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Alejandrina

[Cuento - Texto completo.]

Juan José Arreola

La poetisa Alejandrina llegó procedente de Tamazula, bien munida de informes y referencias acerca de casi todos nosotros. Llegó en el momento oportuno. cuando ya estábamos reunidos y dispuestos al banquete del espíritu.

Hizo su entrada con gran desenvoltura y nos saludó como a viejos conocidos; para todos tuvo una frase graciosa y oportuna. (Nuestras dos socias presentes no pudieron ocultar su sorpresa, un tanto admiradas e inquietas.) Una fragancia intensa y turbadora, profundamente almizclada, invadió el aposento. Al respirarla, todos nos sentimos envueltos en una ola de simpatía, como si aquel aroma fuera la propia emanación espiritual de Alejandrina. (La inquietud de nuestras socias aumentaba visiblemente; en ellas, el perfume parecía operar de una manera inversa, y su fuga se hacía previsible de un momento a otro.)

Lo más fácil para describir a Alejandrina sería compararla a una actriz, por la fácil naturalidad de todos sus movimientos, ademanes y palabras. Pero el papel que representó ante nosotros era el de ella misma, indudablemente memorizado, pero lleno de constantes y felices improvisaciones. Al dirigirse a mí, por ejemplo, que ya no soy joven y que disto de ser un Adonis, me dijo en un momento adecuado: «Usted está solo, y su soledad no tiene remedio. ¿Puedo acompañarlo un instante?». Y dejó su mano en la mía, mientras me miraba fijamente a los ojos. Yo hubiera deseado estar a solas con ella para detener de algún modo el vuelo de un pájaro fugaz que en vano anidaba en mi corazón. Afortunadamente, estaba en casa ajena, y mi mujer nunca me acompaña a las reuniones del Ateneo.

Ella traía su libro de versos en la mano, pero dijo que de ningún modo quería trastornar el orden previsto de nuestras lecturas y comentarios. (Cuando ella llegó, yo me disponía por cierto a dar a conocer mi poema bucólico «Fábula de maíz», que naturalmente quedó para otra ocasión.) Todos le suplicamos a coro que tomara asiento y que nos leyera su libro. (Dicho sea sin ofender a las que estaban presentes, por primera vez el Ateneo recibió la visita de una auténtica musa. Al iniciarse la lectura, todos nos dimos cuenta con embeleso de que esa musa era nada menos que Erato.)

A pesar de su profunda espiritualidad, la poesía de Alejandrina está saturada de erotismo. Al oírla, sentíamos que un ángel hablaba por su boca, pero ¿cómo decirlo? Se trataba de un ángel de carne y hueso, con grave voz de contralto, llena de matices sensuales. Indudablemente, Alejandrina se sabe todos sus versos de corrido, pero tiene siempre el libro abierto frente a ella, y al volver las páginas hace una pausa que lo deja a uno en suspenso, mientras las yemas de sus dedos se deslizan suavemente por los bordes del papel…

A veces, de pronto, levanta la vista del libro y sigue como si estuviera leyendo, sin declamar, con los ojos puestos en alguno de los circunstantes, haciéndole una especie de comunicación exclusiva y confidencial. Esta particularidad de Alejandrina confiere a sus lecturas un carácter muy íntimo, pues aunque lee para todos, cada quien se siente ligado a ella por un vinculo profundo y secreto. Esto se notaba muy fácilmente en los miembros del Ateneo, que acercaron desde un principio sus sillas en círculo estrecho alrededor de Alejandrina, y que no contentos con tal proximidad se inclinaban cada vez más hacia ella, con todo el cuerpo en el aire, apoyados apenas en el borde de sus asientos.

Y yo estaba precisamente sentado frente a ella, y que por esa circunstancia fui favorecido con un número de apartes en la lectura de Alejandrina. En todo caso, siempre estuve en diálogo con ella, de principio a fin, y recordé varias veces sus palabras. que se refirieron a mi soledad de hombre soñador. Al hacerlo, no podía menos de pensar en mi mujer, que a esas horas estaría dormida, respirando profundamente, mientras yo escuchaba la música celestial…

A media lectura, y cuando el tono de los poemas ganaba en intimidad -Alejandrina describe con precisión los encantos de su cuerpo desnudo-, nuestras dos socias, que ya no ocultaban las muestras de su embarazo, desertaron discretamente aduciendo lo avanzado de la hora. Puesto que Virginia y Rosalía no se despidieron de mano, la interrupción pasó casi inadvertida y a nadie se le ocurrió acompañarlas hasta su casa como es nuestra costumbre. Yo me reprocho esta falta de caballerosidad y la excuso en nombre de todos… ¿Quién iba a perderse Contigo bajo la luna, la hermosa serie de sonetos?

Cuando Alejandrina cerró su libro, nos costó trabajo volver a la realidad. Todos a una, preguntamos cómo podíamos adquirir ejemplares de «Flores de mi jardín». Alejandrina nos contestó con toda sencillez que en su cuarto de hotel estaban a nuestra disposición cuantos quisiéramos. Y así se nos reveló el secreto de la musa.

