Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Al alba de la nebulosa juventud

[Cuento - Texto completo.]

Andréi Platónov

I

Una noche sus padres murieron de tifus durante la guerra civil. Olga tenía en aquel entonces catorce años y se quedó sola, sin nadie que la ayudara entre los habitantes del caserío junto a la estación ferroviaria en la que su padre había trabajado formando trenes de carga. Después de enterrar a sus padres con la ayuda de vecinos y conocidos, la niña se quedó algunos días en el desolado apartamento. Olga fregó el suelo de la cocina y del cuarto, puso todo en orden y se sentó en un banquillo sin saber qué hacer ni cómo seguir viviendo. Su vecina, una anciana, llevó a la niña una taza de kulesh, para que la huérfana, que era muy delgada y pequeña para su edad, comiera algo.

Olga comió con ganas sin dejar nada en el plato. Cuando la anciana se marchó, Olga se puso a lavar la ropa blanca, la blusa de su madre y los calzones de su padre, todo lo que había quedado de la ropa blanca y de vestir. Al anochecer, se acostó en el lecho en el que siempre habían dormido sus padres cuando estaban vivos y también durante su enfermedad. Por la mañana se levantó, se aseó, arregló la cama, barrió el cuarto y se dijo: «¡Hay que seguir viviendo!», como solía hacer su madre. Olga fue a la cocina y se puso a hacer las faenas domésticas, como si ella, al igual que su difunta madre, estuviera preparando el almuerzo. No había nada que cocinar, no tenía comida, pero aun así Olga puso la olla vacía en el hornillo, cogió la horquilla, se apoyó en ella y, dejando escapar un suspiro como hacía su madre, entristeció al pie del horno. Luego secó y recogió toda la vajilla, consultó el reloj, tiró de la pesa hacia arriba, hacia la esfera, y pensó: «¿Regresará padre de su guardia a tiempo o se retrasará? Si tiene que formar el tren para un recorrido, seguro que se retrasa…». Así discurría su madre, que solía llamar a su esposo «padre». Ahora, la huérfana pensaba y actuaba como su madre, porque así le resultaba más fácil vivir sola. En la cocina, ocupada en los quehaceres domésticos, repetía sus palabras, suspiraba por su desamparo y sufría en silencio. La niña imaginaba que su madre seguía viva dentro de ella, podía sentirla a su lado.

Cuando anocheció, Olga encendió la lámpara, que todavía conservaba algo del queroseno que le había echado su padre, y la puso en el alféizar de la ventana. Así hacía su madre cuando esperaba a su esposo y ya había oscurecido. Su padre, al acercarse al hogar, venía ya desde lejos tosiendo y sonándose la nariz para que su esposa y su hija lo oyeran llegar. Pero ahora la calle estaba silenciosa; todos se habían dispersado por los trigales o permanecían acostados en sus viviendas, débiles y enfermos, y, en algunas casas, simplemente muertos. Aun así, Olga se puso a esperar a su padre o a alguna otra persona que viniera a verla, pero nadie se acordó de la huérfana, ni su anciana vecina ni nadie, porque todos tenían sus propias penas y afanes. Olga se acostó en la cama de sus padres y durmió sola.

La niña permaneció dos días más en su casa. Pasó la noche en ella y luego se marchó a la estación. Lejos, en la capital de la provincia, a orillas del Volga, vivía su tía, que hacía dos años había visitado a su madre, y Olga se imaginaba que era rica y bondadosa. La tía era hermana de su madre, incluso se parecía algo a ella, y la niña sintió deseos de ir a verla cuanto antes, vivir junto a su tía y dejar de extrañar a su madre. Ya enferma, antes de morir, la madre había dicho a Olga que si quería sobrevivir debería irse con su tía para no quedarse sola en el mundo; su tía daría de comer a la huérfana, la vestiría y la mandaría a la escuela. La niña recordó aquellas palabras de su madre y decidió obedecerla.

La estación estaba desierta. La guerra contra los burgueses se había retirado hacia el sur. En las vías, junto al andén, había una locomotora de vapor, pequeña y vieja, enganchada a dos vagones de carga vacíos. Desde la cabina de la locomotora el ayudante del maquinista observaba a la chica; se acordaba de sus padres y sabía que ambos habían muerto, por eso llamó a la niña. La huérfana subió a la cabina; el mecánico abrió un paño rojo donde guardaba su comida y sacó cuatro patatas horneadas que luego calentó en la caldera. Les echó sal, dio dos a Olga y se comió las dos restantes. Olga habría querido que el mecánico se la llevara consigo; se habría ido a vivir a su casa y estaba segura de que se habría acostumbrado. Pero el mecánico no le dijo nada alentador. En cuanto le hubo dado de comer volvió a guardar su paño rojo. Él ya tenía muchos hijos y no estaba seguro de poder alimentar una boca más.

Olga permaneció en la locomotora hasta que comenzó a oscurecer y a la estación llegó un tren muy largo, con vagones con calefacción y en el que viajaban guardias rojos.

-Tengo que irme. Voy a reunirme con mi tía -dijo Olga al mecánico-. Mamá me lo dejó dicho antes de morir.

-Si es así, adelante -repuso el mecánico.

Olga bajó de la locomotora y se encaminó hacia el tren de los guardias rojos. Todos los vagones estaban abiertos de par en par y casi todos los guardias habían salido; algunos caminaban por el andén mirando todo lo que allí había, la torre de agua, las casas de los alrededores y los trigales a lo lejos. Cuatro guardias rojos avanzaban con unos cubos con sopa desde la cocina de la estación. Olga se acercó a los cubos para observarlos: de ellos brotaba un rico olor a carne al hinojo, pero era comida para los guardias rojos, que iban a pelear y debían estar fuertes. Olga no tenía derecho a probar aquella sopa.

De pie junto a uno de los vagones se encontraba pensativo un guardia rojo: no mostraba prisa en ir a comer. Se veía que descansaba del camino y de la guerra.

-¿No podría yo irme con ustedes? -le suplicó Olga-. Es que me está esperando mi tía…

-¿Y vive lejos de aquí? -preguntó el guardia rojo-. ¿Muy lejos?

Olga mencionó la ciudad, y el guardia supo que era lejos. La niña no podría llegar a pie, mientras que en el tren quizás estaría allí al día siguiente por la mañana.

Entretanto, se acercaron al vagón dos guardias con la sopa, seguidos de varios más que traían panes, majorka, papilla en una olla, jabón, cerillas y otras provisiones.

-Oigan, esta niña pide que la ayudemos a llegar a casa de su tía -dijo el guardia rojo a sus compañeros-. Debemos llevarla, ¿qué les parece?

-¡Y por qué no, que venga! -repuso un guardia, el que traía dos panes bajo el brazo-. No sirve para novia, es muy pequeña, pero nos servirá de hermana…

Subieron a Olga en el vagón. Le dieron una cuchara y una rebanada grande de pan. La niña se sentó en medio de los guardias para comer la sopa común del limpio cubo de zinc. Uno de los guardias se percató pronto de que le resultaba incómodo comer sentada en el suelo, y le dijo que se arrodillara para que con la cuchara pudiera alcanzar el rondo del cubo y también ver dónde flotaba la grasa y dónde la carne de res.

Después de la cena el tren emprendió la marcha. Los guardias acomodaron a Olga en la litera de arriba, donde hacía más calor, y la cubrieron con dos capotes para que no pasara frío cuando refrescara durante la madrugada.

II

Ya avanzada la mañana, los guardias rojos despertaron a Olga. El tren se había detenido en una estación grande; a lo lejos se oía el ruido de unas extrañas locomotoras que sonaban de forma inusual. Tampoco el sol alumbraba por el lado en que lo hacía en su caserío. Los guardias rojos regalaron a Olga la mitad de un pan y un pedazo de tocino, y la bajaron en brazos del vagón.

