Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Atado de pies y manos

[Cuento - Texto completo.]

John O’Hara

Un día, Miles Updegrove, que de ordinario no reparaba en esas cosas, reparó en que Earl Appel había ido a trabajar en mocasines. No eran mocasines de veinticinco dólares, no tenían borlas y ni siquiera estaban lustrados. Eran exactamente el mismo tipo de mocasines que Miles Updegrove se ponía para estar por casa los sábados, cuando se dedicaba a las tareas que había ido postergando durante la semana. Eran la versión de Miles Updegrove de las zapatillas de tela que su padre se ponía para hacer sus cosas en esa misma casa. Seth Updegrove nunca se habría puesto zapatillas para ir al banco; Miles nunca se pondría mocasines para ir al banco; y no le gustaba ver cómo Earl Appel acudía a trabajar en mocasines, como no le habría gustado ver a Earl presentarse en el banco sin corbata. Es cierto que los zapatos de Earl no eran visibles desde su puesto detrás del mostrador. También era posible que Earl tuviera los zapatos de siempre en el zapatero y que los mocasines fueran de repuesto. Además, Miles era de esos hombres que creen en mantener las distancias con los empleados del banco, y hablar sobre zapatos con Earl Appel habría supuesto una transgresión de sus propias normas. Con todo, cuando al lunes siguiente Miles Updegrove acudió a la reunión de la directiva, se tomó la molestia de ir a comprobar cómo iba calzado Earl Appel, y, tal y como se temía, Earl volvía a llevar los mocasines. A la semana siguiente, luego de la reunión de la directiva, Miles Updegrove quedó consternado al ver que, aparentemente, los mocasines eran el calzado habitual de Earl Appel. Puede que se los hubiera lustrado una vez desde el día en que Miles había reparado en ellos, pero seguían pareciendo fuera de lugar en un banco.

Miles pensó en redactar un memorándum destinado al personal del banco. En 1955 había atajado un problema de naturaleza similar mediante un memorándum destinado a los empleados varones. “Ha llegado a nuestro conocimiento —había escrito Miles en esa ocasión— que algunos de nuestros empleados sufren el síndrome de la “sombra de barba de las cinco”, una afección que en estos tiempos en que crece el número de clientes de sexo femenino no contribuye ni al orden ni al prestigio del Banco. Después de investigar, hemos descubierto que al objeto de llegar puntuales por la mañana, varios de nuestros empleados han adquirido la costumbre de afeitarse la noche anterior, hábito que sin duda tiene su origen en el paso por el ejército o la armada. A la vista de las varias quejas recibidas, abrigamos la franca esperanza de que se pondrá fin a dicha costumbre.”

El memorándum iba firmado: “M. B. U., Presidente, en nombre de la Junta Directiva”, y Miles estaba orgulloso de él, pues no solo aunaba firmeza y tacto, sino que además se había demostrado plenamente efectivo. Los culpables de afeitarse la noche anterior —otros dos, además de Earl Appel— acataron la directiva y nunca volvió a recibirse queja alguna por la sombra de barba de las cinco.

Sin embargo, esta era una situación distinta. (En realidad ninguna clienta se había quejado de que los empleados fueran mal afeitados, por supuesto. Aquello no había sido más que un detalle inspirado que había dado en coincidir con una campaña para captar las cuentas de ahorro de las mujeres. Había sido Miles Updegrove quien había notado que por las tardes la barba de los jóvenes parecía más densa que la de los de más edad.) Durante la jornada, Earl Appel apenas tenía ocasión de salir de detrás del mostrador y dejar que los clientes vieran sus mocasines. El problema no podía abordarse de la misma manera que el problema de la barba. Earl Appel era el único que iba en mocasines al trabajo, y un memorándum habría sido una medida demasiado explícita. No obstante, había que hacer o decir algo, pues si bien era cierto que habitualmente Earl Appel no hacía nada en la parte del mostrador reservada al público, también lo era que todas las mañanas iba andando al trabajo, que comía todos los días en la cafetería de la YMCA y que todas las tardes volvía andando a casa. En otras palabras, la gente lo veía, y todo el mundo sabía que era empleado del banco.

—Da mala impresión —dijo Miles Updegrove una tarde en casa—. Un hombre demasiado perezoso para abrocharse los zapatos por la mañana.

—Habla con él —dijo Edna Updegrove.

—¿Cuándo? Por regla general, solo voy ahí dos veces por semana.

—Pero eres el presidente del banco —dijo Edna—. ¿Qué te impide ir cuando te plazca?

—No lo entiendes, Edna. Mi padre siempre me decía que el cajero es quien se encarga de las relaciones de plantilla. Papá no decía relaciones de plantilla, y ahora al cajero lo llamamos director, pero esa es la idea general.

—Entonces habla con Fred Schartle. Díselo a él.

—Ya lo he pensado, pero si le digo algo a Fred, se pondrá susceptible. Se lo tomará como si fuera una crítica a las relaciones de plantilla, es decir, al hecho de que no se haya dado cuenta de que Earl Appel va a trabajar todos los días con zapatos de sport. Hay que ir con cuidado con Fred. No hay banco de nuestro tamaño que tenga mejor director en todo el estado de Pensilvania. Fiable y aplicado como el que más. Pero no lo critiques.

