Yo, Francisco,
me he convertido en el juglar de Dios,
pero a mi viejo caballo,
que murió junto a mí,
lo sigo soñando.
Era un animal lleno de miedo,
era mi cuerpo.
Lo dejé morir
en la esquina de las calles,
y sólo entonces sentí
el innoble hedor de mis vicios,
de mi violencia.
Me convertí en el vértice de la caridad
porque Dios un día
sin que yo lo mereciera
se inclinó sobre mí
y besó mis manos.