-Aquí es donde vive tu tía -le dijeron-. Ve con ella, estudia y hazte grande. A ti te tocará una vida mejor.

-Pero no sé dónde vive mi tía -dijo Olga desde el suelo, sola, con su blusa raída, descalza y con el pan.

-Búscala -dijo el guardia pensativo-. La gente te ayudará.

Pero Olga no hacía gesto de irse: quería quedarse con los guardias rojos en el vagón, seguir con ellos. Ya se había acostumbrado un poco a ellos y quería comer todos los días sopa con carne.

-Bueno, ve sin prisa -le dijeron desde el vagón para que se decidiera a irse.

-Me han dicho que algún día viviría mejor, pero ¿cuándo? -preguntó, temerosa de marcharse enseguida sin saber adonde.

-Solo espera un poco -le respondió el mismo guardia rojo, el pensativo-. Tenemos muchos problemas ahora. Primero debemos acabar con los blancos.

-Esperaré -aceptó Olga-. Bueno, hasta la vista. Me voy a buscar a mi tía.

Ya era casi de noche cuando por fin encontró a su tía. Había preguntado a todos los que había encontrado en el camino y que tenían un semblante noble, pero nadie sabía dónde vivía Tatiana Vasílievna Blaguij. Un transeúnte le quitó el pan a Olga. Le pidió un mordisco, pero en cuanto tuvo el pan en sus manos se alejó rápidamente y le dijo a la niña que estaba prohibido especular con pan. Olga se comió en el acto todo el tocino que le habían dado los guardias rojos para que nadie pudiera quitárselo y entró en una casa a pedir agua. Una mujer de edad muy avanzada le dio un jarro de agua y le advirtió que no tenía nada más que darle.

-No estoy pidiendo limosna. Solo voy a casa de mi tía -repuso Olga.

-¿Y quién es tu tía? -preguntó con suspicacia la anciana.

Olga le dijo el nombre completo de su tía. Entonces, por alguna razón, la mujer suspiró y le indicó a la niña el camino: tomar a la derecha, después doblar la esquina y encontraría la tercera casa a mano izquierda, la de los postigos sin pintar. Allí vivían los Blaguij, un matrimonio sin hijos.

-¿Ah, no? -preguntó Olga.

-No -confirmó la mujer-. A ningún niño le gustaría tenerlos como padres.

Olga halló la casa pequeña de madera con los postigos sin pintar, entró al patio cubierto de hierba y llamó a la puerta del zaguán. Del interior le llegó una voz de disgusto, débil. Luego oyó unos pasos y la puerta se abrió: habían echado el cerrojo como si ya se dispusieran a pasar la noche. La tía Tatiana Vasílievna, descalza y despeinada, apareció ante la chica y la examinó atentamente. Al ver a su tía, Olga todavía pensó que era alegre y buena, tal como la recordaba de la infancia, cuando Tatiana Vasílievna había pasado una temporada en su casa. Pero ahora la tía observaba a la niña con mirada indiferente, nada alegre de que la huérfana se hubiera presentado ante ella.

-¿Por qué has venido? -preguntó la tía.

-Mamá me mandó -logró articular Olga-. Ha muerto, y papá también… Me quedé sola. ¡Han muerto los dos, tía!

Tatiana Vasílievna levantó el borde del delantal y se lo pasó por los ojos.

-Nuestra familia no vive mucho tiempo -dijo-. Yo estoy igual. Solo parezco saludable, pero la verdad es que no estoy bien… ¡Qué voy a estar bien!

Olga contemplaba con asombro a su tía. Ahora le parecía buena porque estaba triste por la muerte de su hermana y sentía pena de sí misma.

-Se pasa uno la vida entera sufriendo -suspiró Tatiana Vasílievna-. Sal un rato afuera y siéntate en la calle -indicó a su sobrina-. Es que acabo de fregar el suelo. No te puedo dejar entrar ahora…

-Me sentaré en el patio. Tienes mucha hierba ahí -contestó Olga.

Pero Tatiana Vasílievna se enfadó:

-¡Nada de irse al patio! Ahí tenemos las gallinas, que ni poner quieren, y vas a asustarlas si te sientas. Y la hierba la recortamos para dar de comer a los conejos. No se puede caminar por encima de ella… ¡Sal por el sendero!

Olga salió a la calle y vio apilados unos raíles viejos y oxidados. Allí la hierba había brotado y muerto muchas veces, y ahora volvía a crecer de nuevo. La niña se sentó en los raíles, justo frente a las ventanas de su tía, y se dispuso a esperar a que se secara el suelo de la casa de su tía y a que esta la llamara para darle de comer.

Pero dejaron de pasar los transeúntes y los campesinos que se dirigían en carreta a sus aldeas, y los arrieros que acarreaban el trigo en sacos desde la estación también dejaron de verse: cayó la tarde y tras ella la noche. Olga sintió que se le congelaban los pies descalzos. Los apretó con fuerza contra el cuerpo y se adormeció sentada en un raíl helado. Cuando abrió los ojos, vio luz en las ventanas de la casa de su tía. En la calle ya reinaba el espantoso silencio de las noches de su infancia, poblada de seres desconocidos, apenas perceptibles, que obligaban a todos a refugiarse en sus casas y a cerrar las puertas con candados. Olga echó a correr a toda prisa hacia la casa de la tía; la cancela estaba cerrada, así que la niña llamó a la ventana iluminada. Adentro, alguien descorrió la cortina, y la cara grande cubierta de una espesa barba negra de un hombre entrado en años fijó sus ojos en Olga. El hombre acabó de tragar con rapidez un bocado, como si temiera que alguien hubiera llegado a arrebatarle la comida, y luego escrutó minuciosamente la oscuridad con ojillos tan pequeños que parecían expresar mansedumbre, como los de algunos animales. A su espalda, Olga vio la mesa con la cena y a Tatiana Vasílievna que en ese momento retiraba a toda prisa la comida y los platos.

Olga se apartó de la ventana. Al momento se abrió la cancela y por ella se asomó su tía.

-¿Por qué llamas? -preguntó-. Pensábamos que ya te habías ido…

-Me he cansado de esperar que me llames -dijo Olga-. Me da miedo estar sola en la calle…

-Bueno, entra entonces -repuso la tía.

La cocina y el cuarto en el que dormían sus tíos estaban limpios, todo estaba recogido y sereno, olía bien, como en las casas de los ricos. «Aquí no podré vivir -se dijo Olga-. Me dirán que lo ensucio.» El esposo de Tatiana Vasílievna, que había observado a Olga a través de la ventana, volvió a la mesa para continuar con su cena.

-Dios nos libró de tener hijos propios, pero ya ves, la parentela nos los manda -dijo con un suspiro Tatiana Vasílievna-. Arkadi, esta es mi sobrina. Quedo huérfana de padre y madre: ¡hay que darle de beber, de comer, vestirla, calzarla…!

-¡Qué alegría! -dijo con indiferencia, como si hablara para sí, el esposo de Tatiana Vasílievna-. Bueno, dale algo de comer. Que pase hoy la noche aquí… ¡No vaya a ser que además se nos culpe si le pasa algo!

-¡Y dónde voy a acostarla! -exclamó la tía-. No nos sobra nada, no tenemos ni ropa de cama, ni mantas, ¡ni siquiera una colcha limpia!

-No necesito una cama blanda. Puedo taparme con mi vestido -terció Olga.

-Que pase la noche -le indicó Arkadi Mijáilovich a su esposa-. Y no andes diciendo esas cosas, porque si te oye el poder soviético te vas a enterar.

