Athénaïse
[Cuento - Texto completo.]
Kate ChopinI
Athénaïse salió por la mañana para visitar a sus padres, que vivían a dieciséis kilómetros, junto al arroyo de Bon Dieu. No regresó por la tarde, y Cazeau, su marido, no se inquietó lo más mínimo. No le preocupaba Athénaïse que, como él sospechaba, estaba descansando bien a gusto en el seno familiar; su principal interés era claramente la jaca que ella montaba. Estaba seguro de que aquellos «cochinos zánganos» de sus hermanos eran muy capaces de no cuidarla bien. Cazeau manifestó su desconfianza a la sirvienta, la vieja Felicité, que le estaba sirviendo la cena.
Tenía el timbre de voz bajo, e incluso más suave que el de Felicité. Era alto, fuerte, moreno y en conjunto, ofrecía un aspecto seco. Su abundante pelo negro ondeaba y brillaba como ala de cuervo y la curva del bigote, más claro, perfilaba el ancho contorno de la boca. Bajo el labio inferior, le crecía un pequeño penacho que le gustaba retorcer y que, aparentemente, dejaba crecer con este único propósito. Los ojos de Cazeau eran azul oscuro, estrechos y sombreados. Tenía manos ásperas y duras debido a su íntima familiaridad con los aperos de labranza y herramientas, y manejaba los cubiertos con torpeza. Pero su apariencia era distinguida y lograba imponer muchísimo respeto; a veces, incluso miedo.
Cenó solo, a la luz de una simple lámpara de keroseno, que apenas iluminaba la gran habitación de suelo desnudo e inmensas vigas y el pesado mobiliario que surgía oscuramente en la penumbra del piso.
Felicité, atendiendo las necesidades del señor, revoloteaba alrededor de la mesa como una encorvada sombrita inquieta. Le sirvió un plato de pez luna frito, churruscante y dorado. No había nada más en la mesa excepto pan, mantequilla y una botella de vino tinto que cerró cuidadosamente con llave en el aparador, una vez que él se hubo servido el segundo vaso. Estaba preocupada por la ausencia de su señora y volvió a insistir en el tema cuando él expresó su inquietud por la jaca.
—¡Estoy asombrada! Solo dos meses de casada y ya vuelve la espalda para marcharse. C’est pas Chrétien, tenez!
Cazeau, después de vaciar el vaso y retirar el plato, se encogió de hombros por toda respuesta. Valoraba muy poco la opinión de Felicité sobre el comportamiento poco cristiano de su esposa por dejarle así, solo, tras dos meses de matrimonio. Estaba acostumbrado a la soledad y no le importaba pasar una o dos noches en solitario. Desde la muerte de su primera mujer, había vivido diez años sin compañía, y Felicité debería haberle conocido mejor como para suponer que no le importaba. Le dijo que era una tonta. Con su voz acariciadora y bien modulada sonaba como un cumplido. Ella refunfuñó para sus adentros mientras se disponía a recoger la mesa, y Cazeau se levantó y salió al porche; las espuelas, que no se había quitado al entrar en casa, tintineaban a cada paso.
La noche comenzaba a hacerse más oscura e intensa alrededor de los grupos de árboles y matorrales del patio. Un muchacho negro, de pie sobre el haz de luz que salía por la puerta abierta de la cocina, daba de comer a un par de hambrientos perros gruñones; más allá, alguien, sentado en la escalera de una cabaña, tocaba el acordeón; y en otra dirección, un bebé negrito lloraba vigorosamente. Cazeau dio un rodeo a la casa y fue hasta la fachada principal, cuadrada, achaparrada y de un solo piso.
Un carretón tardío entraba por el portón y el impaciente conductor profería desabridos juramentos contra sus exhaustos bueyes. Felicité salió al porche, con el vaso y la bayeta en la mano a ver lo que pasaba, y también porque quería saber quién podía estar cantando en el río. Era una pandilla de jóvenes que remaban a la espera de que saliera la luna y cantaban «Juanita». Sus voces llegaban templadas y melodiosas a través de la distancia y la noche.
El caballo de Cazeau esperaba ensillado, listo para montar, pues Cazeau tenía muchos asuntos que atender antes de acostarse; tantos, que no le quedaba ni un momento para pensar en Athénaïse. No obstante, sentía su ausencia como un dolor sordo e insistente.
Sin embargo, aquella noche, antes de dormir, se le impuso el recuerdo y la imagen de su mujer, de su rostro joven y hermoso de labios lánguidos y taciturna mirada distante. El matrimonio había sido un disparate; no tenía más que mirarla a los ojos para sentirlo y descubrir su creciente aversión. Pero era algo que no podía deshacerse. Él estaba dispuesto a hacer todo lo posible y esperaba de ella un esfuerzo similar. Cuanto menos fuera de visita al rigolet, mejor. De ahora en adelante, encontraría el medio para que se quedara en casa.
Estas desagradables reflexiones mantuvieron a Cazeau despierto hasta bien entrada la noche, a pesar del ansia de todo su cuerpo por descansar y dormir. La luna brillaba y su pálido resplandor entraba débilmente en la habitación con un toque del frío aliento de la noche primaveral. Fuera, había una quietud desacostumbrada; no se oía nada; solo, lejanas, incansables y melancólicas, las notas del acordeón.
II
Athénaïse no volvió al día siguiente aunque su marido le mandó recado para que lo hiciera con su hermano Montéclin que, por la mañana temprano, pasó de camino al pueblo.
Al tercer día, Cazeau ensilló su caballo y se fue a buscarla. Athénaïse no había dicho ni palabra, ni enviado una nota que explicara su ausencia, por lo que él creía tener suficientes motivos para estar ofendido. Cazeau tenía siempre tanto que hacer, que le resultaba muy difícil dejar su trabajo aunque fuese a última hora de la tarde, pero entre las muchas demandas urgentes que se le presentaban, la tarea de obligar a su mujer a recuperar el sentido del deber, le parecía, en aquel momento, de máxima importancia.
Los Miché, padres de Athénaïse, vivían en el viejo Gotrain. No era de su propiedad, pero se encargaban de regentarlo para un comerciante de Alejandría. La casa era demasiado grande para las necesidades de la familia. Una de las habitaciones de la parte inferior servía para almacenar madera y herramientas; la persona que lo había ocupado antes de los Miché había levantado el pavimento, cuando desistió de poder arreglarlo. Arriba, las habitaciones eran tan grandes y estaban tan vacías que resultaban una constante tentación para los amantes del baile, a cuya insistencia Madame Miché acostumbraba a responder con amistosa indulgencia. Un baile en casa de los Miché y un plato de quingombó hilado a medianoche, eran placeres que no se podían desatender ni despreciar, a no ser por gente tan seria como Cazeau.
