio de artista tan sensible? Tuvo ella, sin embargo, la prudencia de hacerse la desentendida, y continuó, por lo pronto, evolucionando sobre el escenario a compás de la melodía oriental que acompañaba a sus gráciles movimientos, en la esperanza de que la broma no pasaría a mayores. ¡Esperanza vana! Era eso no conocer al adversario. Atrincherados en el palco, sus torturadores intensificaban por el contrario, incansables, el fuego graneado de su rechifla, a la vez que espiaban los efectos previsibles de la agresión y se gozaban en observar los primeros síntomas del azoramiento que esta calculada ofensiva tenía que causar en el ánimo de la danzarina. «Mírala, mírala; ya no puede disimular más. Ya no da pie con bola —reía el mayor de los Muiño a la oreja del teniente Fonseca—. Ésa termina dando un traspiés, se pega el batacazo: tú lo verás».

Pero lo que vieron fue algo que nadie esperaba. En una de sus rítmicas evoluciones, la artista fulminó a sus ocupantes una terrible mirada, se detuvo por un instante, levantó la pierna y disparó contra ellos explosiva detonación: como el diablo en la Divina Comedia, avea del cul fatto trombetta. Tras de lo cual, prosiguió tan campante la Danza de los Velos.

¿A qué ponderar la estupefacción que el hecho produjo? Aquella nota discordante hizo que la orquesta desafinara; la platea empezó a rebullir, inquieta; y en cuanto a los ocupantes del palco proscenio, que en el primer instante se habían quedado mudos de asombro, reaccionaron en seguida con la natural indignación. Rojos de ira, proferían contra la artista gritos soeces de «Guarra» y de «Tía cerda», amenazándole con el puño. Pero, entretanto, ya la danza había terminado, y Flor del Monte se retiraba como si tal cosa tras de los bastidores, dejando a la sala sumida en descomunal barahúnda. Risas, improperios y disputas se mezclaban ahora, con terrible algazara, a la ovación de costumbre…

Puede imaginarse: aquella noche la danzarina no estuvo de humor para concurrir a la tertulia de la confitería, por más que le insistieran sus amigos sobre la conveniencia, o aun necesidad, de no faltar, hoy menos que nunca. Pese a todo se retiró ella, acompañada de su señora madre, a sus cuarteles de la Pensión Lusitana: tenía una fuerte jaqueca. Y allí, en la pensión, compareció pocos minutos más tarde a presentarle sus respetos el poeta Ataúde, uno de aquellos amigos leales. Ataúde había creído deber suyo visitarla en la ocasión, no sólo por si acaso el periódico decidía hacerse eco de lo ocurrido —aún ignoraba Hornero cuál sería la actitud del director—, sino también, y sobre todo, porque deseaba testimoniar a la joven artista su simpatía, desolidarizándose netamente de los imbéciles que, con su conducta incalificable, habían provocado el ruidoso incidente.

Al principio ella se negaba a recibirlo; no quería verlo, a él ni a nadie: le dolía mucho la cabeza. Pero como el periodista insistiera y rogara, salió por fin con los ojos coloradísimos, y no bien se hubo dejado caer junto a su fiel admirador en el divancito del vestíbulo, rompió a llorar de nuevo, anegada en un mar de lágrimas y sollozos. Ataúde supo, diestro, enjugar esas líquidas perlas y ganarse con su solicitud la benevolencia de la dolida Flora, su afecto. Le declaró el poeta que, lejos de hacerle desmerecer en opinión suya ni de nadie, la resonante acción con que había repelido a sus burladores, más bien tenía que concitarle el aprecio de cualquier conciencia recta. Por consiguiente, no afligida, avergonzada ni contrita, sino ufana y orgullosa debía mostrarse de haber sabido emplear un remedio heroico. ¿Merecían, tal vez, otra cosa semejante patulea de señoritos chulos? Habían recibido la respuesta condigna a sus despreciables provocaciones, y bien empleaba se la tenían. Así, pues, nada de esconder el bulto, sino al contrario: mantener con la frente muy alta la gallardía de su gesto.

Ante exhortaciones tan cariñosas, la artista le dirigió una mirada de ansiedad y de reconocimiento: necesitaba esa confortación; mucho bien le hacía oírle decir a un hombre como él, a una persona decente y culta, que no vituperaba su proceder, e incluso lo aprobaba. Para ser franca, debía confesar que todo había sido una ocurrencia repentina. Sintió la oportunidad, y la aprovechó para acallar a la jauría que tan sin piedad le acosaba. Fue una ocurrencia súbita, una inspiración del momento. Podía jurar que no hubo en ello la menor premeditación. De no haberse dejado llevar por la cólera, es lo cierto que, en frío, jamás se hubiera atrevido a una cosa así. Y ahora le pesaba el arrebato, le daba muchísima vergüenza; ‘tanto más que su mamá se había puesto hecha un basilisco, afeándole ásperamente su comportamiento. «Créame, amigo Homero: si hice mal o hice bien, no lo sé; pero lo que sí sé es que, en aquel instante, si hubiera tenido en la mano un revólver cargado, lo mismo se lo disparo encima a esos canallas…» Y lloraba, lloraba desconsolada otra vez.

