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¡Americanos todos!

[Cuento - Texto completo.]

Miguel Ángel Asturias

— 1 —

Alarica Powell sacó la cabeza por la ventanilla del tren; ya estaba parado y le parecía que seguía andando, y alcanzó a ver, entre las estrellas y el alba, una nave blanca junto al muelle color de tiburón. Antes de mediodía iría navegando en aquel barco de papel hacia Nueva Orleans. En la emergencia, suspendidos los servicios aéreos, no hubo sino buscar el primer puerto en el Mar Caribe y llegar a tiempo para tomar el último vapor que se detuvo unas horas a cargar agua, verduras y correspondencia. La acompañó, desde la capital hasta instalarla en el camarote, una noche interminable rodando en un tren de vía angosta, sin más alivio que cigarrillos y high-balls, Milocho, el famoso Guía de Turistas, a quien se disputaban todos por su vena festiva, su diminutivo era de payaso. Milocho, y a quien si toneles envidiaban, no tenía fondo conocido como bebedor de whisky, chimeneas temíanle por sus humos, infuloso y fumador, figurines deportivos por sus vestimentas chillonas, prestidigitadores por sus habilidades de salón, conversadores por sus chistes y donjuanes por su piel de banana tibia, irresistible a las beldades que, como Alarica Powell, asomaban al país de vez en cuando entre las manadas de gringos feos, disfrazados de turistas.

Su romance con Alarica terminó en el camarote tan arrebatadamente que mejor hubiera sido esperar la vuelta. Pero qué golondrina regresa. Aunque lo prometa. Y menos éstas de plumaje rubio que hasta el cabello tienen de oro.

Milocho, diminutivo caprichoso de Emilio, guardaba la imagen, el olor, el peso pluma de aquella diosa californiana, más deseable ahora que, forzado por los acontecimientos que se precipitaron, buscó amparo en un caserío del Valle de Motagua, en una casa cercana a un puente colgante, imagen de la hamaca que tenía por lecho, sin otra bebida que el agua del río, y por escaso alimento: frijoles, tortillas y café. Mas cuando dejaba de pensar en la golondrina rubia y medía el peligro de muerte que había corrido antes de llegar a poblado, aquel rincón de humedad vegetal y calor de arena, tupido de helechos gigantes y visitado por aves que, cansadas de volar alto, descendían a la costa raspando sus alas en las peñas, le parecía un sitio amable, a pesar de las nubes de moscas pegajosas, el tufo a cerdo que despedían las callejuelas y los ranchos, los niños desnudos, panzones de lombrices, el croar de las ranas, la modorra de los habitantes, y los gallos que cantaban a mediodía haciendo más profunda la soledad cóncava del cielo metido en añil.

A su lado, en otra hamaca, dormía la siesta a todo roncar un comerciante de apellido Moloy. Los acontecimientos lo vararon en aquel entresijo. Compraba cera en bruto en los poblados del interior y la revendía en las candelerías de la capital.

Fuera de la hamaca colgaba en ese momento una de sus manos, trabajada, callosa, y Milocho, valido de una caña de bambú a la que había dejado dos o tres hojitas en el extremo, le hacía cosquillas, riéndose de las rápidas contracciones de sus dedos por atrapar o espantarse lo que, entre dormido y despierto, creía un insecto. Cansado de jugar con aquella mano tosca, pero sensible al cosquilleo como hoja de adormidera, Milocho empezó a pasearle las hojitas de bambú por la nuca y las orejas, saltando de gusto al ver que aquél se daba grandes manotazos con la diestra que, como más suya, conservaba doblada sobre su pecho, molestia picaril que en seguida concentró, presa de una mayor hilaridad, en los alrededores de la nariz de Moloy, sus párpados, sus labios, cuidando de que no despertara ya que tan pronto parpadeaba o movíase, le dejaba estar. La travesura, el juego, el gusto con que al mal tiempo se le hacía buena cara, comer, rascarse, bostezar, desperezarse, pasear con las manos en los bolsillos, fumando como locomotoras, para ahuyentarse los moscos, todo se cortó en aquella siesta, mientras jugaba con la mano de Moloy, al golpe de una descarga que fue como un rayo en seco, seguido de un relámpago de fuego blanco que le dejó los ojos titilando en ceguera de celuloide, mientras se sucedían explosiones gigantescas y ráfagas de granizo metálico.

Se dio cuenta que estaba vivo, agarrado de la hamaca que bailoteaba con el piso y el techo de la casa, bajo una lluvia de piedras y argamasa pulverizada, al desviar los ojos hacia la hamaca en que dormía Moloy, sentir que no podía hablar, que tartamudeaba, clavadas las pupilas en la mano que hace un momento hurgaba jugando con la varita de bambú y que ahora pendía rígida, amarillenta, con las uñas quemadas, en la muñeca velluda el reloj de pulsera marcando las 2 y 35…

—¡No puede ser!… —gritó fuera de sí, sin despegar los ojos del bulto apelotonado en la hamaca, oyendo el chic, chic, chic de la sangre que goteaba en el suelo.

—¡No puede ser… no puede ser, Dios mío!… —balanceó la cabeza de un lado a otro.

—¡Dios lo haya perdonado y alégrese de que no fue usted al que le cayó la centella!… —exclamó un fulano que extrajo su humanidad, pálido y terroso, de los escombros de media casa.

Se llamaba Martín Santos y lo conoció en la última jornada del camino que hicieron a marchas forzadas, bajo un sol calcinante, sin encontrar sombra en toda la extensión de unos inmensos llanos, al saber que soldados mercenarios acababan de invadir el país y venían fusilando a cuanto ser humano encontraban a su paso. Era un cincuentón, huesos de águila, insumiso ante la vida y ante la muerte, como él mismo decía, pues con ninguna de las dos estaba conforme, de ojos hondos, más ojera que ojo, cavados junto a la nariz en gancho, bigote negro y pelo entrecano.

En el piso de ladrillo, barro rojo quemado, empozaba la sangre sus rubíes bajo el ataque de las moscas.

—¡No puede ser!…

—¡No puede ser y por poco nos maljoden!… —recogió Martín Santos sus palabras—. Deben haberle tirado al puente que está aquí atrás, esa hamaca de fierro por donde pasa el tren, pero como que no le pegaron, les faltó puntería. ¡Qué riendazo de fuego por María Santísima!… Centella y tronido… Primero se oyó el mecatazo y hasta después el ruido del avión, mismo como si hubiera tirado la bomba desde bien lejos, antes de llegar al sitio, y… jodido, no les bastó y se vino de vuelta ametrallando.

—¡No puede ser que ellos!…

—¡Ah, güeno, entendámonos!, creiba yo que usted decía que no podía ser que el paisa hubiera fenecido… pobre, ¿verdad? Para mí que fue la granizada de balas después de la bomba, lo que lo ultimó.

—Por mucho que lo veo, no puede ser que ellos…

—¿Quiénes ellos?

Milocho calló. El sudor le corría por la cara helada del susto que le produjo la explosión en seco del proyectil arrojado sobre el puente y que echó por tierra parte de la casa en que estaban refugiados, ocasionando la muerte del comprador de cera.

