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 Sombras gigantes de Scipión y Ciro, 
De César y Alejandro, 
Nos os alcéis de la tumba a mis acentos; 
Que si es verdad que vuestra gloria admiro, 
Me espanta vuestra gloria resonando 
Entre ayes de dolor y entre lamentos. 
Yo no canto a vosotros, cuyos lauros 
En la sangre crecidos 
Respiran con el aire de la muerte; 
Yo no canto a vosotros los temidos, 
Los que formáis las leyes con la espada 
Sin tener más derecho que el del fuerte. 
Vuestros nombres sublimes 
No hacen arder la sangre de mis venas; 
Yo canto a Atenas enseñando a Roma, 
No canto a Roma conquistando a Atenas. 
Como el águila audaz que surca el viento 
En pos de espacio que bastante sea 
Para dar a sus alas movimiento, 
Lo mismo mi alma, cuando hallar desea 
La luz de la poesía, 
No busca sus raudales en la noche, 
Sino en la aurora al despuntar el día; 
Y al encontrar la llama indeficiente 
De la verdad sagrada, 
Mi pecho entonces se electriza y siente, 
Y de mi lira tosca y olvidada, 
Brotan cantares que sonar quisieran 
Desde el nuevo hasta el viejo continente. 
Era la sombra: entre su negro manto 
Vegetaban los hombres, 
Nutriéndose con penas y con llanto, 
Sin otra ciencia que sufrir humildes 
Del infortunio las amargas leyes, 
Y sin otros señores que verdugos 
Con el pomposo título de reyes. 
Esqueletos del cuerpo 
Y esqueletos del alma. 
Los seres como Dios, no eran entonces 
El Adán pensador del primer día, 
Sino siervos que ató, con mano airada, 
A su carro triunfal la tiranía. 
Momias vivientes, que al dejar el mundo 
Para volver al hueco del osario, 
Llegaban á sus hijos en recuerdo 
La cicuta del Sócrates profundo 
Y la sangre del Cristo del Calvario. 
Y así pasaron siglos y más siglos, 
Que de su inmensa huella en la distancia 
Sólo dejaban sombras y vestigios, 
Vagando entre las nieblas 
De la noche sin fin de la ignorancia. 
Mas de pronto la luz del pensamiento 
Iluminó vivífica y radiante 
De la santa Razón el firmamento, 
Y Dios apareció, bello y gigante, 
Haciendo despeñarse en el abismo 
Al soplo de sus labios soberanos 
El sangriento puñal de los tiranos 
Y la máscara vil del fanatismo. 
Entonces fue cuando la Europa vía, 
Trémula y espantada, 
La mansión ignorada 
Que la voz de Colón le predecía, 
Y a Franklin elevándose al espacio 
De su genio atrevido tras la huella, 
Para robar a la rojiza nube 
El fuego aterrador de la centella. 
Entonces fue cuando se alzó la ciencia, 
Disipando las sombras 
Que huyeron en tropel a su presencia; 
Y entonces cuando México miraba 
En la mansión maldita 
Del crimen y del miedo, 
En vez de la cadena y del levita 
La figura grandiosa de Escobedo. 
Y no tembléis al recordar la historia 
Del lugar maldecido, 
Donde el buitre feroz de la ignorancia 
Ocultó sus polluelos y su nido; 
No tembléis a la tétrica memoria 
Del calabozo inmundo 
Repitiendo los últimos lamentos 
Del mártir moribundo; 
Ya está lavada de su impura mancha 
La guarida del crimen, 
Que hasta la infamia misma desparece 
Donde las huellas del saber se imprimen. 
En vez de los verdugos, 
Y del hirviente plomo y el veneno, 
La Medicina que consuela y sana, 
Y los hijos de Herófilo y Galeno. 
Sublime redención, misión sublime 
La del que sufre al consolar las penas, 
La del que llora y gime 
Al enjugar las lágrimas ajenas; 
Misión de caridad y bienandanza, 
Empezada por Cristo en el Calvario, 
Que redime y que canta en su santuario 
Los himnos del amor y la esperanza. 
Seguidla, pues, vosotros, que impasibles 
Desafiáis a la muerte y los pesares; 
Y si queréis que el mundo agradecido 
Conserve vuestro nombre en la memoria, 
Y que os levante altares, 
Seguid vuestro sendero bendecido, 
Que al fin de ese sendero está la gloria; 
Y continuad sin dirigir la vista 
Al espinado y escabroso suelo, 
Y si ansiáis la conquista 
Del lauro inmarcesible de la fama, 
Elevad vuestros ojos hasta el cielo 
Donde está quien os mira y quien os llama. 
Y no penséis en la escarpada roca, 
Ni en la espina punzante 
Que atraviesa la planta que la toca; 
No cejéis ni un instante 
En vuestra noble y celestial carrera, 
¡Adelante…! ¡Adelante…! 
Aún está muy distante 
La corona de rosas que os espera. 
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