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Navacerrada, abril de Pedro Salinas

Poema comentado por Paz Díez Taboada


Navacerrada, abril

 

Los dos solos. ¡Qué bien
aquí, en el puerto, altos!
Vencido verde, triunfo
de los dos, al venir
queda un paisaje atrás;
otro enfrente, esperándonos.
Parar aquí un minuto.
Sus tres banderas blancas
-soledad, nieve, altura-
agita la mañana.
Se rinde, se me rinde,
ya su silencio es mío:
posesión de un minuto.
Y de pronto mi mano
que te oprime, y tú, yo,
-aventura de arranque
eléctrico-, rompemos
el cristal de las doce,
a correr por un mundo
de asfalto y selva virgen.
Alma mía en la tuya
mecánica; mi fuerza,
bien medida, la tuya,
justa: doce caballos.
 

 

Seguro azar, 1924-1928

 


La excelencia de La voz a ti debida (1933) y Razón de amor (1936), los dos magníficos poemarios de Pedro Salinas, han dejado en la sombra sus otros libros poéticos, como, por ejemplo, Seguro azar (1924-28) o Fábula y signo (1931), que preceden a los antes nombrados y que también en ellos se encuentran bellos e interesantes poemas de factura muy moderna, como, por ejemplo, este curioso y sorpresivo “Navacerrada, abril”, en versos blancos y de métrica breve -frecuente en Salinas-, cuya clave interpretativa se halla en su vértice; ya que, como tantas veces se ha dicho, los buenos poemas, como la vida, han de interpretarse desde el final.

Si nos atenemos a la primera mitad del poema, podríamos pensar que nos hallamos ante un poema de amor: “Los dos solos. ¡Qué bien / aquí, en el puerto, altos”. El tú y el yo poéticos están, en plena primavera, en un puerto de montaña, el de Navacerrada (1.858 ms.), el más alto de la Sierra de Guadarrama, situada al NO de la provincia de Madrid. Y sigue con una nueva alusión a la pareja, el “triunfo de los dos”, que, a pesar de la coma, se continúa en “al venir”, hasta que se produzca la pausa versal, pero sintácticamente la frase se completa con “queda un paisaje atrás, / otro enfrente, esperándonos”. Ese carácter dual de los protagonistas y la polisemia de la expresión sitúan al lector en la espera de una escena de intimidad amorosa, como también parece indicarlo la referencia a la parada en el camino, en la blanca soledad de la altura. Al llegar a este punto, ciertamente culminante, el lector cree confirmadas sus expectativas y estar a punto de presenciar un encuentro amoroso: “Se rinde, se me rinde, / ya su silencio es mío: / posesión de un minuto. / Y de pronto mi mano / que te oprime, y tú, yo…”.

De manera muy moderna para aquellos tiempos y como también lo hicieron otros poetas de la llamada Generación del 27, Salinas, el de más edad de sus componentes, sigue a veces, a debida distancia y con buen humor, los tics de la vanguardia literaria europea. El profesor Antonio Barbagallo (1991) considera que, aunque no puede decirse que Salinas fuera un poeta futurista, sin embargo, en algunos poemas, como en éste, presenta ciertas concomitancias con la exaltación estética de la máquina y demás artilugios de la modernidad, según los presupuestos estéticos acuñados por Marinetti y otros futuristas. Recuérdese, por ejemplo, aquello de que “Un automobile ruggente è più bello della Vittoria de Samotracia”; o, respecto del poema que nos ocupa, aquello otro de que “L’artista deve amare ciò che gli uomini inventano di più meraviglioso: la macchina.”

A esta luz ya se hace claro el sentido de las palabras de Salinas cuando se refiere a la “aventura de arranque eléctrico” que rompe “el cristal de las doce” para “correr por un mundo de asfalto y selva virgen” (carretera en la sierra) o cuando afirma que su alma está en “la tuya mecánica”. Así, pues, el alma y la fuerza que, hasta ahora, el lector creía que era la de la amada es la de los doce caballos del automóvil con el que el poeta, en irónicamente íntima unión con él, ha hecho su escapada al locus amœnus de la sierra madrileña.


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