Ahora, como siempre: en otros paralelos y en medio de mi isla
subjetiva, buscando, la latitud exacta de un mar definitivo
donde no sea posible reeditar el aliento mortal de los monzones,
ni el ecuador de hornos que estalla desde el rojo pulmón de los veranos;
madrugando a la orilla solitaria de un alba de viejo amanecida
—sin la rosa de fuego de los trópicos vivos— antípoda de un mismo
e ignorado archipiélago de sueño entre las nubes,
de amor entre las yerbas y los lirios;
lejos de la espesura de carne sumergida
donde el bongó retumba, lascivo, desde el negro confín de los abuelos,
como la simple gota de un cangilón herido,
suspenso sobre el aire de una noria celeste donde es agua la luna,
y es entraña cerrada, apretada y oscura, la fruta de la noche;
el bosque en donde sueña —¡oculto ruiseñor!— el corazón del pino;
el cristal prisionero donde naufraga el cielo en cárceles de fuente
(estrecho continente para la ancha pena de la sonrisa tuya).
Rosa eternal, crecida, por un hondo dolor sobre la madrugada:
sus pies san el misterio profundo de la arcilla,
donde su nombre grita desde el mudo lenguaje de las otras palabras,
de los otros vocablos caídos en el fondo subterráneo del mundo
donde la noche es siempre solitario tambor de sordas soledades.
Ahora, como siempre: en medio de esta isla, profético, soltando,
sobre un cielo sonámbulo mis pájaros mejores,
mis propias mariposas nacidas de la lámpara despierta del silencio,
en soledad perenne de desbordada angustia de vida delirante,
sin vendimias azules,
ni palomas de estrellas sobre el cristal viajero de los cielos ahogados.
No es en la vieja tierra de tus mansos sollozos de aborígenes penas,
de un adánico llanto por la mano piadosa del olvido enterrado:
¡Es en la arena muda! ¡La sideral arena
de una continua vida de destrozada entraña de carne palpitante,
alzada por encima de tu sonoro clima de externas amapolas,
de tu sol de las once que hace albina la lumbre de tus propios paisajes,
de la tierra sedienta de tus labios ardidos en los surcos sin agua!
¡No es tu cielo ese cielo terrible que yo digo! ¡No es tu noche la noche
de las trémulas hojas de tu primer almendro de sombras florecido!
¡Yo estoy hablando ahora, desde mi propia tierra de amor y de huracanes!
Junto a la firme llama, total y arrebatada,
de una íntima hoguera donde todas las cosas
—maravillosamente— retornan hacia el punto de su esencia primera:
Tus metales; tus vientos; el dios de tus espigas;
tu eterna tierra encinta donde germina el mundo su sonrisa de aromas;
la espuma de tu mar anclado junto al ronco clamor de tus orillas;
los varados luceros de tus noches maduras;
tus nardos donde puso la pena de la luna el hielo de sus polos;
el sol de tus claveles —fanal con que se enciende—
la aurora vegetal que alumbra en tus jardines.
Todo torna de nuevo.
Todo vuelve rodando hacia mi oscura isla antípoda a la tuya,
donde la sombra tiene los cabellos muy largos y el dolor es un niño,
descalzo, correteando, sobre un suelo sembrado de guijarros de vidrio.
¡Trópico mío, ahora; para siempre: llorando! ¡Llorando para siempre
desde el grito clavado de sus cedros más altos,
desde la abierta herida del flamboyán agreste
que sólo se desangra herido por los propios puñales de sus ramas,
frente al mango que vino desde el anciano Ganges de las nobles pagodas,
y en cuyo ser descansa, como atávico signo de la herencia más pura,
la misma sombra ancha de un colosal y simple paquidermo de hojas.
¿En qué negro horizonte solo y únicamente poblado de ladridos,
por ti balan ahora, lo mismo que corderos,
mis humanos vocablos en delirio?
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