¿Por qué Puerto Rico es rico?
Ponencia del escritor Luis Rafael Sánchez en la IV Feria Anual del Libro celebrada en la Sala Carmita Jiménez del Centro de Bellas Artes de Caguas.
Abril 14, 2025

Por Luis Rafael Sánchez
La pregunta que titula la reflexión a seguir la hizo una estudiosa de la literatura hispanoamericana, Susana Rotker. Almorzábamos en el restorán La biela, localizado en el barrio Palermo de Buenos Aires. Frente a una grabadora conversábamos de la inserción de Puerto Rico en mi literatura. Y del novedoso referente culto a que se ha ascendido la música popular. Y del humor zafio como práctica habitual en el Caribe hispánico. Y de los malos entendidos a propósito del idioma español que manejamos los puertorriqueños… El idioma español nuestro adobado con criollismos, anglicismos, africanismos, tainismos. Incluso, con televisionismos llegados por la vía deducible- recordemos ‘El chavo del ocho’. Y del nacionalismo que se acostumbra en Puerto Rico, un país donde adelantan las vidas y rehacen los destinos hombres y mujeres procedentes del mundo entero. Y de mi entusiasmo por las cadencias que formula la voz alta- Escribo con la oreja le confieso.
Horas después, tras desconectar la grabadora, Susana Rotker sonríe y pregunta: –¿Por qué Puerto Rico es rico? Desde aquel lejano almuerzo me lo sigo preguntando. Hoy, el montón de años después, intento bosquejar una respuesta. Con permiso.
¿Por qué Puerto Rico es rico? Porque lo divulgó Juan Ponce, natural del reino español de León, allá en el año mil quinientos ocho. Cuentan los historiadores el sobrecogimiento del joven explorador ante lo real maravilloso borinqueño. El sobrecogimiento, por un lado, la ambición de gloria y la codicia de bienes por el otro, lo llevaron a alabar el esplendor de la bahía y la riqueza del puerto donde hubo de recalar. Lo demuestra la carta de relación que dirigió a su poderdante, Fray Nicolás de Ovando, gobernador de la Española, antiguo nombre del enclave geográfico que hoy comparten dos naciones, distanciadas por el idioma y por la suspicacia racial, Haití y la República Dominicana.
En la Historia de las Indias Fray Bartolomé Las Casas alude al puerto calificado de rico:- “Asentaron este pueblo, Caparra, a una legua de la mar, dentro de la tierra, frontero del puerto que llaman rico por ser toda aquella legua de un monte o bosque de árboles”.

La alabanza de Juan Ponce advino en bautizo. La que el diecinueve de noviembre del mil cuatrocientos noventitrés Cristóbal Colón llamó Isla de San Juan Bautista, en homenaje al príncipe de la corona española, don Juan de Aragón, una isla que los taínos llamaban Boriquén, pasó a llamarse Puerto Rico. El nombre, además de democratizar la más ilusa de las expectativas, que es el encuentro súbito con la riqueza, profetizaba los beneficios que el imperio español obtendría de la colonización de la isla:
1. Ríos de corrientes auríferas.
2. Madera aprovechable en la reparación de las naos.
3. Aguas buenas para el consumo y la pesca.
4. Apropiación de la llave del mar Caribe.
El nombre que Juan Ponce de León le dio a la isla no suplantó el nombre indígena. Por el contrario, éste aún sirve para configurar la existencia de una utopía terruñal, previa a la llegada del europeo y para blasonar de una etnicidad rebelde a la asimilación.
Mas aún, que el himno puertorriqueño se titule ‘La borinqueña’ da suprema cuenta de ello. También que La borincana y Los hijos de Borinquen se nombre una infinidad de negocios que opera en el territorio insular y en los espacios estadounidenses que la diáspora puertorriqueña fertiliza. No en balde Rafael Hernández, el más ilustre compositor puertorriqueño del siglo veinte, titula ‘Lamento borincano’ una de sus partituras regias.
Igualmente, vitorea a Juan Ponce de León la república puertorriqueña de las letras. En el libro Voces de la campana mayor, Luis Lloréns Torres le dedica un poema en cuyo ámbito poliestrófico combaten la luz y el sonido. Luis Rechani Agrait dramatiza el poncedeleónico fantaseo en la pieza teatral Llora la fuente al atardecer. Olga Nolla le rinde entusiasmado culto a la sagacidad del conquistador a través de una novela experimental, El castillo de la memoria, que avanza entre la re-elaboración idiomática y la violencia insoportable de la juventud eterna. En el relato La verdadera muerte de Juan Ponce de León, Luis López Nieves acude al recurso del trastocamiento histórico para adjudicar la muerte del conquistador a una venganza puesta en marcha por un indio que urde y fabula con pareada destreza.