—Pero quién otro sino ellos… —se arrancó de la boca el pañuelo que mordía—. Cumplieron su amenaza. Ellos son los únicos que en esta zona poseen bombarderos pesados, cazas ultrarrápidos, bombas de alto poder destructivo. Sería tonto suponer que en la vecindad del Canal de Panamá, otros que no fueran ellos dispusieran de aviones de guerra, pilotos experimentados, bombas, combustibles…

Bombas de 200 y 500 libras llovían sobre la costa en ese momento.

—¡Mire, mire… —le gritó Martín Santos—, dese cuenta del castigo que están aplicando a nuestras poblaciones!

Se había salido de la casa, saltando como felino, el machete desnudo en la diestra, el sombrero hasta las orejas para que no se le volara y con la cara levantada al cielo profería:

—¡Gringos hijos de puta, bájense si son hombres!

El Guía de Turistas, desmelenado, las pepitas de los ojos muy afuera, sacudido de la cabeza a los pies por un temblor de cuerpo en que se mezclaba el temor y la rabia que da el no poderse defender, el ser impotente ante la desigualdad de las armas, seguía en el aire de la costa limpio después de las lluvias, la llegada de los aviones, los puntitos negros de las cargas mortíferas que lanzaban desde muy alto, igual que polvo de pimienta y las detonaciones profundas que hacían saltar en pedazos los míseros poblados.

—¡Oiga, oiga, su «no puede ser que ellos»… y nos están recontra jo jo jó!… —vociferaba Martín Santos, machete en mano amenazante, pies en la tierra, sombrero atascado hasta las orejas, y con la mano zurda queriendo arrancarse la pistola del cincho.

—¡Oiga, oiga, oiga cómo estallan las bombas para hacer volar aldeas!…

Las explosiones seguían.

—¿Por ese lado oyó? Por este lado deben haberse volado Sabana Grande…

Martín Santos saltaba del suelo, a cada detonación, el brazo desnudo en alto, el machete cortando el aire, y tras un silencio, de esos silencios en que se siente que la muerte va tirando la plomada desde el cielo, otro retumbo, y otro, y otro…

—¡Vea el incendio que prendió en la cumbre de La Lora! Pero no es mismo allí, de por atrás sube el esplendor: la aldea de Cruzcrucita es la que está ardiendo. Y allá, allá va el avión que la dejó en llamas…

El Guía de Turistas cerró los ojos, sepultóse bajo los párpados, y tras un instante, se cubrió las orejas con las manos. No bastaba con no ver. Oía… Oía las detonaciones… A la distancia, sus bombarderos… (¿Sus bombarderos? ¿Bombarderos de él, de Milocho, el Guía de Turistas?… Y… sí… por que era ciudadano de allá con ellos…) seguían sus operaciones de ablandamiento, destruyendo los poblados de casas de barro y techos de paja de la tierra donde había nacido. El llanto le bajaba por gotas, escapando de sus párpados cerrados, a esconderse en sus labios amargos, secos, balbuceantes… Ciudadano de la nación que golpeaba de muerte la tierra en que vio la luz… Cumplieron su amenaza… Ya lo decían… Pero nunca creyó que fueran capaces de aquella barbarie.

—¡Ja, ja, ja, ja… —soltó una carcajada para turistas— ja, ja… americanos… americanos todos…, ja, ja, ja…! —pero ya no era su risa de antes, ahora era una carcajada de dientes en mandíbulas rígidas que cortaban como guillotinas.

Y tras una pausa:

—¡Ja, ja, ja… Alarica Powell, tu gente, tu país, tus aviadores!…

Martín lo sacudió. Otros carniceros, también americanos, cerníanse sobre el cadáver de Moloy.

Un inmenso paraguas de género negro descendía dando vueltas hacia la parte destechada de la casa, donde quedaba la hamaca en que seguía desangrándose el cuerpo del infeliz comprador de cera, la mano colgada fuera.

—Ayúdeme, amigo, hay que enterrar al cliente antes que se lo manduquen los zopilotes… —le sacudió Santos, yendo después a desanudar un lado de la hamaca; solo que los guías de turistas no son para estas cosas, para enterrar gente, sino para pasearla…

—Pero ya aprenderemos… —dijo Milocho y se levantó a desatar la otra punta de la hamaca, para ayudar a Santos a llevar en vilo el cadáver de Moloy—. Ya aprenderemos, Alarica Powell, ya aprenderemos a cavar tumbas para turistas…

—Cavar, amigo, no hay con qué, lo vamos a echar al río…

La voz de Martín Santos retumbó en el caserío desierto. La gente huía al monte con perros y críos. Silenciosos, en fila india, aterronadas las caras tristes, casi sin proyectar sombra, tan alto estaba el sol.

El río se amansaba por ese lado en una gran vuelta de suspenso líquido verde, lechoso de espumas, relumbrante de piedrones marmóreos, y sin mayor prisa, tras el primer hervor de las aguas al chocar sus lenguas en el cuerpo de Moloy, se lo fue llevando entre sumergido y flotante.

Muy alto, altísimo, pero perfectamente visible se vio pasar otro avión. El ruido de sus motores se confundió por un momento con el rugir caudaloso del río en el que ya nada quedaba del cuerpo humano que acababa de perderse en sus aguas. Apenas si un reguero de sangre salpicó la distancia que iba de la casuca en ruinas al playado.

—No, yo no me hago cargo de estas cosas —dijo Milocho, devolviendo a Martín Santos los papeles y objetos de Moloy—, llévelas usted, habrá que dar parte a la autoridad. Lo que falta es el reloj…

—¿Qué reloj?

—Si seremos idiotas, el reloj de pulsera…

—Pues se fue con él, mi amigo, se fue con la hora de su muerte en la muñeca…

—¿Está oyendo?

—Sí, están bombardeando… debe ser por Gualán…

Un bisbiseo de rezo caía de los chilamatales al río Motagua, apacible, majestuoso. Las aves buscaban el refugio de las ramas oscuras. En las claridosas saltaban las ardillas, corrían las lagartijas. Las nubes, teñidas de bermellones crepusculares, caían sobre el horizonte. Brillaban, inmaculadas, las primeras estrellas. Una celeste luminosidad de cielo altísimo. Y de nuevo, trepidantes, los P-47 y C-47 pasaban con su escolta de pequeños aviones llevando sus cargas de muerte para atacar aldeas de ranchos de paredes de caña, donde la gente solo tenía las uñas para defenderse, gente medio desnuda que juntaba en sus ojos de vidrio triste, algo que se parecía al llanto, rabia líquida, rabia de un metal salobre y quemante como el agua de mar.

 

— 2 —

 

—¡Que don Milocho éste!, ¿de dónde sale? —exclamó en la puerta de la Comandancia Militar, el Coronel Ponciano Puertas.

En pocas palabras le explicó el Guía de Turista que había ido hasta el puerto a dejar una clienta y de regreso los acontecimientos impidieron llegar a la capital. Se interrumpió el servicio de trenes, los pocos automóviles que por allí se encontraban desaparecieron y a caballo no era recomendable.

—¡Qué don Milochito éste!, ¿de dónde sale?