La réplica de su esposo desconcertó a Tatiana Vasílievna, que reaccionó enfurecida:

-¿De qué me voy a enterar…? ¿Qué se piensa el poder soviético, «los camaradas»? ¿Que la gente son ángeles? ¡Se ponen a parir hijos y luego se mueren! Pues ¡que los alimente el poder soviético…!

-Los alimentará -dijo convencido su esposo, al tiempo que terminaba de comer la papilla.

-Los alimentará -repitió con sorna Tatiana Vasílievna-. ¿Quién los alimentará, si no detienen a esos padres que paren sin freno? ¡Yo sí sé muy bien cuán negras se las verán!, y no los envidio.

-No tienen que darme de comer. Solo quiero dormir -dijo Olga.

Se sentó sobre un baúl de espaldas al tazón de papilla del que comía el dueño de la casa.

El esposo de la tía limpió su cuchara, la colocó junto al tazón y se dirigió a la huérfana:

-Siéntate, todavía queda.

Olga se sentó a la mesa y empezó a comer un poco de la papilla de trigo, sacándola del fondo de la taza.

-Ya ves, y decías que no querías comer, solo dormir -dijo la tía, y puso una almohada sin funda sobre el baúl, para que la niña se acostara en él.

-Es un poquito nada más -contestó Olga, y tomó otra vez media cucharada de papilla, lamió la cuchara hasta dejarla limpia y la colocó con cuidado sobre la mesa-. No quiero más -dijo.

-¿Ya te has llenado? -preguntó Tatiana Vasílievna con un tono suave.

-Es que se me han quitado las ganas -repuso Olga.

-Bueno, ahora acuéstate a dormir, descansa -la conminó la tía, indicándole el baúl-. Porque tenemos que apagar la luz. ¡No podemos quemar queroseno en vano!

Olga se echó sobre el baúl, se acurrucó en silencio para sentirse más abrigada y se durmió sobre la dura madera como si estuviera en un blando lecho porque de todos modos no tenía otro lugar en el mundo.

III

Sus tíos despertaron por la mañana temprano; el tío era maquinista de los ferrocarriles y debía salir en un tren de carga. Tatiana Vasílievna le preparó un suculento guiso para el camino, con un trozo de tocino, pan, un vaso de mijo limpio para la papilla y cuatro huevos hervidos. El maquinista se puso una chaqueta guateada y un gorro para que el viento no le enfriara la cabeza.

-Bueno, ¿y cómo viviremos ahora? -preguntó Tatiana Vasílievna a su esposo en un murmullo.

-¿Qué pasa?

-Es que… -la tía señaló hacia donde dormía Olga- ¡ahí está acostado el premio que nos acaba de tocar!

-Es familia tuya -respondió su marido-. Decide tú misma lo que vas a hacer. Yo solo quiero tranquilidad en la casa.

Cuando su marido partió, la tía se sentó frente a Olga, que todavía dormía, apoyó la mejilla en un puño y murmuró en tono quedo y triste:

-Llegas, te acuestas ahí como si tus tíos fueran ricos: ellos te darán comida, ropa y zapatos, ¡y hasta te arreglarán el matrimonio con una buena dote…! Aquí estoy, recíbanme, soy un regalo; descalza, con mi única blusa, hambrienta, sucia, la pobre huérfana… Y ¿quién sabe? Si dios quiere, estiran pronto la pata, y ¡zas!, me quedo yo de dueña, ¡de un golpe echo a rodar lo que se han ganado a fuerza de trabajar duro…! Pero no, preciosa, que te lleven los demonios. ¡De lo mío no te llevarás ni el polvo! ¡Mi comida se te atravesará en la garganta! ¿Qué pretendes? Que mi marido se pase todo el santo día en el trabajo, en medio del frío viento, y yo que no paro de sol a sol, y que de pronto te presentes a aprovecharte de todo: quiéranme, aliméntenme… Pero, Olga, basta ya de dormir -Tatiana Vasílievna alzó la voz de pronto para despertarla-. Mírala, está muerta de cansancio, qué cosa; ¡es hora de levantarse hace rato! ¡Por tu culpa no he podido hacer nada…!

Olga permanecía inmóvil, de cara a la pared, con las rodillas pegadas casi al mentón, los brazos cruzados sobre el vientre y la cabeza inclinada para que su respiración cayera sobre el pecho y le diera calor. El vestido gris, gastado por el uso, la cubría escasamente. Había crecido y solo lograba cubrirse con él manteniéndose encogida. De día, en cambio, sus delgadas piernas de adolescente quedaban al descubierto casi hasta las rodillas, mientras que las mangas apenas le llegaban a los codos.

-¡Vaya, vaya, qué mimada estás! -exclamó irritada su tía.

-Pero si ya estoy despierta -replicó Olga.

-¡Entonces para qué sigues acostada! ¡No ves que es hora ya de que recoja el cuarto!

-Te estaba escuchando -contestó la niña.

La tía no ocultó su enfado:

-¡Todavía no eres más que una mocosa y, fíjate, ya sabes mortificar!

Olga se levantó y se arregló el vestido. Tras una breve pausa, Tatiana Vasílievna dijo:

-Vete a lavar. Después pondré el samovar. ¡Seguro que querrás comer!

Olga no contestó. En ese momento no sabía qué pensar ni cómo comportarse.

Además del té, Tatiana Vasílievna dio a Olga unas pocas rebanadas de pan seco negro y medio huevo hervido, al tiempo que ella se comía el otro medio. Después de comerse lo que le había dado, Olga recogió del mantel las migajas de pan y se las echó en la boca.

-Pero ¿es que no te has llenado? -preguntó la tía-. ¡Nadie podrá llenarte la barriga…! Si te dejo sola en la casa, te pondrás a recoger migajas por todas partes y a registrar las ollas y calderos. Ahora mismo tengo que ir al mercado. ¿Cómo voy a dejarte sola en la casa?

-Ya me voy. No pienso quedarme con ustedes -le contestó Olga.

La tía sonrió satisfecha.

-Pues bien, vete. Eso quiere decir que tienes adónde ir… Y cuando nos eches de menos, puedes venir a hacernos una visita. Así será mejor.

-Vendré cuando los eche de menos -prometió Olga, y se marchó.

Era de mañana cuando salió a la calle. Los cálidos rayos del sol proyectaban su luz desde el cielo. Pronto llegaría el otoño, aunque era temprano para la estación, pero las hojas de los árboles estaban ya marchitas. Olga echó a andar pegada a las casas de aquella ciudad grande y ajena. Miraba sin ganas todos los lugares y las cosas desconocidas, porque en ese momento sentía congoja por su tía. Esa congoja no se transformó en un sentimiento de agravio ni de rencor, sino de indiferencia; no le interesaba nada de lo que veía, como si toda aquella vida que tenía ante sí se hubiera apagado de repente. Avanzaba junto a otros transeúntes y olvidaba de inmediato lo que acababa de ver. Unos anuncios y carteles colgaban en un edificio amarillo, y había gente frente a él, leyéndolos. Olga también se puso a leer lo que decían. Eran anuncios sobre los lugares en que necesitaban obreros y las tarifas salariales según su clasificación en siete categorías. Otro anunciaba que la universidad abría la matrícula y ofrecía manutención y residencia. Olga se dirigió a la universidad. Quería vivir en una residencia y estudiar, pues había estudiado ya cuatro inviernos en la escuela mientras vivían sus padres.

No encontró a nadie en la secretaría de la universidad. Todos se habían ido al comedor. Sentado en su silla, un viejo bedel comía tiuria de su jarro de hojalata y sacaba con los dedos las migajas de pan mojado. El viejo explicó a Olga que no la admitirían en la universidad debido a su juventud e inmadurez, que tendría primero que estudiar duro en una escuela de menos nivel.

-Pero ¡quiero vivir en la residencia! -exclamó Olga.

