Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Al dios desconocido

[Cuento - Texto completo.]

Alberto Moravia

Durante aquel invierno me encontraba a menudo con Marta, una enfermera que conocí algunos meses antes en el hospital donde me había internado a causa de ciertas misteriosas fiebres, contraídas probablemente en África durante un viaje que hice a los trópicos en carácter de enviado especial.

Pequeña, menuda, con gran cabeza de tupido cabello castaño rojizo, crespo y fino, dividido por una raya al medio, Marta tenía una redonda cara de niña. Pero una niña; se hubiera dicho, pálida y ajada por una madurez precoz. En la expresión absorta y preocupada de los grandes ojos oscuros, en el temblor que con frecuencia afloraba a las comisuras de los labios, la idea de infancia se mezclaba curiosamente con la de sufrimiento o, directamente, de martirio. Ultima particularidad: tenía una voz un poco ronca, hablaba con acento tosco, dialectal.

Pero Marta no me habría inspirado una curiosidad de algún modo sentimental si durante mi enfermedad no hubiese tenido conmigo una conducta, puede decirse, un poco insólita en el plano profesional. Dicho simplemente, Marta me acariciaba cada vez que me hacía la cama, o me arreglaba las cobijas, o tenía algo que ver con mi cuerpo por razón de las necesidades naturales. Eran caricias furtivas y brevísimas, siempre en la ingle, como robadas al secreto que las tornaba pasajeras y presurosas. Pero eran también caricias en cierta manera impersonales, es decir, se sentía que no me concernían a mí, sino a esa parte precisa de mi cuerpo y a ninguna otra.

Nunca había recibido ni siquiera un beso de Marta; y todo el tiempo supe que eso lo hubiera hecho con cualquier otro enfermo, con tal de que hubiese tenido la ocasión.

Todo lo cual, de cualquier modo, era más bien misterioso. Así, fue más por curiosidad que por deseo de reanudar la relación que, cuando ya me había ido de la clínica, llamé por teléfono a Marta para pedirle una cita. Me la dio inmediatamente, pero con esta singular reserva:

—Muy bien, nos veremos, pero únicamente porque tú me pareces distinto de los otros, me inspiras confianza.

Parecían, esas palabras, patéticos lugares comunes destinados a salvar la dignidad; en cambio, como lo advertí después, eran la verdad.

El lugar de la cita era un café provisto de uno de esos salones que se llaman reservados, en el barrio mismo donde vivía Marta. Ella me lo había indicado, con esta frase cuyo verdadero sentido no capté:

—El reservado siempre está vacío, así nos encontraremos a solas.

Tuve la impresión, lo confieso, de que en la sombra y la soledad del reservado Marta tal vez reanudaría sus extrañas incursiones por mi cuerpo, como en la clínica. Pero apenas me senté frente a ella, en un ángulo de penumbra, cambié de idea. Estaba con la cabeza echada atrás, contra la pared, y me miraba con desconfianza mientras yo le iba explicando que me producía mucho placer verla, que su presencia en la clínica me había ayudado a superar un momento difícil de mi vida. Finalmente sacudió la cabeza y dijo con dureza:

—Si has venido aquí con el fin de empezar de nuevo como en la clínica, dímelo pronto, así no pierdo mi tiempo y me voy.

No pude menos que exclamar, casi con ingenuidad:

—Pero ¿por qué en la clínica sí y aquí no?

Me miró largamente antes de contestar. Después, en tono repugnado, dijo:

—Desgraciadamente, te comportas como todos los demás. Sin embargo, en ti hay algo que me inspira confianza. ¿Por qué aquí no y en la clínica sí? Porque aquí me falta la atmósfera de la clínica. Aquí me parecería hacer una cosa inmunda.

—¿En qué consiste la atmósfera de la clínica?

Con ligera impaciencia, contestó:

—La atmósfera de la clínica, ¿cómo explicarla? Los médicos, las hermanas, el olor de los desinfectantes, los muebles de metal, el silencio, la idea de la enfermedad, de la curación, de la muerte. Pero sin ir demasiado lejos, el hecho de que el enfermo esté en cama y envuelto en cobijas, que impiden hacer ciertas cosas como no sea a través de la sábana, este hecho crea precisamente la atmósfera de la clínica.

—¿La sábana? No comprendo.