—¡Déjese de babosadas, jefe y regáleme un trago!

—Pase, pase a mi pabellón, allá hay una botella de whisky.

A Milocho le blanquearon los ojos de gusto al ver la botella, pero el gozo se le fue al pozo al levantarla. Mano de experto, al peso notó que solo quedaba un regular trago para el hoyo de la muela. Se limpió la boca con el revés de la mano y se lo empinó.

—¡Qué don Milochote éste, ve dónde se fue aparecer, por donde menos lo esperaba!

—Y usted, mi coronel, qué hace…

—Estamos pacificando… No he dormido…

—¡Qué bueno que por fin haya paz!… —dijo Milocho y se mordió los labios hasta casi sentir el sabor de la sangre. ¿Cómo podía hablar de paz, si su país estaba invadido? Solo por complicidad con el gran agresor. ¿Complicidad? Pero si él era más que cómplice, ciudadano del país que estaba acabando con su pequeña patria. Sacó el pañuelo para secarse el llanto de las manos, pues tuvo la impresión de que la mano con que juró fidelidad al poderoso, más que sudar, lloraba.

—Paz a toda costa —siguió el Coronel— pero hubo que volarse de un solo viaje un ciento de indios. Veintinueve fusilé de un jalón en Nagualcachita. Pacificando, don Milochito, y pancificando. A los hombres bala para que se pacifiquen, y a las hembras, panza para que se tranquilicen. Vaya a darse una vuelta por Nagualcachita, y me cuenta qué le parece el trabajito. Así secundamos nosotros la acción de los aviadores de ustedes, que hay que quitarse el sombrero para decirlo: son unos señores aviadores. Y no crea que nos doblamos solo a los puros cabecillas. A todos. La ley fue por igual. Y casa en la que encontramos en las paredes rótulos con mierderías de sindicato, les pegamos fuego.

—Pero, Coronel, por lo general…

—¡No me jodicie, Coronel por lo general!… —interrumpió riendo Puertas.

—No, Coronel, lo que quise decirle es que generalmente no son los dueños los que pegan esa propaganda en las paredes de sus casas…

—Mientras se averigua, don Milo, se ordenó quemar las casas. Después sabremos quién los pegó.

—Lo que yo quisiera pedirle, Coronel, es que me consiga un caballo o una mula para seguir viaje a la capital. Pagaría lo que fuera… —le disgustaba hablar, estar al lado de aquel hombre. Él era muy infeliz, pero aquél era peor.

—No se lo aconsejo…

—Desde luego que con un salvoconducto de su puño y letra…

—Qué más salvoconducto que su inglés y su ciudadanía. ¡Puntería del hombre, hacerse ciudadano de allá con ellos, que es lo único que vale! Bueno, es verdad que ahora «Americanos todos»… —agregó el Coronel.

Y en su visita a Nagualcachita, Milocho tuvo la oportunidad de confirmar las palabras del jefe militar, en lo de los fusilados y el valor del inglés en aquella emergencia.

A la entrada de lo que fue esta población yacían veintinueve cadáveres en la postura en que cayeron, unos a lo largo, otros encogidos, éstos con zapatos, aquéllos descalzos, cuáles con trajes de casimir, cuáles con simples ropas de sufrida manta, las caras de amarillo jengibre, las barbas de basura, los ojos entelados de hielo de muerte, tatuados de agujeros de pólvora y de sangre. Un centinela lo detuvo, apuntándole al pecho un fusil ametralladora.

—¿Qué se le ofrece?… ¿Qué hace usted aquí?… ¿Quién lo ha mandado?… —éstas y otras preguntas se amontonaron en los labios de Milocho, indignado de que en su tierra un soldado extraño… pero… ¿él no era también extraño?… ¿y no era extraño el jefe?… ¿y no eran extraños todos?… Su pobre patria se había quedado sola, sola entre extraños…

—¿Quién vive?… —le demandó el centinela, sin bajar el arma.

—American… —contestó Milocho avergonzado, triste; sentiría tristeza siempre al decir que era americano.

—¿Entiende español?

—Lo hablo…

—Su nombre…

—One thousand eight… —respondió Milocho disimulando algo que quiso ser una sonrisa y que fue una plegadura de sus labios.

El soldado también sonrió. Rascóse la cabeza y le pidió un pitillo. Luego le dijo quién era él. Se llamaba Ernesto Sigüenza Montes, oriundo de Nicaragua. Lo habían contratado para hacer la guerra por precio fijo, pero hasta ahora no tenía recibido sino un pequeño adelanto, y en cuanto al saqueo, era una guerra bien insípida, con más muertos que saqueos.

—Y allí viene ese compañero… ése habla inglés, Míster… —se atajó Sigüenza al ver acercarse a un gigantón, la ametralladora al hombro, el sombrero haciéndole techo de rancho sobre la frente, abierto de piernas, corto de brazos.

—¿Quién es el señor, y qué quiere? —preguntó con voz áspera el centinela.

—Un reportero gringo… —le contestó Sigüenza.

—¡Ah, es de los nuestros!…

Y ya en inglés y en un tono más amable, le cantó que él era de la costa norte de Honduras, y que de allá se lo habían traído contratado para matar chapines. Y, cómo me iba a negar, si el maldito chapin solo muerto es bueno. Y ahora con ustedes les llegó la hora. Con los aviones de ustedes no hubo babosadas y ya se están achicando. El chapin para orgulloso es tremendo. Allí los tiene con toda la gringada enfrente y no dan su brazo a torcer. Acabo de doblarme a un tal Pancho Talavera. Ciego, viejo y tembloroso, que apenas podía con la fe de bautizo, cuando le dije que era hondureño y que venía a «liberarlo» me escupió a la cara. Allí mismo lo tendí de un tiro…

Otros mercenarios le formaron rueda al mister, a quien la historia de Talavera despertó el instinto periodístico, según los de la mesnada, tal interés mostró por saber si se podía ver el cadáver. No hubo caso. El cuerpo de Talavera, como el de muchos patriotas más, ya bajaba hacia el mar en las aguas del Río Motagua. Lo que Milocho tenía era un sentimiento de admiración tan grande hacia Talavera. Mezcla de admiración y de gratitud. «Al menos», se decía, «al menos uno… uno… uno de nosotros les escupió a la cara»…

Entre los que le rodearon se acercó Jimeno Blas Funes, un dominicano de Ciudad Trujillo, contratado para echar bala en favor de los americanos.

—Yo soy de Costa Rica… —se presentó un carilindo, fijando sus ojos garzos en Milocho.

—Y ha resultado medio bueno para el refuego… —intervino un guanaco pescuezudo y lampiño, fumador de puro y planeador de endechas.

—No me contrataron para venir a conocer el paraíso de los turistas, sino para una guerra de exterminio… ¿verdad, Míster?…

—Ya salió éste con sus palabras «ticas»… Exterminio… Estercita te debías llamar y como sos lindo…

—Te callas o te meto una bala…

—Y para eso debes de ser bueno… —canturreó el guanaco—, para afusilar gente, si no que lo diga el finado Morazán.

