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El borracho canta

[Cuento - Texto completo.]

Naguib Mahfuz

Cuando la taberna se quedó completamente vacía, el viejo camarero se acarició la calva, emitió un ruidoso bostezo, casi como un lamento, y empezó a amontonar las sillas de madera y las mesas vacías.

El dueño, tras inspeccionar todos los rincones y los lavabos, empezó a contar lentamente las piastras recaudadas y cerró los cajones ocultos debajo de la mesa y el de la mesita de los vales; a continuación, apagó la lámpara que colgaba sobre la mesa y el lugar tomó una apariencia más lóbrega debido a la intensa oscuridad.

-Date prisa -le dijo al camarero-. Son casi las dos de la madrugada.

El hombre terminó de apilar las sillas y las mesas, luego se quitó el delantal, que tenía numerosas manchas, y, tras colgarlo en un clavo de la pared, se dirigió hacia la puerta arrastrando pesadamente los pies -ocultos en unos zapatos de goma- y balanceando su delgado cuerpo en una amplia galabeya. El dueño de la taberna apagó la última lámpara, dejando el local en tinieblas, luego salió, cerró la puerta y se marchó produciendo, con su pesado calzado, un ruido continuo que turbaba el silencio de la calle.

Bajo el barril central de la taberna, había un hombre que esperaba con impaciencia que los otros dos se marcharan. Permaneció escuchando el ruido de los pasos hasta que se alejaron. Entonces, suspiró tranquilamente y salió del barril.

Se encontró en medio de aquel lugar sombrío, y fijó los ojos en la oscuridad sin lograr ver nada, ni siquiera siluetas. Era como si se hubiera vuelto ciego, en el verdadero sentido de la palabra, y se sentía perdido, como sumergido en un mundo sobrenatural. No obstante, pensó: «Si el barril central se encuentra detrás de mí, la barra debe de estar a la izquierda y la caja al final de la barra.»

Se dirigió con cuidado hacia la izquierda, extendiendo los brazos hasta palpar la mesita y, apoyándose en ella, continuó avanzando hasta tocar la mesa alta, donde percibió un intenso olor a vinagreta, sardinas y queso.

El hombre se sentía completamente perdido pero… allí estaba el cajón que buscaba, donde se guardaba el dinero que Manoli conseguía vendiendo vasos de vino fermentado en el mismísimo infierno.

Se sacó del bolsillo algo parecido a una lima y comenzó a manipular la cerradura hasta que logró abrirla. De pronto, oyó un estornudo, procedente de fuera, y la mano se le quedó paralizada. Lanzó una maldición para sus adentros y se imaginó a un vagabundo en medio de la estrecha calle, iluminada únicamente por una farola en la esquina de donde salía la calle Al Bawaki.

Deslizó la mano en el cajón con impaciencia y tocó el fondo de una parte a otra sin encontrar nada en absoluto. «¡Ese perro de Manoli! -pensó-, ¿se habrá llevado todo lo recaudado, sin dejar ni un céntimo? ¿No está el dinero más seguro en la taberna que en la calle o en casa?»

Frunció el ceño, irritado, sintiéndose cada vez más molesto por la intensa oscuridad. ¿Acabaría la aventura en un completo fracaso? ¿Se burlaría el vacío de la astucia, los preparativos y su habilidad? Se puso tan furioso que abrió todos los cajones de la mesa, pero solo encontró un trozo de queso griego, aceitunas y habas frescas. Permaneció un momento parado detrás de la mesa, donde se ponía el astuto viejo, sin pensar en nada en particular y comiendo habas secas sin saborearlas.

Al final, reconoció su fracaso. Sin embargo, antes de abrir la ventana para huir, decidió disfrutar un poco: extendió la mano hacia la estantería que tenía detrás y agarró una botella de vino. Le quitó el corcho, se la llevó a la boca y empezó a beber con ansia hasta que la vació. Luego centró sus esfuerzos en seguir la veloz transformación que se estaba produciendo en su estómago: espantoso, maravilloso, incomparable, impagable. No hay mejor forma de gastar el dinero que en alcohol. No se necesita estar disgustado. «Es una verdadera pena que no puedas disponer de tu carreta para acudir mañana a la celebración de la festividad en Al Qarafa. ¡Que Dios te maldiga, Manoli!»

Extendió la mano de nuevo y cogió otra botella. ¡Qué odiosa era la oscuridad! No podía ver absolutamente nada. Era mejor seguir bebiendo hasta hartarse y aplazar la decisión de huir hasta que el policía acabara de efectuar la ronda. Pero la oscuridad se alzaba como una barrera. El aliento le apestaba a alcohol y tenía el pulso entumecido. Allí había otra botella de aquel líquido infernal. Tenía que sentarse, y lo haría sobre la barra. Manoli se había marchado con el dinero. ¡Al infierno Manoli! Solo la oscuridad es peor que el infierno.

