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 De los tres cielos que recorre el hombre 
de la existencia en la medida impía, 
cuando la gloria me enseñó tu nombre 
yo estaba en el primero todavía. 
La pena que del pecho 
hasta el abismo lóbrego desciende, 
y del cadáver de un amor deshecho 
finge flotando en derredor del lecho 
la aparición bellísima de un duende; 
la sombra a cuyo peso aborrecido 
muere el placer y el alma se acobarda, 
tratando de evocar en el olvido 
el recuerdo dulcísimo y querido 
de los besos del ángel de la guarda; 
todo eso que en la frente 
deja un sello de luto y desconsuelo, 
cuando en el alma pálida y doliente 
no queda ni la fe que es del creyente 
la última golondrina que alza el vuelo 
todo eso que de noche 
baja hasta el corazón como una sombra, 
y que terrible y sin piedad ninguna 
sus ilusiones todas despedaza, 
aún no era sobre el cielo de mi cuna. 
Ni la pálida nube que importuna 
se levanta enseñando la amenaza. 
Dichoso con la dulce indiferencia 
del que al amor de su callado asilo 
ha vivido a la luz de la inocencia, 
acostumbrado a ver en la existencia 
la imagen de un azul siempre tranquilo, 
yo entonces ignoraba 
que, más allá de aquel humilde techo 
que sus caricias y su amor me daba, 
clamando al cielo y suspirando en vano 
desde el rincón sin luz de la vigilia, 
hubiera en otro hogar una familia 
de la que yo también era un hermano… 
Mi amor no sospechaba que existiera 
más ilusión ni cariñoso exceso 
que la mirada dulce y hechicera 
de la santa mujer que la primera 
nos anuncia a la vida con un beso… 
Y hasta que al dulce y mágico sonido 
del arpa que temblaba entre tus manos, 
dejé mi rama, abandoné mi nido 
y te segué hasta ese árbol bendecido 
donde todos los nidos son hermanos, 
fue cuando despertando de la calma 
en que flotaba la existencia mía, 
sentí asomar en lo íntimo de mi alma 
algo como la luz de un nuevo día. 
Tu voz fue la primera 
que me habló en la dulzura de ese idioma 
que canta como canta la paloma 
y gime como gime la palmera… 
las cuerdas de tu lira, 
como la voz de la primera alondra 
que llama a las demás y las despierta, 
fueron las que al arrullo de tu acento 
sonaron sobre mi alma estremecida, 
como si siendo un pájaro la vida 
quisieran despertarlo al sentimiento… 
Tu nombre va ligado en mi cariño 
con los recuerdos santos y amorosos 
de mis tiempos de niño, 
con los placeres dulces y sabrosos 
de esa época sonriente 
en la que es cada instante una promesa 
y en la que el ángel de la fe aún no besa 
las primeras arrugas de la frente; 
tu nombre es la memoria 
del pueblo y del hogar adonde un día 
fue a estremecerse el eco de tu gloria 
y el trino arrullador de tu poesía; 
la evocación de todo lo más santo 
en medio de mis noches desmayadas, 
que aún tiemblan a las dulces campanadas, 
de aquellas horas en que amaba tanto… 
Y así, cuando yo supe 
que abandonada a tu dolor morías, 
y que en tu muda y lánguida tristeza 
renunciabas a ver junto a tu lecho, 
quien, al rodar sin vida tu cabeza, 
recogiera el laurel de tu grandeza 
y el último sollozo de tu pecho; 
cuando yo supe que en la huesa insana 
te inclinabas por fin pálida y sola, 
sin que el adiós de tu alma soberana 
se enlutara la cítara cubana 
ni gimiera la cítara española; 
al darte mis adioses, los adioses 
de la eterna y postrera despedida, 
sentí que algo de triste sollozaba 
de mi dolor en el oscuro abismo, 
y que tu sombra que flotaba arriba, 
al extinguirse y al borrarse iba 
llevándose un pedazo de sí mismo, 
y entonces al poder de los recuerdos 
borrando la distancia 
tendí mis alas hacia el nido blando 
de los primeros sueños de la infancia; 
llegué al rincón modesto 
donde tus dulces páginas leía 
a la fe y al amor siempre dispuesto 
y allí de pie frente a la blanca cuna 
donde en sus flores me envolvió el destino, 
busqué en su fondo alguna 
que aún no cerrara su oloroso broche, 
y en él hallé dormida, 
ésta con la que el alma agradecida 
viene a aromar las sombras de la noche. 
Deuda en mi cariño 
contraje desde niño con tu nombre, 
esa flor es el cántico del niño 
mezclada con las lágrimas del hombre; 
esta flor es el fruto de aquel germen 
que derramaste en mi niñez dichosa, 
y que al rodar sobre la humilde fosa 
donde tus restos duermen 
entre sus piedras ásperas se arraiga 
recogiendo su jugo en tus cenizas, 
y esperando en su cáliz a que caiga 
la gota de los cielos que le traiga 
la esencia y el amor de tus sonrisas. 
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