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Don Catalino, hombre sabio

[Cuento - Texto completo.]

Miguel de Unamuno

Fui a ver a don Catalino. Recordarán ustedes que don Catalino es todo un sabio; esto es, un tonto, tan sabio que no ha sabido nunca divertirse y no más que por incapacidad de ello. Lo que no quiere decir que don Catalino no se ría: don Catalino se ríe a mandíbula batiente, pero hay que ver de qué cosas se ríe don Catalino. ¡La risa de don Catalino es digna de un héroe de una novela de Julio Verne! Y no diría yo que don Catalino no le encuentre divertido y hasta jocoso, amén de instructivo, ¡por supuesto!, al tal Julio Verne, delicia de cuando teníamos trece años, don Catalino es, como ven ustedes, un niño grande, pero sabio, esto es, tonto.

Don Catalino cree, naturalmente, en la superioridad de la filosofía sobre la poesía, sin habérsele ocurrido la duda -don Catalino no duda sino profesionalmente, por método-, de si la filosofía no será más que poesía echada a perder, y cree en la superioridad de la ciencia sobre el arte. De las artes prefiere la música, pero es porque dice que es una rama de la acústica, y que la armonía, el contrapunto y la orquestación tienen una base matemática. Inútil decir que don Catalino estima que el juego del ajedrez es el más noble de los juegos, porque desarrolla altas funciones intelectuales. También le gusta el billar, por los problemas de mecánica que en él se ofrecen.

Un amigo mío, y suyo, dice que don Catalino es anestético y anestésico. Pero anestésicos son casi todos los sabios. Al cuarto de hora de estar uno hablando con ellos se queda como acorchado y en disposición de que le arranquen, sin dolor alguno, el corazón.

Don Catalino cree en la organización, en la disciplina y en la técnica, y es feliz. Tan feliz como un perro de aguas, que le acompaña en sus excursiones científicas. Al cual perro de aguas le ha enseñado, para divertirse, a andar en dos patas y a saltar por un aro. Por donde se ve que no estuve del todo justo al decir que don Catalino no sabe divertirse. Aunque hay quien dice que no es por diversión, sino por experimentación, por lo que don Catalino, perfecto mamífero vertical -que es la mejor definición del homo sapiens de Linneo-, ha enseñado a su perro a verticalizarse, a humanizarse.

Además, don Catalino le ha enseñado a un loro que tiene a decir: «Dos más tres, cinco»; y si no le ha enseñado (a+b)2 = a2+2ab + b2, o el principio de Arquímides -«Todo cuerpo sumergido en un líquido», etc.-, es porque esto resultaba demasiado largo para un loro. Y don Catalino se empeña que es mejor para el loro el que aprenda eso de «dos más tres, cinco», que no Torito real, para España y para Portugal», u otra variedad por el estilo. Vaciedad, así la llamaba él. Y no pude convencerle de que en boca del loro tan vaciedad es «el dos más tres, cinco», o un axioma cualquiera.

-No -me decía don Catalino-, ya que los loros hablan, que enuncien verdades científicas.

-Pero, venga usted acá, don Catalino de mis pecados -le dije-; dejando a un lado eso de verdades científicas, como si no bastase que fueran verdades a secas, ¿usted cree que un axioma o el principio más comprobado es, en boca del loro, verdad? Ni es verdad, ni es nada más que una frase.

-La verdad es algo objetivo, independiente de la intención y del estado de conciencia de quien la enuncia.

Y don Catalino se disponía a desarrollar este luminoso apotegma y a demostrármelo por a más b, cuando me puse en salvo. Porque don Catalino, sabio anestético y anestésico, es más objetivo todavía que las verdades científicas que enuncia. Y no hay nada que me desespere más que un hombre objetivo.

