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Rosa del caminante de Ramón del Valle Inclán

Poema comentado por Paz Díez Taboada


Rosa del caminante

 

     Álamos fríos en un claro cielo
azul, con timideces de cristal.
Sobre el río, la bruma como un velo,
y las dos torres de la catedral.
Los hombres, secos y reconcentrados;
las mujeres, deshechas de parir.
Rostros oscuros llenos de cuidados,
todas las bocas clásico el decir.
La fuente, seca; en torno, el vocerío;
los odres, a la puerta del mesón,
y las recuas, que bajan hacia el río…
Y las niñas, que acuden al sermón.
¡Mejillas sonrosadas por el frío
de Astorga, de Zamora, de León!

El Pasajero. Claves líricas, 1920

 


Gran parte de la obra de Valle-Inclán se centra en su Galicia natal, la tierra misteriosa y húmeda de montes y ríos/rías envueltos por la brétema, tierra meiga de saudade e ironía, en donde ancianas supersticiones y ritos ancestrales se pierden por fragas y corredoiras, a la sombra de los viejos pazos. Amigo y admirador de Valle -tanto como por él admirado- Darío lo dejó bien dicho con su verbo de oro en la Balada laudatoria que envía al autor el alto poeta Rubén (1912) tras el estreno del drama pastoril de don Ramón, Voces de gesta -aunque ha de tenerse en cuenta que el país al que alude el poeta es Galicia y, en cambio, en donde se ubica  la acción de dicho drama valleinclaniano es en las tierras vascas de Navarra-:

 

Del país del sueño, tinieblas, brillos

donde crecen plantas, flores extrañas,

entre los escombros de los castillos,

junto a las laderas de las montañas;

donde los pastores en sus cabañas

rezan cuando al fuego dormita el can,

y donde las sombras antiguas van

por cuevas de lobos y de raposas,

ha traído cosas muy misteriosas

don Ramón María del Valle-Inclán.

Nunca hubiera podido imaginar “el divino Rubén” la fortuna que, gracias  a periodistas y demás, habría de tener el “María” que él añadió al primer nombre -al que seguían José y Simón- de nuestro autor, para formar el endecasílabo que como estribillo o ritornelo remata cada una de las estrofas de su Balada. La verdad es que don Ramón no se llamaba así, nunca firmó con el tal “María” y ni siquiera lo hizo incluyendo la inicial.

 

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Firma autógrafa de don Ramón

Pues bien, cuando de Galicia se parte hacia el este, al encuentro del sol, hacia la sobria y batalladora Castilla, en el Camino por antonomasia -o sea, desandando el Camino de Santiago- se encuentra la fría y recia tierra de León. Esta es la rosa del Valle-Inclán caminante, del pasajero. Y hay asombro ante el contraste entre la Galicia que deja atrás y el paisaje y los hombres de la tierra leonesa.

El poema es una estampa, un breve y esquemático boceto sin concesiones de fácil artificio, en que el lenguaje colorista y musical del Valle modernista, el de las Sonatas y Flor de santidad, o el del desgarro expresivo de los “esperpentos”, se refrena y contiene en parcas y precisas palabras para mejor delinear –ut pictura poesis, como quería Horacio- una nítida escena que difícilmente habría podido crearse con el recargado pincel modernista o la acerada pluma de lo esperpéntico.

Métricamente libre en sus dos primeras estrofas -serventesios, que no cuartetos, como era lo clásico- y clásico en el encadenamiento de los dos tercetos, el soneto se ordena riguroso desde el paisaje inconcreto hasta la precisión de los topónimos finales, delimitando así un trozo de vida del Viejo Reino español. No hay más cromatismo que el azul del “claro cielo” y el rosa de las mejillas arreboladas por el frío. El frío, sí, que domina todo el poema, lo ambienta y da carácter, de principio a fin.