-¡Muy bien! -contestó el viejo-. Vive con tu familia. Será más agradable.

-Abuelo, dame un poco de tiuria -pidió Olga-. Te queda poca. De todas maneras no te vas a llenar y, además, ya te has comido todos los pedacitos de pan.

El viejo le dio el jarro a la huérfana.

-Come -dijo-. Todavía eres pequeña. A lo mejor te alcanza. ¿Y dónde está tu familia?

Olga empezó a comer y contestó:

-No tengo familia. Me las apaño sola.

-¡Qué independiente! -exclamó el viejo-. ¿Y por qué te comes mi tiuria? Podrías alimentarte por ti misma, vivir en un limpio rincón…

Olga devolvió el jarro al viejo:

-Acaba de comértelo tú mismo, todavía queda… ¡Nadie me quiere!

IV

Al regresar del comedor, los empleados de la secretaría se interesaron por el caso de Olga. El responsable escribió una nota a los cursos preparatorios para personal ferroviario subalterno solicitando la admisión de la huérfana, de origen obrero, en esos cursos, y pidiendo que le garantizaran todo lo necesario para vivir. Por la tarde, el viejo bedel acompañó a Olga hasta el lugar indicado y el encargado de los cursos le asignó provisionalmente a Olga un lugar en la residencia, su cama y su armario junto a otra cama igual, en una pequeña habitación pintada de blanco. A lo largo del corredor había otras habitaciones en las que vivían más estudiantes. El propio administrador indicó a la niña que al día siguiente por la mañana, cuando llegara el director de los cursos, se presentara para formalizar su ingreso y rellenar los papeles correspondientes.

Olga tardó varios días en habituarse a las demás muchachas de la residencia y a su nueva vida, pero luego comprendió que se sentía bien allí. Estudiaba por las mañanas y por las tardes en la clase preparatoria que formaba parte de los cursos. Al mediodía tenían un receso para almorzar y reposar. Enterado de la difícil situación de Olga y de que le era imposible pagar su comida, el director ordenó que se le entregara el dinero de la manutención a la nueva alumna con quince días de anticipación, así como zapatos, ropa de cama, hilo, dos pares de medias, un abrigo y todo lo que estipulaban las normas.

La tristeza y la sensación de ansiedad ante la vida que habían despertado en Olga la muerte de sus padres, la noche pasada con su tía y el sentimiento de que todo el mundo podía prescindir de ella, que nadie la necesitaba, desaparecieron entonces de su mente. Olga sentía que la apreciaban, que la querían, porque le daban ropa, dinero y comida, como si sus padres hubieran resucitado y ella hubiera vuelto al hogar paterno. Eso significaba que todo el mundo, todo el poder soviético, la consideraba necesaria, que estaría peor sin ella.

Y Olga estudiaba con gran aplicación y esmero, embargada por una sensación de dicha y sosiego en su corazón, que solo por momentos se veía nublado por el recuerdo de la inconsolable pérdida de sus padres. En esos momentos, la niña sentía la necesidad de que alguien la quisiera, alguna persona en particular, alguien como su padre o su madre, y no todo el mundo, toda esa gente que ahora la alimentaba y la educaba, pero a la cual ella no conocía bien.

Al despertar en las noches, Olga olvidaba que dormía en la residencia estudiantil; le parecía que a su lado, en la oscuridad, dormían sus padres en la vieja cama, que oía el silbato de la locomotora de maniobras y a lo lejos ladraban los perros que custodiaban los bienes de sus amos en las oscuras perreras de los patios. Pero sus ojos iban acostumbrándose poco a poco a la oscuridad y la niña distinguía a su amiga y compañera de cuarto, Liza, de quince años, que dormía. Su amiga siempre dormía serena, con respiración tenue y quieta toda ella. Quizás veía en sueños lo que esperaba encontrar en su vida de adulta: un porvenir dichoso. Más allá de las gruesas paredes del gran edificio se podía oír el incesante rumor de la ciudad, que siempre parecía alejarse, pero siempre reaparecía por la gente que trabajaba y se desplazaba durante toda la noche.

En el aula, Olga se sentaba junto a su amiga. Liza era también huérfana, pero solo de padre, que había muerto en la guerra contra el imperialismo. Su madre, una mujer todavía joven, se había casado con el administrador de un comedor y se había despreocupado de su hija para entregarse a una vida de bullicio y placeres, y también a algún tipo de actividad social, pero Liza conoció a otras personas que pasaron a ser sus seres cercanos. Al perder a su madre, encontró amigas en la residencia, supo quién era Lenin y qué era la revolución, de modo que la tristeza de ser huérfana y estar desamparada dejó de oprimir su corazón, hasta entonces marcado por la necesidad y la desdicha, ya que solo había conocido la vida como el imperativo de soportar hambre y tristeza al lado de su madre, en la soledad de su habitación, al pie del horno ruso donde dormían y rara vez cocinaban, cuando conseguían mijo y astillas para encender el fuego. Luego la madre se marchó con su nuevo marido y dejó de llevarle comida a su hija.

Las amigas, la residencia, el estudio de las ciencias, los círculos de actividades, la comida lista siempre en el comedor, nada era semejante a vivir en casa con el permanente sobresalto de conseguir comida, todo aquello que en el pasado agobiaba su corazón de niña.

Al principio Olga no entendía por qué la alimentaban allí y le permitían vivir limpia y abrigada, por qué no le exigían trabajar además de estudiar y solo debía pensar, estudiar, escuchar el acordeón por las tardes en el club y leer libros que describían todas las cosas de la vida. Y Olga temía que la echaran de la escuela y de la residencia, porque no existía de momento ninguna razón para que la quisieran, la alimentaran y, confiados, gastaran en ella riquezas que pertenecían al pueblo. Aunque no temía las estrecheces ni vivir en sitios poco acogedores, temía verse privada de la vida alegre y feliz de la residencia, perder aquel sentimiento de libertad y la consciencia de su propia dignidad, que había adquirido a través de los libros y gracias a sus maestros; ya no deseaba vivir como antes, conteniendo las ansias de su corazón y abrumada; quería experimentar todo lo que en el pasado no había conocido.

En la velada por el aniversario de la Revolución de Octubre, por primera vez en su vida, Olga escuchó tocar el piano; lo habían llevado del Palacio de los Trabajadores, y la niña lloró de felicidad al sentir que la vida no es solo tedio y rutina, sino que puede ser espléndida, como lo que presienten en lo más profundo de su ser los niños y los jóvenes. Liza estaba sentada a la mesa junto a ella y Olga le preguntó:

-Liza, ¿y si nos echan de aquí? ¡Es que no tengo casa! ¿Quién hace todo esto por nosotros?

-¡Lenin! -contestó Liza-. Él no permitirá que nos toquen.

-¿Y por qué? -Olga mostró su asombro.

-¿Por qué…? Pues porque él también nos quiere. Somos las personas del futuro. Nosotros seremos el comunismo… Sin nosotros todos lo pasarían mal.

Olga quedó pensativa. No había entendido a Liza.

-¿Y cómo será eso, el comunismo? ¡Porque habrá que esforzarse!

-¡Lenin sabe cómo va a ser todo! -respondió Liza sin pensarlo mucho.

Olga miró el retrato de Lenin. «Es viejo ya -pensó-, como mi padre. Y nosotros comemos mucho pan y gastamos rápido la ropa. Ayer trajeron cinco cargamentos de leña para los cursos. Tenemos que estudiar más de prisa y crecer, para trabajar también nosotros.» Era de estatura pequeña y de frágil constitución. «No vaya a ser que me muera -se preocupó-. No hace mucho la gente moría de tifus y gripe. No sea que Lenin gaste hasta el último kopek, y nosotros nos muramos de alguna enfermedad sin llegar a hacer nada y sin siquiera llegar a verlo.»

