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Amigo de la familia

[Cuento - Texto completo.]

Kay Boyle

Cuando eran niñas tenían un teatro de marionetas con hombres, mujeres y hasta con arbustos, provisto de unos cables para mover las figuras. Colgaban una cortina en mitad de la habitación y montaban el escenario sobre una mesa en el centro. Los truenos se obtenían mediante una lámina de cartón que agitaban hasta hacerla bramar entre bastidores. Pero la mejor obra era una en que dejaban caer un ataúd de cristal dentro del cual se podía ver a una princesa.

—El ataúd —decía la voz de una de las niñas, leyendo detrás del escenario— se cayó y se deshizo en átomos.

Entonces izaban el ataúd con cables y desde los lados del escenario arrojaban una lluvia de pedacitos de cartón blanco.

Llegado este momento el barón siempre se ponía a aplaudir, a dar palmadas y a gritar aparentemente para imponerse al estruendo de su propia risa. Pero por entonces el telón ya estaba bajando de forma que la tormenta de sus vítores quedaba muy apropiada.

—¡Bis! ¡Bis! —exclamaba el barón.

Aquella palabra la aprendieron de él. Se levantaba de su silla, alzaba las manos y extendía mucho los brazos para aplaudir. Se hacía salir a las intérpretes y se las hacía desfilar delante de él, de la madre y de cualquier otra persona del público. Un minuto o dos más tarde, el barón iba al piano de la otra habitación y cantaba la canción de la Luciérnaga en alemán, con voz estruendosa, hasta que las paredes de la casa se hundían y su voz remontaba el vuelo.

Tenía una voz grave y profunda que inundaba las salas de conciertos y hacía temblar las piezas de cristal de las lámparas. En dos ocasiones llevaron a las niñas a Nueva York para oírlo cantar de noche en la ópera. La primera vez iba vestido con leotardos y jubón e interpretó con voz atronadora en la oscuridad. La segunda vez tenía el mismo aspecto con que ellas lo conocían: llevaba traje de etiqueta y una flor blanca en la solapa. Pero sin importar cómo se vistiera, para ellas seguía siendo un joven extranjero, gallardo y negro como un oso, haciendo que todos los demás jóvenes que venían a casa parecieran blancos como albinos e igual de insulsos.

No venía a menudo, quizá no más de dos o tres veces al año, pero antes de todas sus visitas la madre se hacía teñir su pluma de avestruz de un azul más intenso y se rizaba el pelo. Le compraba corbatas y se las metía en el cajón: las más ricas en colores que podía encontrar porque así eran las que él mismo habría elegido. No se vestía como ningún otro joven al que conocieran. Esta vez llevaba un abrigo de lana blanco como la nieve, un traje de color heliotropo y polainas blancas sobre sus zapatos relucientes. Estaba de pie en el estribo del vagón Pullman al llegar el tren, dio un brinco y dejó escapar una exclamación antes de que el tren se detuviera por completo. Llevaba unos guantes de gamuza amarilla con refuerzos negros que se quitó para besarlas en las mejillas y darle un ramo de flores a la madre.

—Dios santo, ¿cómo están todos? —dijo con regocijo mientras ellas permanecían boquiabiertas porque se habían olvidado de que era tan alto y de que hablaba tan alto.

Era bávaro y el medio oeste le resultaba tan incómodo como la tumba. Caminó de la estación hasta el coche cogido del brazo de la madre y su aspecto extranjero los envolvió a todos como una capa resplandeciente.

El barón se sentó junto a la madre en los cojines y las dos niñas, con sus sombreros de charol, se sentaron muy rectas en los asientos laterales dando la espalda a los demás y mirando el reflejo del joven en la franja de cristal.

—Yo echo mucho de menos a mi madre —dijo y en el espejo le vieron besar la palma y el dorso de la mano de su madre. Ella le mostró su pluma azul, a él le brillaron los ojos oscuros y su rostro rubicundo se llenó de matices extraños.

