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 Después de aquella página sombría 
en que trazó la historia los detalles 
de aquel horrible día, 
cuando la triste Méxitli veía 
sembradas de cadáveres sus calles; 
después de aquella página de duelo 
por Cuauhtémoc escrita ante la historia, 
cuando sintió lo inútil de su anhelo; 
después de aquella página, la gloria 
borrando nuestro cielo en su memoria 
no volvió a aparecer en nuestro cielo. 
La santa, la querida 
madre de aquellos muertos, vencedores 
en su misma caída, 
fue hallada entre ellos, trémula y herida 
por el mayor dolor de los dolores… 
En su semblante pálido aún brillaba 
de su llanto tristísimo una gota… 
A su lado se alzaba 
junto a un laurel una macana rota… 
y abandonada y sola como estaba, 
vencido ya hasta el último patriota, 
al ver sus ojos sin mirada y fijos, 
los españoles la creyeron muerta, 
y del incendio entre la llama incierta 
la echaron en la tumba con sus hijos… 
Y pasaron cien años y trescientos 
sin que a ningún oído 
llegaran los tristísimos acentos 
de su apagado y lúgubre gemido; 
cuando una noche un hombre que velaba 
soñando en no sé qué grande y augusto 
como la misma fe que le inspiraba, 
oyó un inmenso grito que le hablaba 
desde su alma de justo… 
–Yo soy –le repetía–, 
descendiente de aquellos que en la lucha 
sellaron su derrota con la muerte… 
¡Yo soy la queja que ninguno escucha, 
yo soy el llanto que ninguno advierte!… 
Mi fe me ha dicho que tu fuerza es mucha, 
que es grande tu virtud y vengo a verte; 
que en el eterno y rudo sufrimiento 
con que hace siglos sin cesar batallo, 
yo sé que tú has de darme lo que no hallo: 
mi madre que está aquí porque la siento. 
Dijo la voz, y al santo regocijo 
que el anciano sintió en su omnipotencia, 
–Si el indio llora por su madre –dijo–, 
yo encontraré una madre para ese hijo, 
–y encontró aquella madre en su conciencia. 
A esta hora, y en un día 
como éste, en que incensamos su memoria, 
fue cuando aquel anciano lo decía, 
y desde ese momento, patria mía, 
tú sabes bien que el astro de tu gloria 
clavado sobre el libro de tu historia, 
no se ha puesto en tus cielos todavía. 
A esta hora fue cuando rodó en pedazos 
la piedra que sellaba aquel sepulcro 
donde estuviste, como Cristo, muerta 
para resucitar al tercer día; 
a esa hora fue cuando se abrió la puerta 
de tu hogar, que en su seno te veía 
con un supremo miedo en su alegría 
de que tu aparición no fuera cierta; 
y desde ese momento, y desde esa hora, 
tranquila y sin temores en tu pecho, 
tu sueño se cobija bajo un techo 
donde el placer es lo único que llora… 
Tus hijos ya no gimen 
como antes al recuerdo de tu ausencia, 
ni cadenas hay ya que los lastimen… 
En sus feraces campos ya no corre 
la sangre de la lucha y la matanza, 
y de la paz entre los goces suaves 
bajo un cielo sin sombras ni vapores, 
ni se avergüenzan de nacer tus flores, 
ni se avergüenzan de cantar tus aves. 
Grande eres y a tu paso 
tienes abierto un porvenir de gloria 
con la dulce promesa de la historia 
de que para tu sol nunca habrá ocaso… 
Por él camina y sigue 
de tu lección de ayer con la experiencia; 
trabaja y lucha hasta acabar esa obra 
que empezaste al volver a la existencia, 
que aún hay algo en tus cárceles que sobra 
y aún hay algo que el vuelo no recobra, 
y aún hay algo de España en tu conciencia. 
Yo te vengo a decir que es necesario 
matar ya ese recuerdo de los reyes 
que escondido tras de un confesionario, 
quiere darte otras leyes que tus leyes… 
Que Dios no vive ahí donde tus hijos 
reniegan de tu amor y de tus besos, 
que no es el que perdona en el cadalso, 
que no es el del altar y el de los rezos; 
que Dios es el que vive en tus cabañas, 
que Dios es el que vive en tus talleres 
y el que se alza presente y encarnado 
allí donde sin odio a los deberes 
se come por la noche un pan honrado. 
Yo te vengo a decir que no es preciso 
que muera a hierro el que con hierro mate, 
que no es con sangre como el siglo quiere 
que el pueblo aprenda las lecciones tuyas; 
que el siglo quiere que en lugar de templos 
le des escuelas y le des ejemplos, 
le des un techo y bajo del lo instruyas. 
Así es como en tu frente 
podrás al fin ceñirte la corona 
que el porvenir te tiene destinada; 
él, que conoce tu alma, que adivina 
en ti a la santa madre del progreso, 
y que hoy ante el recuerdo de aquella hora 
en que uno de sus besos fue la aurora 
que surgió de tu noche entre lo espeso, 
mientras el pueblo se entusiasma y llora 
te viene a acariciar con otro beso. 
 
1873
Nota: Este poema a veces se publica bajo el título “Quince de Septiembre”.
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