Esa noche, con la manta hasta la cabeza, Olga pensó en su vida y en el mundo que la rodeaba. Imaginó a Lenin como a un padre vivo, su padre principal, el de todos los pobres y la gente buena. Esto la hizo sentirse radiante y segura en su felicidad, como si la neblinosa tierra brillara limpia ante ella y ya no experimentara más aquel mezquino temor a quedarse sin comida y sin cobijo. Porque ¿iba acaso Lenin a lastimarla, a dejarla sola otra vez sin esperanza y sin familia…? A Olga le gustaba que hubiera orden en la vida, que todo tuviera su lugar y fuera comprensible. Así le era más fácil imaginársela y sentirse dichosa en la vida.

V

En el comedor solían dar una ración adicional a los alumnos más débiles y delgados si estos la pedían: un segundo plato de sopa o de papilla. Al principio, Olga también pedía con frecuencia ese suplemento «para hartarse», pero ahora dejó de pedirlo y observaba molesta a Liza, que siempre comía una ración doble del segundo plato. Olga sentía pena porque aquella comida pertenecía a todo el pueblo. Quería que quedara más para los guardias rojos y los obreros, para todos los que ahora eran más necesarios que ella.

Pero al cabo de varios meses, hacia la primavera, dejaron de suministrar víveres al comedor y tardaron en entregar las manutenciones. Más tarde se supo que los culpables habían sido unos oficiales blancos empleados en el comité estatal de víveres y en el departamento de finanzas, y también diecinueve personas que los habían colocado allí al servicio del poder soviético. Liza, tras pasar apenas dos días sin comer, estalló en llanto, pero Olga no siguió su ejemplo. Por la mañana subió al tercer piso del edificio, donde vivían algunos inquilinos independientes, y buscó trabajo doméstico entre las amas de casa. Ese día no fue a clase. Sin embargo, para ahorrar, las mujeres se las arreglaban solas en todas las casas, y únicamente la de un apartamento, una mujer muy gorda llamada Polina Eduárdovna, le encomendó fregar el suelo, porque ella no podía inclinarse debido a su extrema gordura. Olga recibió por su trabajo una libra de pan, dos terrones de azúcar y algo de dinero.

De vuelta a la residencia, Olga esperó a Liza hasta el final de la sesión diurna y compartió con ella el pan y el azúcar. Liza comió su parte, pero se quedó insatisfecha y el hambre la hizo afligirse de nuevo.

-Dime, ¿qué has hecho hoy en clase? -le preguntó Olga.

-¡La clase de hoy no ha sido interesante! -le contestó Liza.

Olga frunció el ceño.

-Mientras no nos den la manutención, estudiarás por las dos -dijo-. Te conseguiré comida y por la noche copiaré los apuntes…

Liza preguntó:

-¿Qué vas a hacer?

-Fregaré suelos, cuidaré niños; en todas partes hay mucho que hacer -dijo Olga con tristeza-. Tú estudia, que yo te conseguiré de comer.

-No se me quita el hambre -dijo Liza-. No me he llenado con el pan y el azúcar que has traído.

-Te traeré un poco más de pan -prometió Olga, y salió.

Fue a casa de su tía, pero como temía presentarse ante ella, decidió sentarse en la calle, sobre los raíles, frente a la ventana de Tatiana Vasílievna. Los viejos raíles sin dueño seguían en el mismo lugar, y Olga los acarició como a viejos conocidos. Permaneció sentada largo rato y vio cómo la tía la miraba en dos ocasiones a través de la ventana, pero eso le hizo aún más difícil acercarse a la casa de sus parientes, pese a que estaba ya helada de frío.

Al anochecer Tatiana Vasílievna salió y llamó a su sobrina:

-Bueno, ven, ¡qué es eso de estar ahí sentada…! Ven y come un poco de kulesh…

Olga entró en la vivienda y comió el kulesh que la tía le sirvió en un jarro de hojalata. Arkadi Mijáilovich no estaba, pero Tatiana Vasílievna tenía prisa en que Olga terminara de comer, porque se disponía a salir. Con la premura, olvidó darle a la huérfana un pedazo de pan, que era lo que había llevado a Olga allí. Una vez que la sobrina se hubo comido el kulesh sin pan, Tatiana Vasílievna dijo de pronto:

-No te vayas todavía, es temprano. -Y se pasó de repente el delantal por los ojos, en los que, sin embargo, casi no había lágrimas.

A continuación la tía contó a Olga que tenía que ir a la estación porque su esposo, Arkadi Mijáilovich, siempre que hacía el cambio de turno, se aseaba allí mismo, en la locomotora, y se iba al comedor, donde tenía un romance, a su edad, con una de las camareras, Mátuska Vijrevaya. Ella se disponía a ir hasta allá a poner en claro ese asunto de la amante…

-Tía -le dijo Olga-, dame un trozo de pan, pero que no sea muy pequeño.

La tía miró en silencio a la huérfana y siguió pensativa por algún tiempo.

-Bueno, tómalo -articuló irritada al pensar que su vida se venía abajo-. Da lo mismo. Ya nada tiene sentido… ¡Pobre de mí!

Tatiana Vasílievna rompió en llanto y empezó a lamentarse de su suerte, de su marido y de su desolado hogar. Olga abrió la alacena en la que guardaban los víveres y ella misma cogió una hogaza de pan. La tía la vio hacer sin decir nada y solo cuando Olga cortó la hogaza en dos partes iguales y se quedó con la mitad, Tatiana Vasílievna soltó un alarido y empezó a llorar aún con más fuerza.

-¡Se acabó mi vida! -dijo en voz queda-. ¡Ya no tengo a quién dar de comer, a quién cuidar ni esperar en mi hogar!

Olga prometió volver pronto a visitarla y se despidió: debía darse prisa.

-¡Ven tú a verme, aunque sea! -le rogó Tatiana Vasílievna-. Ya ves en qué estado me encuentro. Me siento completamente destruida.

Olga encontró a Liza en la residencia. Había regresado de la sesión vespertina sin esperar a que terminase la última clase. Le dio el pan diciéndole que se lo comiera y ella se puso a estudiar los apuntes de ese día, para no retrasarse. Liza masticaba el pan y le contaba a su amiga el tema de las clases, pero las había asimilado mal y no podía explicar qué era una fracción periódica.

-Debes esforzarte -le dijo Olga-. ¿Por qué te has marchado antes de que acabara la clase? Y cuando te quedas, ¿en qué piensas? ¡Ay, pobrecita!

-¡Qué te importa! -Liza se enfadó-. ¿Qué comeremos mañana? -y lanzó un suspiro.

-Mañana será igual que hoy -contestó Olga-. Conseguiré pan. No necesito que me digas que somos la gente del futuro si te mueres por cualquier cosa y ni recuerdas lo que son las fracciones periódicas… Así era la gente de antes, los burgueses: suspiraban, y tenían miedo, y vivían cuarenta o cincuenta años… Nosotros debemos conservarnos íntegros, ¡porque Lenin nos quiere!

Liza dejó de comer pan y dijo:

-No volveré a hacerlo. Estudiemos las lecciones juntas. Lo que pasa es que me dolía el estómago, quería comer.

-Pero ¿es que solo eres barriga o qué? -dijo Olga enojada-. ¡Tienes que tener algo de consciencia también!

Las amigas se sentaron a la mesa a estudiar las lecciones y la luz alumbró largo tiempo sus cabezas ensimismadas, inclinadas sobre el cuaderno, en las que ahora prevalecía el raciocinio humano nutrido con la sangre que viene del corazón. Pero pronto se adormecieron, despertaron con un sobresalto instantáneo, sonrieron y se acostaron en sus camas a dormir el apacible sueño de la infancia.