 

— 3 —

 

A la mañana siguiente de su visita a Nagualcachita, el Coronel Ponciano Puertas en persona trajo a Milocho la noticia, la gran noticia.

Dentro de dos días empezarían a correr trenes y el Guía de turistas podría viajar a la capital sin ningún peligro.

Dos días que no fueron días, sino años, entre el mosquero runruneante, los vivas a la «liberación» de las mesnadas mal pagadas y borrachas que apuntaban las bocas de sus ametralladoras, fusiles y pistolas hacia lo alto, para disparar al cielo, como si no les fuera suficiente la devastación, muerte y ruina que sembraban en la tierra.

—¡Hay que acabar con este cielo de los chapines!… —vociferaba un nicaragüense medio poeta, soltando andanadas de fusil-ametralladora hacia el azul divino, ese azul que se juntaba en los lagos, como leche ordeñada de los palos-tintes.

Noche de calor tempestuoso. Los vivaques medio apagados, humeantes. La soldadesca suelta. El Coronel Ponciano Puertas repantigado en una perezosa, la botella al lado y una mujer a quien llamaban la Cubana, paseándole la punta del pecho por la nariz y los carrillos, la barba y los ojos, evitando en el juego que éste le atrapara el pezón con los labios.

—No, viejo, sin meter las manos… —le decía la Cubana—, si no qué gracia tiene. Apostaste a que me agarrabas la punta sin meter las manos, y vamos a ver si puedes o te das por vencido.

Ponciano Puertas se esforzaba por atrapar la punta del seno desnudo de la Cubana, a cuya espalda emperazaba la noche inmensa de oscuridad y muerte.

—¡Date por vencido!

—¿Por qué me voy a dar por vencido? ¡Vencido nunca!… —respingaba el Coronel sudando, respirando trabajosamente, lengüeteando el aire, la cara gangrenosa de alcohol, y los ojos rojos como tomates.

—¡Date por vencido, viejito… en este caso no hay aviones gringos que vengan en tu ayuda… para atrapar mi teta necesitarías por lo menos veinte aviones de esos que les están dando el triunfo!

Ponciano Puertas le tomó el seno con las manos y un tremendo mordisco convirtió en alarido la broma de la Cubana.

Entre los dientes de oro del Coronel, se dibujó un hilo de sangre.

Después del grito, del grito agudo, terrible, la Cubana enmudeció. No sollozó. No se quejó. No dijo más. Conformóse con irse alejando, la mano sobre el seno herido, los ojos anegados en lágrimas.

El militar seguía sus movimientos sin parpadear, todos los pelos de su cara de punta, mostachos, cejas, patillas, los dedos buscándose el revólver que extrajo y empuñó con mano firme.

No hizo uso.

Había creído que la Cubana se alejaba con el propósito de arrebatar un arma a cualquiera de los soldados medio dormidos de la guardia, para volverla contra él.

La vio perderse en la noche, y desde el mundo en que no hay más que tinieblas, oyó que le gritaba:

—¡Traidor!… ¡Traidor!

Milocho, que haciéndose el borracho seguía la escena, se estremeció, no por el mordisco alevoso, no por la risotada del Coronel al oírse llamar traidor, mostrando los dientes de oro manchados por la sangre del pezón herido, sino por la palabra inabarcable como la sombra, aquella palabra, traidor, que empezaba a ser moneda legal en su pobre país.

Y así terminó Milocho su espera de dos días que fueron siglos, cerca de una población que se llamó Nagualcachita.

— 4 —

 

—¡Ladies and gentlemen!… —Empezaba diciendo Milocho al cruzar con el bus lleno de turistas el Puente del Matasano, iba de pie, entre serio y sonriente, al lado del chófer.

—¡Ladies and gentlemen!… me apresuro a comunicarles… atención… atención… oigan lo que tengo que hacerles saber urgentemente… la ciudad a la que estamos entrando fue destruida en noviembre de 1773 por los terremotos de Santa Marta… atención… atención… esta ciudad fue destruida por los terremotos de noviembre de 1773… lo advierto, por si alguno de ustedes creyera que fue echada abajo por sus bombarderos, en los últimos ataques aéreos a este país…

Y más adelante, tras recorrer las calles entre ruinas de la Ciudad de Antigua, al detenerse el bus, descender los turistas y enfrentarse como hormigas de colores, a la inmensa soledad de San Francisco, Milocho saltaba a una de las gigantescas columnas derribadas y gritaba:

—¡Repito que esta ciudad no fue destruida por los bombarderos de los señores… sino por esos señorones que están allí presentes!… —y señalaba los volcanes de Agua, Fuego y Acatenango, no sin orgullo, hervorosos los labios de su risa, producto enlatado para hacer reír a turistas, máxime cuando alguno de ellos se apresuraba a tomar en serio nota taquigráfica de lo que acababa de oír.

Se lo encargaban por cable. Llegó a ser el guía preferido por los millonarios. Sus festivas labias, su alegría triste, la alegría que gusta a los magnates, y su envejecida risa de clown.

—Ladies and gentlemen, no se preocupen, fueron nuestros volcanes los que destruyeron esta ciudad grande y poderosa, y en cuanto a la obra de sus pilotos que dejaron en el suelo otras de nuestras poblaciones, tampoco se preocupen que, por lo que ustedes ven, los terremotos nos tenían entrenados… país de expertos en ver caer ciudades.

—Muchas gracias, señor, por lo que ha dicho —interrumpió alguno de los turistas—, al hacernos la preciosa salvedad de que esta ciudad no fue destruida por nuestra aviación… La agrego a mi lista… Ya son muchas las cosas que no hemos destruido nosotros.

—Poca importancia, señor… —decía otro de los turistas—. Ninguna importancia… si nosotros la hubiéramos destruido ya estaría reconstruida… Por eso mejor que los destruimos nosotros y no los terremotos… Pero como ser peligroso que se fuera a creerse que nuestra aviación había hecho esta ciudad en ruinas, la vamos a reconstruir…

—¿Reconstruirla? —se le fue el aliento a Milocho.

—Sí, señor, vamos a reconstruirla en seguida…

—¿Reconstruirla en seguida?…

Ya Milocho no podía hablar.

—Pero, señor, si por eso advertí que no la destruyeron ustedes…

—Eso no importa…

—Sí importa, señor, sí importa…

La amenaza de este turista obcecado y multimillonario fue llevada a los periódicos locales, con letras grandes, en las informaciones, y tratada en los editoriales, como tema de candente actualidad. «No, no —se leía en los periódicos entre líneas—, que no la reconstruyan, que no se molesten… bastante arruinados nos tienen ya, para querernos acabar de arruinar, quitándonos nuestras ruinas, base de la industria turística del país».

 

— 5 —

 

De las ruinas de la Ciudad Colonial, asombro de propios y extraños, al decir de los cronistas, emergían los conos perfectos de los volcanes de Agua, Fuego y Acatenango, tres dioses y una sola amenaza verdadera en medio de una naturaleza riente y pensativa, riente por los dones que prodiga, según el hexámetro latino de aquel poeta colonial que murió en el exilio, y pensativa por la presencia de los titanes otrora empenachados de llamas, arrojando lava, piedras y humo, y ahora al parecer descansando, salvo el volcán de Fuego, a cuyo cráter asoman de vez en vez inmensas lenguas rojas.

