Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Afortunado en el juego

[Cuento - Texto completo.]

E.T.A. Hoffmann

I

Las aguas de Pirmont se vieron sumamente concurridas durante el verano de 18…, aumentando de día en día la afluencia de ricos y nobles forasteros, lo cual excitaba el genio emprendedor de los especuladores de todas clases, de modo que los banqueros del Faraón se dieron buena maña en cubrir el tapete verde de sendos montones de ducados, esperando con ello, a fuer de diestros cazadores, atraer incautos.

Sabido es que en la estación de baños y entre esas numerosas reuniones, en las cuales nadie sigue sus habituales costumbres, la ociosidad suele arrastrar a todo el mundo, y el mágico atractivo del juego se hace irresistible. No es raro entonces encontrar a personas que en su vida han visto un naipe, sentadas junto al tapete verde, cual impertérritos jugadores; además de que el buen tono exige, mayormente entre las clases más distinguidas, que poco o mucho se visite la sala de juego y se deje en ella algún dinero.

Un joven barón alemán, a quien llamaremos Sigifredo, parecía ser el único que resistía al atractivo de la baraja, rebelándose contra esas roblas del buen tono, de tal modo que cuando todo el mundo se abalanzaba a las mesas del juego se avenía gustoso a perder el recurso de entablar una grata conversación y se retiraba a su cuarto para leer o escribir, o se dirigía al campo emprendiendo solitarias excursiones.

Sigifredo era joven, rico e independiente; de nobles ademanes y alegre por naturaleza, no podía faltarle quien le amara, y era segura su influencia entre las damas, a más de esto una próspera estrella parecía guiarle y sostenerle en todas sus empresas. Citábanse veinte amorosas aventuras peligrosísimas en apariencia, que tuvieron para él un desenlace tan fácil como afortunado. Referíase principalmente la historia de cierto reloj que probaba hasta dónde puede llegar la suerte de un hombre. Siendo Sigifredo aún menor de edad, contábase que emprendió un viaje y se halló un día tan escaso de dinero, que tuvo precisión, para salir de apuros, de vender su reloj de oro guarnecido de brillantes. Resignado estaba a transferir tan valiosa joya por una miseria, cuando llegó a la misma posada donde se hospedaba, un joven príncipe, quien precisamente andaba en busca de una preciosidad como aquella, por lo que le compró el reloj a un precio mucho mayor del que le había costado. Un año después Sigifredo tomó posesión de sus bienes, y leyó en un periódico que iba a rifarse un rico reloj; compró un billete por una bagatela y le cupo en suerte, siendo precisamente el mismo que había vendido. Poco después lo cambió por un rico anillo de diamantes; entró al servicio del duque de Hesse, y éste, queriendo un día darle un testimonio de su aprecio, le regaló el mismo reloj, con una magnífica cadena por añadidura.

Esta historia hizo que fuera todavía más notada su constante repugnancia por el juego, extrañándose que así rehusara el poner a prueba su constante buena estrella; pensóse después que el barón con todo y sus brillantes cualidades era sumamente medroso o sobrado avariento para exponerse a la menor pérdida, sin advertir que su conducta desvanecía por completo toda sospecha de avaricia; pero como acontece de ordinario, todo el mundo se daba por contento con haber imaginado una explicación desfavorable, respecto a un hecho tan inusitado.

Pronto llegó a oídos de Sigifredo la maledicencia de que era objeto, y como nada le repugnaba tanto como una falsa apariencia de tacañería, resolvió, por más que el juego le inspirara fuertes antipatías, destinar algunos centenares de luises a confundir a sus calumniadores. Penetró, pues, en el salón dispuesto a perder la considerable suma que llevaba encima; empero la fortuna que le seguía por todas partes, no podía faltarle entonces. Escoger él un naipe y cubrirse de oro era lo mismo; los más refinados cálculos de los viejos jugadores fallaban ante la buena estrella del barón, y ora apuntara siempre sobre el mismo, ora lo variase, salía ganando siempre, dando con ello el inaudito espectáculo de un jugador que se desespera contra la suerte por serle tan constantemente propicia, lo cual hacía que los concurrentes se miraran extrañados, cual si dudasen de que tuviera cabal el juicio un hombre que como él se quejaba de su fortuna.

Viendo que llevaba ganadas cuantiosas sumas, creyóse en la obligación de continuar jugando, deseoso de perder; empero no llegó a conseguirlo; su destino pudo más que sus deseos. Y sin que él mismo se diera cuenta de ello, iba tomando interés por el Faraón, que con toda su sencillez ofrece agradables combinaciones, Ya no se enojaba contra su fortuna; el juego absorbía toda su atención, y pasaba noches enteras junto al tapete. Ya no era la codicia, ni la ganancia, sino el juego, el juego únicamente lo que le ofrecía esa magia particular de que había oído hablar a sus amigos, sin que nunca hubiera acertado a comprenderla.

Una noche, así que el banquero acababa una talla, levantó los ojos y reparó en un viejo que le contemplaba fijamente con aire serio y triste a la vez, y desde entonces siempre que apartaba la vista de los naipes, encontrábanse sus miradas con las sombrías del desconocido, lo cual acabó por producirle una impresión penosa e importuna. Al día siguiente, vuelta con el viejo y con sus siniestras miradas, hasta que por fin al verle aún al tercer día, no pudo contenerse y le dijo con firme acento:—Caballero, me veo en la precisión de suplicaros que escojáis otro sitio, pues aquí me estáis estorbando.—Saludó el desconocido con melancólica sonrisa y se retiró de la sala sin decir una palabra.

A la noche siguiente se instalaba de nuevo frente a frente de Sigifredo, conservando la misma actitud y la misma mirada. El barón se levantó furioso y exclamó:—Caballero, si habéis tomado como una diversión eso de estarme mirando de continuo, servíos escoger otro lugar y mejor ocasión, pues en este momento os ruego que…—Un ademán con la mano, señalándole la puerta, dijo más que las rudas palabras que el barón se abstuvo de pronunciar, y lo mismo que en la noche precedente el desconocido sonrió con cierta tristeza, saludó y se retiró.

Agitado por el juego y el vino que había bebido, y recordando de continuo la escena con el desconocido, no pudo Sigifredo conciliar el sueño en toda la noche; amanecía ya y todavía se le representaba como un espectro la imagen de este hombre, vigorosamente dibujada y llena de tristeza; veía sus ojos hundidos y velados, y fijándose en su humilde traje adivinaba, a través del mismo, a un hombre de rango distinguido.

Y recordando enseguida la dolorosa resignación con que había abandonado la sala:—Muy mal me he portado con él,—exclamó Sigifredo;—he sido cruel e injusto. Entraba acaso anteriormente en mis modales eso de arrebatarme como un grosero estudiante, ofendiendo a una persona a quien no conozco, sin el menor motivo?

