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 Himno 
Para y óyeme ¡oh Sol! yo te saludo 
Y estático ante ti me atrevo a hablarte; 
Ardiente como tú mi fantasía, 
Arrebatada en ansia de admirarte, 
Intrépidas a ti sus alas guía. 
¡Ojalá que mi acento poderoso, 
Sublime resonando, 
Del trueno pavoroso 
La temerosa voz sobrepujando, 
¡Oh sol!, a ti llegara 
Y en medio de tu curso te parara! 
¡Ah! si la llama que mi mente alumbra 
Diera también su ardor a mis sentidos, 
Al rayo vencedor que los deslumbra, 
Los anhelantes ojos alzaría, 
Y en tu semblante fúlgido atrevidos 
Mirando sin cesar los fijaría. 
¡Cuánto siempre te amé, sol refulgente! 
¡Con qué sencillo anhelo, 
Siendo niño inocente, 
Seguirte ansiaba en el tendido cielo, 
Y extático te vía 
Y en contemplar tu luz me embebecía! 
De los dorados límites de Oriente, 
Que ciñe el rico en perlas Oceano, 
Al término asombroso de Occidente 
Las orlas de tu ardiente vestidura 
Tiendes en pompa, augusto soberano, 
Y el mundo bañas en tu lumbre pura. 
Vívido lanzas de tu frente el día, 
Y, alma y vida del mundo, 
Tu disco en paz majestuoso envía 
Plácido ardor fecundo, 
Y te elevas triunfante, 
Corona de los orbes centellante. 
Tranquilo subes del cenit dorado 
Al regio trono en la mitad del cielo, 
De vivas llamas y esplendor ornado, 
Y reprimes tu vuelo. 
Y desde allí tu fúlgida carrera 
Rápido precipitas, 
Y tu rica encendida cabellera 
En el seno del mar trémula agitas, 
Y tu esplendor se oculta, 
Y el ya pasado día 
Con otros mil la eternidad sepulta. 
¡Cuántos siglos sin fin, cuántos has visto 
En su abismo insondable desplomarse! 
¡Cuánta pompa, grandeza y poderío 
De imperios populosos disiparse! 
¿Qué fueron ante ti? Del bosque umbrío 
Secas y leves hojas desprendidas, 
Que en círculo se mecen, 
Y al furor de Aquilón desaparecen. 
Libre tú de la cólera divina, 
Viste anegarse el universo entero, 
Cuando las aguas por Jehová lanzadas, 
Impelidas del brazo justiciero, 
Y a mares por los vientos despeñadas, 
Bramó la tempestad; retumbó en torno 
El ronco trueno y con temblor crujieron 
Los ejes de diamante de la tierra; 
Montes y campos fueron 
Alborotado mar, tumba del hombre. 
Se estremeció el profundo; 
Y entonces tú, como Señor del mundo, 
Sobre la tempestad tu trono alzabas, 
Vestido de tinieblas, 
Y tu faz engreías, 
Y a otros mundos en paz resplandecías. 
Y otra vez nuevos siglos 
Viste llegar, huir, desvanecerse 
En remolino eterno, cual las olas 
Llegan, se agolpan y huyen de Oceano, 
Y tornan otra vez a sucederse; 
Mientra inmutable tú, solo y radiante 
¡Oh sol! siempre te elevas, 
Y edades mil y mil huellas triunfante. 
¿Y habrás de ser eterno, inextinguible, 
Sin que nunca jamás tu inmensa hoguera 
Pierda su resplandor, siempre incansable, 
Audaz siguiendo tu inmortal carrera, 
Hundirse las edades contemplando, 
Y solo, eterno, perenal, sublime, 
Monarca poderoso dominando? 
No, que también la muerte, 
Si de lejos te sigue, 
No menos anhelante te persigue. 
¿Quién sabe si tal vez pobre destello 
Eres tú de otro sol que otro universo 
Mayor que el nuestro un día 
Con doble resplandor esclarecía!!! 
Goza tu juventud y tu hermosura 
¡Oh sol!, que cuando el pavoroso día 
Llegue que el orbe estalle y se desprenda 
De la potente mano 
Del Padre Soberano, 
Y allá a la eternidad también descienda, 
Deshecho en mil pedazos, destrozado 
Y en piélagos de fuego 
Envuelto para siempre, y sepultado 
De cien tormentas al horrible estruendo, 
En tinieblas sin fin tu llama pura 
Entonces morirá. Noche sombría 
Cubrirá eterna la celeste cumbre; 
Ni aun quedará reliquia de tu lumbre!!! 
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