—No tienes que tener miedo de Fred Schartle. Más bien al revés, diría yo —dijo Edna Updegrove.

—Oh, no creo que sea por miedo a Fred Schartle. No creo que nadie piense eso. Lo que pasa es que se toma muy a pecho que los demás pisen su territorio. Como cuando se habló de darle una gratificación a Clara Slaymaker. ¿Recuerdas cuando Clara sugirió dar algún tipo de obsequio a las clientas nuevas?

—La verdad es que no me acuerdo, pero sigue.

—Sí, Clara sugirió regalarles alguna baratija. Por cada cuenta de ahorro superior a diez dólares.

—No, supongo que lo he olvidado —dijo Edna.

—Bueno, el caso es que pusimos un anuncio en el County News y llegaron como cuarenta y cinco clientas nuevas, con eso está todo dicho.

—Me pregunto qué regalaríais —dijo Edna.

—Una especie de artilugios de plástico. Costaban como dos dólares cada uno al por mayor. Te traje uno.

—¡Ah! Los conjuntos de picnic. Ya me acuerdo. No eran muy buenos, no podían dejarse al sol. No quiero decir que fuera culpa de Clara. Creo que estaban hechos en Japón. Estoy casi segura.

—¿Qué más da dónde los hicieran o qué fueran? —dijo Miles Updegrove.

—Usted perdone, pero tampoco tiene que oírte todo el vecindario —dijo su mujer.

—Es que me distraes con cosas sin importancia —dijo él—. Yo estaba hablando de Clara Slaymaker y Fred Schartle, y de lo quisquilloso que es.

—Pues sigue.

—A eso voy —dijo Miles Updegrove—. Total, que estábamos en una reunión y a alguien se le ocurrió que sometiéramos a voto una gratificación especial para Clara. Nada ostentoso. Del orden de unos cincuenta dólares, o quizá una semana de sueldo. Cincuenta dólares, si mal no recuerdo, porque no llegaba a una semana de sueldo. Clara ahora gana setenta y cinco, pero creo que entonces solo ganaba setenta.

—Cielos, no sabía que ganaba tanto. Eso es lo que cobraba mi padre cuando era superintendente escolar. Trescientos al mes.

—Ya, pero ¿cuánto hace de eso? Earl Appel gana ciento veinticinco más la paga extra de Navidad. Deberías ver nuestra lista de salarios. Te llevarías unas cuantas sorpresas más. Raro es el año que Fred Schartle no gana más de diez mil, contando la paga extra de Navidad, quiero decir. Y sin embargo se negó en redondo a concederle una gratificación a Clara. Nada personal. Solo que no quería que fuéramos nosotros quienes recomendáramos una gratificación para miembros concretos de la plantilla. Su argumento era que ese tipo de reconocimientos debían partir de él. Son su equipo, y se supone que él los conoce mejor que la directiva. Bueno, tenía razón. Puede que Clara sugiriera regalar los conjuntos de picnic a las nuevas clientas, pero si eso le daba derecho a una gratificación de cincuenta dólares, entonces los demás tenían derecho a lo mismo o más. Como Earl Appel, que probablemente nos hizo ahorrar un montón de dinero al oír que estábamos considerando abrir una sucursal en la autopista de Northampton, la vieja autopista de Northampton, cerca de la granja de Zellerbach. Creíamos que podía ser un buen sitio para poner una sucursal, ahí, donde la autopista de Northampton enlaza con la carretera de Lehighton. Pero según Fred, Earl Appel le dijo que una gran empresa de Filadelfia estaba pensando en abrir un supermercado a un par de kilómetros de la autopista. Cómo se enteró Earl de eso no lo sé, pero tenía razón. En otras palabras, si hubiéramos seguido adelante y hubiéramos puesto la sucursal en el desvío de Lehighton, nos habríamos quedado a un par de kilómetros de donde se mueve el dinero. Compuestos y sin novia, como si dijéramos.

—Sí, puedo imaginármelo —dijo Edna.

—De modo que si queríamos repartir gratificaciones, Earl Appel tenía más derecho que Clara Slaymaker.

—Eso parece —dijo Edna.

—Con esa información la mayoría de la gente habría comprado terrenos en los alrededores, pero, una de dos, o Earl era demasiado tonto, o, lo que es más probable, ya tenía más deudas de las que podía pagar. No nos gusta que nuestros empleados rebasen ciertos límites. Depende de la persona, pero nuestra política es que un empleado de banco no debería contraer obligaciones por más de un tercio de su sueldo semanal. Y Earl Appel siempre está rozando esa cifra.

—¿Cómo lo sabéis? —dijo Edna.

—¿Que cómo lo sabemos? Si alguien como Earl Appel debe dinero o compra algo a plazos, Fred Schartle tiene el deber de saberlo. Los vigila como un halcón. Nosotros nunca despedimos a nadie, si podemos evitarlo. No es bueno para el banco que se diga por ahí que hemos despedido a alguien.

—Querrás decir que no es bueno para esa persona —dijo Edna.