Tosió sin ninguna precaución y el ruido retumbó por toda la taberna, en medio de la oscuridad. Pero no se preocupó, no le preocupaba nada. «La verdad es que soy enemigo de la oscuridad -pensó-. Trabajo bajo el sol, duermo bajo las estrellas y, en las noches de invierno, la farola de la calle ilumina mi habitación, que se encuentra en un sótano. He golpeado a más hombres de los que alcanzo a contar y me he enfrentado al bastón sin miedo, pero temo que se me rompa mi única galabeya. Mi burro carga conmigo sin montura y nadie se preocupa, pero yo, lo único que tengo es la galabeya y el alcohol.» Al alzar la cuarta botella, la bebida borboteó en su garganta produciendo un ruido que resonó en las paredes, sumergidas en silencio y oscuridad.

«El sheij Zawi me dijo que no me emborrachara, y yo le respondí que soy el sultán de los turcos y de los persas. Me amenazó con la maldición de Dios, y yo juré solemnemente que llamaría a mi burro Zawi.»

Comenzó a canturrear en voz baja Es tiempo de amor. Tras agarrar la quinta botella, se sujetó con las manos y extendió las piernas sobre la mesa. Recordó al poeta que se acompañaba con la rababa y se preguntó por qué desaparecen las cosas bellas. Luego, como si estuviera en su casa, empezó a cantar de nuevo:

La estación de los encuentros amorosos
se avecina con todos los goces.

Repitió la melodía con voz ebria y meneó la cabeza con satisfacción. Siguió cantando, elevando la voz con toda su fuerza, cambió la posición de su cuerpo y empezó a aplaudir.

De pronto, se oyó un fuerte golpe en la puerta y un policía gritó:

-¿Quién anda ahí adentro?

Al principio no dejó de cantar pero, cuando los golpes continuaron, se sintió molesto y refunfuñó: «Yo no pertenezco a al mundo de ustedes, y la maldad de ustedes no me afecta.» Luego, preguntó con arrogancia:

-¿Y tú quién eres?

-Soy un policía.

-¿Y qué quieres?

-¡Es increíble! Dime quién eres tú.

-Soy un cliente -respondió riéndose.

-Todo el mundo está durmiendo. ¿Por qué te has quedado ahí adentro?

-¿Y a ti qué te importa?

-Borracho alborotador. Pagarás el precio de tu insolencia.

-Pero ¡si no tengo ni un céntimo!

-Reconozco tu voz. A pesar de la borrachera, reconozco tu voz.

-¿Y quién no conoce a Ahmad Inaba?

-¡El carretero!

-En persona. ¿En qué puedo ayudarle, sargento?

El policía tocó el silbato, rompiendo la calma de la noche. Dentro de la taberna, el hombre palpó la pared que estaba junto a la mesa hasta que dio con el interruptor de la luz y lo encendió. Frunció el ceño, entornando los ojos, y continuó inspeccionando el local con cuidado hasta que sus enrojecidos y saltones ojos se fijaron en la estufa y la bombona de gas. Volvió la cabeza, y los pensamientos se movieron tan veloces que no pudo retener ninguno ni siquiera un instante. Ya casi se había olvidado de la voz y la presencia del policía, cuando oyó un gran alboroto procedente del exterior. ¡Ay! Allí estaban el inspector del puesto de policía, soldados, gente que vivía en la calle y se dedicaba a recoger colillas, y otros muchos. Oyó la voz de Manoli y gritó enfadado:

-¡Manoli!

-Soy Manoli, Amm Ahmad -respondió el hombre, preocupado.

-No abras la puerta. Al primer movimiento, tu taberna se convertirá en un montón de llamas.

-No, no te prendas fuego.

-No te preocupes por mí, Manoli. Hay gas por todas partes; en el suelo, en los barriles, en las sillas y en las mesas. Y yo tengo una cerilla en la mano. Ten cuidado, Manoli.

-Cálmate -replicó Manoli, con evidente nerviosismo-. No abriré la puerta hasta que tú me lo digas.

-¿A qué viene tanta educación, Manoli?

-Yo siempre he sido educado. Cálmate y dime lo que quieres.

-Tengo todo cuanto quiero.

-¿No quieres salir?

-No, ni que entre nadie.

-Pero no te puedes quedar ahí para siempre.

-¿Por qué no? Tengo todo lo que quiero.

-Siento haber cerrado la puerta dejándote dentro.

-Mientes, y tú lo sabes.

-Eso fue lo que pasó, te lo aseguro.

-Sabes de sobra que he venido aquí para robar.

-Pero si no hay nada de valor.

-¿Y qué me dices de los barriles de vino envenenado?

-Todo lo que has bebido es un regalo de mi parte.