Ataúde, tierna y respetuosamente, empezó a pasarle la mano por la cabecita; y ella, al sentirse acariciada, la dejó reposar en el hombro del poeta tras de haberlo recompensado con encantadora sonrisa… Total, que ahí nació un idilio destinado a sacramentarse al pie de los altares. No mucho rato había pasado, en efecto, cuando ya estaban riéndose ambos. Con los ojos todavía enrojecidos y húmedos, a Flor del Monte —¡lo que es la juventud!— le retozaba la risa cada vez que se acordaba del modo cómo les había tapado la boca a aquellos gritones. Atónitos los había dejado. Pues ¿qué se creían, los mamarrachos? ¿que iban a poder con ella? ¿A que no se aguardaban esa respuesta?… Y también le daba risa, mezclada con una sombra de preocupación, pensar en los comentarios furibundos que a aquella misma hora estarían haciendo en la tertulia de la confitería y, más que nada, las idioteces que largaría la Criolla de Fuego. «Es que la gente —reflexionó Ataúde— es de lo más infame, y conviene siempre tenerla a raya; darle una lección de vez en cuando. Enseñarles las uñas, sí. Has hecho muy bien, nena; muy requetebién has hecho. Pues ¿qué se pensaban? ¡Si sabré yo cómo se las gastan esos tipos! Son unos malasangre.» «¿Es verdad, Homero —le preguntó entonces, picarona, Florita— eso que dicen de ti, que regalas flores usadas ya en los servicios funerarios?» «Eso —protestó el poeta— es una solemne mentira. Lo que pasa es que son muy envidiosos; tienen envidia, y eso es todo. La verdad es que, con el negocio de mi padre, a nosotros las flores nos resultan mucho más baratas, somos grandes consumidores, ¿te percatas? Además, flores siempre son flores, qué demonios; y con ellas tanto puede armarse un ramillete como una corona. Puras ganas de jeringar…» Ella se reía, quitándole toda importancia a la cuestión. Y respecto de lo otro, pues sí, casi se alegraba ahora de haberlo hecho. Sería una grosería, pero si no, ¿adónde habríamos llegado? Le bastaba a ella con que a persona tan ilustrada y noble como Ataíde, un poeta, no le hubiera parecido demasiado mal. Si él lo aprobaba… Se levantó: «Voy a llamar a mi mamá para que sepa que, a pesar de todo, no me faltan amigos sinceros».

Vino la mamá, lo saludó con aire de preocupación digna, le agradeció la cortesía de su visita, deploró la desgracia (así calificaba ella el incidente del teatro), le invitó a tomar una copita de oporto, y mientras Flora iba a la pieza para buscar el vino, la señora mayor expuso sus cuitas al poeta: «Ay, señor mío, usted no sabe lo que una madre tiene que padecer. Esta niña mía es tan impulsiva… Yo siempre se lo digo, que no sea tan impulsiva; pero no hay remedio. Fíjese, la barbaridad. Lo peor ahora es que el empresario querrá aprovecharse para cancelarle el contrato. Y de cualquier manera, ¿con qué cara va ésta a presentarse otra vez mañana delante del público? ¡Qué catástrofe, señor Ataíde, qué catástrofe!». «Déjeme a mí, señora, que yo estudie un poco la situación. Todo se arreglará, descuide. Creo que todo se arreglará.» Ataúde se sentía ya protector, deseaba asumir responsabilidades. «Quizás lo mejor sea que la niña abandone esto de las varietés, que no va a darle más que disgustos, porque el público es muy bestia, y… Pero, hágame caso, ponga el asunto en mis manos. Tengo una idea.»

La idea que había tenido era, sencillamente, la de casarse con Florita, que ahora aparecía de nuevo en el vestíbulo trayendo en una bandeja, no la cabeza del Bautista, sino una botella de oporto, tres copas y galletitas. Era también un impulsivo nuestro poeta, y también fue para él la del matrimonio una ocurrencia repentina, aunque se abstuvo de soltarla a boca de jarro. Pero desde ese momento mismo supo ya que estaba enamorado de Flor del Monte, y que había de convertirla en su legítima esposa, ofreciéndole con su mano la mejor reparación pública en que hubiera podido soñar para sacarse la espina del dichoso incidente.

