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Ilustre y hermosísima María de Luis de Góngora

Poema comentado por Paz Díez Taboada


Ilustre y hermosísima María

 

Ilustre y hermosísima María,
mientras se dejan ver a cualquier hora
en tus mejillas la rosada aurora,
Febo en tus ojos y, en tu frente, el día,

y mientras con gentil descortesía
mueve el viento la hebra voladora
que la Arabia en sus venas atesora
y el rico Tajo en sus arenas cría;

antes que de la edad Febo eclipsado
y el claro día vuelto en noche oscura,
huya la Aurora del mortal nublado;

antes que lo que hoy es rubio tesoro
venza a la blanca nieve su blancura,
goza, goza el color, la luz, el oro.

 

1583

 


Escrito al año siguiente de su tan celebrado soneto “Mientras por competir con tu cabello…”, también en este trató don Luis el tema horaciano del carpe diem, con estructura semejante a la del anterior y, ambos, a la del famoso soneto XXIII de Garcilaso de la Vega (1501-1536), nuestro primer gran poeta renacentista. El poema comienza con un famoso vocativo de feliz fortuna, “ilustre y hermosísima María”, acuñado por Garcilaso en el segundo verso de su Égloga III, dedicada, supuestamente, a doña María Osorio Pimentel, esposa de don Pedro de Toledo, hermano del duque de Alba y amigo del poeta: “Aquella voluntad honesta y pura, / ilustre y hermosísima María, / que en mí de celebrar tu hermosura, / tu ingenio y tu valor estar solía, / a despecho y pesar de mi ventura / que por otro camino me desvía, / está y estará en mí tanto clavada / cuanto del cuerpo el alma acompañada…”. Pero tampoco nos desviemos nosotros ahora. Parece indudable que Góngora usó el famoso sintagma en recuerdo y homenaje del “caballero Garcilaso”, maestro y modelo al que muchos poetas posteriores trataron de emular. No debemos suponer, pues, que tras el nombre de María hubiera una mujer real, ya que, en poesía clásica, era frecuente que el vocativo fuera una llamada poética al oyente o lector, quienquiera que fuese. Y, en efecto, aquí Góngora se dirige a un tú poético femenino describiendo uno por uno todos los elementos que constituyen su belleza, magnificándola y ponderándola hasta la exageración, con la habitual imaginería barroca; y, al mismo tiempo, la exhorta a que aproveche ese tesoro de su juventud, antes de que el tiempo, inexorable, haga los consabidos estragos. Algo muy parecido le había dicho el poeta romano Quinto Horacio Flacco (s. I a.C.) a su interlocutora Leucónoe; tras él, el galo-romano Ausonio y, luego, desde Francesco Petrarca (s. XIV), muchos de los grandes poetas del renacimiento italiano y aun los de toda Europa: ¡carpe diem, aprovecha el día, la ocasión, la edad…!, porque, como dijo Garcilaso al final del citado soneto: “Marchitará la rosa el viento helado. / Todo lo mudará la edad ligera, / por no hacer mudanza en su costumbre”.

Como todos los poemas que tratan el carpe diem, también este es un “envío poético” a una muchacha. El tema se plantea en los dos cuartetos y la resolución o conclusión se expone en los tercetos, como es propio de un soneto clásico. Tras el vocativo, antes comentado, el desarrollo del tema se abre con el adverbio temporal “mientras”: así, dice, mientras aparece en tus mejillas, en todo momento, el rosado de la aurora, en tus ojos la luminosidad del sol y en tu frente la claridad del día, y mientras el viento mueve libremente tu cabello rubio; y -sigue en los tercetos- antes de que ese sol de tu hermosura sea eclipsado por la sombra de la edad, antes de que, por haberse tornado el día en noche oscura, huya la aurora del nublado de la muerte y antes de que el rubio tesoro de tu cabello venza con su blancura la de la nieve, goza, goza -insiste el poeta- el color de tu rostro, la luz de tus ojos y el oro de tu pelo.

Como era habitual en nuestra poesía de los siglos áureos, también se encuentran aquí las referencias mitológicas, desde la rosada Aurora -personificada-, que es eco de aquella “Eos, la de los dedos rosados” tantas veces nombrada en la Odisea de Homero, hasta Febo -otro nombre de Apolo, deidad solar. Pero particular interés tiene la imagen de la “gentil descortesía del viento” que juega libremente con el cabello rubio de la muchacha. Según la costumbre de la época, solo las jóvenes solteras llevaban el cabello suelto y, en cuanto se casaban, se lo recogían. Por tanto, la imagen ayuda a nuestra comprensión de que el “envío” se dirige a una jovencita y muestra fehacientemente la imitatio que hacían los poetas barrocos de las expresiones e imágenes, ya tópicas, acuñadas por los renacentistas. Todo el cuarteto segundo y, en concreto, la frase “mueve el viento…” recuerda el también cuarteto segundo del citado soneto de Garcilaso en el que se halla bellamente expuesta la misma imagen: “…en tanto que el cabello, que en la vena / del oro se escogió, con vuelo presto / por el hermoso cuello blanco, enhiesto, / el viento mueve, esparce y desordena…”. Pero, llegados a este punto, es casi inevitable que venga también a nuestra memoria visual la hermosa figura de Venus pintada por el florentino Sandro Botticelli (1445-1510) en 1484.

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El nacimiento de Venus

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El nacimiento de Venus (detalle)

Así, pues, tanto el toledano como el cordobés parecen haber sido imitadores, uno tras otro, de un soneto del poeta italiano Bernardo Tasso, padre de Torquato y amigo del primero, que trata el mismo tema y que comienza, precisamente, con la imagen a que antes nos hemos referido: Mentre che l’aureo crin v’ondeggia intorno / a l’ampia fronte con leggiadro errore; / mentre che di vermiglio e bel colore / vi fa la primavera al volto adorno… [“Mientras vuestro áureo pelo ondea en torno / de la amplia frente con gentil descuido; / mientras que de color bello, encarnado, / la primavera adorna vuestro rostro…”]; el “mentre…” que, repetido tres veces, abre cada una de las proposiciones en que Tasso pondera la belleza de las “giovinette”, hace pensar que, tanto en el soneto de 1582 como en éste, Góngora aúna una doble imitatio, la del soneto de Garcilaso y también la de Bernardo Tasso. Y téngase en cuenta que, aunque este soneto no haya sido traducido al español hasta fecha muy reciente -lo ha sido por mí, libre y modestamente-, sin embargo, cualquier español culto de nuestros siglos áureos entendía el italiano sin dificultad.

Y, quién sabe, quizá fuera la bella figura de Venus del magnífico cuadro de Botticelli, con esas guedejas de oro oscuro que, aunque amarradas por una cinta, Éolo y Céfiro hacen enroscarse en el blanco y esbelto cuello de la diosa, la que quedó grabada en la retina de los poetas del alto renacimiento italiano que, pintores ellos también, aunque con palabras –Ut pictura poiesis, como dijo Horacio-, la plasmaron en sus poemas. Sus seguidores e imitadores se encargarían de convertirla en imagen tópica por los siglos de los siglos.

FIN


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