—Sin embargo, deberías recordar que esas caricias que tanta impresión te han producido, nunca te las hice en el cuerpo desnudo, sino siempre a través de la sábana.

Ahora parecía más tranquila y hablaba con entera libertad de nuestra relación. Quién sabe por qué, dije:

—De costumbre la sábana sirve también de sudario para los cadáveres.

—No lo veo así. Para mí la sábana es la clínica.

—¿Qué quieres decir?

—Es lo que me recuerda que soy una enfermera, que estoy allí para hacer el bien de los enfermos y no debo sobrepasar ciertos límites, precisamente los de la sábana. En tanto que aquí, en esta salita de café…

—Pero fuiste tú quien me la indicó.

—Sí, porque, está cerca de mi casa. Aquí tú quizá quisieras que te acariciara a través de la bragueta del pantalón, de tus calzoncillos. ¡Qué horror!

Impulsado por no supe qué curiosidad experimental, dije:

—Debes disculparme. El hecho es que estoy un tanto enamorado de ti. Te propongo algo. Ven un día de éstos a mi casa: me acostaré, simularé estar enfermo, estaré envuelto en la sábana.

—Será tu casa, no será la clínica.

Insistí, para ver qué me contestaba:

;—Si quieres, diré que necesito algunos análisis, me internaré de nuevo. Pero con la condición de que, de vez en cuando, o aunque sea un solo momento, vengas a verme al cuarto.

—¿Estás loco? ¿Tanto te intereso?

—Ya te lo dije: estoy algo enamorado de ti. O más bien de tu vicio.

Inmediatamente me rebatió con vivacidad:

—¡Pero yo no soy una viciosa! Me gusta rozar el sexo del enfermo a través de la sábana por un motivo que no tiene nada de vicioso.

—¿Cuál?

—¿Cómo explicártelo? Digamos: para asegurarme con la mano de que, no obstante la enfermedad, allí está siempre la vida, presente, dispuesta…

—¿Dispuesta a qué?

Como hablando sola, dijo:

—No me creerás. Pero mi caricia es como una interrogación. Y apenas siento la respuesta, es decir, siento que la caricia tiene el efecto que yo esperaba, no insisto. Nunca prolongué la caricia hasta el punto de hacer eyacular al enfermo. ¿Dónde está el vicio en todo esto?

Mi pensamiento giraba alrededor de lo que ella me decía como alrededor de algo oscuro e indescifrable, pero de cuya realidad no era lícito dudar. Finalmente dije:

—De modo que el cuadro es el siguiente, y no puede ser otro que el siguiente: por una parte, la hermana, con su cruz al pecho; por otra el médico, con su termómetro; y en el medio, envuelto en la sábana, el paciente al que, a escondidas, le rozas, le tocas, le acaricias un instante el sexo. ¿No es éste el cuadro?

—Sí, el cuadro, como lo llamas, es ése.

—¿Y ese roce… te basta?

—Evidentemente, puesto que jamás hice otra cosa.

Después de éstas y otras consideraciones similares, nos despedimos, según se dice, «como buenos amigos», con la mutua promesa de volver a encontramos. Cosa que en efecto ocurrió varias veces, siempre en el mismo café. Ahora ya no me explicaba más por qué hacía lo que hacia; prefería contarme historias en que siempre ocurrían más o menos las mismas cosas, y se veía que hablarme le gustaba, no tanto por vanagloriarse como, tal vez, para llegar a comprenderse mejor a sí misma, el porqué de ese comportamiento. He aquí, por ejemplo, una de esas historias:

—Ayer fui a colocar la chata bajo el trasero de un enfermo grave. Un hombre de mediana edad, comerciante o tendero, feo, calvo, de bigotes, con cara de expresión mezquina y vulgar. Tiene una esposa del tipo de la beata, que permanece al pie de la cama y no hace más que farfullar plegarias desgranando rápida y hábilmente un rosario. Le alcé las cobijas, introduje la chata bajo las flacas nalgas, esperé a que hubiera defecado, retiré la chata, fui a vaciarla y limpiarla en el baño, y volví para arreglar la cama. Era de noche y la mujer, como de costumbre, rezaba sentada al pie del lecho. Le arreglé las ropas de cama; pero en el momento de tenderle las cobijas sobre la sábana, con gesto rápido le di un estrujón, no violento sino más bien amplio, que abarcara el conjunto de los genitales, y le dije en voz baja: «Verá que pronto estará bien». Él contestó en forma alusiva y maliciosa, porque para algo era un hombre vulgar: «Si me lo dice usted, seguro que voy a curarme»; y después se la tomó con la mujer, que rezaba, gritándole que la terminara, que con todas esas plegarias le traía mala suerte.