Una risa de mujer resonó en una de las habitaciones de la alta galería de pasamanos cubiertos por enredaderas que botaban su temblor de hojas y flores sobre el patio, y se regó por la planta baja, confundida con la risa en cristales de una fuente, turbando el silencio de la que si ahora era posada para turistas, enantes fue convento de monjes descalzos.

—La pareja más feliz… —le dijo el chófer al oír aquella risa femenina, gozosa, tempranera, mientras hundía en el cubo de agua la esponja con que lavaba de buena mañana los cristales delanteros del bus—. Solo que a don Milo se le ha puesto un mal carácter… un modo tan feo… Se emborracha para andar por las calles gritando «¡Americanos todos!», y luego empieza a golpearse la cara. El «mero yo», dice cuando está así, le está pegando al otro, al «ciudadano», y más vale que le pegue y no que lo mate. Empieza a hablar en inglés, y de pronto se da de manadas en la boca, para no hablar más ese idioma inmundo, dice, sino su propio idioma. Pero la gringa lo va a domar… Si se casan lo doma… El cuenta que harán viajes de California a Nueva York, llevando, en buses, pasajeros y carga…

Y esta pareja feliz en la habitación de la hoy posada, ayer convento, la formaban Alarica Powell, la golondrina rubia que volvió, y Milocho, el famoso guía de turistas millonarios, cuyo verdadero nombre era Emilio Croner Jaramillo.

—No sé por qué te causan risa mis volcanes… —dijo Milocho aún bromeando.

—Y qué otra cosa me pueden causar, cuando yo tengo mis aviones, como dices tú… —siguió ella la broma.

—Tus aviones y la dicha de haber encontrado mis volcanes dormidos…

—O… haciéndose los dormidos, que no es igual… —aguijó Marica, sin dejar de reír.

—Lo que pasa es que los poderosos no se ocupan de las insignificancias… ¡Tus aviones… bah, moscas pequeñas para mis volcanes… ni los despertaron!

—¿Poderosos o… impotentes?

La mirada de Milocho, torcida como un puñal que hiere al sesgo, se arrastró tras los sonidos de aquella palabra. No era la primera vez que se la soltaba Alarica. De su boca presa de un temblor amargo, arrancó la cachimba de ámbar, para aliviar el cigarrillo del peso de la ceniza, tratando de conservar su serenidad.

—Sí, sí, tus volcanes son un poco la imagen de la grandeza impotente de ustedes… Pero aquí, darling, no solo los volcanes, todos, todos se hicieron los dormidos cuando asomaron mis aviones…

Milocho saltó de la silla en que estaba:

—¿Y con qué querías que nos defendiéramos? ¿Con las uñas? ¿Con los dientes?…

—Con nada… —ancló ella la voz con suave acento despectivo, encolerizando más a Milocho; ¿pero no era él, ciudadano, compatriota de ella? ¿Por qué se enojaba?

—Nos defendimos como pudimos… haciéndonos los dormidos, que es como hacerse el muerto… —siguió él la cólera momentánea ahogada en su pobre papel de histrión, aunque lo traicionara el haz de venas que le saltaba en la frente con pulsación de mecha de pólvora encendida—. ¿Qué otra cosa le queda al que se ve asaltado por una cuadrilla de bandoleros, si no tiene armas con que defenderse?… Hacerse el muerto, darling, hacerse el muerto…

—Con nada, bobito, con nada queríamos que se defendieran… ¿Para qué se iban a defender y a quién iban a defender?… A esos indios mugrosos que tarde o temprano habrá que acabar con ellos y poblaciones que mejor están por tierra, bombardeadas por nosotros, pues así hay pretexto para que se las levantemos de cemento armado…

La voz de Alarica pasaba por sus dientes, como su cabello rubio por el peine de ámbar con que se peinaba la melena frente al espejo. Milocho apartó la mirada antes que la Golondrina rubia leyera el odio que destilaban las pepitas de sus ojos.

El clima era fresco, primaveral, pero él sentía la asfixia, el ahogo del calor de la costa, ambiente de fuego en el que de una hamaca colgaba una mano amarilla con las uñas violáceas, la mano del pobre comprador de cera en bruto que extendía sobre el horizonte, detrás de la cumbre de La Lora, un resplandor de cielo empapado en sangre, y mano que en la bocamanga del brazo de Martín Santos empuñaba el machete vindicativo desafiando inútilmente a los atacantes aéreos.

—Nada dices… —apremió Alarica, ya su melena recogida en un borbotón de pelo de oro.

—Nada… —articuló aquél, tratando de esconder las pupilas, trozos de vidrio negro que nublaba el llanto, la humedad del llanto—. Nada, darling —endulzó la voz lo más que pudo, para no traicionar sus intenciones y con el pretexto de saber si el chófer estaba listo, debían seguir viaje esa misma mañana con los demás turistas hacia el Lago de Atitlán, descendió por una escalera en busca de aire, aire… aire… tan rápidamente que bajo sus pies no pasaban gradas, sino las aspas de un ventilador.

Los turistas, hombres y mujeres seriamente disfrazados de niños preguntones, alineáronse en los asientos del bus, presto a partir de la Ciudad Colonial a la región de ese lago maravilloso, rodeado por doce pueblecitos que llevaban los nombres de los Apóstoles, y en el que, según la leyenda indígena, se guarda en caracol de roca viva, el gran ombligo del huracán.

Retrasado y sin la orquídea de su risa para turistas, apareció Milocho por la amplísima puerta de la posada, puerta de claveteados cachetes y adornos de forja que se abría sobre una inmensa plaza de grama friolenta tutelada por árboles centenarios, y tras un cortante Ladies and gentlemen anunció a los viajeros que por enfermedad del chófer, se veía obligado a ir manejando él, si ellos le daban su confianza, todos aplaudieron. Agradeció y fue a ocupar el asiento frente al volante, el corazón más duro que sus dientes no palpitaba, le masticaba las entrañas, decidido a probar a la persona que se sentó a su lado, Miss Alarica Powell —qué extraño le parecía su nombre, qué extraña le parecía ella, su risa, sus movimientos, su perfume— que teniendo los medios y ninguna moral todo se puede ser… hasta poderoso…

Mas al poner los pies en los controles, las manos en el timón y en las palancas, las pupilas en el tablero que una vuelta de llave iluminó con luz mortecina, sintió que se le aguadaba el cuerpo, que perdía presencia, flojas las coyunturas, fluctuante el ánimo, y si saltó al volante con agilidad felina, decidido a que no lo humillara más Miss Powell, resuelto a tomarse la revancha, ya por sus venas no corrían torrentes de rabia negra; rabia para la muerte, que sus pulmones convertían en rabia para la vida, ni veía más aquel mundo de luto y sangre que pretendía destruir, reducido a su dimensión de criado, los labios sacudidos por el miedo como las agujitas del amperímetro, y la mano temblorosa, incapaz de encender el motor con el botón de arranque.