Se puso unos pantalones de franela blancos para el almuerzo y se aventuró en la terraza. Soltó unos gorgoritos graves y tamborileó con los dedos sobre su camisa abierta, con tanta ligereza y aplomo como si estuviera arrancando música de una caja de resonancia perfectamente torneada. Recordaba todo lo que había habido allí y los cambios que se habían llevado a cabo.

—¡Ah, este año están aquí las violetas! —le cantó con gravedad a la madre—. Le voy a decir una cosa. Me gusta mucho más así. ¡Qué idea tan magnífica ha tenido, señora Mutter!

También la madre se había cambiado de vestido.

—Hace mucho calor —dijo ella cuando las niñas se la quedaron mirando encantadas—. De pronto se ha templado tanto —dijo la madre— que me he puesto esto.

—¡Pero si es nuevo! —dijeron las niñas—. ¡Es terriblemente bonito!

—Sí —dijo la madre—. Ahora enseñémosle al barón los polluelos de paloma.

—¡Pero qué vestido tan precioso! —dijo el barón—. No le puedo quitar la vista de encima. —Se enganchó su zapato blanco impoluto en un arco de croquet y tuvo que cogerse del brazo de la madre para no perder el equilibrio.

—¿Se ha hecho daño? —preguntó la madre en voz baja. Él se la quedó mirando.

—Sí —dijo el barón con su voz grave y profunda—. Sí, me he hecho una herida para el resto de mi vida.

El barón recordaba cuántas palomas había habido en otoño. Los gladiolos estaban en flor y ahora le transmitían su rubor y su languidez al aire. También recordaba la proporción exacta de ginebra y granadina del cóctel del padre. Cuando regresó a la mesa de la terraza, se arremangó para prepararlo y un vello negro y sedoso apareció en sus brazos.

—¡Ah, ah, ah, ahhhhhh! —cantó, como si practicara escalas. La coctelera plateada le congelaba las manos—. ¡Ya sale del coche el señor Mutter! ¡Hola, hola, hola! —exclamó. Bajó dando zancadas los escalones del jardín como si diera la bienvenida a algún invitado que viniera de visita—. ¡Hola, hola, señor Mutter! —

exclamó.

—Hola —dijo el padre con tranquilidad. De pie junto al barón parecía un hombre pequeño y las canas parecieron brotar por arte de magia sobre su cabeza—. ¿Cuándo ha llegado usted? —dijo el padre. Venía de la oficina y llevaba su traje azul oscuro.

—¡Es hora de prepararle un cóctel! —exclamó el barón con una risotada.

—Sería usted un mayordomo de primera clase —dijo el padre, pero no sonrió.

Cuando se sentaron para el almuerzo, con las niñas guardando un silencio respetuoso en un extremo de la mesa, el barón empezó a explicarles lo que su propia madre había significado para él. Los dientes le brillaban como estrellas mientras se tomaba su almuerzo con entusiasmo. El sol le daba en la cara y le arrancaba enormes y atractivas espirales a sus cejas.

—Cuando crezcáis, niñas —dijo—, le haréis algo terrible a vuestra madre. Le quitaréis la luz de esa cara tan hermosa y le pondréis algo que nunca habríais imaginado. Br-rr-rr-rr —dijo el barón en su peculiar lenguaje y se estremeció como si le hubiera invadido un ataque de frío—. A veces no puedo dormir por la noche pensando en las cosas horribles que año tras año le pongo a mi madre en la mirada.

Ella no se pudo acostumbrar a que yo estuviera en el ejército. Creyó que podría convencer a todo el mundo de que me había disfrazado de oficial solamente para divertirme. Cuando iba a verla me decía: «Quítate ese uniforme», como si aquello pudiera convertirme otra vez en niño.

El barón se sirvió pollo y salsa de crema salteada con pimientos rojos. Pese a su interés por la comida tenía los pensamientos en otra parte, porque les estaba contando la primera vez que se escapó de casa.