—Tampoco para la persona, pero no es bueno para el banco. La gente siempre quiere saber por qué a tal lo despidieron, y nueve de cada diez veces no se creen la explicación. Por eso tenemos que quedarnos a gente a la que bien podríamos echar. Los animamos encarecidamente a irse, a buscar otro trabajo. Pero lo de despedirlos ya es otro asunto.

—Bueno, entonces ¿estás pensando en despedir a Earl? —dijo Edna.

—¿Yo he dicho eso? No, ciertamente no.

—No, pero eso es lo que infieres —dijo ella.

—Eso es lo que tú infieres. Desde que me casé contigo nunca has entendido la diferencia entre inferir y sugerir.

—De acuerdo. Lo que insinúas. Creo que quieres despedir a Earl —dijo ella.

—Si quieres que te sea absolutamente franco, ojalá dimitiera. No me gusta alguien que no puede tomarse la maldita molestia de abrocharse los zapatos por la mañana.

—En justicia, si tan grave es la cosa, tienes el deber de decirle algo a Fred —dijo ella—. ¿Fred sacó dinero con lo del supermercado?

—Por Dios, claro que no. Eso habría sido especulación inmobiliaria, que es una de las cosas a las que más nos oponemos.

—Entonces Earl merece algo de crédito por no haber especulado —dijo ella—. ¿Qué tienes contra Earl, aparte de que va a trabajar con zapatos de sport?

—Si he de ser sincero, no lo sé. No quiero pensar que es algo personal. En septiembre hará nueve años que está con nosotros, desde que salió del ejército. Los Appel son buena gente.

—Salvo Dewey, el que se casó con mi prima Ruth Blitzer. De él no puedo decir eso. Pero solo era un pariente lejano de Earl.

—Primo en tercer o cuarto grado —dijo Miles Updegrove—. Decían que se quedó traumatizado en la Primera Guerra Mundial. Es lo que se contaba. Pero recuerdo que cuando yo era pequeño, antes de la Primera Guerra Mundial, Dewey Appel llevaba el carro del hielo de Noah Klinger, y todo el mundo decía que podías pillar una cogorza solo con olerle el aliento. Pero Dewey solo era primo tercero o cuarto de Charley Appel, el padre de Earl.

—Al final se ahorcó —dijo Edna Updegrove.

—No, estás pensando en Sam Klinger. Dewey Appel se pegó un tiro. Sam Klinger era el hermano de Noah, el jorobado, y él sí se colgó. Pero Dewey Appel se pegó un tiro con un rifle del veintidós.

—Es verdad. Estaba pensando en Sam Klinger. Madre mía, ¿te acuerdas de eso? —Dejó de coser y empezó a buscar en el recuerdo—. Cuando iba al Colegio de la Calle Uno, el pequeño Sam Klinger nos daba un miedo de morirse. Por las tardes, cuando salíamos del colegio, siempre estaba ahí, y nuestros padres nos decían que nunca nos acercásemos a él. Los niños le tiraban piedras. Sí, se ahorcó, y Dewey se pegó un tiro. Eso es. Supongo que entonces yo ya iba al instituto.

—No, estabas en la normal, y yo todavía estaba en la Muhlenberg, en tercero o cuarto, pero me enteré.

—Es verdad, yo recibí una carta de mamá.

—Soozenserp —dijo Miles Updegrove.

—¿Qué?

—Es lo que se decía. Que había cometido soozenserp. Cuando uno se colgaba, decían que había cometido soozenserp. Supongo que sería un eufemismo.

—¡Ostras! Desde que tenía diez años no había oído a nadie usar esa expresión. ¿Cómo te ha venido a la cabeza?

—No lo sé.

—Soozenserp —dijo ella—. ¿Alto alemán?

—Lo dudo. Süssen significa “endulzar” en alto alemán, pero eso no tendría nada que ver con suicidarse. ¿Vendrá de sirope? No lo sé. A lo mejor tenía algo que ver con tomar veneno. Aunque recuerdo que de niños decíamos que alguien había cometido soozenserp tanto si tomaba veneno como si le ocurría como a Sam Klinger o a Dewey Appel.

—Si papá todavía viviera, lo sabría. Recopilaba todos esos dichos raros.

—Sí, algunos bastante raros para un superintendente escolar, si quieres que te diga.

—Eso es porque después de jubilarse quería trabajar en su diccionario de alemán de Pensilvania.

—Si hubiera incluido algunas de esas expresiones, lo habrían metido entre rejas.

—Oh, solo era un proyecto —dijo Edna—. Mamá echó todas sus notas al fuego, un par de cajones enteros. Papá tenía una letra terrible para ser maestro. No había quien la descifrase. Cualquiera diría que no tenía estudios. Ay, señor, señor. Cuando pienso en todo lo que estudiamos. Mi prima Ruth Blitzer también se graduó en la normal y vaya un servicio que le hizo, total para casarse con Dewey Appel. De vez en cuando se ganaba un dinero haciendo sustituciones en el Colegio de la Calle Uno, pero él se lo quedaba todo para comprar bebida. Y mírame a mí. Tengo el equivalente a dos años de universidad y no sé nada.

—¿Qué tienes que saber?

—¿Que qué tengo que saber? —dijo ella.