El barón pausó entonces que tal vez aquel hombre, al mirarle de aquel modo, cedía a la influencia del penoso contraste que entre sí ofrecían: él pobre, luchando quizás con angustiosas necesidades, mientras delante de sí veía a un joven jugador que amontonaba el oro. Compadecido al fin, resolvió buscarle al día siguiente, con el objeto de darle una satisfacción por las injurias que le había inferido, y quiso la casualidad que la primera persona con quien topara al salir de casa fuera el desconocido.

Acercósele el barón, excusóse de su dureza durante la última noche, y acabó por suplicarle que le perdonara; contestóle el desconocido que nada tenía que perdonarle; que ya sabía que era preciso dispensar muchas cosas al jugador atareado, y que por lo demás él mismo creía haber merecido los insultos que se le dirigieron, por su obstinación en ocupar un sitio desde el cual le estaría incomodando.

El barón, tomando de nuevo la palabra, repuso que existen a veces en la vida embarazos momentáneos que afectan penosamente a un hombre bien nacido, y acabó por darle a entender que pondría voluntariamente a su disposición una parte de la cantidad ganada y más sí era menester, con el objeto de socorrerle.

—Caballero,—le dijo este;—tal vez me habéis creído en necesidad, y esto no es cierto, pues aun cuando a decir verdad soy más pobre que rico, lo que tengo me basta para vivir modestamente, además comprenderéis muy bien que si tras de haberme ofendido tratarais de reparar la ofensa con una limosna, a fuer de hombre de honor, no podría aceptar una reparación semejante.

—Se me figura comprenderos,—repuso el barón,—y sabed que estoy dispuesto a daros la satisfacción que me exijáis, sea cual fuere.

—¡Oh, cielos!—exclamó el desconocido;—un duelo entre nosotros sería en extremo desigual, convencido de que vos lo mismo que yo no veis en esta clase de combates más que un aturdimiento de muchacho, ni creéis que un par de gotitas de sangre que manen de un pequeño rasguño en los dedos, basten para lavar una mancha inferida a nuestra honor. Sin embargo, comprendo que existan casos en que dos hombres no quepan juntos en el mundo, por más que el uno viviera en el Cáucaso y el otro a orillas del Tíber, pues las distancias desaparecen cuando la imaginación se fija demasiado en la existencia de un ser aborrecido; entonces el desafío decide cuál de los dos debe ceder al otro un sitio en este mundo, y por lo tanto el duelo se hace necesario. Entre nosotros, en cambio, sería lo más desigual, pues mi vida no vale lo que la vuestra, ya que si os mató, destruyo junto con vos todo un mundo de esperanzas mientras que si yo sucumbo habréis puesto fin a una existencia miserable y acosada por terribles recuerdos. Pero dejemos esto, que aquí Jo esencial es que no me considere como ofendido; vos me rogasteis que me marchara… y me marché, ni más ni menos.

El acento del extranjero al pronunciar estas palabras revelaba un resentimiento contenido, y esto dió lugar a que el barón renovara sus disculpas y dijera que sin saber por qué, su mirada le turbaba de tal modo, que en vano intentaba sostenerla cuántas veces lo probaba.

—¡Ojalá,—dijo el desconocido,—que mí mirada, si tanta influencia ejerce sobre vuestro corazón, logre apartaros del peligro que os amenaza! Con el ánimo alegre y sonriente habéis llegado al borde de un terrible abismo: un pequeño golpe puede precipitaros en él sin remisión, pues he observado que estáis en camino de llegar a ser un jugador desenfrenado.

Et barón aseguró al extranjero que se engañaba por completo; contóle los motivos que le habían inducido al juego, y que todo su deseo se cifraba en perder algunos centenares de luises, para no acordarse más de los naipes; pero que hasta entonces a pesar suyo la suerte le había favorecido.

—¡Ah!—exclamó el desconocido,—esa buena estrella es cabalmente el cebo más incitante y engañoso de que se vale el infierno para perdernos. La suerte con que jugáis, los motivos que os han arrastrado hasta el tapete verde, y vuestra conducta, una vez entablada una partida, revelan claramente el creciente interés que os inspira la baraja, y todo ello me recuerda muy a lo vivo el espantoso destino que cupo a un desdichado, que se os parecía infinito y que empezó también del mismo modo. Este es el motivo de que os estuviera contemplando, quieras que no, y de que apenas pudiera con tenerme de revelaros el significado de mis miradas. Cuántas veces tuve en la punta de la lengua:—«Alerta, joven, que el espíritu del mal tiende sobre vos sus garras, ansioso de arrastraros al precipicio»—Vivamente deseaba conoceros, y ya que lo he logrado, oíd la historia de aquel infeliz de quien acabo de hablaros, y quizás os convenceréis de que no es una vana quimera de mí invención este afán por arrancaros a un peligro inminente.

El extranjero sentóse junto al barón en un solitario banquillo, y empezó su relato en estos términos:

II

—«Las mismas cualidades que brillan en vos, valieron al caballero de Ménars la admiración y aprecio de los hombres y las simpatías de las damas; sólo que en su nacimiento, la fortuna no le había favorecido tanto como a vos, pues siendo poco menos que pobre, veíase obligado a vivir con suma estrechez para poder ostentarse en el mundo con decencia, toda vez que ello le obligaba su familia. Como una pérdida cualquiera, por insignificante que fuese, podía echar al traste su económico régimen de vida, es inútil decir que se abstenía de jugar, sin que por esto se impusiera el más leve sacrificio, pues nunca había sentido hacia el juego la menor inclinación. Por lo demás, la suerte en todas sus empresas le salía por los ojos, haciéndose proverbial entre sus amigos y conocidos.

Una noche, contra su costumbre, dejóse conducir hasta una casa de juego, y pronto vio a los amigos que te acompañaron abandonados a los azares de la baraja. Preocupado por pensamientos muy distintos, paseábase el caballero a lo largo de la sala, y solo de cuando en cuando se detenía un momento junto a la mesa, donde brillaban considerables montones de oro que el banquero recogía cada punto. Un viejo coronel reparó una vez en él, y dijo en alta voz:—¡Por vida de todos los diablos! Por aquí anda el caballero de Ménars con toda su buena estrella, y si nada ganamos juraría que consiste en que no ha tomado partido ni en favor de la banca, ni de los jugadores; pero, fe mía, que esto no ha de seguir así, y que ahora mismo va a apuntar por mi cuenta: ¡Ea, pues, al avío!