—Señor Mutter, mi madre se pasó dos días buscándome por los cafés y visitó todas las revistas musicales de la ciudad, algo que ella odiaba. Esperaba cada noche fuera de la ópera porque no soportaba entrar y ver las escaleras por donde mi padre cayó muerto de un ataque al corazón cuando era un joven de treinta y cinco años.

¡Piensen en eso! Muerto por cantar demasiado alto, comer demasiado bien y beber demasiado vino. Esa sí que es una buena manera de diñarla, señor Mutter, ¿qué le parece? ¡Dios mío, qué espléndida mirada dejó atrás aquel hombre en la cara de mi madre!

El barón dejó sobre la mesa su cuchillo y tenedor, emocionado.

—¡Dios mío, señor Mutter! —exclamó dirigiéndose al padre—. A veces creo que podría pasarme el resto de la vida hablando con sus hijas, diciéndoles: «¡Sed buenas, sed buenas, sed buenas con esa criatura maravillosa que Dios os ha dado durante una temporada!». A veces me vienen ganas de ponerme de rodillas —dijo el barón— y pedirles que sean buenas con esa madre maravillosa que tienen.

El padre se limpió los labios con su servilleta y se quedó mirando al barón.

—¿Se debe al parecido de ella con la madre de usted? —preguntó educadamente.

—¡Dios mío, sí! —exclamó el barón. Cogió de nuevo su cuchillo y su tenedor como si su apetito por la comida acabara de regresar—. Aquí estamos, señor Mutter, estamos vivos —dijo al cabo de un momento—. ¿Pero cree usted que alguno de nosotros podría ponerle a la señora Mutter esa espléndida mirada que un hombre muerto le puso al rostro de mi madre?

—Estoy bastante seguro de que yo no podría, vivo o muerto —dijo el padre.

—Y la pobre mujer se pasó todo el tiempo buscándome —dijo el barón—. Todo el tiempo que pasé fuera de la ciudad. Me hice mayor de la noche a la mañana y me fui al campo con una concubina. Yo…

El padre dejó su servilleta y apartó su silla de la mesa.

—Después de todo —dijo—, hay criaturas presentes cuyo desarrollo acaso sea menos precoz de lo que fue el de usted…

Las niñas no levantaron la vista. Al cabo de un minuto su padre se levantó y dijo que tenía que regresar a la oficina. El barón se puso en pie e hizo una pequeña inclinación sobre la mesa.

—No dudo de que volveré a verle esta tarde —dijo el padre.

Los demás vieron cómo la limusina del padre daba media vuelta y salía a la calle, con la gravilla crujiendo suavemente bajo los neumáticos finos y elegantes de las ruedas.

—¿Qué es una concubina? —preguntó una de las niñas.

—Es una especie de sartén —dijo la madre. Miró al barón sin sonreír—. Bueno,

¿y qué pasó después? —preguntó.

El barón le dio un cigarrillo de su pitillera y se lo encendió.

—Dios mío, fue espantoso —dijo.

—Yo pensaba que habría sido espantosamente agradable —dijo la madre.

—Dos días en el campo con una… con una… —dijo el barón.

—Con una sartén —dijo la madre, fumando—. Continúe, por favor.

Pero el barón se levantó de pronto, como si estuviera furioso, y empezó a cruzar la terraza. De pronto regresó y se plantó cuan grande era, junto a la silla de la madre.

—¡Dos días! —le dijo con voz atronadora—. ¡Dos días me tuve que pasar fugado para poder ver los árboles, el cielo, el río o cualquier cosa que fuera nueva y fresca!

—¡Como un oficial de una comedia musical! —dijo la madre en tono jovial.

—Muy bien —dijo el barón. Su rostro rubicundo subió de tono—. Muy bien —

dijo, se dio media vuelta y se marchó.