—Sí. Yo fui a la universidad, licenciado en artes, y ya ves cómo me gano la vida. Para eso no necesito un título universitario. Papá no tenía ningún título, ni siquiera el diploma de secundaria, pero mira todo lo que ganó.

—Eso es lo que digo —dijo ella—. Yo tengo mi certificado de la normal, y nunca me ha servido de nada.

—Eso es porque te casaste joven.

—Y con un hombre bien situado. Pero si no hubieras estado bien situado, me habría buscado un trabajo de maestra, y la historia habría sido muy distinta.

—No entiendo de qué te quejas —dijo él.

—Yo tampoco. Sí, sí que lo sé. Estaba pensando que mi educación se fue a la basura, y en todos los equilibrios que mi padre tuvo que hacer para ahorrar y llevarnos al colegio. A mi madre le parecía pecado gastar tanto dinero. Como el viaje a California. Veinticinco dólares al día por una habitación de hotel. Solo la habitación, sin comida.

—Hoy costaría el doble. Pero es nuestro dinero, y no nos endeudamos para pagarlo. Ahora la gente no se lo piensa dos veces a la hora de endeudarse. Por eso tenemos el departamento de préstamos personales en el banco. En la sucursal de la autopista, la máquina de hacer dinero es el departamento de préstamos, con todas esas parejas jóvenes.

—Gracias a Earl Appel —dijo ella.

—¿Gracias a Earl Appel? Oh, porque no nos dejó abrir donde la granja de Zellerbach. Pues bueno, sí.

—¿Alguna vez le has dado las gracias por eso?

—¿Personalmente? No, acabo de decírtelo, esas son las cosas que para Fred son su territorio.

—¿Y Fred le ha dado las gracias? —dijo ella.

—Claro que sí. Yo no estaba, pero estoy seguro de que Fred Schartle no se quedaría la información sin darle ni siquiera las gracias.

—Pero no le dio una gratificación —dijo Edna Updegrove.

—¿Por qué deberían darle una gratificación por algo así? Earl trabaja para el banco, ¿verdad que sí? ¿No le pagamos su sueldo todas las semanas? Si el banco perdiera un montón de dinero por culpa de una mala ubicación, Earl se quedaría sin paga extra a final de año.

—Ah, entonces se le dio una paga extra al final del año —dijo ella.

—Todos los empleados del banco reciben una paga extra a final de año, si es que así se vota. Pero si tuviéramos un año malo, no podríamos votarla. Las pagas extras salen de los beneficios, no lo olvides.

—Ah, conque de los beneficios, ¿no? Ya entiendo —dijo ella.

—Tú no entiendes nada, aunque me sorprendería que lo entendieras. Las mujeres nunca se toman la molestia de entender cómo funciona la banca.

—Clara Slaymaker sí —dijo Edna Updegrove.

—No. Clara es una necia. Cuando se jubile no la reemplazaremos. Lo único que sabe hacer es llevar los libros, y ahora hay máquinas para eso. El banco podría funcionar con la mitad de los empleados que tenemos ahora.

—Y entonces ¿por qué la tenéis? —dijo ella.

—Porque ella y Walter Fertig son los últimos a quienes contrató mi padre. De no ser por eso, los habrían echado cuando instalamos el equipo nuevo. Sentimentalismo. Si fuera por mí, los echaría, pero papá me dijo que me ocupara de Clara y Walter, y yo le dije que sí. Pero tratándose de otros, no hay sentimientos que valgan.

—Lo dices por Earl Appel —dijo ella.

—Lo digo por cualquiera que no muestre el debido respeto por su empleo presentándose a trabajar en mocasines. A Walter Fertig nunca he tenido que decirle que se ponga zapatos ni que se afeite por la mañana. Me hace hervir la sangre.

—Sí —dijo ella—. En fin, será mejor que busques la manera de quitártelo de encima.

 

En los dos o tres meses siguientes, durante sus dos visitas semanales al banco, Miles Updegrove se percató de su gradual antagonismo hacia Earl Appel, pero no tanto del hecho de que era perceptible. A pesar de que dejaba los problemas de plantilla para Fred Schartle, siempre había tenido la costumbre, cuando visitaba el banco, de pararse a decir hola a Walter Fertig y Clara Slaymaker, y, de paso, saludar por su nombre de pila al resto de miembros de la plantilla. “Solo quieren que les digas hola qué tal —le había dicho una vez su padre—. Pero quieren que lo hagas.” Miles no se daba cuenta de que su creciente desagrado hacia Earl Appel estaba llevándolo a abandonar una costumbre que era casi una tradición, y cuando se le llamó la atención al respecto, reaccionó con estupor. Fue Fred Schartle quien lo sacó a colación.

—Hay algo que quiero preguntarte, Miles —dijo Fred una tarde.

—Claro, ¿qué es? —dijo Miles.

—Se me hace un poco difícil decírtelo.

Miles Updegrove sonrió.

—Solo una cosa puede ser tan difícil —dijo—. Quieres que te preste dinero. ¿Cuánto es y para qué?

—No, no es dinero —dijo Fred—. En ese aspecto estoy satisfecho. Pero uno de nuestros chicos, Earl Appel, vino a verme hace una semana o dos y me dijo algo que me hizo pensar que tiene lo que llaman complejo de persecución.

