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El recuerdo importuno de
Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga

Poema comentado por Paz Díez Taboada


El recuerdo importuno

 

     ¿Serás del alma eterna compañera,
tenaz memoria de veloz ventura?
¿Por qué el recuerdo interminable dura
si el bien pasó cual ráfaga ligera?
     ¡Tú, negro olvido, que con hambre fiera
abres ¡ay! sin cesar tu boca oscura,
de glorias mil inmensa sepultura
y del dolor consolación postrera!,
     si a tu vasto poder ninguno asombra
y al orbe riges con tu cetro frío,
¡ven!, que su dios mi corazón te nombra.
     ¡Ven y devora este fantasma impío,
de pasado placer pálida sombra,
de placer por venir nublo sombrío.

a. 1869

 


Publicó sus poemas en 1841 -el primero, el soneto Al partir (1836), de su Cuba natal hacia España-, los reeditó, ampliándolos, en 1850 y, definitivamente, en 1869. Escribió, además, numerosos dramas -sobre todo, históricos-, algunas comedias y novelas, bastantes cuentos y una abundante correspondencia. Aparte de la poesía, lo más destacable de su obra fue Sab (1841), que narra el amor imposible de un esclavo negro por la hija de su amo. Aunque antecede en once años a Uncle Tom’s Cabin or Life among the Lowly (1852) de la estadounidense Harriet Beecher-Stowe, es ésta y no aquélla la considerada primera novela abolicionista; quizá porque la cubana no se centra en el aspecto social, sino sentimental y amoroso, destacando la capacidad de amar y la conciencia de la propia dignidad como hombre del protagonista.

 

Al llegar a España, fue a Galicia -de donde eran su padrastro y los antepasados maternos de su padre-, pero no le gustaron ni aquella tierra y su clima lluvioso ni aquellas gentes, por lo que pronto marchó a Constantina de la Sierra, tierra natal de su padre, y a Sevilla. Si se hubiera quedado en Galicia, quizá habría conocido a Juana de Vega, condesa de Espoz y Mina, Concepción Arenal, Rosalía de Castro u otras mujeres intelectualmente destacadas de la España decimonónica; y se habría librado, en cambio, de los desdenes y humillaciones que hubo de soportar por su relación con dos varones andaluces que, además de no comprenderla ni amarla, le amargaron la existencia.

 

Se afincó en Madrid, en donde gozó de fama y honores -el también cubano Gastón Baquero dijo de ella que era excelente promotora de sí misma- y tuvo por valedores literarios a dos grandes poeta del momento: el sacerdote zamorano Juan Nicasio Gallego y el madrileño Manuel José Quintana, en cuya coronación como poeta nacional, con laurel de oro y de manos de la reina Isabel II, ocupó un lugar preferente sobre un estrado desde el que leyó su poema “A Quintana”, expresamente compuesto para la ocasión.

 

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Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga, hacia los 15 años de edad

 

El dramaturgo antirromántico Manuel Bretón de los Herreros dijo de ella: “¡¡¡Es mucho hombre esta mujer!!!” La frase fue mal interpretada -y aún lo es hoy- por olvidar que “hombre”, vocablo derivado del latino hominem (acusativo de homo/-inis), no significa sólo “varón”, sino, etimológica y preferentemente, “ser humano o persona”; por tanto, lo que vino a decir Bretón, jugando irónicamente con los dos significados de la palabra, el culto y el vulgar, fue “esta mujer es mucha persona”, y, ciertamente, lo era.

Fue admitida en el Ateneo de Madrid y en el Liceo Artístico y Literario, dos prestigiosas sociedades literarias, pero no en la Real Academia de la Lengua, como pretendió a la muerte de su amigo Gallego1. Del rechazo de la Academia a la pretensión de Tula se ha culpado a Menéndez y Pelayo, lo que es dudoso porque su poema “Amor y orgullo” es el único de autoría femenina que incluyó don Marcelino en su famosa antología Las cien mejores poesías de la lengua castellana. Y, además, en contra de quienes decían que Gertrudis poseía un talento masculino -interpretando mal la citada frase de Bretón-, Menéndez y Pelayo escribió:

Lo femenino eterno es lo que ella ha expresado, y es lo característico de su arte, y lo que la hace inmortal, no sólo en la poesía lírica española, sino en la de cualquier otro país y tiempo; es la expresión, ya indómita y soberbia, ya mansa y resignada, ya ardiente e impetuosa, ya mística y profunda de todos los anhelos, tristezas, pasiones, desencantos, tormentas y naufragios del alma femenina.

