Parece que estoy viendo sobre las crestas de una montaña
un templo incaico en ruinas, que el Sol en oro y en sangre baña:
y, al ver los escombrados despojos de ese templo que un día
ostentó en sus altares dioses cuajados de pedrería,
imagino, en mis sueños, que un Inca llega solemnemente,
pone el cetro en mi mano, con su diadema ciñe mi frente,
cuelga sobre mis hombros su manto regio y en el oído
me dice así: —Poeta. Mira tu templo. ¡Tarde has nacido!
Yo he visitado un día la ciudad vieja de Guatemala
que en ruinas sobrevive. Por sus tortuosas calles resbala,
en las noches, la sombra del arrogante Pedro Alvarado,
y aún se oye el ruido de las espuelas del gran soldado.
He creído, en mis sueños, que él me ceñía con su coraza
como si me ciñese con su caricia toda una raza;
y me besaba luego paternalmente y en el oído
me hablaba así: —Poeta. Tu ciudad mira. ¡Tarde has nacido!
¡Oh las ruinas incaicas y coloniales! ¡Oh viejas ruinas!
Mis versos solamente son rosas frescas y purpurinas
que florecen en medio de los peñascos y los escombros…
Incas: ¡colgad el manto de vuestra pompa sobre mis hombros!
Conquistadores: ¡dadme ceñir la cota sobre mi pecho!
Yo soy de unos y de otros: el actual molde me viene estrecho…
Ensayaré algún día las epopeyas de las dos razas;
y cuando en mis estrofas fuljan los palios y las corazas,
volverán las dos sombras a hablarme entonces en el oído
y me dirán: —Poeta. ¡Canta el Pasado; que a eso has nacido!
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