—¿Quién lo persigue?

—A ver, no me malinterpretes, Miles, pero cree que eres tú. No que lo persigas, sino que no te cae bien. Me dijo que has dejado de dirigirle la palabra, aunque sigues hablando con todos los demás.

—Que yo sepa hablo con todo el mundo cada vez que vengo al banco. Si los veo. No puedo hablar con quienes no veo, pero que yo sepa…

Fred Schartle titubeó.

—¿Qué ocurre, Fred? Vamos, dilo.

Fred Schartle sacudió la cabeza.

—Entonces supongo que es inconsciente —dijo.

—¿El qué?

—Verás, desde que Earl me lo dijo, me he fijado que siempre que vienes hablas con todos salvo con él. En un par de ocasiones has pasado por delante de él sin decir nada. Un día incluso te abrió la puerta y no le dijiste nada. La puerta de la…

—Ya sé dónde está la puerta. Podría moverme por aquí con una venda en los ojos —dijo Miles Updegrove—. No sabía que debía gastar cortesías cuando alguien me abre la puerta. Yo también le abro la puerta a la gente, dependiendo de quien llegue primero. Pero no recuerdo que nadie me haya dicho que soy buena persona por eso. Es algo que uno hace, tanto si es el presidente del banco como si es un mero empleado como Bob Holz, que acaba de entrar en la empresa.

—Bueno, no es solo lo de la puerta —dijo Fred Schartle—. Es que cuando hay tres o cuatro empleados juntos les dices hola a todos menos a uno. Y cuando siempre es el mismo, me veo en el deber de preguntar si hay alguna razón en particular.

—Fred —dijo Miles Updegrove—. Yo te contraté y ascendí por encima de otros que tenían más antigüedad. Hace poco le decía a Edna que no hay banco de nuestro tamaño que tenga mejor director en todo el estado de Pensilvania. Lo creo de verdad, y estoy tan orgulloso de tu historial como de todo lo que he hecho por este banco. Pero si me vienes con la historia de que hay un empleado que tiene complejo de persecución, tengo que recordarte, Fred, que no eres perfecto. Nadie es perfecto. Ni siquiera tú, Fred.

—Yo nunca…

—Déjame acabar lo que tengo que decir, por favor. Ya sé de dónde viene esa expresión que has usado, complejo de persecución. Viene de los grandes bancos de Filadelfia, y seguro que también Nueva York; de Nueva York, sin duda. Tienen a psiquiatras trabajando a jornada completa, y cada vez que alguien comete un error lo mandan al médico para que le haga un examen mental. A lo mejor es que toma un par de copas con el almuerzo, o que le tiene el ojo echado a alguna de las jóvenes del archivo. Hace unos años fui a Denver y me contaron que algunos de los grandes bancos contratan a comecocos de esos. Sí, sé que los llaman así, y me parece un nombre muy apropiado. El congreso de banca de Denver. Yo estaba sentado al lado de otro banquero de provincias, como yo, y me dijo: “Señor Updegrove, empiezo a pensar que nos hemos equivocado de negocio”. Decía que si no podemos despedir a un empleado poco fiable, más vale dejar los bancos en manos de los comecocos. Hay que dejar de ser tan protector con la gente poco fiable si no queremos que toda la estructura bancaria se desmorone. Y te lo digo con franqueza, Fred, no me hace gracia que un director bueno y de confianza como tú venga a hablarme de complejos de persecución. Siempre te he respaldado sin reservas, aun cuando no estaba del todo de acuerdo contigo. Los problemas de la plantilla son tu territorio, y yo ahí no me meto. Pero cuando te graduaste en la Universidad de Temple no te dieron el título de médico. Te formaste en comercio y finanzas, y si Earl Appel necesita ayuda en ese aspecto, en el mental, entonces quizá yo o tú mismo podamos hablar con la junta y ver qué se puede hacer. Quizá un permiso. A lo mejor hay que echarlo. No lo sé, Fred. De verdad que no lo sé. Y esto es todo lo que tengo que decir por el momento.

—Por Dios —dijo Fred Schartle.

—¿Qué?

—Dios mío de mi vida —dijo Fred.

—Vamos, Fred. Acuérdate de con quién estás hablando.

—¿Que me acuerde? No tengo que acordarme.

—Oh, sí —dijo Miles Updegrove—. Estás a punto de decir cosas que puede que lamentes mucho pero que mucho tiempo…

—Yo me voy. Dimito —dijo Fred.

—Esta es una. Cuidado a ver qué más dices. Porque sea lo que sea lo que tengas que decir, yo tengo la última palabra, Fred. No lo olvides. Más te vale que no lo olvides. No te vas a ir de aquí y vas a encontrar otro empleo igual de bueno así como así. Puede que no trabajes en una buena temporada. Yo mismo no querría contratar a un director que quisiera convertir mi banco en una institución mental. Vete a casa y háblalo con tu mujer, yo vendré el lunes como siempre.

—Te crees que me tienes atado de pies y manos.

—¿Y no es así? El banco tiene tus papeles. La pregunta es, Fred, cuando me lo piense bien, ¿voy a querer tenerte atado de pies y manos? A mí no se me agota la paciencia tan rápido como a otros, pero no me busques. Buenas noches.