Inútil decir que a don Catalino se le conoce mucho más y mejor en Alemania que en esta su ingrata patria. Como que yo creo que aquí se empezará a conocerle cuando se traduzca su gran obra de la última traducción alemana. Don Catalino está en correspondencia con los grandes espadas extranjeros de la especialidad que cultiva, con los don Catalinos de Europa. De Europa como unidad intelectual, por supuesto.

Don Catalino se lamenta de nuestra ligereza, de nuestro exceso de imaginación. Esto del exceso de imaginación, que es una manía de don Catalino, es una manera de decir, porque nuestro sabio, hablando de imaginación, es como un buey mugiendo amor. Un día le encontré apenado y casi indignado. Yendo de viaje, en un momento de distracción tentadora, se le ocurrió leer una crónica de Julio Camba, y luego me decía: «¡Esto no es serio… esto no es serio!».

-¿Y qué es lo serio, don Catalino? -le pregunté.

-Bueno, dejémonos de paradojas -me contestó-. Esto que yo le digo a usted, amigo don Miguel, es que, a título de humorismo y por hacer reír a las gentes, se produce un lamentable espíritu de irreverencia hacia la Ciencia…

No se descubrió al pronunciar la palabra Ciencia -y la pronunció así, con letra mayúscula-, pero es porque estaba ya descubierto. Yo volví a ponerme en salvo, de miedo de que intentara demostrarme que es pernicioso para un pueblo el espíritu de irreverencia para con la Ciencia y sus abnegados cultivadores.

Como se ve, cada vez que me pongo a tiro de don Catalino acabo por escaparme, buscando ponerme en salvo.

Y es que temo que acabe por convencerme de algo, que sería para mí lo más terrible que pudiera sucederme.

Fui, pues, como dije, a ver a don Catalino. Quería conocer su opinión respecto a esta guerra. Es decir respecto a la guerra precisamente, no, sino respecto a los zeppelines, a los submarinos, a los morteros del 42 y a los gases asfixiantes. Esperaba oírle cosas regocijantes y peregrinas sobre esos grandes inventos de la ciencia aplicada. Pero apenas me tuvo don Catalino a tiro me espetó a boca de jarro este epifonema:

-Hombre, me alegra verle a usted, para decirle que cada vez le comprendo a usted menos.

-¡Tanto honor!… -exclamé.

-¿Cómo honor?

-Honor, sí. El no ser comprendido por un sabio, y por un sabio como usted, don Catalino, es uno de los más grandes honores.

-Pues, no le comprendo…

-Yo sí comprendo que usted no lo comprenda. Porque ustedes los sabios estudian las cosas, pero no a los hombres…

-Hombre, hombre, amigo don Miguel… Hay antropólogos, es decir, sabios que se dedican a estudiar al hombre…

-Sí, pero como cosa, no como hombre.

-Y psicólogos…

-Sí, que estudian también el alma objetivamente, como una cosa…

-¡Ah! -exclamó-, ¡usted es partidario, sin duda, de la introspección! Pues verá usted…

-No, no veré nada -le dije aterrado-, me acuerdo de repente que tengo una cita. Volveré otro día…

Y me escapé una vez más. Fuime a casa a leer un poeta cualquiera, el menos científico, forzosamente convencido de aquella verdad de que si el poeta es loco, el sabio, en cambio, es tonto de capirote. Y entre oír los graciosos embustes de un loco o las ramplonas verdades científicas de un tonto, no cabe duda alguna. Me divierten más las aventuras de Belerofonte o la leyenda de Edipo, que no el binomio de Newton. Y en cuanto a utilidad, como al fin y al cabo se ha de morir uno… La cuestión es pasar la vida divertido. Y aunque me divierto con don Catalino, puedo asegurarles a ustedes que don Catalino no me divierte. No pasa de ser para mí una rara estética; quiero decir, un sujeto para bromas de mal género, como con esta semblanza pretendo darle ¡Porque cuando la lea!…

*FIN*


La Esfera, Madrid, 24-VII-1915


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