Atravesó la terraza, bajó la escalera y pudieron oír el crujido de sus zapatos blancos sobre el suelo de la entrada. Las niñas, que ya se habían terminado la fruta, doblaron sus servilletas y siguieron a su madre hasta la balaustrada. Desde allí vieron cómo la coronilla del barón doblaba el recodo de la enramada de parras y desaparecía.

—Podría ser cualquier sitio —les dijo la madre. Su voz era suave y estaba llena de cariño hacia ellas. Permanecía de pie contemplando el río y la frondosa línea curva de la arboleda que dominaba las franjas resplandecientes de color azul. No había barcazas ni ferrys que estropearan el paisaje en aquel momento y la corriente era rápida y limpia, aunque la ciudad no quedaba muy lejos—. Podría ser cualquier sitio, es maravilloso —dijo la madre, y les cogió las manos a las niñas—. Es como un niño

—dijo —. Será mejor que vayamos a ver.

Encontraron al barón de rodillas buscando tréboles de cuatro hojas. Las cosas le pasaban por la cabeza y desaparecían de aquella forma, sin que la rabia consiguiera mantenerlas allí. La madre y las niñas se sentaron y extendieron las faldas sobre la hierba. Vieron los tobillos cruzados de su madre y sus pequeños botines de tacón alto y luego contemplaron con timidez sus propias rodillas desnudas cubiertas de vello rubio. Intentaron cubrirse las rodillas pero no lo consiguieron. En cualquier caso, el barón estaba hablando de los nuevos papeles que iba a interpretar.

Por la tarde les escribió una ópera de un acto especialmente para ellas. Se sentó en el banco de la sala de música y lo esbozó sobre las teclas: aquellas canciones y ballets las hicieron bailar porque se parecían a muchas melodías que ya habían oído.

La madre se pasó toda la tarde sentada frente a la ventana, cosiendo faldas y capas nuevas para las marionetas. Al final fue una ópera llena de canciones humorísticas, que el barón fue escribiendo ágilmente con una pluma mientras tocaba con la otra mano, registrándoles la música en forma de notas con y sin cola sobre las páginas glaseadas y pautadas.

La madre las acompañó todos los días y al cabo de poco tiempo las niñas se la aprendieron, fueron capaces de cantar todas las partes sin reírse y de mover los cables de forma que la sartén bailara.

Opéra-comique en un acto —dijo el barón— que lleva por título: La Concubina, la Cacerola y la Cafetera. —Él mismo cantaba la parte de la cafetera, golpeándose el pecho robusto y dejando escapar gritos de alegría cuando ensayaban todos juntos. La Concubina era una sartén muy reluciente y pequeña a la que la madre había pegado un trocito de su propia pluma justo encima de los ojos que le habían pintado.

La noche del espectáculo el padre se sentó en primera fila y al subir el telón dijo:

—La Concubina se parece a vuestra madre.

—¡Qué tontería! —dijo la madre desde donde estaba interpretando los plácidos compases iniciales. Las niñas vieron cómo negaba con la cabeza a la luz de las velas y sonreía en dirección a los invitados a la cena que ahora componían el público. El escenario que se desplegó ante todos ellos representaba los fogones de una cocina; al cabo de un momento la Cafetera apareció en escena y el barón empezó a cantar su conmovedora canción.

Moi, la cafetière à pression, café, café, cafetière!  —cantó con su voz profunda y maravillosa. La canción estaba tomada de la canción del Toreador pero no importaba en absoluto. La voz burbujeante del barón sonaba intensa y profunda detrás del telón mientras la Cafetera plateada con una capa purpúrea se pavoneaba por los fogones—, Je passe, je passe, je passe le café —cantó el barón, y en aquel momento se levantó la pequeña Concubina, que había estado acostada sobre los carbones. Le habían pintado una boca abierta para que cantara y las voces de las niñas se unieron y se elevaron juntas para entonar su discurso. Solamente pronunció una frase:

Quand tu es là, je ne pense qu’à ton passer le café.