 

Miles Updegrove volvió a casa en coche, se tomó sus habituales dos onzas de whisky y escuchó a Edna durante la cena. Los Philomatheans, su antiguo club literario de la normal, iban a celebrar una cena de reencuentro en primavera.

—¿Para qué querrán organizar una cena? Los Philos dejaron de existir allá por los años treinta. Tú nunca vas a las cenas de la ATO, no veo por qué tendría que ir yo a esta. Con todo, es agradable ver que se toman la molestia. Y todavía guardo mi insignia. Todos estábamos en los Philos. Mi padre, mis dos hermanas y yo. Todos Philos. Ah, y cómo odiábamos a los Keystones. Los Keystones estaban llenos de católicos. Cuando yo estaba ahí, los católicos no podían ser Philos. Yo no dejaba que ningún chico me llevara los libros si estaba en los Keystones. Paul O’Brien. No, Phil O’Brien. No, creo que tampoco. Era de las regiones del carbón. Sí, Paul. Luego supe que se había hecho juez. Y yo negándome a que un juez me llevara los libros por ser un asqueroso Keystone. Y católico. Ahora me da bastante igual. Me enteré hace poco que los Bradley son católicos, y hace casi un año que viven aquí.

—¿Los Bradley? —dijo Miles.

—Pasado el club de campo, en Heiser’s Creek Road. Él es ingeniero eléctrico.

—Ah, ese Bradley. No, trabaja en la compañía de la luz, pero no es ingeniero. Director de distrito adjunto. No estarán mucho tiempo. A los cinco años los transfieren. Es amigo de Fred Schartle, y él tampoco estará por aquí mucho tiempo.

—Ay, por el amor del cielo, Miles. Sabía que estabas preocupado por algo. Seguro que otro banco te ha robado a Fred. Le pagan más, ¿verdad?

—Nada de eso —dijo Miles Updegrove—. Todavía no lo he decidido, pero no sé si debería dejar que se quede.

—¿Quieres decir echarlo, a Fred Schartle? ¿Cuándo fue…? El verano pasado dijiste que nunca echabas a nadie. Tiene que ser grave, un hombre en el que tenías tanta confianza. No será… Espero que no lo hayas pillado metiendo la mano en la caja.

—No, no ha metido la mano. Aunque miraré sus números antes de dejar que se vaya. No, que yo sepa está limpio. Pero acabo de averiguar que Fred Schartle se las da de comecocos aficionado. O sea de psiquiatra.

—¿Fred Schartle?

—Todos estos años le he dado carta blanca con los empleados, y resulta que su idea para manejarlos es ver si tienen complejo de persecución. ¿Qué es esto, un banco o una institución mental? Si Fred quiere dirigir una institución mental, allá él, pero…

—¿Han llamado a la puerta? ¿Quién será a estas horas? —dijo Edna Updegrove—. Siéntate, ya voy yo.

Edna fue a abrir la puerta. Miles se quedó en la mesa, intentando reconocer la voz del visitante, pero sin ganas de levantarse para ir a ver. Las primeras palabras inteligibles que oyó fueron las de Edna.

—No me lo cuentes a mí, Dorothy. Es mejor que lo hables con mi marido. Estábamos acabando con los postres.

Dorothy era el nombre de pila de la mujer de Fred Schartle. Miles se levantó y fue a la puerta principal.

—Buenas noches, Dorothy —dijo.

—Oh, señor Updegrove. ¿Se puede saber qué le ha dicho? Ha llegado a casa a las siete contando desvaríos. Lo único que he entendido es que…

—Os dejo solos —dijo Edna Updegrove, y los dejó.

—Siéntate, Dorothy. Toma un cigarrillo si quieres. ¿Te apetece un café? Íbamos a tomar un poco.

—No, gracias, señor Updegrove. Ha venido hecho una fiera. Nunca lo había visto comportarse así.

—¿Ha bebido? —dijo Miles Updegrove.

—Sí, seguro que sí. No es que se tambaleara ni nada, pero ha llegado una hora tarde, así que supongo que habrá tomado una o dos copas. Sí. No en casa, sino antes. Pero, por favor, dígame qué le ha dicho. Lo único que he entendido es que han discutido por algo.

—Siento que tengas que verte metida en esto, Dorothy —dijo Miles—. Sí, Fred y yo hemos discutido por un asunto del banco, y de pronto, sin venir a cuento, ha empezado a decir barbaridades. Ha usado un tono y ha hecho unas alusiones personales que no puedo tolerar.

—¿Se ha ido? ¿Ha dimitido?

—Sí, ha dimitido —dijo Miles Updegrove.

—Ay, Dios mío —dijo ella. La mujer dejó caer las manos de los brazos de la silla y el peso hizo que se le doblara el torso. Pasó un rato sin decir nada.

—¿Puedo ofrecerte algo de beber?

—Agua. ¿Puede darme un vaso de agua?

Miles llamó a su mujer.

—Edna, ¿le traerás un vaso de agua a Dorothy?

La mujer abrió el bolso y sacó una cajetilla de cigarrillos.