Mientras tanto, los turistas en espera de la partida renovaban los cigarrillos en sus boquillas, el tabaco en sus pipas, los rollitos de películas en sus cámaras fotográficas, o revisaban lapiceras, apuntes de viaje, documentos, sin faltar los que se comían las uñas, se escarbaban las narices o se entregaban al relax, para hacerse más muebles de lo que eran.

Plantado frente al timón, fijos y solitarios los ojos en la incandescencia luctuosa del tablero, sin mirar nada, aunque parecía leer atentamente los indicadores de aceite y gasolina, puso en marcha el motor y echó a andar el vehículo, igual que un autómata, al oír la palabra ready. Probablemente fue Miss Powell quien la pronunció.

—¿Ready?

Ya iban rodando…

Altísimas gravileas de flores amarillas y follaje plomizo por el polvo del verano regaban sobre la carretera sus sombras salpicadas de luz en retaceo cinematográfico. Corría el bus hacia las colinas que formaban las primeras estribaciones a los volcanes, por un valle sembrado de cafetales rumorosos de miel viva, miel convertida en insectos enloquecidos en la mañana de sol, hortalizas cruzadas por serpientes de riego, huertos de frutas, jardines de rosas y párvulas poblaciones con iglesitas de rosicler que se anunciaban al asomar el puente y se despedían al desaparecer el camposanto.

Por el espejo empotrado en la parte alta, frente al timón, Milocho contó el número de turistas que llevaba… veintinueve… todos compatriotas… Miss Powell treinta y él treinta y uno… todos conciudadanos… sí, mejor sentirse «ciudadano» que nativo… Un «ciudadano» por el solo hecho de serlo debe ser respetado en todos los puntos de la tierra y puede permitirse el lujo de la venganza colectiva, espectacular, planetaria… Sí, sí, la de él sería una «Operación Planetaria», llevar turistas a visitar planetas…

Los contó de nuevo… veintinueve… Los volvió a contar… veintinueve… Los siguió contando… veintinueve… veintinueve… veintinueve… al compás del bus que rodaba cada vez más veloz… y habría seguido contándolos… veintinueve… veintinueve… veintinueve… más y más veloz, si no se le despedaza el vocablo en los dientes, al darse cuenta que con la misma cifra contaba a los fusilados de Nagualcachita…

Apartó los ojos del espejo para no ver los aparecidos, turistas de pompas fúnebres condecorados de agujeros de pólvora y de sangre…

El «ciudadano» contaba a sus compatriotas… El nativo a los fusilados… Sin estar borracho se enfrentaban de nuevo el «ciudadano imperial» y el pobre diablo nacido allí, aquél, dueño de una nacionalidad que lo hacía invulnerable, capaz de lanzarse en cualquier momento a la «Operación Planetaria», precipicios abismales no faltaban, cuestión de dar un timonazo, y este infeliz, sin otro papel que el de contener al «ciudadano» en su frenesí de exterminio.

Corrían hacia el horizonte cordillerano por la mesa de un valle inacabable, el pie de Milocho a fondo en el acelerador y sus ojos como pájaros rastreros, parpadeantes, sobre el camino, temeroso de alzarlos y encontrarse en el espejo nuevamente a los fusilados de Nagualcachita con sus caras amarillentas, color de jengibre, sus barbas de basura pegada a las mejillas, y sus ojos entelados de hielo de muerte…

Sacó el pie del acelerador. Cruzaban una población importante, con muchas ventas de aguardientes y chicherías. Levantó los ojos del camino convertido momentáneamente en una calle empedrada que los hacía zangolotearse a todos, para ver la hora en el reloj de la torre municipal. Las 10 y 35 de la mañana… De momento sus pupilas quedaron en los techos rojizos de las casas, las araucarias y algunos pájaros que volaban, pero no pudo mantenerlas fuera, se le fueron en el espejo, donde en lugar de los fusilados, encontró a los turistas consultando sus relojes. Las 10 y 35… Sí, sí, se dijo, mejor que lleven la hora exacta… En veintinueve relojes… en treinta y un relojes… en treinta y dos relojes, contando el de Mis Powell, el de él y el del bus, las 10 y 35… las 10 y 35… las 10 y 35… moviéndose… moviéndose contra las 2 y 35 de la tarde que llevaba el reloj de Moloy, cuando lo echaron al río…

Dejaban el valle por un camino de rápido descenso, los turistas celebrando con voces de niños locos la forma tan perfecta de rodar como si volaran por una carretera estrecha, zigzagueante, entre precipicios cortados verticalmente en roca viva, y Miss Powell feliz de hacer velocidades entre abismos. Volvióse a Milocho y le puso un cigarrillo en los labios, se lo encendió y tras susurrarle al oído algo así como «manejas tan bien que te confiaré uno de mis bombarderos», se caló los anteojos ahumados, la hería el sol de vidrio brillante, dobló una de sus hermosas piernas sobre la otra, extendió en su regazo un mapa de la ruta y con la uña guinda de su índice fue siguiendo en la carta el camino por donde corrían vertiginosamente. El cigarrillo que llevaba en los dedos repetía el caprichoso movimiento de aquel fugar en serpentina de una carretera que, olvidada en el valle la línea recta, se enrollaba y desenrollaba como una voluta de humo entre cerros y barrancos cortados a pique.

¡Hala… quítense esos anteojos… tuvo el impulso ele gritarles… vean el sol que dentro de un momento ya no verán nada!…

Iba acelerando, acelerando, acelerando… veintinueve… veintinueve… acelerando… acelerando… ya no verán nada… dentro de un momento ya no verán nada… quítense esos anteojos… acelerando… acelerando… escupan esos chicles, recen… recen… acelerando… acelerando… su visión era doble… ya no solo veía a los turistas, sino a los fusilados… sobre cada turista iba un fusilado… le acariciaba la cara… el fusilado le acariciaba la cara al turista y le decía… «¡Quítate esos anteojos gringos, que dentro de un momento ya no verás nada… gringo, míranos… aún es tiempo de que veas… aún es tiempo de que escupas el chicle y reces… gringo… gringo!…»

En uno de los sacudones del enorme transporte chocó su pierna contra el muslo de Alarica, y en milésimos de segundos se dio cuenta que iba hacia el abismo con un bus cargado de turistas con anteojos negros masticando chicles. Timoneó a tiempo, la parte alta de la carrocería rozó las ramas de los árboles que bordeaban el camino, logrando enfilar a toda velocidad por una recta, entre las voces y risas de los viajeros, desplazados de sus asientos que se pedían excusas o buscaban a sus pies o en redor suyo los objetos que se les escaparon de las manos: pipas, broches, whiskeras, encendedores, limas de uñas…

Se aflojó la corbata de un tirón. El muslo de Alarica seguía junto a su pierna. De otro tirón hizo saltar el botón de su camisa. Tener el cuello libre, respirar, no ahogarse ante la carcajada muda de las veintinueve bocas terrosas de los fusilados de Nagualcachita, riéndose de él en el espejo, como de un cobarde… frente a la mano de Moloy, exvoto de cera amarilla colgada del parabrisas con su hora inmóvil contra todos los relojes en marcha… frente al machetear inútil de Martín Santos que hacía trizas el aire en que iban los aviones, impotente, sin poder otra cosa… frente al escupitajo santo del viejo Talavera… el incendio en girasoles de fuego tras la cumbre de La Lora… el grito de la Cubana comiéndose los granizos del llanto…