A la mañana siguiente, Olga se marchó a trabajar de nuevo, a buscar comida para ella y para Liza, que ahora estudiaba por las dos.

Como no había otro trabajo doméstico disponible, Olga se colocó de niñera en la casa de un hombre que había perdido muy pronto a su esposa. El niño tenía apenas año y medio, se llamaba Yushka, y Olga debía cuidarlo durante nueve o diez horas diarias, hasta que al anochecer el padre del niño regresara de la fábrica. Olga recibiría como pago comida y un salario según la tarifa establecida para los trabajadores por el comité.

Olga se encariñó con Yushka. El niño era de cabeza grande, pelo oscuro y translúcido, ojos grises que contemplaban con mirada atenta y bondadosa todo lo que había y sucedía a su alrededor. No acostumbraba a llorar y toleraba sin irritarse ni enfadarse sus fracasos infantiles. A Olga le gustó una peculiaridad del niño: cuando cogía algo que ella le hubiera dado, se lo devolvía, pero añadiendo alguna otra cosa que tuviera a mano, ya fuera en la cama o cuando estaba en el suelo, donde jugaba y gateaba. Si Olga le daba el viejo sonajero, el niño reaccionaba regalándole el barrilito de madera con que había estado jugando, y trataba además de darle el chupete o cualquier otra cosa. Cuando Olga le daba la papilla, el niño la aceptaba solo si su niñera comía también: una cucharada para ella, otra para él, y así se alternaban; de lo contrario, el niño rechazaba la comida. Como quizás no había olvidado aún a su madre, pensaría que Olga era su mamá, que había regresado para darle su cariño de nuevo, y Yushka palpaba con sus manos el pecho de la niñera y la miraba implorante. Olga le retiraba las manitas, intentaba desacostumbrarlo, pero Yushka no la obedecía y se apretaba a su pecho buscando la añorada leche materna. Una vez Olga no pudo resistirse ante las súplicas del niño y le dio uno de sus pechos, aunque le costó mucho trabajo, porque tenía aún pechos muy pequeños, incipientes. Pero Yushka, aunque no sacaba alimento alguno, chupaba ávidamente el pezón con su boquita y luego pareció satisfecho, como si se hubiera saciado. El niño se aferró a la mano de Olga y muy pronto se durmió, embargado por una olvidada sensación de felicidad, ahora recuperada. Por el momento, el pequeño no tenía con qué compensar a su niñera por la dicha que le proporcionaba.

Olga estuvo exactamente un mes trabajando de niñera; todos los días llevaba su ración a Liza, pero ya no fue necesario seguir trabajando: pagaron a los alumnos las manutenciones atrasadas y se reanudó el envío de víveres. Pero Olga ya no podía dejar a Yushka solo, desamparado. Iba a verlo casi a diario durante el receso del almuerzo, entre las dos sesiones de clases, o por las tardes, una vez finalizada la jornada.

Yushka tenía ya otra niñera, una mujer mayor, pero el niño prefería a Olga y siempre trataba de estar con ella y tanteaba su pecho. A escondidas, cuando la otra niñera hurgaba en algún rincón buscando algo, Olga le daba al niño su pecho seco de adolescente.

El padre de Yushka, un mecánico de motores diesel, de treinta años, miraba en silencio a Olga cuando acariciaba y mimaba al niño en su presencia. « ¡Lástima! -murmuraba-. ¡Qué lástima, qué lástima!» Lamentaba que Olga nunca pudiera llegar a ser la madre adoptiva de su hijo. Les daba la espalda a ambos para mirar a través de la ventana y ver cómo el cristal se nublaba por las lágrimas que brotaban de sus ojos.

A Olga no le gustó la vieja niñera y solo le confiaba el niño tras vacilar mucho. Buscó una guardería y convenció al padre de que lo llevara allí. En un primer momento el padre dudó. No creía que las niñeras estatales, que cobraban un salario, pudieran reemplazar a una madre, pero Olga le objetó diciendo que ella también era una niñera estatal, soviética, que también cobraba un salario de acuerdo con una tarifa. El padre lo pensó y aceptó llevar a Yushka a la guardería.

VI

Tres años después, cuando terminaron sus estudios, Olga y Liza fueron enviadas a hacer sus prácticas en el ferrocarril. Antes de partir, Olga fue a despedirse de Yushka y lloró. El niño, que había crecido mucho, se había acostumbrado a llamarla mamá; la abrazó y se mantuvo largo rato apretado a ella hasta que llegó el momento de separarse.

En aquel entonces Olga había cumplido diecisiete años y Liza dieciocho. Como eran amigas, las enviaron al mismo lugar, para que no se echaran de menos y trabajaran mejor.

Las destinaron a la pequeña estación de Serga, no muy distante de la ciudad en la que habían estudiado. Trabajarían en la oficina, en la sección de las básculas, como empleadas de guardia en la estación e incluso conduciendo locomotoras de maniobras.

Corría el verano. La estación no tenía cerca ningún caserío, y por eso el jefe de la estación alojó a las alumnas en un vagón de carga adaptado para transportar tropas, que estaba estacionado en una apartada vía muerta.

Al principio, las amigas quisieron pasar la práctica en la locomotora, a lo que accedió el jefe de la estación. Durante las largas jornadas del verano trabajaron en la vieja locomotora de vapor de la serie O-v. El maquinista, un hombre de edad madura, estaba de vacaciones, y lo reemplazaba su ayudante, Iván Podmetko, un joven taciturno, de unos treinta y tantos. Olga y Liza eran sus ayudantes, y Podmetko comenzó a adiestrar a las muchachas según su propio método, es decir, saber qué no debía hacerse con la máquina.

-Miren -les decía-, ahora la locomotora no se me moverá lo más mínimo, y eso que le abriré el vapor.

Entonces giraba el regulador, pero la máquina no se movía.

Olga y Liza debían descubrir por qué no sucedía nada.

-¡Has abierto muy poco! ¡Cierra el retroceso! -caía en la cuenta Olga.

-Bien, correcto… -asentía Podmetko con picardía-. Y si ahora lanzo la máquina hacia delante, la acelero y luego disparo el retroceso hacia atrás, dejando el regulador abierto del todo -las emplazaba Podmetko-, ¿qué pasará entonces?

-Si no abres las válvulas de purga, reventarán las tapas de los cilindros, o se doblará el eje del émbolo, o se partirán los volantes -le respondió Olga.

-Cualquier tonto lo entendería -convino Podmetko-. ¿Y saben encender la caldera? Les enseñaré… Bueno, eso luego, ahora márchense y laven toda la máquina para que brille. Luego lávense también ustedes. No pueden estar en la locomotora tiznadas como carbones. La suciedad significa fricción adicional y averías fatales… ¡Mírenme a mí y razonen!

Tras tres meses bregando en la locomotora, Liza pasó a trabajar en la oficina con el jefe de la estación para estudiar el arte de la circulación de los trenes según el gráfico; en tanto, Olga fue asignada al muelle de mercancías, de ayudante en la báscula. Quería aprender a la perfección todo lo relacionado con las operaciones de carga, el quehacer fundamental de los ferrocarriles.

A finales de agosto concluyeron las prácticas de las dos alumnas. Debían ahora regresar a sus clases, pasar un examen y ser enviadas a un puesto de trabajo permanente. Era poco probable que las ubicaran juntas, por lo que deberían separarse. Pasaban los atardeceres sentadas en su vagón, descolgando las piernas y conversando sobre la grandiosa vida que les deparaba el futuro. Ante ellas se extendía la estepa, desconcertante, fría por las noches, grande y triste, pero noble y seductora como el porvenir que aguarda a la juventud. Presentimientos y fantasías hacían latir sus corazones, y las amigas se abrazaban, rebosantes de fe.