¿O será rico Puerto Rico porque los puertorriqueños se expresan con una ricura imposible de pasar por alto? En cierto modo, sí. Ricamente, orientados por la brújula congénita del sabor, con la inquietud siempre a flor de piel, apoyados en una gestualidad copiosa, nos expresamos los puertorriqueños.
Las palabras brotan de nuestras bocas, escoltadas por la vehemencia. Sin embargo, de repente, como si el gesto se impusiera a la palabra, incorporamos las manos a la conversación.
Pero, cuando las palabras y las manos no nos bastan, acudimos a la totalidad del cuerpo como vaso comunicante. Entonces, el cuerpo parece un baile que nunca termina. Entonces, el baile parece fugado de un poema del bardo puertorriqueño sin par, de Luis Palés Matos. Sí, en la melodía inevitable que irradia la sintaxis palesiana, junto a la palabra serpenteante que dicha melodía va plasmando, se cautiva el posible retrato expresionista del cuerpo puertorriqueño.
¿Provendrán la intensidad y la vehemencia de un acontecimiento del alma, cuya explicación controversial la ofrece Leopoldo Senghor?:- La emoción es del todo negra, escribe el poeta senegalés. ¿Provendrán de un sentimiento racial airado? En el libro Isla de la simpatía, Juan Ramón Jiménez, largo tiempo avencidado en Puerto Rico, apunta: – Lo blanco pierde aquí sitio, calidad y valor. Los blancos aquí son, somos sin duda, lo otro.
¿Provendrán del recelo que sembró en los negros su bestialización en tierras americanas?: en el Boletín Histórico de Puerto Rico, libro de Cayetano Coll y Toste, se narra la alucinante marcación del negro: –El barco negrero había desembarcado su cargamento de esclavos africanos, en la costa de Palo Seco, frente a la Capital. El primer africano marcado con el carimbo lanzó un alarido terrible que puso en conmoción a toda la negrada y la llenó de hondo pavor.
Del remate negrero, del hierro de la mercancía con la inicial del dueño, del festín horrisonante que acompañaba la compra y la venta, mucho más que protesta eclesiástica, literatura denunciaria y cine de arte habrá quedado. Una rabia habrá quedado en el inconsciente colectivo del caribeño. Un dolor a poco de incurable. Un rencor que lo reencarrilan o alivian la gestualidad sin freno, la risotada, la voz alta. Pues más influye a los puertorriqueños Titi África que la parentela despercudida y rancia, la Madre Patria y el Tío Sam.

Tampoco debilitaron la vocación puertorriqueñista los fracasos del Grito de Lares, en el siglo diecinueve, y el fracaso del Levantamiento de Jayuya, en el siglo veinte. Y ello, a pesar de tildarse de antigua y sentimentalona, la gente cuyos corazones aceleran la marcha cuando ondea la bandera puertorriqueña.
Sin embargo, a pesar del sarcasmo, día a día, con una sobrecogedora terquedad, la bandera puertorriqueña ondea en los espectáculos artísticos, las protestas obreras, los actos de graduación de las universidades y las escuelas superiores, los certámenes de belleza, las concentraciones políticas, la propaganda comercial, los recibimientos masivos a los deportistas exitosos. ¡Si hasta en las ceremonias fúnebres se la observa, tendida sobre el ataúd, sumándole radicalidad a la radicalidad por antonomasia, a la muerte!
Pero, la vivificación y el aunamiento que propicia la bandera puertorriqueña, cien años y pico después de la invasión norteamericana, excede las convocatorias grupales. Se la ve en el dije artesanal que pende del cuello del adolescente, se la ve en la calcomanía que se coloca en el parabrisas del automóvil, en la tapa de la lonchera del obrero y en la solapa del chaquetón que viste el profesional. Se la ve, también, en el dibujo primitivo que adorna el cochecito del bebé y estampada en la blusa de la colegiala. Se la ve hasta sembrada en los tiestos que adornan los balcones, con el rango de flor milagrosa, una flor a salvo de la marchitez, una flor que transmite una convicción imperturbada – Somos puertorriqueños.
