Acercándome una vez a la búsqueda de lo eterno
una noche en que mi alma era oscura y confusa
susurré el único rezo que sabía:
“Oh Dios, ten compasión de mí, arrúllame por favor”.
Y Dios nos perdona y nos arrulla
sin embargo un poco desamparado se encoge de hombros
de tanta misericordia que él ha otorgado
a la inmensa ingratitud del ser humano.
Es claro que sus propias criaturas asustan a Dios.
Le ponen cualquier nombre que deseen
Jehová, Buda, Alá.
Él es sólo uno y está muy cansado de ser Dios.
Si él pudiera hacerse inmaterial
o estrecharse hasta el tamaño de un ídolo de bolsillo
él tranquilamente se arrancaría y se escondería
en un lugar aislado para no saber de nuestras bocas babeantes.
Pero esconderse no tiene sentido para él
ni menos ser sumiso como un esclavo africano.
Dios siempre necesita creer en Dios
pero en el mundo no hay dioses para Dios.
Y cuando descuidemos nuestras propias obligaciones,
volviendo otra vez a molestarlo con pequeñitas
y podridas peticiones ¿a quién entonces él dirigirá su propio rezo:
“Oh Dios, ten compasión de mí, arrúllame por favor”?
1967
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