—¿Y después se curó, realmente?

—No. Murió esta noche.

—Pero ¿cómo pudiste hacerlo con un hombre así, muy enfermo, y por añadidura vulgar, mezquino, repugnante?

—Allí donde puse la mano, no era nada de todo eso, te lo aseguro. Hubiera podido ser el joven más hermoso del mundo.

Otra vez llegó con rostro demudado. En seguida me dijo:

—Anoche me llevé un gran susto.

—¿Por qué?

—Hay un enfermo que me resulta muy simpático. Es un hombre joven, tendrá treinta años; de toda su persona emana una vitalidad rústica y simple, como de campesino. Tiene cara grande y sólida, ojos abiertos y sonrientes, nariz curva, boca sensual. Es un atleta, campeón de no sé qué deporte. Lo operaron hace poco, sufre mucho, pero no se lamenta y no lo manifiesta. Es el enfermo más tranquilo de todos, jamás dice una palabra; está inmóvil y mira la televisión, tiene el receptor siempre encendido frente al lecho, en la pared, y cambia continuamente de canal. Anoche, serían las tres, me llama y lo encuentro, como siempre con la televisión encendida, en la oscuridad del cuarto. Voy a él, me murmura con la voz apagada, sabes, de los que tienen un dolor muy fuerte y no lo hacen hablar: «Por favor, quiero que usted me tenga de la mano, así me parecerá que estoy junto a mi madre o mi hermana, y esto me hará sufrir menos». No digo nada. Le tiendo la mano y él me la aprieta con fuerza; sufría en verdad mucho, al menos a juzgar por ese apretón tembloroso. Así, con la mano en la mano, estuvimos callados e inmóviles mirando la televisión, donde se veían los personajes de no sé qué película de gángsteres. Pasaron algunos minutos; sentía que de vez en cuando me apretaba los dedos con más fuerza, como para subrayar la aparición de un dolor más agudo; de pronto, no sé la causa, supongo que fue por el impulso de aliviar de alguna manera su sufrimiento, dije en voz baja: «Para ayudarlo a vencer el dolor, tal vez fuera preferible un contacto más íntimo». Él repitió: «¿Más íntimo?», en forma extraña, como preguntándose a sí mismo. Y se lo confirmé en voz baja: «Sí, más íntimo». No contestó nada; yo liberé mi mano de la suya, la introduje entre las cobijas y la sábana, la llevé hasta posarla, plana, sobre su sexo. Estaba hecho como todo el resto del cuerpo; la palma de mi mano comprimió una hinchazón parecida a la que puede formar un ramo de flores frescas envueltas en celofán. Susurré: «¿No es mejor así?», y él, en la oscuridad, contestó que sí. Siempre en silencio, pero siempre mirando la pantalla vibrante de luces, imprimí a la palma un lento movimiento rotativo, aunque no pesado ni insistente, sino ligero y delicado, ¿y sabes qué impresión tuve entonces?, la de que bajo la sábana había como una maraña de pulpos recién pescados, vivos, y de que todavía se movían todos bañados y viscosos de agua marina.

;No pude menos que exclamar:

—¡Qué sensación extraña!

—Era un sentimiento de vitalidad y de pureza. ¿Qué hay más puro y más vital que un animal recién salido de la profundidad del mar? No sé si doy la idea. Esta impresión era tan fuerte que no pude menos que susurrarle además: «Es lindo, ¿no?». No dijo nada, me dejó hacer. Seguimos así todavía un poco…

—Discúlpame, pero ¿no habría sido mejor, más lindo y más sincero, sacar francamente la sábana y…?

Dijo obstinada:

—No, de ninguna manera quería levantar la sábana. Entiéndeme: sacar la sábana hubiera sido como traicionar a la clínica y todo lo que la clínica significa para mí.

—Comprendo. ¿Y qué sucedió? ¿Eyaculó?