—Creo que voy a fumarme uno —dijo.

—Sí, fúmate uno —dijo él.

—¿Quiere? —dijo ella.

—No, gracias —dijo él—. Nunca fumo de esos. Solo pipa. A veces un puro.

—Aquí estoy —dijo Edna Updegrove llegando con un vaso de agua—. ¿Algo más? ¿Un café?

—No, gracias. Es solo que… Tenía la garganta seca.

—Claro. Si queréis algo más, llamadme. Estaré en la cocina, así que gritad por si está el lavavajillas encendido.

Edna Updegrove se fue.

—La señora Updegrove es maravillosa. Todo el mundo la aprecia —dijo Dorothy Schartle. Dio un sorbo al agua—. Ya estoy mejor. De repente se me ha secado la garganta.

—No pasa nada —dijo Miles—. En fin, no sé qué más decir, Dorothy.

—¿Qué le ha dicho al dimitir? ¿Por qué? ¿Qué razón le ha dado?

—¿Qué razón? Oh, no me ha dado ninguna razón. Se ha ofendido por algo que he dicho sobre los asuntos del personal. Supongo que ha sido por eso. Pero no tenía necesidad de perder los estribos de esa manera. La verdad, me he ido del banco antes de que dijera algo peor.

—Es impropio de él —dijo Dorothy Schartle.

—Sí, supongo que sí. De hecho, acababa de hacerle un cumplido pocos segundos antes de que la tomara conmigo. Por eso me cuesta tanto entenderlo. Aunque a lo mejor tú puedes explicármelo.

—¿Cómo?

—Verás, no es que quiera meterme en los asuntos personales de nadie, pero ya que has venido y que, como es natural, estás preocupada… ¿Has notado algo inusual en Fred últimamente?

—La verdad es que no —dijo Dorothy Schartle.

—¿Nada que le preocupe? ¿Qué tal duerme?

—Bueno, supongo que podría dormir más. Se levanta muy temprano. Al amanecer, la mayoría de días. Dicen que cuando te haces mayor no necesitas dormir tanto, pero Fred solo tiene cuarenta y tres años.

—Yo siempre dormía mis siete u ocho horas a esa edad, pero cada cual es como es, supongo.

—Él se levanta hacia las seis y baja a tomarse un café. Bebe mucho café, eso sí es verdad.

—Abusar del café no es bueno. Así que se toma un café a las seis. Y me imagino que luego le preparas el desayuno.

—Sí, con los niños. Le gusta desayunar con los niños antes de que se vayan al colegio. Generalmente va andando hasta la esquina con Phyllis, nuestra pequeña. Toma un autobús distinto que los otros. Los dos mayores toman el del instituto. Luego él vuelve a casa y se va en coche.

—Supongo que toma un par de cafés durante el desayuno…

—Dos, por lo común —dijo ella.

—Y sé que siempre se toma otro café en el banco, durante la pausa.

—Sí, y con el almuerzo —dijo ella—. ¿Cree que es el café?

—Oh, yo no diría tanto. Podría ser otra cosa.

—No sé el qué —dijo ella.

—¿Qué hace en sus ratos libres?

—Bueno, se dedica a la carpintería. Tiene un montón de brocas y tornos y cosas de esas. Hace cosas con madera. Acaba de terminar un regalo de cumpleaños para Earl Appel. Una cajita para cigarrillos.

—¿Earl Appel? No sabía que eran tan amigos.

—Bueno, tampoco tanto, pero es que Earl tiene la misma afición. La carpintería. Podría decirse que mantienen una especie de rivalidad. El año pasado Earl le hizo un soporte para ceniceros. Lo tenemos en el salón. Earl hace cosas más complicadas que Fred.

—No me digas.

—Pues sí. Earl construyó todo el mueble del equipo de música de los Appel.

—Vaya, vaya.

—Fue Earl quien hizo que a Fred le picara el gusanillo.

—¿Qué más hace para pasar el rato?

—¿Fred? Sale a caminar.

—¿Con Earl Appel?

—No, no. A veces con los niños, a veces solo. Los domingos generalmente se levanta a las siete y media y sale a caminar.

—¿Los niños también se levantan tan temprano los domingos por la mañana?

—No, los domingos por la mañana se va él solo. Sube al monte Schiller, baja por el otro lado y vuelve a casa por la carretera del condado.

—Eso son quince kilómetros bien buenos —dijo Miles Updegrove—. ¿Y no lo acompaña nadie?

—No, va solo. Le gusta estar solo —dijo ella—. Dice que ya ve a bastante gente durante la semana.

—Y también hace sus cosas de carpintería él solo, supongo.

—Oh, sí. Antes me sentaba con él, pero las sierras y los tornos hacen mucho ruido. Me da dentera. Tampoco es que no le guste estar con los niños y conmigo.

—Pero también tiene momentos en que le gusta estar solo —dijo Miles.

—Sí —dijo ella.

—¿De qué humor está cuando está en casa?

—Bueno… es muy estricto con los niños.

—¿Y contigo cómo se porta, Dorothy? Si no es mucho preguntar.

—Bueno, llevamos casi veintiún años casados. Supongo que somos como todas las parejas casadas. Hay momentos mejores y peores.

