A la sombra te sientas de las desnudas rocas, y en el rincón te ocultas donde zumba el insecto, y allí donde las aguas estancadas dormitan y no hay hermanos seres que interrumpan tus sueños, ¡quién supiera en qué piensas, amor de mis amores, cuando con leve paso y contenido aliento, temblando a que percibas mi agitación extrema, allí donde te escondes, ansiosa te sorprendo!
—¡Curiosidad maldita!, frío aguijón que hieres las femeninas almas, los varoniles pechos: tu fuerza impele al hombre a que busque la hondura del desencanto amargo y a que remueva el cieno donde se forman siempre los miasmas infectos.
—¿Qué has dicho de amargura y cieno y desencanto? ¡Ah! No pronuncies frases, mi bien, que no comprendo; dime sólo en qué piensas cuando de mí te apartas y huyendo de los hombres vas buscando el silencio.
—Pienso en cosas tan tristes a veces y tan negras, y en otras tan extrañas y tan hermosas pienso, que… no lo sabrás nunca, porque lo que se ignora no nos daña si es malo, ni perturba si es bueno. Yo te lo digo, niña, a quien de veras amo: encierra el alma humana tan profundos misterios, que cuando a nuestros ojos un velo los oculta, es temeraria empresa descorrer ese velo; no pienses, pues, bien mío, no pienses en qué pienso.
—Pensaré noche y día, pues sin saberlo, muero.
Y cuenta que lo supo, y que la mató entonces la pena de saberlo.
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