Antonio, el Cenobiarca del silencioso Egipto,
para templar los duelos de su vivir -proscripto
en una helada cueva donde retoza el Diablo
marchose en altas horas a visitar a Pablo,
el más viejo eremita.
La paz reinaba en torno:
en cálidos efluvios, por sus bocas de horno
respiraba el Desierto. Ya no volaba una
sola pareja de ibis rojos. La luna,
abriéndose ancho paso tras cenicienta franja,
vertía sobre el polvo su amarillo naranja,
seguida por un astro (dorada mariposa
que en derredor girase de una pálida rosa).
Súbitamente el monje, creyendo oír muy lejos
un rumor, se detuvo, y a los blancos reflejos
del astro melancólico vio la extraña figura
de un monstruo que, a galope, cruzaba la llanura;
y removiendo arenas se venía derecho
a él: su cuerpo flaco tembló como un helecho
que el aura mece; “acaso esa bruta carrera
fuese fuego diabólico; tal vez hambrienta fiera… ”
¡ya llega! y frente a frente del vital esqueleto
del monje, un ser no visto, desmelenado, inquieto,
se para. El ermitaño y el monstruo se interrogan,
y así, bajo la calma de la noche, dialogan:
El Centauro
Yo soy el viejo Hippofos: el último Centauro
que circundó sus sienes con el augusto lauro
crecido entre las grutas del Sagrado Archipiélago;
soy un hijo de Grecia que atravesando el piélago,
vino a buscar la sombra de bosques escondidos
para llorar la fuga de sus dioses vencidos.
Yo soy la Fuerza alegre; mi brazo poderoso
sabe peinar la ninfa y estrangular el oso;
y en mi pecho, que tiene la aspereza del cardo,
se doblan las espadas y se despunta el dardo,
y, cual rodada piedra que va de tope en tope,
sobre las rocas duras revienta mi galope;
hasta los dioses tiemblan cuando la ceja enarco;
yo rompo dos encinas para forjarme un arco,
y cifro la alegría de vivir. Soy un hombre
que sueña, quiere y puede, y a la par lleva nombre
de monstruo; tengo mente, y endurecido callo:
soy malo como el hombre y ágil como el caballo,
y velo extraño símbolo. Soñador y lascivo,
quien conozca mi esencia conoce un adjetivo,
comprende el adjetivo universal y humano
que entre su seno oculta la palabra ¡PAGANO!
Tu nombre di, Fantasma que dialogas conmigo.
San Antonio
Yo soy Antonio, un siervo del Señor, tu enemigo,
que atempera sus pasos a la celeste norma
de Jesús, y proscribe la diabólica forma
que corrompe los seres, arrebata la mente
y hace perder el alma del hombre eternamente…
No soy púgil: mis brazos no soportan el peso
de un ánfora colmada; se diría de yeso
mi figura unas veces, en otras aparenta
los contornos de una raíz amarillenta.
Mi frente, que no ciñe fresco gajo, sin vello
finge tan sólo el árida rodilla del camello.
Soy un heraldo mudo de la roja victoria
sobre el Olimpo. Digo la beldad y la gloria
de Cristo con los seres que son de polo a polo.
El Centauro
No puede vuestro Cristo competir con Apolo,
con el hijo soberbio del Ceñudo y Latona,
que en los brazos de Dafnis al amor se abandona,
o lleva el ígneo carro que volcó Faetonte
por los campos azules del abierto horizonte.
El olímpico auriga de la eterna carroza
donde Febo, ceñido de laureles, retoza
con las Horas desnudas, los sonoros tropeles
por el éter dirige de sus raudos corceles.
Van cayendo las sombras bajo el dardo certero
del Arquero divino; por el ancho sendero
que siguió la carroza, cruza el sol, pasa el día,
y la luz va regando su dorada armonía.
Ese numen risueño que ignoró la tristeza
y ha rendido al Olvido su robusta cabeza,
es el padre del Verso: con su mano divina,
al pulsar los bordones del arpa elefantina,
vaga, dulce, amorosa y simbólicamente,
ha forjado una patria más hermosa que Oriente,
donde yerra el perfume que al dolor nos arranca
y a do vuela el suspiro de amor -alondra blanca
que sobre el pico lleva la miel de un beso rojo-o
De allí parten los yambos como flechas de hinojo
del artista con celos que, siguiendo la huella
de Marsyas, lo cautiva, lo vence, lo desuella.
Por la senda más agria del adusto Parnaso,
con la crin en desorden a la luz del ocaso
va subiendo Pegaso, portador en sus ancas
del cantor Musageta de las Vírgenes blancas.
Y en la fiesta del mármol, sobre e! bajorrelieve,
entre dioses risueños y Afroditas de nieve
cuyas bocas ensayan las sonrisas eternas,
se irgue Apolo: la carne de sus pálidas piernas;
el torso alabastrino donde la gracia ondula
en cadenciosos planos; la frente que simula
un ara donde ofician la Luz y la Alegría,
y de su cuerpo todo la vívida armonía,
parece que suspiran por el febril contacto
de efebos y de ninfas de delicioso tacto…!