-No hay ni un céntimo en el cajón…

-No guardo el dinero ahí.

-Entonces, ¿por qué lo cierras con llave, Manoli?

-Es una mala costumbre. Pero cálmate, no te sofoques.

-¿Estás preocupado por mí?

-Por supuesto. Los barriles no importan, pero tú eres una persona.

-Eres un embustero, Manoli, Estás rodeado de policías.

Mientras tanto, los policías estaban en plena actividad: habían evacuado el edificio, en cuya parte baja se encontraba la taberna, y habían avisado a los dueños de las tiendas de alrededor que vendían leña, pintura y quincalla; gente que trabajaba en esa calle, amenazada por la inminente destrucción. En seguida llegaron los bomberos, dispuestos a intervenir. Ahmad Inaba se rió a carcajadas durante un rato; luego gritó:

-Tengo las cerillas en la mano, Manoli.

-Yo no tengo la culpa de nada -contestó el hombre, abatido-. Tranquilízate.

-Me he bebido cinco botellas brindando por la destrucción de tu casa.

-Pues bébete la sexta, pero no te prendas fuego.

La idea le gustó. Extendió la mano hacia la estantería y empezó a beber de nuevo. Sentía que era su última oportunidad de disfrutar. De pronto, cesó el ruido y una voz tranquila le dijo:

-¡Ahmad!

¡Ah! Era imposible confundir aquella voz profunda, de timbre duro.

-¿Señor oficial?

-Sí.

-Bienvenido.

-Tienes que ser razonable y dejarnos abrir la puerta.

-¿Para qué?

-Para que el dueño pueda recuperar su taberna.

-La taberna es de los bebedores.

-Sé razonable, Ahmad.

-¿Y yo?

-Saldrás sano y salvo.

-¿Y después?

-No pasará absolutamente nada.

-Es usted un embustero, como Manoli.

-Te preguntarán por qué estabas en la taberna, pero está claro que te habías emborrachado y necesitabas dormir. Perdiste el conocimiento. Tú no tienes la culpa.

-¿Y los cajones rotos?

-Lo has hecho inconscientemente, bajo los efectos del alcohol.

-Conozco tus métodos: confesión, golpes, abusos, cárcel…

-No, no. Te prometo que serás tratado de la mejor manera posible,

El hombre bebió hasta casi vaciar la botella; luego gritó:

-Ahmad Inaba es el sultán de los turcos y los persas. Y todos ustedes son basura.

-Que Dios te perdone.

-Señor oficial, lo comprendo perfectamente.

-Que Dios te perdone.

-¿Se acuerda del día que mi burro se meó delante del puesto de policía, cuando usted estaba saliendo?

-Yo no hice nada.

-Al burro no, pero a mí me dio una bofetada.

-Fue en broma.

-Pues ahora soy yo quien está gastando una broma.

-Pero no te mates.

-¿No? ¿De verdad le preocupo?

-¡Claro! Y también me preocupo por esa gente y por sus tiendas.

-La gente está fuera, y las tiendas no me importan.

-Pero tú temes a Dios.

-Es usted quien no le teme,

-Y detestas hacer daño.

-A usted, por el contrarío, le gusta.

-Que Dios te perdone.

-Tengo las cerillas en la mano. Aléjense de la puerta.

Se bebió lo que quedaba en la botella y luego empezó a cantar Cómo me lamentaba de amor. Terminada la primera estrofa, se oyó de nuevo la voz del oficial:

-¡Fantástico, Amm! Ahora quizá recobres el juicio.

-He terminado la sexta botella -dijo con ironía.

-Te estás matando.

-Escuche. La última palabra.

-¿Sí?

-Diga: «Soy una mujer.»

-No creo que eso te satisfaga.

-Me satisface enormemente. Y es mi condición para dejarlos abrir la puerta.

-¡Soy una mujer! -gritó Manoli.

-Claro que tú eres una mujer. Pero es el oficial quien tiene que decirlo.

-Avergüénzate, Ahmad.

Se rió a carcajadas, luego gritó con acento femenino:

-Aclámenme todos.

Tras un momento de silencio, un coro de voces exclamó: «¡Que viva Ahmad Inaba!» La aclamación continuó, y Ahmad dio un salto y empezó a bailar con alegría y deleite. Giraba por entre los huecos y le parecía que las sillas, las mesas, el techo y todo el mundo giraban con él. De pronto, sin que se diera cuenta, la puerta se abrió y entró la policía. Él se quedó de pie, tambaleándose, mientras la policía lo agarraba por la galabeya, los brazos y el cuello. A pesar de todo, lanzó a los presentes una mirada arrogante y autoritaria, como procedente del infierno. Luego, dijo con voz pesada y soñolienta, como a cámara lenta:

-No ten-go nin-gu-na ce-ri-lla.

FIN



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