Excusóse el caballero, alegando su poca maña y su absoluta ignorancia del juego, pero el coronel insistió y le llevó a la mesa, sucediéndole precisamente lo que a vos. No había naipe que le faltara, de modo que al poco tiempo había ganado una suma considerable por cuenta del coronel, quien no cesaba de felicitarse por la excelente idea que había tenido de utilizar la infalible buena suerte del caballero. Esta que sorprendía a todo el mundo, no hizo en él la menor impresión, antes bien acrecentó tanto su repugnancia por el juego, que al día siguiente al sentirse molido por las fatigas físicas y morales de una noche en vela, prometióse no entrar nunca más en garito alguno, fuese por lo que fuese. Afirmóle todavía más en su resolución la conducta del viejo coronel, quien desde entonces no tocaba naipe sin que perdiera, y no perdía sin atribuir su desgracia a la neutralidad del caballero.

Sin embargo fue a encontrarle varias veces, suplicándole que jugase por él, o que cuando menos permaneciese a su lado, para alejar con su influencia al maligno espíritu, que se complacía en desbaratar sus mejores combinaciones. Sabido es que en parte alguna existen las absurdas supersticiones que entre jugadores. El caballero únicamente pudo librarse de tanta importunidad, declarando de una vez al coronel que antes prefería batirse con él, que entrar de nuevo en un garito.

Esta historia exhornada con gran copia de enigmáticos detalles debía correr de boca en boca y hacer pasar al caballero por hombre que mantenía secretas relaciones con los seres sobrenaturales; pero como a pesar de lo constante de su fortuna persistía en no tocar un naipe, acabaron todos por elogiar la firmeza de su carácter y aumentóse aun más el aprecio de que era objeto.

Apenas había transcurrido un año, cuando se encontró en grandes apuros a consecuencia de una imprevista suspensión de la módica renta de que dependía su subsistencia, viéndose precisado a recurrir a uno de sus mejores amigos, quien al prestarle algún dinero, llamóle el hombre más estrambótico que hubiera visto en su vida.—El destino,—le dijo,—nos indica siempre el mejor camino para llegar a la felicidad, y únicamente la indolencia tiene la culpa a veces de que no nos apresuremos a observar sus buenas indicaciones. Ahora bien: el supremo poder que nos rige y gobierna, no te ha dicho acaso al pido alguna vez: «¿Quieres oro y riquezas? Pues ve y juega, que de otro modo serás siempre pobre, débil y esclavo de los demás».

Tan sólo entonces el recuerdo de la extraordinaria suerte que había tenido en el Faraón se le reprodujo en el espíritu, y dormido y despierto no veía más que la baraja, ni oía otra voz que el monótono acento del banquero, repitiendo: ¡Ganado!… ¡Perdido!…» acompañado del halagador tin tin de las monedas.

—Es verdad,—decía para sí,—una sola noche como aquella me saca de la miseria, y ya no habrá para qué molestar a los amigos. Mi deber consiste en no desoír la voz del destino.

El mismo amigo que le empeñara jugar, le acompañó a una casa a propósito, dándole veinte luises de oro para que pudiese probar fortuna; y si había sido afortunado, apuntando por el coronel, esta vez lo fue doblemente, pues cogía los naipes a ojos cerrados, sin darse siquiera la pena de reflexionar, cual si una mano invisible, la mano de la suerte, jugara por él, de modo que al levantarse del tapete había ganado veinte mil luises.

Al día siguiente despertó como un atontado: la suma ganada permanecía sobre la mesa, y cual si soñara, después de restregarse los ojos, alargó la mano y tiróla hacia sí, y al ir recordando lo sucedido, y contar y recontar sus ganancias con indecible complacencia, por primera vez penetró un funesto veneno en sus entrañas, que destruyó de un golpe la pureza de sentimientos que había guardado tanto tiempo intacta. Lleno de impaciencia apenas podía esperar la noche para sentarse de nuevo junto al verde tapete, de modo que no amenguando su fortuna, en pocas semanas ganó considerables sumas.

Los jugadores se dividen en dos clases: para unos el juego tiene deleites indecibles por lo que es en sí: a cada instante cambia el encadenamiento de los lances, parece que un poder superior se cierne sobre nuestras cabezas, llenándonos el espíritu de misteriosas emociones: diríase que estamos a punto de penetrar en las sombrías regiones de ese poder maravilloso para observar sus obras y espiar sus secretos. Yo he conocido a un hombre, que encerrado en su cuarto pasaba el día y la noche jugando contra sí mismo: este a lo menos lo entendía.

Los demás sólo miran la ganancia, considerando el juego como un medio de enriquecerse en poco tiempo: el caballero era de estos, confirmando así que la pasión por el juego es hasta cierto punto un sentimiento innato, que depende de la organización individual de cada uno.

Muy pronto le pareció sumamente estrecho y limitado el círculo del que apunta, y con el dinero que llevaba ganado, estableció una banca, que llegó ser al poco tiempo la más rica de París, convirtiéndose en centro de reunión de la mayoría de los jugadores.

Lo licencioso y desordenado de la vida del jugador corrompió en breve las buenas circunstancias físicas e intelectuales que en otro tiempo le captaron estimación y aprecio generales; ya no era el amigo fiel, ni el cumplido caballero, franco y chistoso, ni el caballeresco amante de las damas: el amor a las artes y a las ciencias había muerto en su espíritu y había desaparecido su antiguo afán por instruirse. En su semblante enjuto y pálido, en el ardor sombrío de sus hundidos ojos leíase la desastrosa pasión que le subyugaba, que no era en verdad su amor al juego, sino la asquerosa codicia que el mismo Satanás había encendido en su corazón. En una palabra, era el banquero más completo que se hubiese visto.

III

Una noche, sin que por eso experimentara graves pérdidas, notó que la suerte le favorecía menos que de costumbre; y en esto, un hombrecillo viejo, seco, pobremente vestido y de repugnante aspecto, acercóse a la mesa, escogió un naipe con temblorosa mano y depositó en él una moneda de oro. Muchos de los jugadores miráronle primero con sorpresa y acabaron por tratarle con evidente desprecio, sin que el viejo demostrara el menor desagrado.

Perdió varias apuestas, una tras otra, y cuanto mayor era su desgracia, más se regocijaba el resto de los jugadores, hasta que doblando sus puestas de continuo y perdiendo sobre una misma carta quinientos luises, uno de los presentes, exclamó soltando una risotada:—Bravo, bravísimo, signor Vertua: no desanimarse, que doblando siempre, acabaréis por hacer saltar la banca y entonces sí que no podréis con las ganancias.

Lanzó el viejo sobre el burlón una mirada de basilisco, dejó la sala y a la media hora de haber salido, reapareció con los bolsillos llenos de oro lo cual no impidió que debiera presenciar los últimos cortes, sin poder apuntar por haberlo perdido todo.