Como nada impedía la vista de la carretera, advirtieron la llegada de Cazeau mucho antes de que este alcanzara la casa; la vegetación no había crecido aún profusamente y en el campo de Miché solo había una irregular y dispersa cosecha de algodón y maíz.
Cuando Cazeau se fue aproximando, Madame Miché, que había estado sentada en una mecedora en el porche, se puso en pie para darle la bienvenida. Era gorda, bajita, y llevaba falda negra y chaqueta holgada de muselina sujeta en la garganta con un prendedor de pelo. El cabello, castaño y liso, tenía unas pocas hebras plateadas. La cara, redonda y sonrosada, era jovial; la mirada, brillante y de buen humor. Pero a medida que Cazeau avanzaba, se iba alterando visiblemente, sintiéndose cada vez más incómoda.
Montéclin, que estaba también allí, no se inmutó, ni intentó ocultar el desagrado que su cuñado le inspiraba. Era un tipo delgado y fuerte, de veinticinco años, bajo como su madre, y de facciones parecidas. Estaba en mangas de camisa, sentado y semiapoyado en la frágil baranda del porche, abanicándose con su sombrero de fieltro de ala ancha.
—Cochon!, —murmuró, al tiempo que Cazeau subía las escaleras—, sacré cochon!
«Cochon» habría definido suficientemente al hombre que una vez se negó a prestar dinero a Montéclin. Pero cuando este mismo hombre tuvo la presunción de proponer matrimonio a su amada hermana, Athénaïse, y el honor de ser aceptado, Montéclin pensó que necesitaba un calificativo que expresara plenamente su cariño por Cazeau.
Miché y su hijo mayor estaban fuera. Los dos querían a Cazeau; hablaban a menudo de sus cualidades mentales y emocionales y tenían en gran consideración su excelente reputación entre los comerciantes de la ciudad. Athénaïse se había encerrado arriba, en su habitación. Cazeau la había visto levantarse y entrar en la casa al advertir su llegada; estaba muy desconcertado, pero nadie lo hubiera adivinado cuando dio la mano a Madame Miché. Saludó a Montéclin con la cabeza y masculló un «Comment ça va?».
—¡Mira por donde! ¡Algo me decía que ibas a venir hoy!, —exclamó Madame Miché, tratando de parecer cordial y tranquila, mientras le ofrecía asiento. Él aventuró una risita al sentarse—. Ya sabes, no ha pasado nada —continuó gesticulando con sus manitas regordetas—; no ha pasado nada, excepto que Athénaïse se quedó anoche a un pequeño baile. Los chicos no querían ni oír hablar de que su hermana se fuera.
Cazeau se encogió de hombros significativamente, diciendo que sencillamente no sabía nada de aquello.
—Comment! ¿No te dijo Montéclin que Athénaïse iba a quedarse con nosotros? —Evidentemente, Montéclin no había dicho nada.
—¿Y qué pasó anteanoche?, —preguntó Cazeau—. ¿Y la anterior? ¡No es posible que tengan baile todas las noches aquí, en Bon Dieu!
Madame Miché se rio reconociendo amistosamente el sarcasmo; y volviéndose hacia su hijo, dijo:
—Montéclin, hijo, ve a decirle a tu hermana que Monsieur Cazeau está aquí.
Montéclin solo se movió para cambiar de postura y asegurar su posición en la barandilla.
—¿Me has oído, Montéclin?
—Oh, sí, te he oído perfectamente —respondió su hijo—, pero sabes tan bien como yo que no servirá de nada decírselo a Athénaïse. Tú misma llevas hablando con ella desde el lunes; y el propio papá se ha quedado ronco aconsejándole sobre el tema; e incluso hiciste que el tío Achille bajara aquí ayer para razonar con ella. Cuando Athénaïse dijo que no iba a volver a poner los pies en casa de Cazeau, hablaba en serio.
Este discurso, que Montéclin soltó con absoluta indiferencia, puso a su madre en una situación de dolorosa pero silenciosa vergüenza. En las mejillas de Cazeau aparecieron dos ardientes coloretes y por unos momentos su aspecto fue perverso.
Lo que Montéclin había dicho era verdad, aunque la manera, la elección del momento y el lugar para decirlo no habían sido de lo más oportuno. Desde el primer día de su llegada, Athénaïse había anunciado que venía a quedarse y que no tenía la menor intención de volver bajo el techo de Cazeau. Su declaración había sembrado la consternación, tal y como ella sabía que sucedería. Le habían implorado, reñido, suplicado, asaltado, hasta que se sintió como una vela flotante golpeada por todos los vientos del cielo. ¡En nombre de Dios! ¿Por qué se había casado con Cazeau? Su padre le había increpado con esa pregunta una docena de veces; ¿y por qué lo había hecho en realidad? Le resultaba difícil comprender el porqué, a no ser que hubiera supuesto que lo habitual entre las chicas era casarse cuando llegaba la oportunidad. Sabía que Cazeau le haría la vida más cómoda; y además, le gustaba; cuando le aceptó, y él le cogió las manos y se las besó, y la besó en los labios, las mejillas y los ojos, hasta se había emocionado.
El propio Montéclin la había llevado aparte para hablar del asunto. El giro que tomaban los acontecimientos le encantaba.
—Venga, Athénaïse, ahora debes contármelo todo, para que podamos encontrar un buen motivo y asegurarte la separación, ¿le ha maltratado o abusado de ti, ese sacré cochon? —Estaban los dos solos en la habitación de Athénaïse, donde ella se había refugiado de los amenazadores elementos domésticos.
—Por favor, Montéclin, resérvate tus repugnantes expresiones. No, no ha abusado de mí en modo alguno.
—¿Bebe? Vamos Athénaïse, piensa en ello. ¿Se emborracha alguna vez?
—¡Borracho! Oh, Dios mío, no; Cazeau no se emborracha nunca.
—Ya veo; simplemente te pasa como a mí; le odias.
—No, no le odio —contestó pensativa; después, con un repentino impulso, añadió—: Es sencillamente que detesto y desprecio el hecho de estar casada. Odio ser Mrs. Cazeau y quisiera volver a ser Athénaïse Miché. No puedo soportar vivir con un hombre; tenerle siempre ahí, sus chaquetas y pantalones colgando en mi habitación, lavándose sus horribles pies descalzos en mi bañera, ante mis propios ojos, ¡agh! —Se estremeció solo al recordarlo, y lanzó un suspiro que era casi un sollozo—. Mon Dieu, mon Dieu! La hermana Marie Angélique sabía lo que decía, lo sabía mucho mejor que yo cuando me explicó que Dios me había dado vocación y yo estaba haciendo oídos sordos. ¡Cuando pienso en una vida santa en el convento, en paz! ¡En qué estaría yo pensando! —Entonces se echó a llorar.
