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Arnobeldus o el amor conyugal

[Cuento - Texto completo.]

Carlos Martínez Moreno

Sostengo que esta es una historia de amor: del amor que teme perder su objeto, del amor que agrede por miedo de perder su objeto. Por eso, porque saben que este es un costado necesario del amor conyugal, las mujeres prefieren juzgar que este tipo de historias es gratuitamente cruel, baldío y en definitiva horrible. Y los hombres, en cambio —porque son los que deben sufrirlo— han acabado por ver en ellas apólogos estrictamente razonables.

Mi amigo Arnobeldus y la mujer de Arnobeldus, mejor dicho el matrimonio Arnobeldus, vivía en el tercer piso de una casa de apartamentos, en un suburbio que —a la época de esta historia— no podía considerarse residencial y hoy lo es; porque Montevideo progresa por extensión, como las situaciones conyugales.

Era un apartamento angostito y tenía tan solo una ventana que, a esa altura del tercer piso, daba a la calle: la del dormitorio conyugal de Arnobeldus. Esta ventana abría sobre la visión de un trozo de calle y, más cerca aún, sobre el cuadro disponible de lo que sería con el tiempo una plaza. Hoy han construido ya esa plaza, no puedo saber si en el subsuelo de ella está enterrada la sonrisa de Arnobeldus, la disuelta sonrisa de Arnobeldus. De todos modos, el matrimonio ya no vive allí.

Arnobeldus era por aquella época (hablo de quince años atrás) un hombre joven, rubio, alto, que debería parecer hermoso a las mujeres. Trabajaba de noche en un diario y las trasnochadas le daban un aire ligeramente mustio, casi imperceptiblemente marchito, que me imagino que podía enternecer la imagen de su encanto. Pero entonces tenía poco más de treinta años y no podía presentirse que la marchitez iba a avanzar de tal modo sobre sus años maduros, que son los años del desgaste de Arnobeldus y supongo que los años felices y tranquilos de su mujer, los largos años navegables de la calma chicha del amor conyugal.

Tenía poco más de treinta años pero una infancia pobretona y desnutrida y una adolescencia hedonista y descuidada habían arruinado los dientes de Arnobeldus; y su “maldita falta de calcio”, de la que hablaba a nosotros sus amigos más íntimos como si tratara de una enfermedad vergonzosa, había llevado a aquella abrumadora catástrofe: le habían arrancado las últimas piezas dentales, que discordaban —por solitarias, por movedizas, por corroídas— con el perfecto trazado de su boca, con la nobleza de su perfil romano.

Se las habían extraído, casi sin dolor para su cobardía (de tan ínconvictas y flojas como deberían sentirse debajo de los armoniosos labios de Arnobeldus, perjudicando, si ellos se abrían, la seductora sonrisa de Arnobeldus); y en su reemplazo, con infinita paciencia, con trémula responsabilidad, un dentista que era amigo de todos nosotros y víctima particular de Arnobeldus, destinatario de su eterna letanía y proveedor de tardíos remedios calcificantes, había ajustado para él, para sus futuras encías de viejo guardadas durante meses de licencia en su casa, como una vergüenza precoz, como si alguien todavía vivo recatara a la vista de los demás la imagen invencible de su calavera, una dentadura absolutamente maravillosa y perfecta. Había sido pulida a través de sesiones inacabables, trabajada hasta detalles de insospechable verosimilitud: la mordida de Arnobeldus, el engaste providencialmente natural sobre el color de sus encías, el desgaste en bisel de los incisivos, abriendo una imperceptible ventanita en la sonrisa de Arnobeldus, como en el tiempo de sus dientes verdaderos ocurría.

Porque Arnobeldus había podido volver a sonreír y los discretos dientes no brillaban demasiado. Había aprendido a hablar, tras días en que solo murmuraba (y muy especialmente silbaba) en privado. Había retomado al trabajo, abandonando la servicial excusa médica del surmenage. Oh, la verdad es que las primeras pruebas de la dentadura habían estado a punto de provocárselo y las primeras pruebas de lenguaje lo habían arrastrado al borde de una crisis nerviosa y nadie habría podido desechar que al suicidio. Había logrado dominar las pronunciaciones sibilantes, endurecer las sílabas flojas donde el aire desafinaba al comienzo, dónde su paladar postizo revelaba, mal dominado, oquedades atroces; había llegado a poder con los insultos, con las palabras explosivas que, soplando desde los carrillos, en los primeros días parecían suscitar verdaderos sismos en el interior de su boca.

Había vuelto, en fin —¿a qué detallarlo más, si ya estaba olvidándose de todas sus penurias?— a la vida plena. Y la mujer de Arnobeldus lo había celebrado con esperanza, con rejuvenecimiento y alegría. Volvía a ser el sujeto encantador, el ocurrente, el malicioso, el animador insustituible de las ruedas en que, por él, buscábamos a los dos. La mujer de Arnobeldus debía haber tenido la grotesca impresión de que todos nosotros, los amigos de la pareja, en retroceso o pánico, agolpados en los rincones mientras se demoraba aquella “obra maestra de prótesis” —como el dentista se ufanaba en llamarla— hubiéramos acudido luego tumultuosa y alegremente hacia el centro del consultorio, rodeando el sillón de dentista en que Arnobeldus, como afirmado a un trono, sonreía a la redonda, estrenaba su sonrisa flamante y perdurable; aplaudiendo y adorando la dentadura perfecta que nos devolvía al perdido Arnobeldus, al maravilloso Arnobeldus, al impagable Arnobeldus, al Arnobeldus de antes.