Se reclinó contra el timón. Todo el dolor de su pecho de nativo, de mestizo, de ínfimo sobre aquella rueda ciega, decisiva, apretada en sus manos mojadas de sudor, rueda de reloj de la que dependía que pasara rápido o ligero el tiempo de muchas vidas…

El muslo de Alarica… Junto a su pierna seguía el muslo de Alarica… Vivirían en California y ganarían miles de dólares con una línea de carga y pasajeros de California a Nueva York y de Nueva York a California. Para eso era «ciudadano americano». ¡Ah, qué confortable ser «ciudadano americano»! ¿Confortable? ¡Formidable! ¿Qué le importaban los indios muertos y los pueblecitos bombardeados? Alarica era lo que lo azuzaba, lo enceguecía, lo precipitaba a querérselos llevar a visitar planetas. Una locura. Una pura locura. ¡Uf!… ¡Uf!… respirar… respirar a todo pulmón… «respirarse» americano… llevar junto a la pierna la extensión amorosa de California en aquel muslo de trigo y de manzana…

—¿Por qué vienes manejando, darling?

La pregunta de Alarica lo estremeció.

—¡Yo sé, darling, yo sé!…

Imposible. No vendría allí sentada junto a él, si hace un momento hubiera estado en el secreto del timón en sus manos. Se lo arrebata, se arroja andando del bus, alarma a los turistas, reclama auxilio a voces.

—¡Yo sé, darling, yo sé!… —repitió Alarica, antes que él despegara los labios para pedirle un cigarrillo.

—¡Aprobado!… —le dijo ella, mimosa, al encendérselo—. ¡Aprobado!… ¡Aprobado!…

—¿Cómo aprobado? —chupeteó Milocho el cigarrillo al hablar.

—Dejaste al chófer en la Antigua con el pretexto de que estaba enfermo, pero no estaba enfermo…

Milocho ya no la oía. La pulsación del reloj le quemaba la muñeca velluda. Le precisaba olvidar en el menor tiempo posible lo que había pasado, el acelerador a fondo, un chorro de camino entrando por la ventanilla de atrás hasta el espejo con las caras y los cuerpos de los turistas: anteojos carbonosos, saltándoles en las narices al compás del chicle y tórax de viejos en camisolas de papagayos tatuados de áncoras, lunas, barcos, palmeras, sirenas, estrellas o disfrazados de los «horribles durmientes del bosque», cuando se ponían sobre los ojos, los antifaces de oscurecerse el día.

El viento peinaba los pompones de los cañaduzales. Habían descendido tanto en tan poco tiempo que volvían al clima de la caña de azúcar, los cocos y las piñas dulces, pero tras cruzar un puente de tablones flojos empezaron a trepar de nuevo por un camino de tierra colorada que subía en espiral. Conejos y pájaros de vuelo bajo escapaban milagrosamente de las gigantescas ruedas del bus. Por amor al peligro quedábanse a la espera hasta el último momento y saltaban o volaban cuando ya la muerte les rasuraba las orejas o las alas.

—Muy bien, darling, muy bien… querías probarme tus habilidades en el volante, por eso dejamos al chófer en la Antigua, y has dado una gran demostración… Golondrina Rubia será la mascota de tus viajes de California a Nueva York, una vez por mes… Una vez tú irás solo y otra vez yo iré contigo… Viajaremos de noche… más de noche que de día… de noche los viajes son como un sueño a gran velocidad… a mí me gusta, me enloquece la velocidad… ver aparecer y desaparecer las ciudades iluminadas, al borde de la ruta, como las monedas en los traganíqueles…

Las primeras resquebrajaduras del terreno, al dominar una nueva cumbre, entre cercas de yerbas cundidoras, pajonales azotados por el viento y peñasquerías con arañas de aguas invernales, anunciaron la proximidad vegetal de los volcanes de tierra húmeda hasta el cráter de piedra quemada, tan rápidamente aparecidos que ocultaron el horizonte y apenas si dejaron tiempo al guía de gritar a los turistas que contemplaran las tres moles impasibles, ya deteniendo el bus para cumplir con la explicación que en aquel sitio daba a los viajeros, empezando por el Volcán de Agua.

Echaron pie a tierra y qué pequeños, qué poca cosa frente al titán que trataban de medir, enmudecidos, unos con los ojos, otros con anteojos de larga vista, entre el corretear de los que filmaban o simplemente hacían funcionar sus cámaras fotográficas.

—Ladies and gentlemen, estamos al Sur de la Ciudad Antigua, en la falda del Volcán de Agua, admiración del mundo por su forma de pirámide perfecta de tres mil…

Nunca le había pasado. Tres mil… tres mil… La cifra exacta… A los «americanos» les gusta la cifra exacta. Pero no la encontraba, se la quemó en los labios la risa de Miss Powell.

—Sin emplear sus fuegos ígneos —continuó su explicación— este volcán sepultó una ciudad entera el 10 de septiembre de 1541, dos horas después de anochecido, vengándose de las crueldades de los que diezmaban las poblaciones indígenas, ahorcaban a sus caciques, humillaban a sus gentes… Y aquel otro… —señalando al Volcán de Fuego—, redujo a escombros la segunda ciudad construida en otro lugar, en noviembre de 1773… y aquel otro —señalando al Volcán de Acatenango—, no dejó piedra sobre piedra de la tercera ciudad construida en otro lugar, en diciembre de 1917… —ya no sabía qué decir, adjudicando caprichosamente a cada coloso su parte en la tragedia del país, con tal de no oír reír a Miss Powell.

Algunos turistas tomaban notas, tupían a vuela pluma las hojas de sus cuadernos de viajes. Otros asomábanse al borde del mirador a contemplar el profundo espacio tibio que se abría hasta el mar, con sus cordilleras ondulantes, como lomos de huracanes mineralizados y los ojos horizontales de sus lagos de carbón luminoso.

Y no terminaba Milocho su patética descripción de la venganza que, según la leyenda, se tomó el Volcán de Agua con los conquistadores, sepultando una ciudad entera en lodo y piedras, arena y árboles, tinieblas y retumbos, cuando Alarica, muy prendida de su brazo, sin dejar de reír, le repetía:

—¡Eso era antes, darling… eso era antes… ahora los volcanes son como ustedes… no sirven para nada!