Montéclin estaba desconcertado y muy frustrado por no haber conseguido una evidencia de peso que pudiera servir ante un tribunal de justicia. Aún no había llegado el día en que una joven pudiera pedir permiso al tribunal para volver con su madre alegando aversión constitucional al matrimonio. Pero si no había modo de desatar el nudo gordiano del matrimonio, seguramente habría un modo de cortarlo.
—Bien, Athénaïse, siento con toda mi alma que no hayas encontrado mejores motivos para lo que dices. Pero puedes contar con mi apoyo, hagas lo que hagas. Bien sabe Dios que no te culpo por no querer vivir con Cazeau.
En ese momento, llegaba el mismísimo Cazeau, con sus coloretes flamantes en las mejillas morenas, con aspecto y ganas de querer machacar a Montéclin hasta dejarlo como una piltrafa. Se levantó bruscamente y, acercándose a la habitación en la que había visto entrar a su mujer, abrió de un empujón la puerta, tras una atropellada llamada. Athénaïse, que estaba de pie junto a una ventana lejos de la puerta, se volvió al entrar él.
No parecía ni enfadada ni asustada, sino profundamente desgraciada, con una súplica en sus suaves ojos oscuros y un temblor en los labios que a él le parecieron expresión de reproches injustos, que le herían y enloquecían al mismo tiempo. Pero sintiera lo que sintiera, Cazeau solo conocía un modo de actuar con una mujer.
—Athénaïse, ¿no estás preparada?, —preguntó con tono tranquilo—. Se está haciendo tarde; no tenemos tiempo que perder.
Ella sabía que Montéclin había hablado claro y se esperaba una entrevista insistente, una escena tormentosa, en la que ella habría tenido que mantenerse firme como lo había hecho, con ayuda de Montéclin, durante los tres últimos días, en contra de su familia. Pero no tenía armas para combatir con sutileza. Las miradas de su marido, su tono de voz, su mera presencia, le produjeron una repentina sensación de desesperanza, la comprensión instintiva de la inutilidad de rebelarse contra una institución social sagrada.
Cazeau no dijo nada más, pero se quedó esperando en la entrada. Madame Miché había ido caminando hasta un extremo del porche, y fingía estar ocupada sacando un pollo fuera de su parterre. Montéclin andaba por allí, exasperado, echando humo, a punto de estallar.
Athénaïse fue a buscar su falda de montar colgada en la pared. Era bastante alta, y su figura, aunque no era vigorosa, parecía perfecta en sus delicadas proporciones. «La fille de son père», le llamaban a veces; para Miché esto era un gran cumplido. Llevaba el pelo castaño cepillado hacia atrás, ahuecado en las sienes y la frente; sus facciones y su expresión escondían una suavidad, una belleza y una frescura tal vez demasiado infantiles, con sabor a inmadurez.
Con mano impaciente, deslizó por la cabeza la falda de montar de alpaca negra y se la abrochó a la cintura, sobre la ropa interior de lino rosa. Después, se ajustó su papalina blanca y cogió los guantes del estante de la chimenea.
—Si no te quieres ir, ya sabes lo que tienes que hacer, Athénaïse —espetó Montéclin—. Por Dios, no pongas los pies en Cane River si no quieres; por lo menos mientras yo viva.
Cazeau le miró como si fuera un mono cuyas payasadas distaran mucho de ser divertidas.
Athénaïse siguió sin contestar; no dijo ni palabra. Pasó rápidamente por delante de su marido y de su hermano; sin despedirse de nadie, ni siquiera de su madre, bajó las escaleras, y, sin ayuda, montó la jaca que Cazeau había ordenado ensillar a su llegada. Logró sacar buena ventaja a su marido, que salió mucho menos apresuradamente, y consiguió mantener una distancia apreciable durante la mayor parte del camino. Al principio, cabalgaba de una forma casi enloquecida, con la falda inflada al viento alrededor de las rodillas, como un balón, y la papalina caída hacia atrás entre los hombros.
En ningún momento Cazeau se esforzó por darle alcance, hasta que atravesaron un viejo prado en barbecho, llano y duro como una meseta. ¿Fue la vista de un roble enorme y solitario, de aparentes perfiles inmutables, que durante años había sido un mojón, o fue el olor del saúco subiendo a hurtadillas desde el barranco hacia el sur; o qué fue lo que, por asociación de ideas, hizo revivir a Cazeau una escena sucedida muchos años atrás? Había pasado por delante de aquel roble cientos de veces, pero solo ahora le vino a la memoria el recuerdo de cierto día. Era muy pequeño entonces, iba sentado delante de su padre, a lomos de un caballo. Avanzaban despacio, y Black Gabe caminaba ante ellos a trote lento. Black Gabe se había escapado y lo habían descubierto en el pantano de Gotrain. Se habían detenido ante este gran roble para dejar que el negro tomase aliento, pues el padre de Cazeau era un amo considerado y amable, y todo el mundo coincidía entonces en decir que Black Gabe era un tonto, en realidad, un idiota integral por querer escapar de él.
La impresión era en conjunto odiosa, y, para disiparla, Cazeau espoleó su caballo a galope ligero. Cuando dio alcance a su esposa, cabalgó silencioso a su lado el resto del camino.
Era tarde cuando llegaron a casa. Felicité les esperaba a la luz de la luna, en el arcén de hierba de la carretera.
Cazeau volvió a cenar solo; Athénaïse se fue a su habitación y allí se echó a llorar otra vez.
III
Athénaïse no era de aquellas personas que aceptan lo inevitable con paciente resignación, un talento innato en el espíritu de muchas mujeres; ni de las que lo aceptan con filosofía, como su marido. Su susceptibilidad era viva, intensa y sensible. Se enfrentaba a las cosas agradables de la vida con gusto manifiesto y sincero, y se rebelaba contra las condiciones desagradables. El disimulo era tan ajeno a su naturaleza como las artimañas al corazón de un bebé, y sus frecuentes estallidos de rebelión, habían sido, hasta entonces, abiertos y francos. La gente decía que Athénaïse llegaría a conocerse algún día; lo que equivalía a decir que aún no se conocía. Si alguna vez llegaba a tal conocimiento, no sería por el camino de la búsqueda intelectual, ni por medio del análisis sutil, ni rastreando el motivo de sus acciones hasta el origen. Llegaría a ella como la canción al pájaro, como el perfume y el color a la flor.