Una mañana, poco antes de abandonar para siempre la estación de Serga, Olga se despertó al amanecer. Liza dormía a su lado profundamente, cubierta hasta la cabeza con la manta gris de los ferroviarios que había cogido de un vagón dormitorio. El vagón en el que vivían estaba como de costumbre tibio y en silencio. Durante el largo verano, las chicas habían tenido tiempo de hacerlo habitable. Pero esa vivienda resguardada de la claridad, apacible, comenzó a llenarse del pitido distante de una locomotora que se arremolinaba bajo el efecto de la velocidad y del viento, y que indicaba alarma. Olga comprendió por qué la había despertado: la locomotora, seguramente, había estado aullando desde antes, mientras todavía dormía. Se levantó de un salto y llamó a Liza: « ¡Levántate…! ¡A ese tren le han fallado los frenos!».

Olga cogió rápidamente su ropa y se vistió. La locomotora volvió a sonar mientras se aproximaba de muy lejos. Olga escuchó el lenguaje de la máquina: «No -se quedó pensativa-. Lo que dice es que el tren se ha soltado».

Abrió la puerta de un empujón, saltó del vagón y corrió hacia la estación. No tenía tiempo para esperar a Liza. Mejor que siguiera durmiendo mientras amanecía y no cogiera frío.

Frente al edificio de la estación descansaba una locomotora en la tercera vía; era la única allí y no había nada a su alrededor. Hasta la estepa se encontraba ahora despejada, vacía. Había dos hombres en la locomotora mirando en dirección al tren que se acercaba: el viejo maquinista y su ayudante, Iván Podmetko. Esperaban con la intención de ver qué sucede cuando se suelta un tren de los que no hacían parada allí. Según lo establecido, todos esos trenes, como también los de pasajeros, dejaban atrás la estación de Serga sobre la marcha, sin hacer parada. La única excepción eran los trenes de correo.

La noche anterior, el propio jefe de la estación había estado de guardia. Ahora estaba en pie sobre el andén. Se había quitado la gorra y aguzaba el oído para escuchar las señales del tren que se acercaba rodando cuesta abajo por la larga pendiente.

Olga corrió hacia él:

-¿Lo oyes? ¡Se ha desenganchado una parte del tren!

-Lo oigo -repuso malhumorado el jefe de la estación; luego se puso triste y se irritó de repente, como un hombre viejo, cansado-. ¿Por qué todo esto tiene que suceder cuando estoy de guardia? ¿Es que no puede uno estar tranquilo…?

Olga no le contestó. Miraba en dirección a la catástrofe que se avecinaba; hacia ese mismo lugar miraba el asustado jefe de la estación.

A lo lejos, en línea recta, se divisaba la vía, que ascendía desde la estación remontando una cuesta abrupta y prolongada. Y era por allí, por esa larga pendiente, por donde avanzaba la locomotora a todo vapor, al máximo.

La locomotora dejaba escuchar a intervalos un pitido de alarma, como si quisiera avisar de su desperfecto, pidiendo vía libre.

El jefe de la estación miró atento a Olga.

-Pero ¡si es el tren de tropas! ¡Hay que hacer algo pronto!

Olga le dijo:

-¡Decide tú!

-Espera un momento -repuso el jefe de la estación, alarmado y abrumado-. ¡Tiene que ocurrírseme algo!

-Tardas mucho -replicó Olga-. Pero no importa. Ya sé yo.

Bajó de la plataforma, atravesó corriendo las vías, llegó hasta la locomotora de maniobra y se impulsó hacia arriba agarrándose del pasamano del estribo que conducía a la cabina. Luego se volvió hacia el jefe de la estación:

-¡Avisa a la próxima estación, dame vía libre! -Y se subió de un salto a la locomotora que dormitaba en silencio.

El semáforo de salida de la estación estaba apagado. El jefe de la estación miró en esa dirección y desapareció de la plataforma de la terminal.

-¡Sifón! -ordenó de inmediato Olga al entrar en la locomotora-. ¿Qué haces ahí sentado, mirando?

Iván Podmetko giró sin decir nada el grifo del sifón, abrió la puerta de la caldera y empezó a arrojar carbón a paletadas llenas. Las llamas no bastaban para que el tiro succionara al exterior, hacia la atmósfera, y se debatían formando lengüetas rojinegras que saltaban hasta la cabina de la locomotora a través de la puerta abierta de la caldera.

-¿Vienes conmigo? -preguntó Olga al viejo maquinista de la locomotora, que se mantenía tras ella.

El maquinista no contestó enseguida. Pensó un poco, se mesó la espesa barba y articuló con trabajo:

-La pendiente es grande, nos estrellaremos… Porque del otro lado de Serga sigue el declive hacia el Volga; solo aquí, en la estación, hay una superficie llana, pero no es muy larga. Y yo tengo mucha familia…

El jefe de la estación encendió el semáforo de salida. La locomotora del tren militar sonó muy cerca. Olga se dirigió al mecánico:

-Bueno, debo irme, así que baja, ¡ve a cuidar a tus niños!

Podmetko seguía alimentando a toda velocidad la cámara de combustión.

-¿Y tú? -le preguntó Olga.

-Me quedo -respondió Podmetko-. ¡Adelante! ¡Yo no tengo hijos!

El jefe de estación salió al andén de la terminal. Había desplegado el banderín amarillo, cuyo significado era: «Transitar con cuidado de acuerdo con las circunstancias». Mientras, el pesado tren chirriaba ya desplazándose sobre sus ruedas de hierro y la locomotora volvió a pitar avisando de la catástrofe.

El maquinista bajó a tierra sin decir palabra y se encaminó despacio a lo largo de la vía, como quien va a hacer algo cotidiano relativo al mantenimiento de la máquina.

El tren que se acercaba impedía a Olga divisar al jefe de la estación. Primero pasó rauda la locomotora. Tras ella pasaron rechinando con estrépito, al compás de la afinada oscilación de sus muelles, varios vagones con las puertas abiertas de par en par. « ¿Dónde estará Liza? -se preguntó Olga-. ¿Será posible que esté durmiendo y no oiga nada?» A través de las puertas abiertas de los vagones pudieron ver, por un instante, a los guardias rojos, que con el vigor de sus jóvenes brazos retenían a los caballos espantados por la velocidad y el vaivén de los vagones. Sus coces rompían las paredes de los vagones, de modo que podían verse las tablas de que estaban hechos.

Pasó la locomotora con los vagones y en el andén quedó un bastón piloto arrojado desde la locomotora. El jefe de estación lo levantó y sacó de su interior una nota que decía: «Se han desenganchado veinte o treinta vagones. Estoy alejándome de la cola. Deme vía y avise más adelante. Mecánico A. Blaguij».

El jefe de estación corrió con la nota, atravesó las vías y se la entregó a Olga.

Olga cogió la nota, la leyó y miró hacia el lado de donde había llegado la locomotora arrastrando los vagones delanteros.

Allá, en el horizonte, a toda marcha, avanzaba la cola del tren, que aumentaba de tamaño con rapidez. En ese momento solo se divisaba la parte frontal de un vagón, una pared cerrada, ciega, que crecía ante sus ojos a toda velocidad.

Al no hallar en su cuerpo un lugar en el que guardar la nota del jefe de estación, Olga se la puso en los labios, dio varias vueltas a la rueda del cambio para marchar hacia delante y manipuló el regulador para abrir el vapor. La locomotora echó a andar.

Olga accionó la palanca del regulador y luego la llevó en sentido contrario, la balanceó y la llevó al máximo. La locomotora avanzó con rapidez, resoplando. El vapor comenzó a golpear la tubería a ritmo acelerado.