En el poema se distinguen tres partes principales y un epifonema o coda exclamativa. La primera parte, que coincide con el primer serventesio, es el paisaje y sus cuatro elementos constitutivos: álamos, cielo, río y catedral. Mediante la sinestesia “álamos fríos” Valle nos muestra los más típicos árboles de la región ya desnudos, deshojados, deshabitados de pájaros; visión invernal, pues, que se intensifica con el complemento “en un claro cielo”; así, nos parece percibir la proyección de la silueta descarnada de los árboles sobre el tímido azul de un cielo transparente, duro y frío como un cristal. Paralelamente, abajo, “sobre el río”, en contraste con la claridad y transparencia del cielo, “la bruma como un velo”, ocultadora, opaca, blanda, grisácea; y, al fondo, elemento principal y caracterizador -ya no natural, sino cultural-, “las dos torres de la catedral”.

El siguiente serventesio constituye la segunda parte: el elemento humano. En estructura paralela, primero, verticalmente: “hombres / mujeres”, “rostros / bocas”; y, luego, horizontalmente, en la estructura interna de cada endecasílabo, para expresar mejor la esforzada vida de estas gentes: los hombres “secos” -como el cielo azul- y “reconcentrados” -como el río oculto por la bruma- / las mujeres “deshechas de parir” -fiera lucha de un pueblo pobre, de duro clima y dificultosa orografía-. Y cierra la descripción con el color oscuro de los rostros curtidos, más que por fríos y soles, por la pobreza y las preocupaciones y con la alusión a su habla parca y solemne, “clásica”, ya por modélica, ya por equilibrada entre contrarios: entre las ancestrales resonancias y los modernos excesos expresivos de otras tierras más locuaces. Debió sorprenderle a Valle-Inclán el laconismo leonés, avaro de palabras y efusiones, como su seca y fría tierra. Y, como en los anteriores, también en estos dos versos finales se mantiene la composición pendular: “rostros – oscuros / llenos de cuidados” // “todas las bocas / clásico – el decir”.

 

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Caricatura de Valle-Inclán por Pablo Ruiz Picasso

 

Diseminados por un terreno sinuoso, los pueblos de Galicia se ordenan -es un decir- o vertebran al hilo de una calle principal con algún que otro ensanche llamado plaza con más o menos propiedad; característica esta común con otros pueblos del norte de España. Pero, pasados los puertos de frontera, el gallego se sorprende ante los pueblos de penillanura y meseta arrebujados concéntricamente en torno de una plaza, cuyas casas apretujadas parecen disputarse el terreno por llegar a asomarse antes que las demás al libre espacio abierto, escenario de todo lo que de interés sucede en el pueblo, punto neurálgico y centro vital de la colectividad. Y a la plaza leonesa ha llegado también Valle-Inclán. En el centro de su mirada, “la fuente, seca”, como los hombres, y “en torno, el vocerío” de vendedores y compradores en el azacaneado trasiego cotidiano de mercaderías; y allí también, en la plaza, el mesón, con los odres a la puerta, evocadores del calor y la alegría de los buenos caldos de la tierra, traídos por esas recuas “que bajan hacia el río”, camino de Castilla, reata de mulas hostigadas por los arrieros maragatos.

Y cuando ya perdíamos de vista a las pobres acémilas bajando a la ribera por los puntos suspensivos, don Ramón no se resiste a su habitual y demoledora ironía, y la feroz conjunción “y” abre, con un verso de idéntica estructura sintáctica que el anterior, la comparación, no por melancólica menos cómica, de las niñas leonesas camino del sermón como tierna recua azuzada, tal vez, por madres vigilantes y guiada por voces clericales. Los dos versos finales cierran la estampa ponderando con admirada ternura el color rosado de las caritas de las niñas. No hay ubicación concreta de la escena que bien pudiera ser de cualquiera de las tres ciudades catedralicias del Viejo Reino: “de Astorga, de Zamora, de León”…

 

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Valle-Inclán pintado por Ignacio Zuloaga, en 1931

 

Este sencillo soneto, todo él contraído en cortas frases sustantivas, escuetas y concisas, de estructuras binarias y alternantes tanto en su métrica como en sus valores léxicos (excepto la coda final, de estructura ternaria), parece escrito más que con la pluma, con un suave pincel sobre una tela liviana, con breve trazo y pálido colorido. Estampa mínima, pues, con los elementos precisos ordenadamente dispuestos, clara y transparente como el cielo leonés, austera y exacta como el “clásico decir”.

FIN


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