Sus padres habían esperado —no sin una razón justificada— que el matrimonio le diera equilibrio, deseable actitud que tan evidentemente fallaba en el carácter de Athénaïse. Sabían que el matrimonio era un agente maravilloso y poderoso en el desarrollo y formación del carácter de una mujer; habían visto sus efectos demasiado a menudo como para dudarlo.
—Y si este matrimonio no logra nada, nos librará de Athénaïse —exclamaba Miché en un estallido de repentina exasperación—. ¡Ha agotado mi paciencia! Tú no has tenido jamás firmeza para controlarla —decía a su mujer—, yo nunca he tenido tiempo para dedicarme a su educación; y lo que podíamos haber conseguido, ese maldito Montéclin… En fin, Cazeau es el adecuado. Hace falta una mano así de firme para llevar a un carácter como el de Athénaïse; una mano maestra, una voluntad fuerte que imponga obediencia.
Y ahora, después de haber esperado tanto, aquí estaba Athénaïse, con rabioso ímpetu acumulado, ante el que sus anteriores estallidos parecían inofensivos, declarando una y mil veces que no continuaría representando el papel de mujer de Cazeau. ¡Y si hubiera tenido algún motivo!, se lamentaba Madame Miché; pero no era posible hallar ninguno sensato. Él no la había regañado jamás, ni insultado o privado de comodidades, ni era culpable de ninguno de los muchos actos reprobables que habitualmente se atribuyen a maridos indeseables. Ni la despreciaba, ni la desatendía. Verdaderamente, parecía que la mayor ofensa de Cazeau era amarla, y Athénaïse no era el tipo de mujer para ser amada contra su voluntad. Decía que el matrimonio era una trampa puesta a los pies de las chicas confiadas e incautas; y acusaba a su madre, en términos rotundos y desmesurados, de traición y falsedad.
—Ya te decía yo que Cazeau era el hombre —rio entre dientes Miché, cuando su mujer le contó la escena que había acompañado y provocado la partida de Athénaïse.
Por la mañana, Athénaïse esperaba que Cazeau la regañara o hiciera alguna escena de nuevo, pero, aparentemente, a él ni se le ocurrió. Era exasperante que diera por sentado de aquel modo su resignación. Es cierto que se había levantado, recorrido los campos, cruzado el río y vuelto a casa mucho antes de que ella saliera de la cama; y que podía haber estado pensando en otra cosa, lo que no era excusa sino, en cierto modo, más bien un agravio; pero a la hora del desayuno, habló con ella.
—Ese Montéclin, hermano tuyo, es insoportable.
—¿Montéclin? Par example!
Athénaïse, sentada frente a su marido, llevaba puesto un peinador blanco. Y aunque es cierto que tenía la cara larga del injuriado, una expresión familiar a algunos maridos, no era lo suficientemente marcada como para estropear el encanto de su frescura juvenil. Tenía pocas ganas de comer, solo jugaba con la comida que tenía delante y el saludable apetito de su marido le produjo una punzada de resentimiento.
—Sí, Montéclin se ha convertido en un pesado de primera. Athénaïse, sería mejor que le dijeses, a no ser que prefieras que se lo diga yo, que después de lo ocurrido guarde sus energías para asuntos de su incumbencia. No aguanto que interfiera en lo que nos concierne solo a ti y a mí.
Dijo esto con torpeza poco habitual en él. Era la pequeña brecha que Athénaïse había estado esperando, y atacó rápidamente:
—Es extraño que si detestas tanto a Montéclin, desearas tanto casarte con su hermana.
Sabía que había dicho una tontería y no le sorprendió cuando él se lo dijo. Sin embargo, le dio pie para seguir atacando.
—De cualquier forma, no sé qué razones tuviste para casarte conmigo, cuando había tantas otras —se quejó como si le acusara de persecución y daños—. Tenías a Marianne corriendo detrás de ti durante los últimos cinco años, hasta que fue una vergüenza; y cualquiera de las chicas Dortrand habría sido feliz casándose contigo. Pero no, no servían; tuviste que venir al rigolet a buscarme.
Su queja era al mismo tiempo tan patética y tan divertida que Cazeau se vio obligado a sonreír.
—No sé qué tienen que ver en esto Marianne o las chicas Dortrand —contestó, y sin un ápice de broma añadió—: Me casé contigo porque te amaba; porque eras la única mujer con quien quería casarme. Creo que ya te lo había dicho antes. Pensaba, por supuesto, que fui un tonto al darlo por sentado; pero, la verdad, creí que podría hacerte feliz haciéndote las cosas más fáciles y cómodas. Esperaba, y también en esto fui un gran idiota, que tu llegada sería para mí como el sol brillando entre las nubes, y que nuestras vidas serían como los cuentos prometen después de la boda. Estaba equivocado. Pero lo que no puedo imaginar es qué te indujo a ti a casarte conmigo. Fuera lo que fuese, supongo que tú también descubriste que habías cometido un error. No veo qué podemos hacer, excepto no amilanarnos en la desgracia y hacer las paces con un apretón de manos.
Se había levantado de la mesa, y acercándose a ella, extendió la mano. Lo que había dicho era bastante tópico, pero significativo viniendo de Cazeau, que no solía ser tan comunicativo al expresarse. Athénaïse ignoró la mano que le tendía. Con la barbilla apoyada en la palma de la suya, mantenía la mirada malhumorada en la mesa. Durante un instante, él descansó la mano que ella no había tocado sobre la cabeza de Athénaïse, y salió de la habitación.
Le escuchó dar órdenes a los trabajadores que habían estado esperándole en el porche y le oyó montar su caballo y salir. Cientos de cosas distraerían y ocuparían su atención durante el día. Sabía que tal vez, antes de cruzar el umbral, ella y su dolor se habrían alejado del pensamiento de Cazeau, mientras que ella…
La vieja Felicité estaba allí, de pie, sosteniendo un balde de hojalata brillante; pidiendo harina, manteca y huevos para la despensa, y comida para los pollitos.
Athénaïse cogió el manojo de llaves colgado de su cinturón y lo arrojó a los pies de Felicité.
—Tiens!, tu va les garder comme tu as jadis fait. Je ne veux plus de ce train là, moi!
La anciana se inclinó y recogió las llaves del suelo. La verdad era que le daba lo mismo que su señora se las devolviera y se negara a encargarse de las tareas domésticas.
IV
Athénaïse sentía ahora que Montéclin era el único amigo que le quedaba en el mundo. Sus padres le habían dado la espalda en la que parecía ser su hora de necesidad. Sus amigos se reían de ella y no aceptaban tomarse en serio las señales que lanzaba, mientras andaba a tientas tratando de descubrir si el matrimonio era, para otras mujeres, tan desagradable como para ella. Solo Montéclin la comprendía. Únicamente él había estado siempre dispuesto para actuar en su favor y a su lado, para consolarla con su interés y apoyo. Había puesto en Montéclin la única esperanza de salvarse del odioso ambiente que la rodeaba. Ella se sentía impotente para hacer proyectos, actuar e incluso para imaginar una salida a la trampa a la que todo el mundo parecía haber conspirado a empujarla.