¡Al Crinado cantemos!
San Antonio
Es un ídolo yerto,
es un nombre en el mundo de! espíritu, muerto.
El Centauro
Un dios más bello muestra que Apolo y Citerea.
San Antonio
El triste, el dulce, el pálido Nabí de Galilea.
Es el profeta joven: como dorada lluvia
tiembla su pelo dócil, fluye su barba rubia;
El sabe lo que dice la voz de las colmenas,
y ama los canes tristes como las azucenas;
y son sus ojos grandes, melancólicos, vagos,
y en su fondo reflejan, como místicos lagos,
el divino silencio de las noches tranquilas;
y, cual besos que miren, sus absortas pupilas
aprisionan la calma del azul horizonte;
son sus manos delgadas como lirios de monte;
por su voz habla el eco de un arrullo divino,
y en vez de lauros lleva la toca del rabino.
Es triste cuando vaga cual un pastor extraño,
en busca de la oveja perdida del rebaño,
y cuando gime a solas por el amigo muerto;
es triste cuando, extinta la luz en el desierto,
con la cabeza baja y los ojos cerrados,
medita entre una fila de camellos cansados.
Si entre las frondas negras del olivar espeso
el de Kerioth le besa con su marchito beso,
sabiendo que su soplo sobre el Ungido vierte
la hez de la perfidia y el vaho de la muerte;
cuando la vieja mano de Dios le des asiste
en el postrer instante de su dolor: ¡es triste!
Y si a la tibia sombra de la copada higuera
sentado por las tardes, al pueblo que lo es pera
le dice la parábola, y en delicioso abrigo
bajo la vid en fruto de Lázaro, su amigo,
a María -la tierna- y a Marta -la sentida
enseña a amar el Alma y a despreciar la vida;
cuando, caudillo inerme de la legión futura
de mártires, levanta la mística figura,
sobre el paciente lomo de la borrica tarda,
y en medio de las voces del pueblo que le aguarda
entra a Salem, de angustia y amor el alma llena;
cuando en las horas grises de la última Cena
no ya la Pecadora su casto pie le enjuga,
y mientras Juan -el virgen- comparte su lechuga,
el Rabbi desolado por la melancolía
¡es dulce, es dulce, es dulce!
La blanca Eucaristía
palpita entre sus manos; con la mirada alumbra
los tintes nebulosos de tímida penumbra
que va llenando en olas aquel sereno asilo,
y, destrozado mártir al parecer tranquilo,
suscita sobre el terso cristal de su memoria
la pena sin orillas de su futura historia,
y oye vibrar el beso del hombre que le entrega
y la cobarde excusa de Kefas que le niega,
y, como los retumbas de sorda catarata,
los bárbaros aullidos del pueblo que le mata,
mientras el ancho marco de la ventana hebrea
recorta azules franjas del éter de Judea,
que está diciendo al mártir de faz entristecida
¡Cómo puede ser libre, fácil, sensual la vida!
Contéstame: ¿qué trágico calzó mejor coturno
que aquel Crucificado de rostro taciturno
que, erguido sobre el Gólgota, desde la cruz pasea
los ojos por su caro país de Galilea
que no verá en el tiempo, y en lánguido desmayo
se va muriendo exangüe? Cuando vestía el sayo
de punzador ultraje, cuando cargó la carga
de su futura gloria, cuando probó la amarga
bebida el virgen labio dolorido y sangriento,
y oyó que su lamento se perdía en el viento,
¡fue el trágico sublime! La flor de los dolores
regó desde ese instante sus cálidos olores,
y como banda nívea de cisnes familiares,
al arenal sin límites huyeron a millares
las vírgenes de Cristo, que en su mansión de palma
hallaron lo que Grecia no supo ver: ¡el Alma!
Allí, más victorioso que el orcomenio atleta,
con sus pasiones lucha vetusto anacoreta,
creador, en e! silencio de abruptas soledades,
de goces no sentidos, de voluptuosidades
que acendra el abstenerse y oculta la tristeza;
allá desde las cruces levantan la cabeza
los mártires heridos -sedientos gladiadores
que secan con sus bocas el mar de los dolores-.
El impasible Kosmos de vuestra fantasía
perdió tal vez su euritmia, su Olimpo, su alegría;
en cambio nuestras almas trocaron la Quimera
por un país excelso donde el amor impera
y…
Súbito el Centauro, doliente, silencioso,
se fue sobre la arena con paso perezoso,
alejando, alejando… y entre la gris llanura
borró para los hombres su helénica figura,
mientras el viejo monje -con su báculo incierto
con el signo de gracia borraba en el desierto
las huellas del Centauro …
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