El caballero que en medio de su vida desordenada, conservaba un resto de finura, se mostró algo enojado del irónico desdén con que había sido tratado el anciano, y al levantarse la banca, dirigió con este motivo una reconvención a algunos jugadores, que no se habían retirado todavía.

—Vaya,—exclamó uno de los presentes,—que se ve no conocéis al viejo Francesco Vertua, pues de lo contrario lejos de quejaros nos aplaudiríais. Sabed que ese Vertua, de nación napolitano, establecido en París hace unos quince años, es el avaro más asqueroso, el usurero más desalmado del universo. Carece de todo humano sentimiento, hasta el punto de que vería a su propio hermano retorcerse a sus pies en las convulsiones de la agonía, sin que soltara un solo escudo para salvarle. La maldición de muchos hombres y de gran número de familias arruinadas en sus satánicas especulaciones, pesa sobre su cabeza; no hay quien lo conozca que no le aborrezca, ni quien no desee ver castigado por la venganza del cielo todo el mal que ha hecho. Como nunca ha jugado, a lo menos desde que está en París, juzgad de nuestra sorpresa al verle comparecer aquí y si nos hemos alegrado de que perdiera, ha sido porque sería en verdad muy triste que saliera ganando un malvado como él. Lo que hay aquí de cierto es que la riqueza de vuestra banca habrá deslumbrado a ese insensato, deseoso de desplumaros; sin embargo ha sucedido al revés y a fe mía que no concibo aún cómo ese zorro avariento haya podido resolverse a exponer tanto dinero: consolémonos pensando que no volverá ya más, dejándonos libres de su presencia.

Este supuesto distó mucho de realizarse, pues a la noche siguiente, Vertua se entabló frente al banquero, perdiendo todavía más que la víspera; sin embargo permanecía tranquilo, y sólo de vez en cuando sonreía amargamente, como si confiara en un próximo cambio de fortuna. No obstante, las pérdidas del anciano fueron creciendo y engrosando como una avalancha todas las noches sucesivas, hasta que por fin llegó a calcular que había dejado en la banca treinta mil luises de oro.

Transcurridos algunos días, volvió a aparecer una noche con el semblante pálido y desencajado, tomó asiento a alguna distancia de la mesa, fija la vista en los naipes que iba tirando el caballero, hasta que al ir a empezar una nueva talla, exclamó con voz aguda que sobresaltó a todos los presentes:—¡Alto! y abriéndose paso a través de la muralla de jugadores, se acercó al oído del banquero y le dijo con voz sorda:—Mi casa de la calle de San Honorato, con todos sus muebles y mis joyas, está valorada en 80 mil francos, ¿aceptáis la apuesta?

—No tengo inconveniente;—contestó con acento glacial el caballero, sin siquiera volver la cabeza y empezando a barajar.

—¡A la sota!—dijo Vertua, y a la primera mano la sota había ya perdido: el anciano dió un salto hacia atrás; sintiéndose desfallecer se apoyó contra la pared, y permaneció un rato inmóvil como una estatua, sin que nadie se cuidara de él.

Concluyó la sesión, se retiraron los jugadores y el caballero con uno de sus ayudantes recogía el dinero de aquella noche en una caja, cuando el viejo Vertua, lívido como un espectro, se le aproximó y le dijo con voz hueca y ahogada:

—¡Una palabra todavía, caballero, una sola palabra!

—Y bien, ¿qué tenemos?—repuso retirando la llave de la cerradura de la caja, y midiendo al viejo de pies a cabeza, de una sola mirada.

—Acabo de perder,—dijo Vertua,—toda mi fortuna en vuestra banca: nada me queda ya, absolutamente nada: ni siquiera sé dónde dormir mañana, ni dónde comer un bocado: A vos recurro, pues, caballero, prestadme la décima parte de lo que me habéis ganado, a fin de que pueda volver a empezar mis negocios, librándome de la horrible miseria que me amenaza.

—¿En qué estáis pensando, signor Vertua?—repuso el caballero,—No sabéis acaso que un banquero no debe nunca prestar nada de sus ganancias? Esto sería contra todas las reglas, de las cuales no seré yo a fe quien se separe.

—Tenéis razón sobrada, caballero,—continuó diciendo Vertua,—mi demanda era exagerada y loca; la décima parte es demasiado: ¡prestadme tan sólo la vigésima!…

—Repito,—repuso el caballero con enfado,—que nada absolutamente presto de lo que gano.

—Es verdad—dijo Vertua, cuyo rostro iba palideciendo por grados y cuyas miradas eran cada vez ms lúgubres:—reconozco que nada podéis prestarme, y que en vuestro caso haría yo lo mismo; pero a un mendigo no se le rehúsa nunca una limosna… quitad cien luises nada más de la cantidad que hoy os ha deparado la fortuna…

—Vive Dios, signor Vertua;—exclamó el caballero airado,—¡que parece que hoy os habéis empeñado en mortificar a todo el mundo! Os he dicho ya que es inútil la porfía, que no obtendréis de mí ni cien luises, ni cincuenta, ni veinticinco, ni uno siquiera. Sería menester que hubiese perdido la cabeza para que os diera dinero con que emprender de nuevo vuestro infame oficio: la suerte os ha revolcado por el polvo como a un reptil venenoso, y levantaros sería un crimen. Ea, pues, dejadme en paz y resignaos a vivir en la miseria, que bien merecido os está.

El viejo Vertua ocultó el rostro entre sus manos y exhaló un profundo gemido, mientras el caballero, después de ordenar a sus criados que le llevaran la cajita al coche, le dijo con acento retumbante:—Y vamos a ver, Signor Vertua, ¿cuándo me entregáis la casa y los muebles?

—Al instante mismo, venid conmigo,—dijo con voz tranquila el anciano levantándose de un salto.

—Está muy bien: podemos ir juntos en el coche hasta vuestra casa, y mañana por la mañana la dejáis irremisiblemente.

Durante todo el trecho ni Vertua ni el caballero dijeron una palabra, y al llegar a la puerta de la casa, el viejo tiró de la campanilla saliendo a abrir una anciana, que exclamó al verle:—¡Santo cielo! Al fin habéis llegado: Ángela estaba mortalmente inquieta…

—Silencio, silencio,—repuso Vertua.—¡Quiera el cielo que no haya oído Ángela la malhadada campanilla! ¡Es preciso que ignore mi llegada!