Tenía muchísimas ganas de ver a su hermano y le escribió para que fuera a verla. Pero al espíritu aventurero de Montéclin le iba más encontrarse en algún lugar a la vuelta de un camino, donde diera la impresión que Athénaïse paseaba tranquilamente por motivos de salud o de recreo, y él pareciese que montaba por placer o de camino a un asunto de negocios.
Había caído un chaparrón, un aguacero repentino, tan corto como imprevisto, que había depositado polvo en la carretera. Las hojas puntiagudas de los robles se habían refrescado y los grandes campos de algodón que flanqueaban el camino brillaban tanto que parecían alfombrados con verdes gemas centelleantes.
Athénaïse caminaba por el arcén de hierba de la carretera levantando con una mano su falda almidonada y con la otra, haciendo girar sobre su cabeza desnuda una alegre sombrilla. El aroma del campo después de la lluvia era delicioso. Aspiraba profundamente su frescura y perfume, lo que de momento la tranquilizaba y calmaba. En los charcos había pájaros salpicando y chapoteando, peinándose las plumas sobre las vallas y emitiendo grititos agudos, gorjeos y estridentes cantos de satisfacción.
Vio acercarse desde lejos a Montéclin, casi tanto como el recodo del bosque. Pero no estaba segura de si era él; parecía demasiado alto para ser Montéclin, pero eso se debía a que montaba un caballo grande. Agitó el parasol; estaba tan contenta de verle como no lo había estado jamás; ni siquiera el día que él la había sacado del convento, contra la voluntad de sus padres, porque ella había expresado el deseo de no permanecer allí más tiempo. A medida que se acercaba, a Athénaïse le parecía la encarnación de la dulzura, de la valentía, de la caballerosidad; e incluso de la sabiduría, porque jamás había visto a Montéclin sin recursos para salir de las situaciones desagradables.
Desmontó y, llevando su caballo por la brida, empezó a caminar a su lado, después de besarla cariñosamente y de preguntarle por qué lloraba. Ella protestó; no estaba llorando, sino que se reía, aunque, al mismo tiempo, se secaba los ojos con el pañuelo convertido en una suave bola para la ocasión.
Dio el brazo a Montéclin y caminaron lentamente senda abajo; no podían sentarse a charlar tranquilamente como hubiesen querido, porque la hierba centelleaba húmeda y erguida.
Sí, se sentía tan desgraciada como siempre, le dijo. La semana transcurrida desde la última vez que se vieron, no había mitigado lo más mínimo la carga de su descontento. Incluso había sido objeto de nuevas provocaciones, y se las contó a Montéclin con todo detalle; lo de las llaves, por ejemplo, que en un arrebato había devuelto a la custodia de Felicité; y le contó cómo Cazeau se las había vuelto a dar, como si fueran algo que ella hubiera perdido accidentalmente y él hubiese recuperado; y cómo había dicho, con aquel tono suyo irritante, que no era costumbre en Cane River que los sirvientes negros guardasen las llaves cuando había una señora al frente de la casa.
Pero Athénaïse no precisaba decir nada para que el desprecio de Montéclin por su cuñado aumentara; y fue entonces cuando él le desveló un plan concebido y elaborado para librarla del exasperante yugo matrimonial.
El plan no tuvo una acogida inmediata, ni era algo que estuviera preparada para aceptar en aquel momento, porque implicaba secreto y disimulo, y ambas alternativas eran odiosas. Pero se sentía llena de admiración por los recursos de Montéclin y su maravilloso talento para la maquinación. Aceptó el plan; no decidida a llevarlo a cabo inmediatamente, pero con la intención de dormir y soñar con él.
Tres días más tarde escribió a Montéclin diciéndole que se ponía en sus manos. Por desagradable que pudiera resultarle a su sentido de la honestidad, sería menos penoso que seguir viviendo con el espíritu lleno de amargura y repulsión, del modo como lo había hecho durante los dos últimos meses.
V
Cuando una mañana Cazeau se despertó temprano como de costumbre, encontró el sitio a su lado vacío. No se sorprendió hasta descubrir que Athénaïse no estaba en la habitación contigua donde, algunas mañanas, la había encontrado durmiendo en el sofá. Tal vez habría salido temprano a dar un paseo, reflexionó, pues la chaqueta y el sombrero no estaban en la percha donde los había colgado la noche anterior. Pero faltaban también uno o dos trajes del armario, y había un gran hueco en las pilas de lencería del estante; su bolsa de viaje no estaba y tampoco algunas joyas de la bandeja del tocador. ¡Athénaïse había desaparecido!
Pero ¡qué absurdo! ¡Marcharse por la noche, como si estuviera prisionera y él fuera el guardián del calabozo! ¡Tanto secreto y misterio para pasar unos días en Bon Dieu! Pues bien, después de esto, los Miché podían guardarse a su hija. La compañía de ninguna mujer en el mundo le haría sufrir de nuevo la humillante sensación de ruindad que le invadió al pasar ante el viejo roble del prado en barbecho.
Una terrible sensación de pérdida abrumaba a Cazeau. No era nueva ni imprevista; había ido apoderándose de él durante semanas y parecía culminar con la huida de casa de Athénaïse. Sabía que podía obligarla a volver de nuevo, como había hecho en la otra ocasión; obligarla a volver bajo el cobijo de su techo; forzar su fría y reacia obediencia a sus arrebatos apasionados y a su amor; pero la pérdida de autoestima le parecía un precio demasiado alto por una esposa.
Cazeau no comprendía por qué, aparentemente, le había preferido a otros; por qué le había atraído con miradas, palabras y mil trucos femeninos y, finalmente, enloquecido con un amor al que ella parecía corresponder con su tímido estilo pudoroso. La gran sensación de pérdida provenía de la conciencia de haber dejado pasar una oportunidad de ser feliz, una oportunidad que sería milagroso que se repitiera. No se imaginaba amando a otra mujer y tampoco podía imaginar que llegara un día en que Athénaïse le quisiera.
Le escribió una carta renunciando a cualquier nuevo intento de imponerle su autoridad. No deseaba nunca más su presencia en la casa, si ella no volvía libremente, sin influencias de la familia o de amigos, si no podía ser la compañera que él había esperado al casarse con ella y devolver, en cierta medida, afecto y respeto por el amor que él seguía y siempre seguiría sintiendo por ella. Por la mañana temprano envió esta carta al rigolet con un mensajero. Pero ella no estaba en el rigolet, y no había estado allí.