Volvió a Cuba en 1859. Visitó y fue aclamada y homenajeada en La Habana y Puerto Príncipe -hoy Camagüey, su ciudad natal-, entre otras localidades, y en Pinar del Río, en el 63, murió su segundo marido, el coronel Domingo Verdugo, que la acompañaba. Viuda y triste, Tula retornó a España al año siguiente. Vivió el resto de su vida entre Sevilla y Madrid, en donde murió, a causa de la diabetes que padecía, a los 59 años de edad.

Usó los pseudónimos de “La Peregrina”, “La Golondrina” -sin duda, por su condición viajera-, “Felipe Escalada” -apellido de su padrastro, con quien nunca se llevó demasiado bien- y “Dolores Gil de Taboada” -segundo apellido de su padre-. Familiares y amigos la llamaban Tula; en el mundillo literario era conocida como La bella Tula, por su belleza y elegancia, y la escritora Fernán Caballero -Cecilia Böhl de Faber-, de quien fue amiga en los últimos años, la llamaba, con humor, Gertrudis la Magna.

En general, fue la suya una intensa vida romántica. Viajera infatigable, tuvo múltiples amistades, amores y amoríos, y una hija natural muerta prematuramente; se casó dos veces y enviudó otras tantas y recibió honores y homenajes. Perdida su belleza por la deformación a que la sometió la enfermedad, vivió sus últimos años entregada a la ordenación y corrección de su obra y a la composición de poesía religiosa. Y, como es habitual en nuestro país, también “la bella Tula” fue sometida al doble esperado castigo reservado a mujeres de categoría: in vita, acoso, maledicencia y desdén; in morte, el olvido. ¡Ay, el negro olvido, al que ella proclama su dios en el soneto que transcribimos!

Solemos lamentarnos, en estos tiempos, de la progresiva pérdida de memoria según avanzamos en edad; pero no era así hasta hace relativamente poco, cuando el promedio de la esperanza de vida era bastante más breve que en nuestra época -por lo menos, en nuestros países occidentales. Así, los más destacados recuerdos del ayer perdido se mantenían en la memoria durante casi toda la vida de una persona y, por tanto, constituían la posibilidad de un renovado placer -“recuérdame, que el recordar es volver a vivir”, decía un bolero tantas veces oído en mi infancia-, aunque, a veces, el recuerdo de algo vivido en el pasado podía llegar a ser -y con frecuencia lo era- fuente de dolor.

 

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“Gertrudis la Magna”, por Federico de Madrazo y Kuntz, 1857

 

La pregunta retórica con que da comienzo el soneto trae a la memoria los primeros versos del célebre “A Teresa”, canto II de El diablo Mundo de Espronceda: “¿Por qué volvéis a la memoria mía, / tristes recuerdos del placer perdido, / a aumentar la ansiedad y la agonía / de este desierto corazón herido?…”. Pero la excelencia poética de Espronceda no debe engañarnos, pues la idea estaba lejos de ser nueva. En la parte tercera, Inferno, de La Divina Commedia (¿1307?) la expresó Dante Alighieri (h. 1265-1321): “Nessun maggior dolore che ricordarsi del tempo felice nella miseria”. Aunque Ortega y Gasset y otros la hayan considerado una falacia, la frase del Dante se ha hecho proverbial, pues, si acordarse del tiempo feliz cuando se está atribulado no es “el mayor dolor” que pueda experimentarse, a veces parece como si el recuerdo de la perdida felicidad incrementara la tribulación del presente. Con otras palabras vino a decir algo semejante el portugués Jorge de Montemayor (h. 1520-h. 1561) en su novela pastoril en castellano Los siete libros de la Diana (h. 1559), idea que hizo suya Miguel de Cervantes en la segunda parte de El Quijote (1615): “¡Oh memoria, enemiga mortal de mi descanso!”.