Luego el barón cantó de nuevo. Abrió mucho su boca jovial a la espalda de las niñas y su voz cayó sobre ellas como un torrente, tan próxima que hizo estremecerse sus corazones. En su garganta mágica crecía una pena espantosa, una pena tan terrible y conmovedora que los espinazos de las niñas temblaron de placer. Todas las demás ocasiones en sus vidas que habían oído música habían sido una preparación para ese momento. Las vigas y las piedras de la casa debieron de derrumbarse cuando su voz se elevó y resonó más fuerte que la propia piedra en una llamada atronadora, como si convocara a alguien a su lado:

Soubrette, ma poêle à frire, je t’aime!

Todo el mundo en la sala prorrumpió en un aplauso instantáneo, pero al cabo de un momento el padre habló con una voz que se pudo oír con claridad.

—Siempre me ha gustado Bizet cantado por italianos o franceses. La interpretación teutona me deja bastante frío.

Luego, como un coro diminuto y apasionado, las voces de las niñas se elevaron gradualmente. Detrás de ellas resonó la voz del barón, suave, zumbando como un violonchelo, dándoles forma y guiándolas hacia el amor. La madre interpretó plácidamente los compases entrecortados y los frágiles pulmones de las niñas se llenaron de aire y emitieron todo el aprecio por la hermosura de su madre para que el mundo lo oyera. La Sartén correteó por el escenario reluciente hasta donde estaba la Cafetera y ambas se unieron en un abrazo.

Con el pitorro unido a la boca pintada, así es como los encontró la Cacerola, y merced a un maravilloso truco, un chorro furioso de vapor le salió de debajo de la tapa. De aquella forma los separó violentamente e hizo que la pluma azul de la Concubina temblara de agitación. Dejó caer su tapa de hojalata sobre el fogón y dio rienda suelta a su rabia. Nuevamente fue la voz del barón la que emitió aquella furia arrogante y pomposa; pero su voz se había vuelto burlonamente aguda y frívola y en sus labios había aparecido una sonrisa.

Je suis une casserole pleine d’affaires,
je trouve les arts bien amers.
L’État Civil, les Codes, la Loi,
sont toujours respectés, grâce à moi.
Je n’ai pas le temps de m’amuser
car je fais la cuisine – c’est la vérité!
Je n’ai pas le temps pour quoi que ce soit!
Je suis une casserole!

La Cacerola inició un pas seul por el escenario. De pronto el padre se levantó en medio del público carcajeante.

—¿Qué pasa? —preguntó con voz suave la madre en medio de la penumbra, sin dejar de tocar.

—No tengo tiempo para diversiones —dijo el padre. Hubo un revuelo sorprendido entre los invitados.

—¡No seas tonto! —gimió la madre, porque el barón había dejado de cantar.

—No me gusta el papel que me ha tocado —dijo el padre levantando la voz.

Había acabado con la actuación.

—¡Pero si tú no eres la Cacerola! —exclamó la madre, y todo el mundo se rió.

Incluso el barón entre bastidores se revolvió de risa:

—¡Ja, ja, ja, ja, ja! —resonaron sus notas gorjeantes—. ¡Dios mío, señor Mutter!

—bramó con su vozarrón—. ¡Pero si usted ni siquiera se parece a una cacerola!

—¡Supongo que sí me parezco! —dijo el padre ferozmente desde la puerta—.

¡Solamente es que nunca se me había ocurrido!

A veces, por las noches, las niñas recordaban el aspecto del barón cuando se reía, o la forma en que echaba la cabeza hacia atrás bajo el sol o la forma en que sus manos se extendían sobre las teclas del piano. Aquélla fue la última vez que vino a la casa, pero después de que se marchara lo siguieron recordando mucho tiempo, y también que la madre había estado postrada en cama, y que el viento o algo parecido había gemido y sollozado junto a la ventana como una mujer que se pasara la noche llorando.

*FIN*


“Friend of the Family: A Story”,
Harpers Magazine, 1932


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