Se la despegó del brazo, como si no la oyera, clavándole las pupilas de lava que la habrían taladrado hasta los huesos si no van apagadas, y encaminóse al timón. Todos a sus asientos y en marcha por laderas de montañas arboladas, donde el camino colgaba como una cortina en hamacas de las ramazones de troncos sacudidos con todo y el terreno al paso de la mole rodante acompañada de un interminable trompeteo de bocina que el eco multiplicaba y que servía a Milocho no para evitar un choque con otro vehículo en las vueltas que se hacían más y más cerradas, sino para arrancar de sus oídos las palabras y la risa taladrante de Miss Powell…

«… eso era antes… eso era antes… ahora los volcanes son como ustedes… no sirven para nada…»

En las hondonadas, entre el rugir del motor, en lugar de caballos de fuerza parecía que llevaba toros de lidia, y el flatulento soplido del escape, regaba la bocina su metal de congoja…

Y qué inútil, que inútilmente bocinaba…

El timón en sus manos era la evidencia de que no servía para nada… para nada… sí… sí… ya lo sé… pero no quiero, no quiero oírlo…

«… eso era antes, darling… eso era antes…»

Sí… sí… ya lo sé… pero no quiero oírlo, no quiero oírlo… bocinaba… bocinaba… bocinaba… si no era posible arrancar de sus oídos la risa y las palabras de Miss Powell, bocinaba contra las gigantes ruedas, caras de negro con solo bocas… bocas en forma de bocadillos de labios negros… bocas negras… bocas con filo de dientes negros… bocas… bocas… bocas que al morder la tierra yesosa del camino que descendía por colgadas cornisas entre paredones y abismos, repetían: para nada… para nada… para nada…

«… eso era antes, darling… eso era antes».

Y él llevaba el timón en las manos entre cientos de bocas negras… entre miles de bocas negras… para nada… para nada… para nada…

Las ruedas giraban en torno de sus ojos, como ojeras de goma, y las miraba pasar, rodar como noches que en lugar de estrellas llevaban bocas negras… bocas y bocas negras… bocas y bocas y bocas negras repitiendo: para nada… para nada… para nada…

Y él llevaba el timón en las manos… «eso era antes… eso era antes».

Sobre la trompa del bus echado hacia adelante, tan acentuada era la cuesta por donde descendían, alcanzaron a ver el cauce de un río seco, gran serpiente de agua que abandonaba su piel de arena en los veranos, y al entrar en la parte más estrecha, donde apenas cabía el bus, sorprendieron millares de pinos que aterrizaban igual que aviones de alas verdes en vuelo parpadeante, y una como terrestre navegación de nubes de rocío descompuestas a contrasol en gotas de arco iris.

Dejó de bocinar, sin dar crédito a sus oídos. Entre el aterrizar de los pinos que se iban posando del lado de los cerros, del otro lado llevaban el abismo desnudo, le pareció que los turistas cuchicheaban, entre risas: ¿para qué viene manejando?… ¿para qué dejó al chófer en la Antigua?… y se contestaban: para nada… para nada… para nada… cuando lo que en verdad venían haciendo algunos en voz baja, no se les fuera a tomar por miedosos, era protestar contra la velocidad alucinante que traían, entre las burlas y risas de los enloquecidos por el vértigo, quienes en su ebriedad temeraria y momentánea, encontraban ridículas aquellas voces de alarma, la indiferencia de los que extasiados se bebían el paisaje, y la calma razonada de los que para tranquilizarse y tranquilizar a aquéllos, conformábanse con señalar a Milocho, como diciéndoles: con este hombre vamos seguros, quién se preocupa, no solo es un gran volante, sino conoce muy bien las rutas de su país.

—¡Me señalan… —se decía Milocho observándolos por el espejo— me señalan… se mofan de mí… quieren saber para qué llevo el timón en las manos! ¡Ya lo sabrán!…

Los turistas seguían sin chistar, sin parpadear, sin respirar casi, el cuajo de pavor en la cara, las peripecias del volante que para ellos había perdido el control del transporte y trataba de evitar la catástrofe, pero al darse cuenta que no era así, que aquél los insultaba, que el abismo se aproximaba a las ruedas o las ruedas al abismo entre lengüetazos de rocas erguidas como últimos valladares al borde del camino, empezaron a pedir socorro:

—¡Help!… ¡Help!…

¡Auxilio!… ¡Auxilio!…, traducía maquinalmente Milocho, bien que de verdad oyera: ¡Asesino!… ¡Asesino!…

—¡Ah, canallas!… —se trituró los dientes—, ¿asesino yo?… ¿y a los air-bomberman y a los pilotos que atacaron con altos explosivos poblaciones indefensas en esta tierra que ahora recorren como propia, ametrallando niños y mujeres?, ¿cómo les llaman?… ¿Asesinos?… ¡No!… ¡Los air-bomberman siguen siendo air-bomberman condecorados y los pilotos, pilotos!…

El descenso en trompo loco, ya sin carretera, más en el aire. Fugazmente alcanzó a ver por el espejo a los fusilados de Nagualcachita, entre bultos de turistas que caían y se levantaban de sus asientos agarrándose de donde podían, golpeándose entre ellos, dando en el piso, dando en el techo, dando en los cristales, baile de anteojos negros, camisolas y dentaduras blancas, fijas, de enfriado chewing-gum…

—¡Bájense… bájense los fusilados de Nagualcachita! —empezó a gritarles—. ¡Abajo… abajo… ustedes ya están muertos… ahora es con ellos… déjennos… déjennos solos!…

—¡Cobarde!

—¿Cobarde?…

—¡Cobarde!… —oyó que le gritaban los de Nagualcachita.

—¡Bájense… bájense los fusilados y verán que no soy cobarde! ¿Verdad que no soy cobarde, darling? ¿Verdad que ahora vamos a bombardear pueblecitos en California… de California a Nueva York?… ¡En tu país todo está por bombardear!

Alarica dobló el brazo para no destrozarse la cabeza en los cristales del parabrisas, de donde rebotó hasta el asiento, frágil y huesosa… y no hubo al borde del abismo por donde el transporte acababa de precipitarse, sino un pestañeo de zacates secos, un escurrimiento de piedras y tierra gruesa que se fue haciendo lluvia fina, un silencio turbado por un solo grito, breve, brevísimo, cortante, formado por muchos gritos y un postrer arrastrarse de las ruedas traseras del bus cuando ya las de adelante iban en el aire, como el tren de aterrizaje de un bombardero.

—¡Americanos todos! —alcanzó a decir Milocho sin soltar el timón ni sacar el pie del acelerador clavado a fondo—. ¡Americanos todos!…

Las ramas de los árboles recibieron con sus manos piadosas los cuerpos lanzados al vacío y de sus ramas, al choque, desprendiéronse como muñecos, cayendo a más de sesenta metros de profundidad en roca viva.

 

Poco hubo que investigar. En fila de hormigas bajaron los indios que habían vuelto a trabajar como peones-esclavos en los caminos, y en parihuelas improvisadas con troncos y ramas tardaron casi dos días en extraer los cadáveres del fondo del abismo. Ambulancias movilizadas al sitio de la catástrofe volvieron con su dolorosa carga a la ciudad y un transporte aéreo vino por los despojos de las víctimas. Las poblaciones del interior se estremecieron, temerosas de nuevos bombardeos, al oír el rugido de los motores. Pero este avión no llegaba a dejar, sino a llevar carga de muerte. Los volcanes respiraban la paz del cielo con sus pulmones azules. El último cadáver que se rescató, entre peñascales y espinos, fue el del Guía de Turistas, Emilio Croner Jaramillo, el famoso Milocho, no muy desfigurado, con la boca abierta, como si todavía gritara:

—¡Americanos… americanos todos!…

*FIN*


Week-end en Guatemala, Buenos Aires, 1956


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