Un tiempo hollaba por alfombras rosas; y nobles vates, de mentidas diosas prodigábanme nombres; mas yo, altanera, con orgullo vano, cual águila real a vil gusano, contemplaba a los hombres.
Mi pensamiento -en temerario vuelo- ardiente osaba demandar al cielo objeto a mis amores, y si a la tierra con desdén volvía triste mirada, mi soberbia impía marchitaba sus flores.
Tal vez por un momento caprichosa entre ellas revolé, cual mariposa, sin fijarme en ninguna; pues de místico bien siempre anhelante, clamaba en vano, como tierno infante quiere abrazar la luna.
Hoy, despeñada de la excelsa cumbre do osé mirar del sol la ardiente lumbre que fascinó mis ojos, cual hoja seca al raudo torbellino, cedo al poder del áspero destino… ¡Me entrego a sus antojos!
Cobarde corazón, que el nudo estrecho gimiendo sufres, dime: ¿qué se ha hecho tu presunción altiva? ¿Qué mágico poder, en tal bajeza trocando ya tu indómita fiereza, de libertad te priva?
¡Mísero esclavo de tirano dueño, tu gloria fue cual mentiroso sueño, que con las sombras huye! Di, ¿qué se hicieron ilusiones tantas de necia vanidad, débiles plantas que el aquilón destruye?
En hora infausta a mi feliz reposo, ¿no dijiste, soberbio y orgulloso: -¿Quién domará mi brío? ¡Con mi solo poder haré, si quiero, mudar de rumbo al céfiro ligero y arder al mármol frío!
¡Funesta ceguedad! ¡Delirio insano! Te gritó la razón… Mas ¡cuán en vano te advirtió tu locura!… ¡Tú mismo te forjaste la cadena, que a servidumbre eterna te condena, y a duelo y amargura!
Los lazos caprichosos que otros días -por pasatiempo- a tu placer tejías, fueron de seda y oro; los que ahora rinden tu valor primero, son eslabones de pesado acero, templados con tu lloro.
¿Qué esperaste, ¡ay de ti!, de un pecho helado de inmenso orgullo y presunción hinchado, de víboras nutrido? Tú -que anhelabas tan sublime objeto- ¿cómo al capricho de un mortal sujeto te arrastras abatido?
¿Con qué velo tu amor cubrió mis ojos, que por flores tomé duros abrojos, y por oro la arcilla?… ¡Del torpe engaño mis rivales ríen, y mis amantes, ay, tal vez se engríen del yugo que me humilla!
¿Y tú lo sufres, corazón cobarde? ¿Y de tu servidumbre haciendo alarde quieres ver en mi frente el sello del amor que te devora?… ¡Ah! Velo, pues, y búrlese en buen hora de mi baldón la gente.
¡Salga del pecho -requemando el labio- el caro nombre de mi orgullo agravio, de mi dolor sustento!… ¿Escrito no le ves en las estrellas y en la luna apacible que con ellas alumbra el firmamento?
¿No le oyes, de las auras al murmullo? ¿No le pronuncia -en gemidor arrullo- la tórtola amorosa? ¿No resuena en los árboles, que el viento halaga con pausado movimiento en esa selva hojosa? De aquella fuente entre las claras linfas, ¿no le articulan invisibles ninfas con eco lisonjero?… ¿Por qué callar el nombre que te inflama, si aún el silencio tiene voz, que aclama ese nombre que quiero?…
Nombre que un alma lleva por despojo; nombre que excita con placer enojo, y con ira ternura; nombre más dulce que el primer cariño de joven madre al inocente niño, copia de su hermosura;
y más amargo que el adiós postrero que al suelo damos, donde el sol primero alumbró nuestra vida, nombre que halaga y halagando mata; nombre que hiere -como sierpe ingrata- al pecho que le anida.
¡No, no lo envíes, corazón, al labio! ¡Guarda tu mengua con silencio sabio! ¡Guarda, guarda tu mengua! ¡Callad también vosotras, auras, fuente, trémulas hojas, tórtola doliente, como calla mi lengua!
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