Y hablando de esta suerte tomó de manos de la consternada vieja el velón que llevaba, alumbró al caballero, y le dijo:—Aquí me tenéis resignado a todo; ya sé que me despreciáis, que mi ruina os alegra, como alegrará a muchos otros, pero ni ellos ni vos me conocéis. Sabed que en otro tiempo fui un jugador como vos, que recorriendo la Europa, me detenía donde quiera que un rico juego me ofreciese la esperanza de una ganancia considerable, y que el oro se venía a mis manos como en el presente a las vuestras. Tenía yo una esposa bella y honrada, de quien me cuidaba muy poco, viviendo miserable entre mis riquezas. Aconteció un día, en Génova, que un joven romano perdió contra mí un pingüe patrimonio; y del mismo modo, que acabo de hacerlo con vos, me pidió algún dinero para regresar a Roma. Acogí sus súplicas con desdeñosa sonrisa, y montando en furor me dio en el pecho una violenta puñalada, logrando los médicos salvarme a duras penas y siendo larga y penosa mi convalecencia. Mi esposa me prodigó los más tiernos cuidados, me consoló y sostuvo en el sufrimiento, y a medida que iba recobrando la salud, experimentaba un sentimiento de día en día más íntimo, que hasta entonces no había conocido, pues el jugador es ajeno a todo humano afecto, y hasta entonces no supe lo que era amor, fidelidad y abnegación en una mujer amante. Entonces conocí mi enorme ingratitud y a qué hediondo vicio la, había sacrificado: entonces se me aparecieron como espíritus vengadores todos aquellos cuya felicidad había destruido, cuya fortuna había arruinado con atroz indiferencia: oía airadas voces brotando de las tumbas para echarme en cara todas las faltas, e innumerables crímenes de que había sido yo la causa: solo la pobre de mí esposa me calmaba, desvaneciendo las mortales angustias que me oprimían. Hice voto de no volver a tocar un naipe en mi vida; rompí las cadenas que me esclavizaban, resistí a los ruegos de mis asociados, que en mi buena estrella tenían confiada su fortuna, y tomé en arriendo una casita de campo cerca de Roma, en cuyo dulce retiro gocé de una calma y un bienestar que nunca había conocido. ¡Ay! esta felicidad debía durar tan sólo un año: mi esposa me dio una hija y murió pocas semanas después. Lleno de desesperación acusé al cielo, me maldije a mí mismo y a la infame vida que había llevado, de la que se vengaba la Providencia, arrebatándome el único ser en quien hallaba consuelo y esperanza; y, semejante al criminal que teme el horror de la soledad, abandoné mí retiro y vine a establecerme en París. Ángela, dulce imagen de su madre, iba creciendo de día en día; suyo era todo mi corazón, y por ella tan solo anhelaba acrecentar mi fortuna. Es cierto que he prestado dinero a crecido interés; pero se me calumnia cuando se me acusa de usura fraudulenta, pues, ¿sabéis quiénes son los que así proceden? Pues son jóvenes pródigos y malgastadores, que no cesan de molestarme hasta que les he dejado algún dinero, que luego disipan como el humo, y que se enfurecen al reclamarles su reembolso. Pero esto dinero no es mío, es de mi hija y yo me tengo únicamente por administrador de su fortuna. No hace mucho tiempo salvé a cierto joven de la infamia adelantándole una suma importante, suma que no le reclamé hasta tanto que entró en posesión de una rica herencia. Pues, ¿creeréis, caballero, que este miserable se atrevió a negar la deuda, tratándome como un infame usurero ante los tribunales? Muchos otros ejemplos semejantes podría citaros que han acabado por endurecer mi alma. Aun más: podría deciros que he enjugado muchas lágrimas, que muchas preces han subido al cielo en favor mío y de mi Ángela; pero temo que no toméis mí relato como un alarde, pues al fin y al cabo, también sois jugador.

Acabé por creer que se había apaciguado la cólera divina. ¡Vana ilusión! Cogido entre las garras del diablo, debía tentarme más que nunca, hatiendo que oyera hablar de vuestra buena fortuna, y que después me citaran cada día a tales o cuales sujetos, que iban saliendo de vuestra banca hechos unos mendigos. Acudióme entonces la idea de que a mí, que nunca había perdido, me estaba reservado contrarrestarla, de que yo era el escogido para poner coto a vuestra rapacidad, y desde entonces esta idea, hija del delirio, no me dejó un instante de reposo. Acudí a vuestra banca y tan solo reconocí mi fascinación, cuando toda la fortuna de mi hija hubo pasado a vuestras manos… En fin, todo se acabó… ¿Permitiréis únicamente que Ángela se lleve su guarda ropas?

—Nada me importan los harapos de vuestra hija; además llevaos si queréis las camas y todo el ajuar de casa. ¿Qué me importan esas miserias? Pero, cuidado con que desaparezca nada de valor.

El viejo Vertua contempló fijamente al caballero, sin proferir una palabra, y de pronto brotó de sus ojos un torrente de lágrimas, cayendo de rodillas a sus pies y diciéndole con desesperado acento:—¡Oh, caballero! Si aún guardáis un sentimiento de humanidad en el corazón… piedad! ¡piedad!… No de mí, sino de mi hija, de mi Ángela!… una niña, un ángel inocente a quien precipitáis al abismo de la miseria… ¡Oh! compasión por ella! Prestadle tan solo la vigésima parte de sus bienes, que me habéis ganado… ¡Sí! ¡Ya lo sé! ¡Ya sé que os dejaréis enternecer!.. ¡Ángela! Pobre hija. Y entre sollozos y lágrimas, repetía, con acento desgarrador el nombre de su hija.

—Ya os he dicho que esta farsa ridícula empieza a sacarme de quicio,—repuso el caballero con enojo y arrebato, al mismo tiempo que aparecía una joven, cubierta con un blanco peinador de noche, esparcidas los cabellos, pintada la muerte en el rostro, arrojándose sobre el anciano, levantándolo, estrechándolo contra su seno y exclamando:

—¡Padre mío! Lo sé todo! Todo lo he oído! ¿Y qué importa que hayáis perdido toda la fortuna?… ¿No os queda acaso vuestra Ángela?… No sabrá cuidaros ahora como nunca? ¡Oh, padre mío! ¡No os humilléis ya más delante de ese monstruo! No hay que dolerse de nosotros, sino de él, miserable en medio de sus riquezas; y abandonado a un espantoso aislamiento, sin un corazón que lata junto al suyo, sin un alma que responda a sus dolores. Veníos conmigo y salgamos al instante de esta casa, para que ese hombre no pueda continuar cebándose en vuestros sufrimientos.

Vertua cayó desmayado en un sillón; Ángela se puso de rodillas delante de él, y cogiendo sus manos las cubría de besos y caricias, enumerando con infantil inocencia los talentos y conocimientos que pensaba poner en práctica para proporcionarle una vida arreglada, suplicándole con lágrimas en los ojos que desterrase toda inquietud, y asegurándole que sería feliz el día en que debiera bordar, coser o cantar, no por recreo, sino para ganar su subsistencia.