—No, absolutamente. Seguimos más todavía, digamos un par de minutos, y de pronto él se pone a repetir: «Muero, muero, muero», y yo espantada retiro rápidamente la mano y salgo a llamar gente. Vienen la hermana, el médico de guardia, otras hermanas, otros médicos; le sacan las cobijas, tenía la pierna izquierda hinchada, del doble del tamaño de la derecha y como violácea: un ataque de flebitis. Todos estaban muy asustados, también porque él decía que tenía el pie frío e insensible. ¿Y quieres saber algo? Naturalmente, también yo estaba asustada y me decía que era culpa mía, pero no sin un poco de vanidad, casi por pensar que la sangre que ahora no le circulaba más, había afluido toda allí donde yo le había apoyado la palma.

—¿Y después cómo fue la cosa?

—Bien, la flebitis está bajo control. Esta mañana entré en el cuarto, él me miró y me sonrió, y así, como esa sonrisa, me liberó del remordimiento.

Otra vez me contó una historia en cierto modo cómica, aunque fuera de esa comicidad siempre un poco macabra propia de los cuentos de hospital. Me dijo:

—Me sucede algo infinitamente fastidioso.

—¿Qué?

—Un enfermo está decididamente empeñado en que sea su esposa y me chantajea: o te casas conmigo o hago un escándalo.

—¿Y quién es?

—Un hombre horrible, un bruto, propietario de un restaurante en algún lugar del Sur. Tenía una pierna con un absceso en la rodilla, parecía moribundo, le cortaron la pierna y refloreció en dos días, ni más ni menos que como ciertos árboles después de ser podados; ahora tiene la cara rosada, tirante, que parece a punto de reventar de salud. Cometí el error, aprovechando un momento en que le arreglaba la cama, en cuyo extremo, ahora, no sobresale más que un solo pie, de llevar la mano allí donde la sábana se levantaba sobre un bulto verdaderamente enorme. Fue más fuerte que yo, no resistí la tentación; jamás había visto una hinchazón como ésa. Imagínate ahora lo que sentí: dos testículos grandes y duros como los de toros de cría y una especie de tubo blando o de serpiente dormida. Él parecía dormitar; pero de pronto se despertó y me murmuró: «Haz lo que quieras, allí están para ti», o alguna otra vulgaridad por el estilo, que hubiese debido disgustarme definitivamente. En cambio, como te digo, era más fuerte que yo, reincidí; de vez en cuando lo rocé apenas, apenas, a través de la sábana, solo para asegurarme de que todo eso estaba siempre allí, sin duda, para sentir de nuevo el maravilloso volumen de los testículos y el extraordinario tamaño del pene. Extrañamente, él ahora no decía nada más: era evidente que meditaba en su proposición matrimonial. Y en efecto un día me dice que quiere casarse conmigo: me dice que es rico, que me tratará como a una reina, que no me hará carecer de nada. ¡Imagínate, yo, casada! ¡Y con semejante individuo!

—Sin embargo, algún día deberás casarte, seguramente.

Me miró y me contestó con profunda convicción:

—Yo no me casaré jamás.

—Sin embargo, eres una mujer joven y tienes necesidad de amor.

—Oh, eso lo hago por mi cuenta, yo sola. No necesito casarme. Aprieto los muslos, me los froto uno contra el otro, y ahí está, terminado, el amor.

Me hubiera gustado hacerle una pregunta, pero me parecía indiscreta. Me arriesgué:

—¿Eres… virgen?

—Sí, y siempre lo seré. Tan solo la idea del amor, tal como la entiende el propietario del restaurante, me horroriza. Y en cambio a él, figúrate, es precisamente mi virginidad lo que le importa.

—¿Y cómo te las arreglaras?

Una sonrisa maliciosa frunció su cara pálida y ajada de niña maltratada:

—Le dije que se me adelantara a su pueblo, que lo seguiría no bien me fuera posible, le juré que nos casaríamos. Y cuando se haya ido de la clínica, ¡a otro perro con ese hueso!

—¿Y mientras tanto seguirás tocándolo, rozándolo?

—Sí, ya te lo dije, es más fuerte que yo. Pero no veo ninguna relación entre él y sus genitales. Él es, ¿cómo decirlo?, el depositario de algo que no es suyo, un poco como el soldado al que se le confía un arma para el combate. Pero el arma no es suya.

—¿Y de quién es?

—No lo sé. Algunas veces pienso que tal vez pertenezca a un dios desconocido, distinto, sin embargo, del que las hermanas llevan colgado del cuello.