Lo primero que hizo a la otra mañana nuestro hombre fue consultar con su madrina, doña Amancia, no en procura de un horóscopo, sino para explorar su reacción frente a lo que ya era en él un propósito firme. Esa reacción no pudo haber sido más favorable. La pitonisa venía quejándose, cada vez con más frecuencia, de que si un día u otro se quería morir, no habría quien asumiera las obligaciones profesionales del consultorio. «¿,Quién se hará cargo de todo esto?», se preguntaba consternada, repasando alrededor suyo, con su mirada enigmática y llorona, la estatuilla de Buda, el búho disecado en el fanal de la cómoda, el cromo de las Ánimas, la bola de cristal, los naipes y demás polvorientos adminículos de su oficio. La sugestión del sobrino consistía en ofrecerle con su consorte una auxiliar a la que pronto iniciara en los misterios de la cábala, para cuyo servicio siempre se había negado Mensajero Celeste a admitir extrañas. Un ósculo sobre su frente inspirada recompensó la idea del poeta; quien, muy contento con este resultado, corrió a comunicar su decisión a la autoridad paterna. El padre no era problema. Oyó el proyecto, supo quién había de ser su nuera, y despachó al vástago con lacónica sentencia: «Toda la vida fuiste un cretino, hijo mío», dictum perentorio que éste no dudó en interpretar a modo de aprobación.

La boda se celebró con extraordinario boato. Tenía Homero empeño en hacer de la ceremonia un triunfo social para la artista, a quien unos imbéciles habían pretendido humillar con sus procacidades. ¡Podían afirmar ahora, si les daba la gana, ser fúnebres y de segunda mano aquellas flores que, abundantísimas, inundaban la iglesia, dalias, crisantemos y lirios, y aun la hermosa brazada de azucenas portada por la novia mientras el prestigioso industrial, padre del contrayente, la conducía del brazo hacia el ara! ¡Que fingieran, si ello les divertía, reconocer en el tronco de caballos blancos enganchado a la berlina nupcial a los que la Casa empleaba para transportar inocentes al cementerio! ¡Que gastaran cuantas cuchufletas se les antojase! Bien sabía Homero Ataíde que maledicencias tales son fruto podrido de la envidia. Lo cierto y lo que importa es que el evento social adquirió relieve inusitado, como él mismo había escrito de antemano en la crónica que debía proclamarlo, al día siguiente, desde las columnas de El Eco del País. Llena la iglesia de bote en bote, no se produjo, sin embargo, ninguna de esas bromas de mal gusto que, dadas las circunstancias, hubieran sido de temer: todo salió a las mil maravillas. Y lo único que lamentaron, especialmente la novia, fue que ya para esa fecha se había marchado de la ciudad Asunta, la Criolla de Fuego, con la quina que, si no, hubiera tenido que tragar.

El banquete tuvo lugar en una de las confiterías de Asmodeo, quien —justo es reconocerlo— se portó en todo este asunto como un caballero, brindando mil facilidades en cuanto se refiere a la rescisión del contrato, y llevando su generosidad hasta el extremo de pagarle a la artista la semana completa sin que actuara. En fin, que todo resultó a pedir de boca.

Y para colmo, la muchacha aportó al matrimonio más de una sorpresa agradable. La primera de ellas fue que estaba virgo. Luego, que no tenía mala mano para la cocina. Flor del Monte empezó a iniciarse en seguida en las artes adivinatorias de que era maestra Mensajero Celeste, conservando a estos efectos su nombre de guerra, e incluso aprovechó el atuendo de la Danza de los Velos para oficiar como vicaria de doña Amancia en su pequeño templo, del que pronto pasaría a ser sacerdotisa única. Pero este último no sucedería hasta después de haber dado a luz el primer fruto de sus amores conyugales, un robusto infante al que bautizaron con el nombre de Santiago, por devoción al Apóstol llamado Hijo del Trueno. Cuando ya la criatura hubo cumplido tres meses, la venerable Mensajero Celeste (hubiérase dicho que sólo aguardaba a tener quien la sustituyera) amaneció muerta una mañana. Adivinando la inminencia del óbito, ella misma se había amortajado y, después de prender cuatro velas a los costados, se había tendido dentro de un cajón de segunda clase —inútil diligencia, porque el juzgado, con suspicacia excesiva, insistió en hacerle la autopsia: su muerte había sido natural si las hay—. Sic transit gloria mundi!

En cuanto a Homero, en vista de que la actividad periodística no da rendimientos económicos apreciables, se ha decidido, por fin, a prestar una atención cada vez menos reluctante al negocio paterno, sin abandonar por ello la poesía, algunos de cuyos más logrados productos adornan cada domingo la página interior de El Eco del País.

*FIN*


Historias de macacos, 1955


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