¿Qué pecador empedernido hubiera podido permanecer indiferente ante esta joven, resplandeciente de celestial belleza, hablando con dulce acento y prodigando al anciano los tesoros del amor más puro y de la más acendrada piedad filial? El caballero sintió en tales momentos torturársele la conciencia viendo en la joven un ángel vengador, cuya mirada desvanecía las nubes de la locura y del crimen que le ofuscaban para hacerle aparecer ante sus propios ojos con toda la hedionda desnudez de su indigna conduela. Hasta entonces no sabía qué era amor, y al contemplar a Ángela sintióse subyugado a un tiempo por una pasión violentísima y un dolor sin esperanza pues no se atrevía a concebidas, comparándole con una joven como aquella sin tacha y tan encantadora. Quiso hablar y no pudo, cual si una parálisis le hubiera invadido la lengua; por fin, reuniendo todas sus fuerzas, dijo con voz temblorosa:

—Oíd, Signor Vertua… nada os he ganado, nada absolutamente… aquí está mi cajita… es vuestra… ya sé que os debo más… que sois mi acreedor… Pero tomad por el momento… tomad..

—¡Hija mía!—exclamó Vertua.

Y levantándose la joven, dirigióse al caballero, y midiéndolo con altiva mirada, le dijo:—Sabed, caballero, que hay algo que vale más que el oro y la fortuna, y son los buenos sentimientos, que os son desconocidos, los cuales nos proporcionan consuelos inefables. Yo rechazo con desprecio vuestros dones y ofrecimientos; ¡guardad ese dinero, prenda de la maldición que os persigue, jugador sin freno y desalmado!

—Sí,—exclamó el caballero fuera de sí;—ábrase el infierno a mis plantas, al esta mano vuelve a tocar un solo naipe… pero si la vuestra me rechaza, vos seréis la causa de mi irreparable pérdida… ¡Qué! ¿No me comprendéis? ¡Ah! Tomadme por un loco, que harto lo sabréis todo, cuando venga a vuestras plantas a levantarme la tapa de los sesos., ¡Ángela! De vos depende mi vida o mi muerte… ¡Adiós!

Precipitóse el caballero fuera del aposento, presa de la mayor desesperación. Vertua adivinó su estado y recordando lo que a él mismo le había sucedido, hizo comprender a su hija que ciertas circunstancias podían imponerle la obligación de aceptar la oferta del caballero. Ángela se estremeció ante esta idea, considerando que aquel hombre no era digno más que de eterno desprecio; pero el destino, árbitro de los humanos intentos, debía dar a todo aquello un desenlace Imprevisto.

Parecióle al caballero haber despertado de una horrible pesadilla, y viéndose al borde de un abismo, tendió los brazos hacia la celestial figura que acababa de aparecérsele.

IV

De repente desapareció la banca del caballero de Ménars, dejando a París absorto, y como no se le viera en ninguna parte, corrieron acerca de esto los más anómalos e infundados rumores. Pero era la verdad que el caballero evitaba todo contacto con su antigua sociedad, entregado los sombríos pesares de su amor. Paseándose un día el anciano Vertua, en compañía de su hija, lo encontraron en las solitarias avenidas del parque de la Malmaison.

Ángela que se había figurado que nunca más podría verle sin estremecerse de horror y desprecio, se sintió singularmente conmovida al ponérsele delante, pálido como un difunto, tembloroso, abatido y sin que apenas se atreviera a levantar los ojos. No ignoraba la joven que desde la noche fatal que le vio por primera vez, había cambiado de vida completamente, y como sólo ella podía haberle inducido a verificarlo, ¿qué mejor para lisonjear su vanidad femenina?

Después que con Vertua hubo cambiado el caballero algunas frases de cortesía, Ángela le preguntó con benévolo interés:—Qué os pasa, caballero Ménars; en verdad parece que estáis enfermo, y es menester que os cuidéis—Estas palabras penetraron en su corazón como un rayo de esperanza, por lo que levantó la cabeza y halló en su misma emoción la interesante verbosidad y apasionado lenguaje con que anteriormente sabía conquistarse todas las voluntades. Vertua le recordó que esperaba que fuese a tomar posesión de su casa, a lo cual le contestó:

—Tenéis razón, Signor Vertua, mañana iré a vuestra casa; pero permitid que no apresuremos las condiciones, por más que para un acto semejante sean menester algunos meses.

—Enhorabuena,—repuso el anciano,—yo opino que con el tiempo podremos hablar todavía de algunas cosas, que en el día están aún muy lejos de nuestra mente.

Reanimado por la esperanza, recobró el caballero la amabilidad que le era habitual, antes de verse envuelto en el torbellino de su pasión desordenada. Hiciéronse cada vez más frecuentes sus visitas a casa de Vertua, y Ángela parecía sentirse diariamente mejor dispuesta a oír a un hombre, que solía llamarla su ángel tutelar. Por fin llegó a creer que le amaba decididamente y se obligó a concederle su mano, con gran contentamiento de su padre, que de este modo recobraba su fortuna.

Ángela, la venturosa futura desposada del caballero de Ménars, estaba un día sentada a la ventana, absorbida su imaginación en los ensueños de la nueva existencia que se abría ante sus ojos, cuando acertó a pasar, al son de las cornetas, un regimiento de cazadores que partía para España. La joven contempló con interés a esos hombres destinados quizá a ser víctimas de la guerra, cuando un joven oficial volviendo con viveza las riendas de su caballo, lanzó sobre ella una rápida mirada, que la hizo caer desvanecida.

¡Ah! aquel joven que marchaba también al encuentro de la muerte, era hijo de un vecino llamado Duvernet, compañero de su infancia, que venía a verla cada día y puso fin a esas visitas cuando el caballero comenzó las suyas. En la quejosa mirada del joven, Ángela reconoció no sólo cuánto la había amado el infeliz, sino lo mucho que ella a su vez le amaba sin saberlo, ofuscada por las seductoras palabras del caballero. Entonces comprendió por primera vez los profundos suspiros de Duvernet y sus mudos y sencillos deliquios: entonces supo explicarse por qué motivo se sentía turbada y conmovida, cuando Duvernet la visitaba o simplemente al oír el acento de sus palabras.

—Ya es tarde: ya lo he perdido,—murmuró animada de valor suficiente para luchar contra el penoso sentimiento que la torturaba, y recobrar su tranquilo aspecto; no obstante, no escapó su agitación a la penetrante mirada del caballero. Tuvo a pesar de todo suficiente delicadeza para no pedirle la revelación de un secreto, que ella al parecer estaba empeñada en ocultar, y se limitó a apresurar la boda, disponiendo los preparativos con un tacto y una esplendidez que no podían dejar de conmover el ánimo de la desposada. Y una vez unidos con indisoluble lazo, portóse con su esposa con tan vehemente ternura; con un cariño tan franco y con aquella previsión que colmaba y satisfacía sus menores antojos, que por fuerza el recuerdo de Duvernet debía borrarse enteramente de su ánimo.