La familia se volvió contra Montéclin y casi le atacaron pidiéndole explicaciones; había pasado la noche fuera de casa; sus respuestas eran desconcertantes y en sus promesas de ignorancia e inocencia había un evidente deseo de engañar.
Pero Cazeau no tuvo dudas ni hizo especulaciones cuando abordó al joven.
—Montéclin, ¿qué has hecho con Athénaïse?, —preguntó bruscamente.
Se habían encontrado a caballo, en medio de la carretera, justo cuando Cazeau subía por la orilla del río delante de su casa.
—¿Qué le has hecho tú a Athénaïse?, —contestó Montéclin por toda respuesta.
—Supongo que en tu conducta no has tenido en cuenta la decencia ni la corrección, al animar a tu hermana a semejante acción, pero permíteme decirte que…
—Voyons! Déjame en paz con tus decencias, moralidades y tonterías. Sé que debes de haberle hecho algo muy mezquino a Athénaïse para que no pueda vivir contigo; y por mi parte, me siento completamente feliz de que haya tenido el valor de abandonarte.
—No estoy de humor para tomar en cuenta tus impertinencias, Montéclin; pero permíteme recordarte que Athénaïse tiene temperamento de niña, además, es mi mujer y yo soy responsable de su seguridad y bienestar. Si le sucediera cualquier daño, te estrangularé, ¡por Dios que te estrangularé como a una rata, y te arrojaré al río Cane, aunque me cuelguen por ello!
No había levantado la voz. El único signo de ira era el brillo salvaje de sus ojos.
—Creo que harías mejor reservando tus bravatas para las mujeres, Cazeau —contestó Montéclin saliendo a caballo.
Pero, después de aquello, Montéclin se acorazó doblemente, y comprendió que tenía que ser precavido, en vista de las advertencias y amenazas que por todas partes hacían peligrar su seguridad personal.
VI
Athénaïse llegó a su destino sana y salva, aunque bastante aturdida, un poco asustada y en conjunto, excitada e interesada por la desacostumbrada experiencia.
Su destino era la casa de Sylvie, en Dauphine Street, en Nueva Orleans, un edificio de ladrillo gris de tres plantas, que daba directamente a la vereda, con tres anchos escalones de piedra que llevaban a la oscura entrada principal. Del balcón del segundo piso colgaba un pequeño cartel informando a los transeúntes de que allí dentro había chambres garnies.
Athénaïse se presentó en la casa de Dauphine Street una mañana de la última semana de abril. Sylvie la estaba esperando y rápidamente le enseñó su apartamento, en el ala trasera del segundo piso, al que se accedía por una terraza exterior abierta. Abajo, había un patio pavimentado con anchas losas de piedra; en un bancal, a lo largo de la pared de enfrente, crecían gran cantidad de arbustos en flor y plantas, y había otras distribuidas alrededor en toneles y macetas.
La habitación en que acomodaron a Athénaïse era sencilla, pero suficientemente grande, con alfombra en el suelo, celosías verdes y cortinas de encaje de Nottingham en las ventanas sobre la galería, y decorada con muebles baratos de nogal. Pero todo tenía un aspecto impecable y el lugar olía a limpio.
Nada más llegar, Athénaïse se dejó caer en la mecedora con el aire de agotamiento e intenso alivio del que ha llegado al fin de sus problemas. Sylvie entró tras ella, dejando en el suelo la gran bolsa de viaje y depositando la chaqueta sobre la cama.
Era una corpulenta cuarterona de unos cincuenta años, vestida con un amplio volante del anticuado percal violeta que tanto gustaba a la gente de su clase. Llevaba grandes aros de oro en las orejas y el pelo peinado con sencillez y evidente esfuerzo para alisar el encrespado. Tenía facciones anchas y ordinarias; la nariz respingona dejaba a la vista los anchos agujeros, como poniendo de relieve la majestad y autoridad de su porte —una dignidad que, en presencia de gente blanca, adoptaba un aire de respeto, nunca de servilismo. Sylvie creía firmemente en mantener las distancias de color, y no aguantaba que un blanco, aunque se tratase de un niño, la llamara «Madame Sylvie», título que, sin embargo, exigía religiosamente de las personas de su misma raza.
—Espero que esté a gusto en su habitación, señora —observó amistosamente—. Es la misma habitación que su hermano, M’sieur Miché, quiere siempre que viene a Nueva Orleans. ¿Está bien M’sieur Miché? Recibí su carta la semana pasada y ese mismo día un caballero quería que le diese esta habitación. Le dije: «No, esa habitación ya está comprometida». A todo el mundo le gusta esta habitación porque es muy tranquila. M’sieur Gouvernail, que está ahí, en la habitación de al lado, no la quiere dejar. Lleva tres años en esa habitación; y hasta la ha arreglado con sus propios muebles y libros. ¡Le digo que hay que verlo! Le he dicho cientos de veces: «M’sieur Gouvernail, ¿por qué no coge esa de tres pisos de delante, ahora que está vacía?». Él me dice: «Déjame en paz, Sylvie; sé reconocer una buena habitación cuando la encuentro».
Se había estado moviendo lenta y majestuosamente por el apartamento, alisando y ahuecando la cama y las almohadas, escudriñando la jarra y la palangana, echando un vistazo alrededor para asegurarse de que todo estaba en orden.
—Le enviaré agua fresca, madame —ofreció al salir de la habitación—. Y cuando necesite algo, no tiene más que salir a la galería y llamar a Pousette; le oirá perfectamente, está justo ahí debajo, en la cocina.
Athénaïse no estaba realmente tan cansada como debería haberlo estado después del interminable y tortuoso camino que Montéclin había planeado seguir para conducirla hasta la ciudad.
¿Podría olvidar alguna vez aquella secreta y realmente peligrosa cabalgada a media noche, bordeando la costa hasta la desembocadura del río Cane? Allí, Montéclin se había separado de ella, después de dejarla a bordo del buque correo St. Louis and Shereveport, que él sabía que pasaba por allí antes del amanecer. Había recibido instrucciones de desembarcar en la embocadura del río Red, y, de allí, hacer transbordo en el primer vapor con rumbo al sur, hasta Nueva Orleans; instrucciones que había seguido ciegamente, incluso la de ir a casa de Sylvie nada más llegar a la ciudad. Montéclin había ordenado secreto y precaución; la naturaleza clandestina del asunto le daba un sabor de aventura que le encantaba. Escaparse con su hermana era solo un poco menos comprometido que escaparse con la hermana de otro.
Pero Montéclin no hacía de grand seigneur a medias. Había pagado a Sylvie por adelantado la pensión y alojamiento de Athénaïse de todo un mes. Se había visto obligado a pedir prestada parte de la suma, es cierto, pero no era tacaño.
