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 Aún era yo muy niño, cuando un día, 
cogiendo mi cabeza entre sus manos 
y llorando a la vez que me veía 
“¡Adiós! ¡Adiós!” me dijo; 
“Desde este instante un horizonte nuevo 
se presenta a tus ojos; 
vas a buscar la fuente 
donde apagar la sed que te devora; 
marcha… y cuando mañana 
al mal que aún no conoces 
ofrezcas de tu llanto las primicias, 
ten valor y esperanza, 
anima el paso tardo, 
y mientras llega de tu vuelta la hora, 
ama un poco a tu padre que te adora, 
y ten valor y… marcha… yo te aguardo”. 
Así me dijo, y confundiendo en uno 
su sollozo y el mío, 
me dio un beso en la frente… 
Sus brazos me estrecharon… 
y después… a los pálidos reflejos 
del sol que en el crepúsculo se hundía 
sólo vi una ciudad que se perdía 
con mi cuna y mis padres a lo lejos. 
El viento de la noche 
saturado de arrullos y de esencias, 
soplaba en mi redor, tranquilo y dulce 
como aliento de niño; 
tal vez llevando en sus ligeras alas 
con la tibia embriaguez de sus aromas, 
el acento fugaz y enamorado 
del silencioso beso de mi madre 
sobre del blanco lecho abandonado… 
Las campanas distantes repetían 
el toque de oraciones… una estrella 
apareció en el seno de una nube; 
tras de mi oscura huella 
la inmensidad se alzaba… 
yo entonces me detuve, 
y haciendo estremecer el infinito 
de mi dolor supremo con el grito: 
“Adiós, mi santo hogar”, clamé llorando; 
“¡Adiós, hogar bendito, 
en cuyo seno viven los recuerdos 
más queridos de mi alma… 
pedazo de ese azul en donde anidan 
mis ilusiones cándidas de niño! 
¡Quién sabe si mis ojos 
no volverán a verte…! 
¡Quién sabe si hoy te envío 
el adiós de la muerte…! 
Mas si el destino rudo 
ha de darme el morir bajo tu techo, 
si el ave de la selva 
ha de plegar las alas en su nido, 
¡guárdame mi tesoro, hogar querido, 
guárdame mi tesoro hasta que vuelva!” 
Las lágrimas brotaron 
a mis hinchados párpados… las sombras 
espesas y agrupadas de repente 
se abrieron de los astros a la huella… 
cruzó una luz por lo alto, alcé la frente, 
el cielo era una página y en ella 
vi esta cifra: –¡Detente! 
¡Detente… y a mi oído 
llegó como un arrullo de paloma 
la nota de un gemido; 
algo como un suspiro de la noche 
rompiendo del silencio la honda calma; 
algo como la queja 
de una alma para la otra alma… 
algo como el adiós con que los muertos, 
del amor al esfuerzo soberano, 
saludan desde el fondo de sus tumbas 
al recuerdo lejano! 