 

De entrada, Gómez de Avellaneda se plantea la misma cuestión: ¿por qué el recuerdo del bien perdido permanece tenazmente en la memoria, si fue “veloz” la “ventura” -la buena, por supuesto- y “pasó cual ráfaga ligera”? En el segundo cuarteto, apostrofa al “negro olvido” de hambre insaciable que, como el mítico orcus latino -el ogro de tantos cuentos y leyendas-, todo lo devora, las glorias y placeres como las penas y dolores, con su “oscura boca” inmensa. Él es, pues, el último consuelo -triste consuelo, diríamos- de todos los heridos por la vida.

 

El primer terceto abunda en la consideración del olvido como el gran poder que rige el mundo. En verdad, ¿quién podría sobrellevar el recuerdo permanente de tantos dolores como jalonan la vida humana?, ¿cómo sobrevivir a ello? Gómez de Avellaneda lo invoca, pidiéndole que acuda a ella y proclamándolo su dios, puesto que ha de liberarla, de salvarla de lo que constituye su sufrimiento. Pero el aspecto más interesante del soneto se encuentra en el segundo terceto. “¡Ven!”, reitera, y esta vez hace explícito para qué lo requiere: para que devore “ese fantasma impío”… En este sintagma está la clave interpretativa de todo el soneto -al final, como casi siempre, se encuentra la corona de un poema lírico-.

 

En los dos últimos versos, es sugerente -y no sólo por su sonoridad- la aliteración de fonemas labiales y silbantes -p, m, b/v y s/c+e (era cubana, por tanto, seseante) y es excelente el juego léxico-semántico de “sombra” / “sombrío”. Pero ¿de quién o qué era ese espectro que habitaba en su recuerdo, de quién o cuál esa imagen impiadosa, cruel, que la torturaba? Ahora es ya sólo la “pálida sombra” del placer perdido y, al mismo tiempo, el “nublo sombrío” que oscurece la posibilidad “de placer por venir”…, lo que quizá sea aún peor; sin embargo, en una segunda lectura, parece decir que aquel recuerdo del ayer, aquel “fantasma impío” nublaba y aborrascaba todo su porvenir.

 

En fin, ¿quién no tiene uno y aun varios fantasmas del ayer deambulando por las galerías de la memoria y estorbándonos el sueño y el sosiego? Poco importa ya quién fuera el fantasma que atribulaba a Tula: es un símbolo, por tanto, algo así como “el trasgo” de Quevedo, “la mariposa negra” de Pastor Díaz, “la negra sombra” de Rosalía o “el buitre” de Unamuno. Lo que queda es la excelencia de su soneto.

 

Pero, aunque no deben hacerme mucho caso, cuando leo este soneto de Gómez de Avellaneda no puedo quitarme de la cabeza la figura del diplomático y mediano poeta sevillano Gabriel García y Tassara, guapo y elegante “fantasmón”, con mucho éxito entre las damas del “gran mundo” madrileño, que presumía de descreído y esprit fort -aunque era conservador en política-. Gertrudis cometió el error -que pagó caro- de enamorarse de él; fue el padre de su hija Brehenilde María, a la que no sólo se negó a reconocer, sino que ni siquiera quiso visitarla antes de morir la niña a los siete meses de edad, y ello a pesar de la conmovedora carta que le dirigió Tula. Algunos estudiosos han señalado que, probablemente, fueran los celos artísticos ante la mayor categoría de ella como escritora -y, sobre todo, como poeta- los que ocasionaron el desdén y los poemas descalificadores de Tassara. Quién sabe.

 

FIN


1. La primera mujer admitida en la Academia fue la poeta Carmen Conde, en 1979; y, al año siguiente, Marguerite Yourcenar en la Académie Française -de la cual la Española fue, en origen, imitación-, aunque ya pertenecía a la Academia belga.


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