—¿Un dios desconocido?

En mi sorpresa, no pude menos que relatarle el pasaje de los Hechos de los Apóstoles donde se habla de la visita de San Pablo a Atenas y del misterioso templo consagrado al dios desconocido.

Me escuchó sin demostrar mayor interés y dijo secamente:

—En todos los casos, este dios desconocido lo siento solamente en la clínica. En el tranvía, los hombres que se frotan conmigo me dan asco.

—Si te enamoraras —dije— todo eso cambiaría.

—¿Por qué?

—Porque sacarías la sábana y verías de frente al dios desconocido.

Después de mirarme, contestó enigmáticamente:

—Dios se esconde. ¿Quién lo vio alguna vez? Yo no tengo el don del milagro.

Misteriosamente, tras este último encuentro no la vi por largo tiempo. Me dijo que me telefonearía, y no lo hizo. Después, de pronto, una mañana reapareció y me dio una cita en el café habitual. Me esperaba sentada en la penumbra; me pareció que tenía una expresión a la vez turbada, y sumamente calma: una extraña combinación de humores. En seguida me dijo:

—Maté a un hombre.

—Pero ¿qué dices?

—Exactamente esto: maté al hombre que amaba.

—¿Amabas a un hombre?

—Me dijiste que yo debía enamorarme para mirar de frente al dios que se escondía bajo la sábana. Y bien, así ocurrió, me enamoré de un muchacho de veinte años enfermo del corazón. También con él empecé con los roces, como con los otros, y después sucedió algo extraño: de pronto, tal vez porque él era un intelectual como tú, por quien me sentía continuamente comprendida y juzgada, por primera vez vi en esos roces algo de vicioso. Y entonces decidí sacar la sábana.

Un poco irónico, le pregunté:

—¿Qué es eso? ¿Una metáfora? ¿Hablas con símbolos?

Me miró, ofendida:

—La sábana no era solamente el símbolo de la clínica; era también un obstáculo material. Dime tú cómo se hace para amar a un hombre si hay de por medio una sábana. De modo que una noche, mientras la pantalla de televisión proyectaba una luz más intensa que nunca en la oscuridad del cuarto, debido a que él se burlaba de mí con su voz sutil y maliciosa, y me decía que jamás iba a tener el coraje, no sé qué furor se apoderó de mí. Para mí fue, te lo juro, como dar un gran salto en el vacío, en la tiniebla; como desgarrar el velo del rostro de ese dios del que me has hablado. De un tirón le saqué las cobijas, me lancé sobre su cuerpo desnudo. Todo sucedió en pocos minutos en la incierta claridad del televisor, en aquel silencio profundo de la noche de hospital. Sentí, mientras inclinaba el rostro sobre su vientre, que daba un adiós definitivo a la clínica y a todo lo que la clínica había representado para mí en el pasado. Después una enorme bola de semen me llenó la boca, me aparté del muchacho, corrí a escupir todo al baño. Pero no tuve el coraje de volver a su cuarto; fui al mío y dormí hasta el alba. Me despertó una hermana, que me sacudía y me preguntaba qué había hecho, por qué me había ido a dormir, puesto que me tocaba estar de guardia. Contesté que me había sentido mal. Tal vez la hermana no me haya creído, tal vez haya intuido algo. De pronto me dijo que al muchacho enfermo del corazón lo habían encontrado muerto. Agregó: «Tenía las cobijas volcadas hacia las rodillas, como si hubiera intentado bajarse de la cama».

Permanecí en silencio un momento; estaba vagamente horrorizado y no sabía qué decir. Al fin observé:

—También podría ocurrir que no hubiera muerto por culpa tuya.

Sacudió la cabeza.

—No, fui yo, estoy segura. Apenas dejé de ser la enfermera que sabe dónde debe detenerse para no hacer mal al enfermo y fui la mujer que no pone límite a su amor, lo maté. —Tras permanecer un momento callada, me informó—: Presenté la renuncia, ahora trabajo en un instituto de belleza, por lo menos allí hay solamente mujeres. —Después, filosóficamente, concluyó—: Era una enfermera valerosa y consciente, y una viciosa. Me he convertido en una mujer sana y normal, y en una asesina.

*FIN*


1983


Más Cuentos de Alberto Moravia