La primera nube que empañó la apacible existencia de ambos esposos, fue la enfermedad y muerte del anciano Vertua.

Desde la noche en que perdiera todos sus bienes en la banca del caballero, no había vuelto a tocar siquiera un naipe; pero en sus últimos instantes, parecía que el juego había vuelto a absorber todas sus facultades. Mientras el sacerdote le ofrecía los consuelos de la religión, el anciano con los ojos cerrados, murmuraba: entre dientas:—«¡Perdido!… Ganado»… agitando sus temblorosas manos casi yertas y haciendo los movimientos de cortar, barajar y tirar los naipes. En vano su hija y su yerno, inclinados sobre el lecho, le dirigían frases de ternura: no les oía ni podía ya reconocerles. Por último, suspirando y pronunciando la palabra: «¡Ganado!» exhaló su postrer aliento.

En medio de su extremo dolor, sufrió Ángela una conmoción interna, al pensar en las postrimeras emociones del moribundo. El recuerdo de la noche espantosa en que se le apareció el caballero, bajo el aspecto de un jugador endurecido, su renovó en su alma y tembló al considerar que algún día podría muy bien arrancarse la máscara angélica, para volver a las andadas, presentándosele de nuevo con sus verdaderos rasgos infernales. Tan funesto presentimiento no debía tardar en verse realizado.

Por más que hubieran aterrorizado al caballero los últimos momentos de su suegro, desoyendo las preces de la Iglesia y entregado a su fatal pasión, poco tardó en sentirse arrastrado más que nunca por su inclinación favorita, soñando todas las noches estar sentado en la banca, donde acumulaba nuevas riquezas. Y en tanto que Ángela entristecida ante el recuerdo de sus pasados extravíos, le retiraba gradualmente la confiaba que en un principio le dispensara, él, por su parte, atribuía la desacostumbrada reserva de su esposa, al secreto que un día le sorprendiera; y esta recíproca desconfianza debía producir por una y otra parte desagradables escenas de descontento, que ofendieron a la joven más de una vez. Entonces sintió ella renacer en su corazón la imagen del infortunado Duvernet, con todos los pensamientos y emociones que fueron el encanto de su juventud. El desacuerdo entre ambos esposos iba en aumento cada día, hasta que el caballero encontró su vida tan insípida, que sus antiguos vicios atrajeron de nuevo sus miradas y anhelos. Un malvado le dio el último impulso, era uno de sus antiguos consocios que no cesaba de hacer burla de su existencia oscura y de la extraña resignación con qué había sacrificado a una mujer los brillantes goces de otros tiempos.

Pocos días después abría nuevamente sus puertas la banca del caballero de Ménars, viéndose espléndidamente concurrida, sin que la fortuna, hubiera vuelto la espalda a su hijo predilecto. Desde el primer momento sus víctimas se sucedían y el oro llovía sobre el tapete verde: en cambio había pasado rápida como un sueño la felicidad de su esposa, la cual hallaba en él, cuando no fría indiferencia, negro desprecio, llegando a pasar semanas y aun meses enteros sin verle siquiera. Un viejo mayordomo llevaba los negocios de la casa: los criados eran cambiados, según el capricho del caballero, de modo que Ángela, como una extraña en su propio hogar, no hallaba consuelo en parte alguna. Frecuentemente oía en sus noches de insomnio el rumor que producía el carruaje de su esposo, al detenerse delante de la casa, luego de la pesada caja que depositaban en un vecino aposento, los apóstrofes y duras palabras del caballero, y el estallido de una puerta, al encerrarse este en su cuarto: vertía entonces la desgraciada un torrente de lágrimas, pronunciaba con angustia el nombre de Duvernet, y acababa por rogar a la Providencia que pusiera un término a sus penas.

Aconteció en esto que un joven de buena familia, habiendo perdido en la banca del caballero toda su fortuna, se levantó de un tiro la tapa de los sesos allí mismo, de modo que la sangre y algunos restos del cerebro del infeliz, salpicaron a los jugadores. Huyeron estos aterrorizados, mientras el dueño, sin perder su sangre fría, preguntó desde cuando se había establecido la costumbre de dejar el juego antes de la hora habitual, solo por un tonto que no sabía guardar las debidas conveniencias.

Este suicidio produjo grande sensación, y como los jugadores más señalados se mostraran indignados por la conducta del caballero, todo el mundo se hizo lenguas en contra suya: la policía cerró la banca, acusóse al dueño de fraudulencia, lo que se hallaba por otra parte confirmado por su constante buena estrella, y sin que pudiera defenderse, llevóse buena parte de su fortuna una enorme multa que se le impuso. Insultado y despreciado, echóse en los brazos de su esposa, la cual a pesar de los malos tratamientos que de él había recibido, creyó en su arrepentimiento, concibiendo nuevas esperanzas de que por fin renunciaría a la funesta pasión del juego.

El caballero abandonó París, y en compañía de Ángela fuese a Génova, lugar del nacimiento de ésta. Allí vivió retirado por espacio de algún tiempo, tratando en vano de buscar la tranquilidad doméstica al lado de su esposa: su pasión favorita reavivábase de día en día, hasta producirle una agitación incesante. Cierta mala fama le siguió desde París al nuevo punto de su residencia, lo cual le impidió instalar nuevamente una banca, conforme entraba en sus cálculos.

Por aquellos días cierto coronel francés obligado por sus heridas a dejar el servicio militar, era dueño, en Génova, de la banca más favorecida: la codicia y la envidia impulsaron al caballero, quien se presentó ante su rival, ansiosa de desbancarlo, fiado en su habitual fortuna. El coronel le recibió con una jovialidad que no le era habitual, anunciando que desde entonces ofrecía el juego un nuevo interés, pues iba el caballero de Ménars a darle impulso con tu buena estrella.

En efecto: los primeros cortes fuéronle favorables como siempre; empero, cuando confiado en su invariable fortuna, exclamó:—Va todo lo de la banca,—perdió de un golpe una cantidad considerable y el coronel por lo común impasible, tanto en buena como en mala suerte, recogía el oro de su antagonista con todas las muestras del placer más vivo.