Desde hace varios años, Alejandrina esparce las flores de su jardín a lo largo del territorio nacional, patrocinada por una marca de automóviles. Vende además una crema para la cara, a cuyos misteriosos ingredientes se debe, según ella, la belleza de su cutis. Ni el paso de los años, ni las veladas literarias, ni el polvo de los caminos, han podido quitarle un ápice de su imponderable tersura…

* * *

A pesar de su natural desenvuelto y de su evidente capacidad para granjearse afectos y simpatías, Alejandrina no se fía de sí misma para asegurarse el éxito de su empresa. En todas partes adonde va, se busca siempre un par de padrinos, un señor y una señorita, por regla general.

Esta mañana temprano se presentó en mi casa, y con gran sorpresa de Matilde, me pidió que fuéramos a buscar a Virginia. Ella y yo fuimos la pareja elegida para presentarla en las casas comerciales y particulares en las que debe colocar sus productos: el libro y la crema.

Afortunadamente, después de una breve reticencia, Virginia aceptó. El éxito de nuestro recorrido ha sido verdaderamente admirable. Estoy bastante fatigado pero contento. He logrado también superar por completo el desencanto que en un principio me produjo la actividad mercantil de Alejandrina. No hubo nadie que se rehusara a comprar. Hombres como don Salva, que jamás han tenido en sus manos un libro de versos, y señoras como Vicentita, que han rebasado con mucho la edad de toda coquetería, no vacilaron en pagar por las «Flores de mi jardín» y por el ungüento de juventud. Y así anduvimos de puerta en puerta, vendiendo alimento para el espíritu y para el cutis… Más de una persona nos dirigió miradas aviesas…

Está por demás decir que todos los miembros del Ateneo tenemos ya nuestro ejemplar de poesía, más o menos afectuosamente dedicado. Por mi parte, adquirí también dos frascos de crema que he regalado a mi mujer, en previsión de cualquier reproche que pudiera hacerme por la solicitud que he demostrado a la poetisa.

* * *

Algo más sobre Alejandrina. Para definirla, tendría que recurrir a preciosos y diversos objetos: a una porcelana de Sèvres, a un durazno, a un ave del paraíso, a un estuche de terciopelo, a una concha nácar llena de perlas sonrientes…

No me atrevo a calcular su edad. Mi mujer dice que pasa de los cuarenta, pero que se defiende con la crema. (Matilde la ha usado tres o cuatro veces y está asombrada con el resultado.) Para mí, es una mujer sin edad, imponderable… Diario se cambia de vestido, pero siempre usa el mismo perfume. Su guardarropa es notable. Más que hechuras de costurera, sus trajes parecen obras de tapicería, y yendo a la moda, recuerda sin embargo ciertas damas antiguas, toda almohadillada y capitonada, resplandeciente de chaquiras y lentejuelas…

Ni la dura realidad comercial de cada día (hemos pasado toda la semana de vendedores) ha logrado disminuir en mí su atractivo. Ahora andamos solos ella y yo, porque Virginia renunció al tercer día de caminatas y Rosalía no pudo acompañarnos porque trabaja en el bufete.

Es curioso, hablando del espíritu con Alejandrina me he olvidado de todos mis quehaceres habituales, y yendo con ella me siento realmente acompañado. Es infatigable para hablar y caminar, tan delicada de alma y tan robusta de cuerpo.

Puesto que más de una vez se nos ha hecho tarde, ayer comí con ella en el hotel. Aprecia los buenos manjares y los consume con singular apetito. Una vez satisfecha, vuelve con mayor animación al tema de la poesía. Viéndola y oyéndola paso las horas. Nunca se me había hecho tan evidente la presencia del espíritu en su condición carnal…

* * *

-¿Ha visto usted semejante cosa? Este hombre que parecía tan serio, allí lo tiene usted de la ceca a la meca, cargándole el tambache de menjurjes y de versos inmorales a esa sinvergüenza. ¿Que no habrá un alma caritativa para que se lo vaya a contar a Matildita?

* * *

Tal vez ha sido mejor así. Cuando llegué al hotel de Alejandrina, el empleado de la administración me entregó una carta y un paquetito.

Mis manos temblaron al rasgar el sobre. Sólo había una tarjeta con esas palabras: «Adiós, amigo mío…»

El paquetito contenía un estuche de felpa celeste. Dentro, estaba la piedra de su nombre. Una hermosa alejandrina redonda, tallada en mil facetas iridiscentes…

Incapaz de volver a mi casa en semejante estado de ánimo, me dediqué a vagar, abatido y melancólico, por las calles del pueblo. Tal vez seguí inconscientemente alguno de nuestros inolvidables itinerarios de confidencia y comercio.

Ya al caer la noche, sentado en una de las bancas del jardín, mis ojos se detuvieron en un punto. El lucero de la tarde brillaba entre las nubes. Me acordé de unos versos que leí no sé dónde:

Y pues llegas, lucero de la tarde,
tu trono alado ocupa entre nosotros…

Cabizbajo me vine a la casa, donde me aguardaba otra carta y otro paquete. La gruesa letra de Matilde decía: «Me fui a Tamazula con mis gentes. Cuando te desocupes de acompañar literatas, anda por mí.» El paquete contenía los dos frascos de crema de juventud. Uno entero y el otro empezado…

He dormido solo, después de tantos años. En la casa inmensamente vacía, sentí de veras mi soledad.

Guardaré la alejandrina como un precioso recuerdo, pero mañana mismo voy a Tamazula por Matilde.

FIN


Nota: Este cuento es un fragmento de la novela La feria.


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