Pero el matrimonio es el estado verdadero e indefenso del hombre y Arnobeldus carecía de pudor ante la mujer de Amobeldus. No el mero pudor de la desnudez, que es un pudor de plaza pública y que en el caso de Arnobeldus podría haber sido una forma íntima de narcicismo, porque sus músculos eran largos y afinados, sus piernas semejaban los remos de un animal de raza, su cabeza ensortijada y su frente lobulosa señoreaban aquel cuerpo de estatuaria clásica. No. El impudor de Arnobeldus ante su mujer se exhibía en una mínima operación nocturna: antes de apagar la luz para dormirse, Arnobeldus extraía con dos dedos su dentadura y la sumergía en un vaso con agua, puesto en la mesita de noche. Y eran esos carrillos desinflados, que chupaban el dibujo de su boca romana, los que le enviaban el beso final de cada día.

Hasta que llegó el momento en que Arnobeldus, ya suficientemente seguro de sí, volvió a tener una amante como había tenido en otro tiempo, como su mujer había podido saberlo, llorarlo y perdonarlo; o al menos —en el amor conyugal nunca se sabe— llorarlo y esperarlo.

Arnobeldus lo experimentó como su prueba de haber regresado verdadera y plenamente a la vida: sin inhibiciones, con la antigua confianza en sí mismo, por tantos meses arrumbada; con su nueva sonrisa portentosa, con su prestancia de animal hermoso.

Pero lamentablemente —el largo desuso de sí mismo se lo había hecho descuidar— sin la astucia de un animal receloso. Y la mujer de Arnobeldus, revolviendo una noche los bolsillos del traje que Arnobeldus había dejado sobre una silla (y conste que ella buscaba dinero para la botella de leche, no revelaciones) encontró de pronto una carta. Una de esas cartas innecesarias que, en el misterioso orden de la Providencia, escriben las amantes para que las encuentren las mujeres legítimas, que son sus auténticas destinatarias. La mujer de Arnobeldus, con una frialdad exaltada y resuelta, escondió la carta bajo el colchón, durmió sobre ella. El flojo beso nocturno de Arnobeldus cayó sobre la mujer durmiendo encima de la carta, como un matasellos.

Y a la mañana siguiente —con reticencia de perderlo, con ira y con cálculo— la mujer de Arnobeldus planteó el descubrimiento y el escándalo. Arnobeldus no supo casi defenderse: la arrogancia de su primera juventud había vuelto en él con una fuerza tan inocente y jactanciosa, que en cierto modo no le pareció mal que su mujer lo supiera; e incluso habría estado dispuesto a usarla de confidente, darle detalles acerca de su amante: su estatura, su edad, sus relativos encantos. Ante el solo pensamiento de esta imprudencia, cometió otra: la golpeada causa de orgullo que estaba extrayendo de toda la situación, despuntó una sonrisa en su boca. Entreabrió entonces por un instante las encías, que a esa hora de la mañana y a esa altura de su arreglo estaban todavía desnudas. Aquella fue la causa de su perdición aunque ahora (seguramente lo piensan así el envejecido Arnobeldus de menos de cincuenta años, su rechoncha mujer madura) parezca la catarsis, el acto de purificación por el cual los dos salvaron para siempre su indisoluble matrimonio.

Porque al ver aquella sonrisa, la mujer de Arnobeldus no precisó más:

—No me opongo a que tengas una amante —dijo—. Solo quiero que con ella tus cosas sean tan verdaderas como han sido siempre conmigo. Y que pueda verte así, como yo te estoy viendo ahora.

Arnobeldus todavía no había acabado de comprender lo que aquella postulación de igualdad envolvía como amenaza, cuando la mujer estuvo al lado del vaso, lo arrebató con un gesto rapidísimo y lo arrojó desde la ventana del tercer piso, abierta a las calmas del verano.

Arnobeldus, sin preocuparse de su desnudez (no había casas enfrente, nadie podía verlo) se asomó a la ventana y miró hacia aquel espacio vagamente circular donde algún día harían (ya hoy está hecha, es mucho menos vistosa de lo pensado) la hermosa plaza que habían proyectado y exhibido en maquetas, en las ferias municipales: con canteros, con pinitos de felpa y alambre, con caminos de polvo de mica. Miró hacia ese yermo de lamparones calizos, vio los fragmentos del vaso y debió ver, al sol de la mañana, como puntos brillantes, sus dientes dispersos. La mujer de Arnobeldus ya se había ido del dormitorio, pero no a pedir su divorcio. Seguramente estaba satisfecha, porque lo cierto es que Arnobeldus volvía —por virtud de aquel acto tan sencillo— a estar de nuevo, y acaso por siempre, junto a ella. El tiempo le ha dado la razón.

FIN


La sirena y otros relatos, 1968


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