A diferencia del resto de los inquilinos, Athénaïse tenía que comer en la casa; la única excepción era Mr. Gourvernail, al que servían el desayuno los domingos por la mañana.
La clientela de Sylvie procedía principalmente de los condados del Sur; en su mayoría, era gente que pasaba unos pocos días en la ciudad. Estaba orgullosa de la calidad y el carácter altamente respetable de sus huéspedes, que iban y venían discretamente.
El gran salón, abierto a la terraza delantera, se usaba en contadas ocasiones. Permitía a sus huéspedes recibir en aquel santuario de elegancia, cosa que nunca hacían. A menudo, lo alquilaba por noche a grupos de caballeros respetables y discretos que deseaban pasarlo bien jugando tranquilamente a las cartas fuera del hogar. El vestíbulo de la segunda planta daba también a la galería, a través de un gran ventanal. Sylvie aconsejó a Athénaïse que cuando se cansara de estar en la habitación trasera, fuera a sentarse a la galería de delante, sombreada por la tarde, donde podría entretenerse con los ruidos y vistas de la calle.
Athénaïse se refrescó con un baño y poco después estaba desempacando sus pocas pertenencias, colocándolas ordenadamente en los cajones de la cómoda y el armario.
En las últimas horas, había estado dando vueltas a un plan. Por ahora, su intención era vivir indefinidamente en esta gran habitación, fresca y limpia, en las traseras de la calle Dauphine. En algunos momentos, había pensado seriamente en el convento, decidida a abrazar los votos de pobreza y castidad; pero ¿qué hacer con el de obediencia? Más adelante, y de forma indirecta, tenía la intención de informar a sus padres y a su marido que estaba a salvo y bien, reservándose el derecho de que no la molestaran ni supieran su paradero. El vivir a expensas de la generosidad de Montéclin era totalmente inaceptable y Athénaïse trataría de encontrar algún empleo apropiado y agradable.
Por el momento, lo más urgente era salir a buscar tela para uno o dos vestidos baratos; se encontraba en la penosa situación de una joven que no tenía, literalmente, nada que ponerse. Decidió que uno sería completamente blanco y el otro de alguna muselina con encaje.
VII
Cuando el domingo por la mañana, dos días después de su llegada a la ciudad, Athénaïse fue a desayunar un poco más tarde de lo habitual, encontró la mesa puesta con dos manteles, en lugar de uno, como era habitual. Había estado en misa, y no se quitó el sombrero, pero dejó a un lado el abanico, la sombrilla y el misal. El comedor estaba situado justo debajo de su apartamento y, como todas las habitaciones de la casa, era grande y bien ventilado; el encerado del suelo resplandecía.
Acercaron la mesita redonda, impecablemente puesta, junto a la ventana abierta. Había algunas plantas altas en la terraza exterior; y Pousette, una viejecita de color negro intenso, salpicaba y arrojaba cubos de agua al enlosado, hablando en voz alta a nadie en concreto su dialecto criollo. En la mesa había un plato lleno de finos camarones y hielo picado, una garrafa de agua cristalina, unos pocos hors d’oeuvres, y un bollito de pan francés, crujiente y dorado, junto a cada plato. En el sitio frente a Athénaïse había también media botella de vino y el periódico de la mañana.
Casi había terminado de desayunar, cuando Gouvernail entró y se sentó a la mesa. Se sentía molesto al ver invadida su preciada intimidad. Sylvie estaba quitando los restos de una chuleta de cordero del plato de Athénaïse, y sirviéndole una taza de café con leche.
—M’sieur Gouvernail —ofreció Sylvie, con sus modales más insinuantes y solemnes—, por favor, permítame presentarle a Madame Cazeau, la hermana de M’sieur Miché; como recordará se han visto en dos o tres ocasiones, y un día fueron juntos a las carreras. Madame Cazeau, permítame presentarle a M’sieur Gouvernail.
Gouvernail se mostró gratamente complacido de conocer a la hermana de Monsieur Miché, del que no tenía el más ligero recuerdo. Preguntó por la salud de Monsieur Miché y ofreció cortésmente a Athénaïse una parte de su periódico, la sección que contenía la «Página de la mujer» y el cotilleo social.
Athénaïse recordaba vagamente que Sylvie le había contado que un tal Monsieur Gouvernail ocupaba la habitación contigua a la suya, y que vivía rodeado de lujo y montones de libros. No había pensado más en él, pero se había imaginado a un caballero corpulento, de mediana edad, barba poblada y canosa, grandes anteojos de montura de oro, y de alguna manera, cargado de hombros de tanto inclinarse sobre los libros y el material de escritura. En su mente, le había confundido con el retrato de alguna celebridad literaria con la que se había tropezado en las páginas de publicidad de alguna revista.
Lo cierto era que Gouvernail no tenía, en modo alguno, un aspecto llamativo. Aparentaba más de treinta, y menos de cuarenta; de estatura y peso medianos, y modales silenciosos y discretos que parecían pedir que le dejaran solo. Tenía el pelo castaño claro, cuidadosamente cepillado con raya en medio. El bigote, también castaño; y los ojos marrones con una mirada apacible y penetrante. Iba elegantemente vestido a la moda, y las manos eran, según Athénaïse, considerablemente blancas y suaves para un hombre.
Gouvernail había estado enfrascado en el contenido del periódico; de repente, se dio cuenta de que tal vez debería haber prestado un poco más de atención a la hermana de Miché. Hizo ademán de ofrecerle un vaso de vino, constatando, con gran sorpresa y alivio, que ella se había escabullido en silencio mientras él estaba absorto con su propio editorial sobre «La corrupción en el mundo legal».
Gouvernail terminó de leer el periódico y se fumó un puro en la terraza. Holgazaneó un poco, cogió una rosa para su ojal y mantuvo su habitual charla con Pousette, a la que pagaba un estipendio semanal por cepillarle los zapatos y la ropa. Fingió regatear en la transacción, solo por divertirse con el desasosiego y la parlanchina agitación de Pousette.
Trabajaba o leía en su habitación durante unas pocas horas, y cuando salía de casa, a las tres de la tarde, era para no volver hasta bien entrada la noche. Casi invariablemente, tenía la costumbre de pasar las tardes del domingo en el barrio americano, entre un simpático grupo de hombres y mujeres —librepensadores, de vidas irreprochables todos ellos, aunque sus opiniones asustarían incluso al tradicional soldado para el que nada es sagrado. Pero a pesar de sus «avanzadas» opiniones, Gouvernail era un tipo liberal; un hombre o una mujer no perdían su respeto por el hecho de estar casados.