—Pero en general estás satisfecha.

—Oh, sí, por supuesto. Salvo esta noche, ay, Dios mío. Cuando pasan estas cosas no sé qué le coge.

—¿Cuándo pasan estas cosas? ¿Qué cosas?

—Oh, cuando pierde los nervios por algo. Pero eso son cosas nuestras.

—Y en esos momentos le gusta estar solo —dijo él.

—No es el único. A mí también me gusta estar sola —dijo ella—. Señor Updegrove, ¿qué va a ocurrir? Todavía no hemos pagado la casa, y nuestra hija mayor quiere hacer un curso de diseño textil. El chico quiere ir a la Academia de las Fuerzas Aéreas. Supongo que es gratuita, pero no vamos a tener ingresos. Tenemos algunos ahorros, pero no queremos tocarlos.

—No lo sé, Dorothy. Fred ha sido muy tajante.

—¿Qué derecho tiene a ser tajante? —Al decir esto se echó a llorar y de sus murmullos solo podían entenderse palabras, no frases. Palabras como—: … tajante… razón… niños… yo… casa bonita… egoísta… toda la vida…

—Creo que debería llamar a la señora Updegrove —dijo Miles.

—¡No, no! Por favor, no. No quiero que me vea así —dijo Dorothy Schartle—. Ya se me pasa —añadió dejando de llorar.

—No sé qué sugerirte, Dorothy —dijo Miles Updegrove—. Le dije que nos veríamos el lunes, pero evidentemente no puedes esperar que tenga mucho que decirle. Me ha tirado su empleo a la cara, como quien dice, y hoy en día nadie es indispensable.

—Yo lo conozco, señor Updegrove —dijo Dorothy—. Sé lo que hará. Mañana por la tarde se irá a dar uno de sus paseos…

—¿Ha dicho si irá a trabajar mañana?

La mujer vaciló.

—Seré sincera con usted. Está borracho. No puede tomar más de dos copas, nunca ha podido. Estará mareado toda la noche y mañana no valdrá para ir a trabajar. No, no irá.

—El sábado por la mañana. Uno de los días más movidos. Aunque supongo que es mejor si no va, por su bien y por el del banco.

—Déjeme que hable con él. Esta noche no me escuchará, pero sé cómo estará mañana y el domingo. Si hablo con él, ¿dejará que venga a verlo, señor Updegrove? Por favor.

—Le he dicho que lo vería…

—El lunes no. El domingo. Aquí. Yo sé cómo manejarlo, señor Updegrove. Se lo digo de verdad.

—Tú a lo mejor sí, pero yo no.

—Ni falta que hará cuando haya hablado con él. Usted solo deje que venga a disculparse y dígale que está dispuesto a olvidar lo de la dimisión. Usted es un buen hombre, señor Updegrove. ¿Lo hará, por favor? Eso es lo que haría un gran hombre, y usted lo es.

—Las disculpas no sirven de nada si no vienen acompañadas de buenas intenciones —dijo Miles Updegrove.

—Se lo prometo, Fred Schartle no volverá a darle el más mínimo problema, nunca. Le digo lo mismo que voy a decirle a él. Si vuelve a dar problemas, lo dejo. Me voy con mis padres a Quakertown y me llevo a los niños conmigo.

Miles Updegrove golpeteó con los dedos sobre su rodilla.

—Bien, si tan segura estás de que servirá de algo… adelante. Que venga el domingo después de misa. Y si me convenzo…

—¡Se convencerá! ¡Se convencerá! Se lo prometo. Y no olvidaré esto mientras viva. Nunca le estaré lo bastante agradecida.

—Bueno, esperemos a ver qué ocurre el domingo —dijo Miles poniendo una sonrisa—. Aunque me da la impresión de que la señora Schartle tiene mucha influencia sobre el señor Schartle. La mano que mece la cuna gobierna el mundo, dicen.

Dorothy Schartle se puso en pie.

—Muchas gracias. ¿Le dirá buenas noches a su señora de mi parte? No quiero que me vea con los ojos rojos.

—Pues claro que sí. Le diré buenas noches de tu parte y te acompañaré hasta la puerta —dijo Miles Updegrove.

Miles se quedó en el vestíbulo hasta que el coche de Dorothy salió de la rampa del aparcamiento. Apagó la luz del porche y se fue a la cocina.

—Bueno, ¿qué has oído?

—Apenas nada desde aquí —dijo Edna Updegrove—. Pero estaba alterada, eso es evidente.

—Sí. En fin, la conclusión es que Fred vendrá a disculparse el domingo a mediodía.

—Oh, Miles, pero el domingo a mediodía no estaremos. Vamos a casa de Amy para el bautizo.

—Tengo que estar, Edna. Son cosas del banco, y Amy no es familia.

—No, pero es su primera nieta —dijo Edna—. Ay, señor, eres como tu padre. Tú y el banco.

—Quiero ver qué tiene que decir ese joven en su defensa —dijo Miles Updegrove—. Muchas cosas dependen de eso. ¿Queda café?

—Lo he tirado, pero puedo hacer más.

—Da igual —dijo él.

*FIN*


“All Tied Up”,
The New Yorker
, 1964


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