Al despertar de aquel supremo instante 
de letargo sombrío, 
la noche de la ausencia desplegaba 
su impenetrable velo, 
sus sombras sin estrellas, 
su atmósfera de hielo… 
esa odiosa ceguez en que el ausente 
proscrito del cariño, 
cumple con su destierro, suspirando 
por sus recuerdos vírgenes de niño; 
ese inmenso dolor que hace del alma 
en el terrible y solitario viaje, 
un árido desierto 
en donde es un miraje cada punto 
y en donde es un amor cada miraje… 
Y así de la ampolleta de mi vida 
se deslizaban las eternas horas 
sobre mi frente mustia y abatida, 
sonando al extenderse en lontananza, 
como una dulce estrofa desprendida 
del arpa celestial de la esperanza; 
así, cuando una vez, en el instante 
en que la blanca flor de mi delirio 
desplegaba en los aires su capullo; 
cuando mi muerta fe se estremecía 
bajo sus ropas fúnebres de duelo, 
al ver flotando en el azul del cielo 
el alma de mi hogar sobre la mía; 
cuando iba ya a sonar para mis ojos 
la última hora del llanto, 
y se cambiaba en música de salve 
la música elegiaca de mi canto; 
mi corazón como la flor marchita 
que se abre a las sonrisas de la aurora 
esperando la vida de sus rayos, 
también se abrió… para plegar su broche, 
a las caricias del amor abierto, 
encerrando en el fondo de su noche 
¡las caricias de un muerto!… 
En el espacio blanco y encendido 
por los trémulos rayos de la luna, 
yo vi asomar su sombra… 
la gasa del sepulcro lo envolvía 
con sus espesos pliegues… 
en su frente espectral se dibujaba 
una aureola de angustia, lo que dijo 
se perdió en la región donde flotaba… 
su mano me bendijo… 
su pecho sollozaba… 
la sombra se elevó como la niebla 
que en la mañana se alza de los campos; 
cerré los ojos suspirando, y luego… 
oí un adiós en la profunda calma 
de aquella inmensidad muda y tranquila, 
y al levantar de nuevo la pupila 
¡el cielo estaba negro como mi alma! 
En el reloj terrible 
donde cada dolor marca su instante, 
el destino inflexible 
señalaba la cifra palpitante 
de aquella hora imposible; 
hora triste en que el íntimo santuario 
de mis sueños de gloria, 
vio su altar solitario, 
convertido su sol en tenebrario, 
y su culto en memoria… 
Hora negra en que la urna consagrada 
para envolverte, ¡oh, padre! 
del cariño en la esencia perfumada, 
fue un sepulcro sombrío 
donde sólo dejaste tu recuerdo 
para hacer más inmenso su vacío. 
¡Padre… perdón porque te amaba tanto, 
que en el orgullo de mi amor creía 
darte en él un escudo! 
¡Perdón porque luché contra la suerte, 
y desprenderme de tus brazos pudo! 
¡Perdón porque a tu muerte 
le arrebaté mis últimas caricias 
y te dejé morir sin que rompiendo 
mi alma los densos nublos de la ausencia, 
fuera a unirse en un beso con la tuya 
y a escuchar tu postrera confidencia! 
Sobre la blanca cuna en que de niño 
me adurmieron los cantos de la noche, 
el cielo azul flotaba, 
y siempre que mis párpados se abrían, 
siempre hallé en ese cielo dos estrellas 
que al verme desde allí se sonreían; 
mañana que mis ojos 
se alcen de nuevo hacia el espacio umbrío 
que se mece fugaz sobre mi cuna, 
tú sabes, padre mío, 
que sobre aquella cuna hay un vacío, 
que de esas dos estrellas me falta una. 
Caíste… de los libros de la noche 
yo no tengo la ciencia ni la clave; 
en la tumba en que duermes, 
yo no sé si el amor tiene cabida… 
yo no sé si el sepulcro 
puede amar a la vida; 
pero en la densa oscuridad que envuelve 
mi corazón para sufrir cobarde, 
yo sé que existe el germen de una hoguera 
que a tu memoria se estremece y arde… 
yo sé que es el más dulce de los nombres 
el nombre que te doy cuando te llamo, 
y que en la religión de mis recuerdos 
tú eres el dios que amo. 
Caíste… de tu abismo impenetrable 
la helada niebla arroja 
su negra proyección sobre mi frente, 
crepúsculo que avanza 
derramando en el aire transparente 
las sombras de una noche sin oriente 
y el capuz de un dolor sin esperanza. 
Padre… duérmete… mi alma estremecida 
te manda su cantar y sus adioses; 
vuela hacia ti, y flotando 
sobre la piedra fúnebre que sella 
tu huesa solitaria, 
mi amor la enciende, y sobre ti, sobre ella, 
en la noche sin fin de tu sepulcro 
mi alma será una estrella. 
 
Julio de 1871
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