Desde aquel instante eclipsóse para siempre la buena estrella del esposo de Ángela, quien jugaba cada noche y cada noche perdía, hasta que no le quedó mas que la suma de unos dos mil ducados en papel. Corrió todo el día para realizarla en metálico, lo que no logró hasta muy tarde, y por la noche, cuando con las monedas en el bolsillo se disponía a salir de casa, Ángela que presintió un desastre, se arrojó a sus pies bañándoselos de abundantes lágrimas, y por la Virgen y por todos los santos del cielo, le suplicó que no la precipitase en la miseria.

El caballero la levantó, y abrazándola con dulzura, le dijo con voz apagada:—Ángela, Ángela de mi corazón, es ya imposible que me contenga, es menester que siga al destino que me subyuga… Pero, mañana, sí, mañana habrán cesado todas tus penas, pues te juro por la Divina Providencia, que nos contempla, que hoy juego por última vez. Tranquilízate, mi dulce amia, duerme y sueña en una existencia muy feliz, que esto me traerá suerte.—Y luego de dichas estas palabras, abrazóla nuevamente y salió precipitado.

En dos cortes lo había perdido todo, todo enteramente. Inmóvil permanecía junto al afortunada coronel, con la mirada fija sobre el tapete, como si estuviera anonadado.—¿Cómo? No apuntáis ya, caballero,—le dijo su rival barajando los naipes.

—Lo he perdido todo,—contestó el caballero esforzándose en mostrarse tranquilo.

—¿Es posible que nada enteramente os quede?—repuso, al siguiente corte.

—Ya no soy más que un triste mendigo,—exclamó el caballero con voz colérica y temblorosa, sin separar sus miradas del tapete y no advirtiendo siquiera que la banca iba perdiendo más y más, y que el coronel continuaba jugando sin inmutarse.

—Sin embargo, tenéis una mujer muy linda, le dijo en voz baja, sin mirarle siquiera y barajando nuevamente.

—¿Qué queréis decir con esto?—exclamó el caballero con arrebato, mientras el coronel seguía jugando sin contestarle.

—Van veinte mil ducados por… ¿Ángela?—volvió a decir en el mismo tono, soltando por un instante la baraja.

El caballero permaneció silencioso, reanudóse el juego, y como viese que todos los naipes iban siendo contrarios a la banca.—Acepto,—exclamó al oído del coronel, al empezar un nuevo corte,—y vaya sobre esta sota.

Al primer golpe, la sota había perdido.

Hízose atrás el caballero rechinando los dientes, yendo a apoyarse en una ventana, con la muerte impresa en el semblante.

Concluyó el juego: el coronel se le acercó y le dijo con voz zumbona:—¿Y bien? ¿Qué vamos a hacer?

—¡Ah!—exclamó el caballero fuera de sí,—es cierto que me habéis reducido a la miseria, pero debería tomaros por loco si imaginarais haber podido ganar a mi mujer. ¿Vivimos acaso entre salvajes, o es una esclava mi esposa, para que en un momento de extravío haya podido vendérmela o jugármela? Sin embargo, como reconozco que habríais soltado los veinte mil ducados si llega a ganar la sota, renuncio a todo derecho sobre ella, tan sólo si consiente en abandonarme por seguiros. Veníos conmigo y desesperaos al ver cómo os desprecia, horrorizada con solo el pensamiento de convertirse en vuestra infame concubina.

—Desesperaos vos mismo, caballero,—repuso el coronel con sardónico acento,—si antes que a mi os desdeña a vos, que habéis labrado su desgracia, y se arroja a mis brazos con deleite… Desesperaos cuando sepáis que se cumplirá nuestro común anhelo, bendiciendo la Iglesia nuestro enlace… ¡Y me llamabais insensato!… ¡Oh! Tan sólo quería el derecho de aspirar a su mano, pues su corazón me pertenece ya hace tiempo. Sí, caballero: antes que a vos me amaba, me amaba con pasión, pues habéis de saber que yo soy Duvernet, su amigo de la infancia, educado con ella, a ella unido con los vínculos del corazón, y separado únicamente gracias a vuestras satánicas seducciones. Sólo cuando partí para la guerra, Ángela reconoció lo que valía, y cuando yo lo supe, era ya tarde. El infierno me inspiró la idea de entregarme al juego para arruinaros y perderos, os he seguido hasta Génova, y por fin acabo de lograrlo. ¡Ea, pues! ¡Ahora vamos a ver a vuestra esposa!

Permaneció el caballero aniquilado y como herido de un rayo: de repente se desplegaba ante sus ojos aquel secreto fatal que se le ocultaba, comprendiendo la infinidad de sufrimientos que había acumulado en el corazón de la infeliz,—Que decida mi mujer.—dijo por fin con voz apagada, echándose a andar en pos del coronel. Este, al llegar a la casa, se agarró a la campanilla: el caballero conteniéndole, le dijo:—La pobre estará durmiendo; ¿os atreveréis a turbar su dulce sueño?

—A otro con esas,—dijo el coronel; ¿acaso ha gozado un solo momento de descanso, desde que la estáis atormentando con vuestra conducta?—y pronunciando estas palabras, dirigíase ya al cuarto de la joven, cuando cayendo a sus pies el caballero, le dijo con desesperado acento:—Compasión por Dios; contentaos con haberme reducido a la mendicidad, renunciad a mi mujer.

—¡También tuvisteis postrado de este modo al viejo Vertua, miserable! sin que lograse ablandar vuestro corazón de piedra. ¡Sufrid pues la venganza del cielo!—dijo y adelantóse todavía algunos pasos hacia el cuarto de Ángela; pero el caballero ganando la puerta de un salto, la abrió de un empujón, lanzóse sobre el lecho, separó las cortinas gritando:—¡Ángela!… Ángela!…—Luego inclinóse sobre ella, le agarró las manos y convulsivo, con voz terrible exclamó:—¡Ved lo que habéis ganado!… ¡Un cadáver! ¡El cadáver de mi esposa!

El coronel se acercó a la cama lleno de horror… contempló a la amiga de su infancia: ninguna señal de vida… Ángela había muerto, efectivamente.

Entonces levantó el puño contra el cielo, exhaló un ronco aullido y se lanzó fuera de la casa y nunca más se ha vuelto a saber de él.

Aquí terminó el desconocido su relato, levantándose del banquillo, sin que el barón profundamente impresionado, acertara a dirigirle siquiera una palabra.

Algunos días después fue víctima aquel de un ataque apoplético, que lo condujo al sepulcro a los dos horas: examinados sus papeles se reconoció que no llevaba el nombre de Beaudasson, que se atribuía, sino el de Ménars, siendo él por lo tanto el infortunado caballero del cuento.

El barón dio gracias al cielo por haberle enviado este aviso, cuando más cerca estaba del abismo, jurando no dejarse seducir nunca más por los falaces atractivos de un vicio tan fatal; y hasta ahora ha guardado fielmente su promesa.

*FIN*



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