La locomotora de maniobra ya había abandonado la estación, pero el jefe, por si acaso, levantó la señal de parada -el disco rojo -y la palma de la mano libre en dirección al tren. Con el ímpetu y la música de la velocidad sin ataduras apareció ante él la cola del tren, formada por unos veinte o treinta vagones, la mayoría de los cuales eran plataformas descubiertas. Sobre las plataformas había armamento ligero, cocinas y diversas vituallas para las tropas cubiertas con lonas. Los guardias rojos permanecían serenos sentados sobre aquellas plataformas y entonaban sus canciones. Solo el jefe, apoyado en el puntal de un vagón-freno, miraba adelante en silencio, mientras los frenos de ese vagón, como advirtió por casualidad el jefe de estación, estaban accionados al tope. Pero un vagón no puede detener un tren que se precipita por una pendiente.

El jefe de estación se marchó en el acto hacia el local de la guardia a fin de comunicar el inminente evento al departamento de los servicios de explotación.

La locomotora conducida por Olga se sacudía con fuerza debido a la velocidad, pero su valor no disminuía. De cuando en cuando echaba un vistazo al indicador del nivel de agua, al manómetro, y también miraba hacia atrás, por donde le daba alcance el tren fuera de control, que se precipitaba cuesta abajo sin que nada lo detuviera. Iván Podmetko no cesaba de alimentar con carbón el hogar para mantener una buena presión en la caldera y poder así avanzar. Pero al volver la vista atrás, empezaba a dudar: la cola desprendida del tren les daba alcance con rapidez.

-No podremos parar el tren. Nos vamos a hacer añicos -dijo-. Vamos a morir.

-¡Salta! -le aconsejó Olga.

-¿Y tú? -preguntó Podmetko.

-Me quedaré sola -respondió Olga.

Podmetko abrió la puerta de la caja de fuego y volvió a echar paletadas de carbón.

-Me quedo contigo -dijo-. Lo lograremos.

La locomotora de Olga iba ya a máxima velocidad. Las bielas de las ruedas casi no se veían de lo rápido que se movían. Olga era la única que podía ver ahora la posición de su locomotora: el tren fuera de control avanzaba más rápido que la locomotora y ya casi estaba a punto de chocar con ella.

-¡Iván! -gritó-. ¡Aviva pronto el fuego en la caja! Estás asfixiando la llama con el carbón, ¿no te das cuenta o qué?

Podmetko cogió el atizador y lo introdujo en las llamas enfurecidas. Pero cada vez se reducía más la distancia entre la locomotora y el tren.

«¿Será posible? -pensaba Olga-. ¿Será posible que vaya a morir ahora? ¡No puede ser!»

De repente oyó la canción que entonaban los guardias rojos sobre las plataformas descubiertas del tren enloquecido. «No voy a morir», pensó con determinación. Sacó la cabeza bien afuera de la ventanilla de la locomotora y comprendió que ahora vendría lo difícil: los vagones golpearían la ligera locomotora que ella conducía y la descarrilarían talud abajo.

Se volvió hacia Iván Podmetko:

-¡Salta! ¡Vamos a estrellarnos!

Iván lo pensó un segundo:

-¡Purgaré los cilindros! ¡Así iremos más ligeros! -Y tiró de la barra del grifo de purga de los cilindros. Luego se aferró al pasamanos del estribo y desapareció: seguramente había saltado hacia la arena de la capa de lastre para salvar su vida.

Olga notó que Podmetko se había marchado y susurró un «dios mío», como suspiraba en tiempos su difunta madre. Luego no tuvo tiempo de pensar en nada más. Sintió el golpe contra la máquina y la locomotora saltó hacia delante como dotada de vida y consciencia. Olga volvió la cabeza para mirar hacia atrás a través de la ventana ¿Qué habría sucedido?

En ese mismo instante percibió el segundo golpe, demoledor, sordo. « ¡Ay, pobre de mí! -se dijo asustada-. ¡Ya no volveré a cantar jamás!» Olga cerró el regulador, echo arena bajo las ruedas, colocó el cambio de marchas hacia atrás, accionó el regulador de nuevo para abrir el vapor al máximo y llevó el robinete de freno a su abertura máxima. Por un instante la máquina quedó inmóvil, como clavada; enseguida Olga soltó el freno de aire y luego ella misma, uniendo su cuerpo al de la máquina, se proyectó marcha atrás contra el tren que la había golpeado. Pero la inercia de los vagones traseros, que presionaban, no se había extinguido aún, y fueron ellos los que con la fuerza del impulso incrustaron el ténder de la locomotora en la cabina donde se hallaba la solitaria maquinista. Olga comprendió lo sucedido e hizo un ovillo: «Ha sido el marido de mi tía, ese canalla de Blaguij, Arkadi Mijáilovich. ¡Él ha sido el que ha roto el tren! Tenía la nota en la boca. ¿Dónde la habré perdido? ¿Dónde estará Liza? No puede ser que siga durmiendo».

Olga quedó comprimida dentro de la máquina. Sentía que le faltaba el aire. Sentía que una fuerza extraña la oprimía toda, junto con la ropa, sin dejar nada, contra el cuerpo de hierro de la ardiente caldera, haciendo que estallara el pecho que alguna vez chupara Yushka.

La locomotora de maniobra ni siquiera se descarriló. Solo el ténder se incrustó en la máquina, en la caldera, pero el tren se salvó, salvo los dispositivos de enganche de uno de los vagones delanteros, el que se había proyectado contra la locomotora. Ahora todo el tren estaba detenido en calma sobre el terraplén, en medio de los campos despejados bajo la luz del sol de la mañana. Primero bajaron los guardias rojos y su jefe. Caminaron por la hierba y se acercaron a la locomotora. Allí estaba acostada, dormida o muerta, una desconocida. El jefe y su ayudante levantaron el techo de la cabina de la locomotora, libraron el cuerpo de la mujer y los guardias rojos la bajaron en brazos.

Acto seguido el jefe se apartó a un lado y dijo en voz alta: « ¡Cuatro se quedan aquí! El resto, corran de vuelta a la estación. Los primeros cuatro llevan a la herida, luego la pasan a otros cuatro y ellos a su vez a los que les siguen. ¡Es todo!».

En media hora Olga fue transportada en brazos de los guardias rojos hasta la estación de Serga. También llegó acompañándola, el jefe del convoy, que la había escoltado todo el camino. Contactó por telégrafo con el mando de la circunscripción militar e informó de lo sucedido: la maquinista presentaba heridas en la cabeza y en el pecho; los guardias rojos habían resultado ilesos, y las vituallas no habían sufrido daño. En caso de que el tren fuera de control hubiera seguido aumentando su velocidad, se habría descarrilado inexorablemente en la curva antes del puente del Volga o sobre el propio puente, o bien destrozado en la estación situada al otro lado del río, pasado el puente. Desde la circunscripción militar le informaron de que enviaban un vehículo del servicio de sanidad, una ambulancia, con dos médicos y todos los medios para prestar asistencia. La ambulancia se dirigiría en línea recta por la carretera y llegaría a la estación antes que una locomotora rápida.

El jefe se inclinó sobre Olga, que estaba acostada sobre un diván en el cuarto del telégrafo.

-¿A quién quieres ver? Lo llamaremos enseguida. ¿Algunos familiares o amigos, quizás?

-A Yushka -dijo Olga-. No necesito nada… Lo único que quiero es que todo el mundo viva por mí.

-De acuerdo -accedió el jefe, e indicó al telegrafista que se preparara para transmitir-. ¿Y quién es Yushka?

-Un niño -murmuró Olga.

Al militar le asombró la juventud de la madre, pero nada dijo.

Olga necesitó mucho tiempo y paciencia, pero se recuperó y volvió a vivir. Y todavía vive.

FIN


1937


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