Cuando se marchó de casa por la tarde, Athénaïse ya se había resguardado en el balcón de delante. La vio a través de las celosías, al pasar de camino hacia la entrada principal. Athénaïse aún no sentía soledad ni nostalgia; la novedad de lo que la rodeaba era distracción suficiente. Encontraba divertido sentarse allí, en la galería delantera y ver pasar a la gente, aunque no hubiera nadie con quien charlar. ¡Y además, la reconfortante y cómoda sensación de no estar casada!
Vio a Gouvernail bajando la calle y no encontró defecto en su porte. Él podía oír el ruido de su mecedora desde una cierta distancia. Se preguntó qué haría en la ciudad «la pobrecita» y pensó preguntarle a Sylvie por ella, cuando se acordara.
VIII
A la mañana siguiente, hacia el mediodía, cuando Gouvernail salió de su habitación, se tropezó con Athénaïse, que mostraba una ligera confusión y azoramiento por verse obligada a pedirle un favor, cuando hacía tan poco que se conocían. Estaba de pie en el umbral de su puerta, y evidentemente había estado cosiendo, como lo atestiguaba el dedal en el dedo y también una aguja enhebrada con hilo largo pinchada en la pechera del vestido. Sostenía en la mano una carta con sello pero sin dirección.
¿Sería Mr. Gouvernail tan amable de dirigir la carta a su hermano, Mr. Montéclin Miché? No querría, bajo ningún concepto, entretenerle con explicaciones esta mañana; otro rato, quizás; ahora, le rogaba que se tomara la molestia de hacerlo.
Él le aseguró que no le importaba lo más mínimo, que no suponía ningún problema; sacó la pluma del bolsillo y escribió en la carta la dirección que ella le dictó, apoyándola en el ala invertida de su sombrero de paja. A ella le sorprendió un poco que un hombre de su supuesta erudición dudase de la ortografía de «Montéclin» y «Miché».
Athénaïse mostró reparos en agobiarle con la molestia adicional de tenerla que poner en el correo, pero él logró convencerla de que una tarea tan simple como echar una carta no le haría más pesado el día. Además, le prometió llevarla en la mano y evitar así el posible riesgo de olvidársela en el bolsillo.
A partir de entonces, y tras la repetición del mismo favor, cuando ella le contó que había recibido carta de Montéclin, y parecía como si tuviera ganas de contarle más cosas, él creyó conocerla mejor, lo suficiente como para reunirse con ella una noche que la encontró sola, sentada en la terraza. Él no era de los que buscan deliberadamente la compañía de las mujeres, pero tampoco era un oso. Cierta conmiseración por la soledad de Athénaïse, tal vez un poco de curiosidad por conocer más a fondo el tipo de mujer que era, y la influencia natural de su encanto femenino, eran por igual motivos secretos para encaminar sus pasos hacia la terraza, cuando descubrió el resplandor de su vestido blanco a través de la ventana abierta del vestíbulo.
Era ya bastante tarde, pero el día había sido caluroso, y las terrazas y umbrales vecinos estaban llenos de grupos de gente charlando, reacios a dejar el frescor reconfortante del aire libre. Las voces a su alrededor servían para dar a Athénaïse un sentimiento de soledad que progresivamente la invadía. A pesar de ciertos impulsos latentes, anhelaba simpatía y compañía humana.
Dio la mano a Gouvernail impulsivamente, y le dijo que se alegraba mucho de verle. Él no estaba preparado para semejante declaración, pero le encantó percibir que la expresión era tan sincera como franca. Acercó una silla a una distancia cómoda para conversar con Athénaïse, aunque no tenía la intención de hablar más de lo estrictamente necesario para animar a Madame… ¡la verdad es que había olvidado su nombre!
Apoyó un codo en la barandilla de la terraza y, si Athénaïse le hubiera dado la oportunidad, habría empezado la conversación con un comentario sobre el opresivo calor del día. ¡Qué feliz se sentía ella de poder charlar con alguien! ¡Y cómo hablaba!
Una hora después, Athénaïse estaba ya en su habitación y Gouvernail seguía fumando en la terraza. Tras aquella hora de charla, la conocía bastante bien. No tanto por lo que había dicho, sino por lo que sus medias frases habían revelado a su rápida inteligencia. Sabía que adoraba a Montéclin y que, sin darse cuenta, adoraba también a Cazeau. Había deducido que era obstinada, impulsiva, inocente, ignorante, insatisfecha y descontenta. ¿Acaso no se había quejado de que, en este mundo, las cosas parecían estar mal organizadas, y de que nadie podía ser feliz a su manera? Y él le había contestado que lamentaba el descubrimiento tan precoz en su vida de aquel hecho primordial de la existencia.
Se compadecía de su soledad, y a la mañana siguiente inspeccionó su biblioteca para prestarle algo que leer, desechando todo lo que se le ofrecía a la vista. La filosofía estaba fuera de lugar, y también la poesía; es decir, la poesía que él tenía. No había sondeado sus gustos literarios y mucho se temía que no tuviera ninguno y que hubiera rechazado con igual facilidad «La Duquesa» y a Mrs. Humphry Ward. Decidió prestarle una revista.
Al devolvérsela, Athénaïse reconoció que le había parecido bastante entretenida. Una historia sobre Nueva Inglaterra le había dejado perpleja, era verdad; y un cuento criollo le había ofendido, pero las fotos, especialmente una que le recordaba mucho a Montéclin, después de un día de dura cabalgada, le habían gustado tantísimo que se sentía reacia a dejar la revista. Era una de los vaqueros de Remington y Gouvernail insistió en que se la quedara y la guardase.
A partir de entonces, hablaba con ella todos los días y siempre estaba deseoso de prestarle algún servicio o de hacer algo para entretenerla.
Una tarde, la llevó al confín del lago. Ella ya había estado allí hacía años, pero en invierno, de modo que el viaje era relativamente nuevo y desconocido para ella. La gran extensión de agua salpicada de barcos de recreo, el espectáculo de los niños jugando alegremente por los acantilados cubiertos de hierba, la música…, todo le encantaba. Gouvernail pensaba que era la mujer más hermosa que jamás había visto. Hasta su vestido, el de muselina con encajes, le parecía el más precioso que se podía imaginar. Y nada podía ser más atractivo que la disposición de su pelo castaño bajo el sombrero marinero, todo enrollado hacia atrás, abombado suavemente alrededor de la cara radiante. Y, además, su manera de llevar el parasol, de levantarse la falda y de abanicarse, le parecían tan únicos y peculiares que casi los consideraba dignos de estudio e imitación.
Podían haber comido al aire libre, a la orilla del lago, pero decidieron regresar pronto a la ciudad para evitar el gentío. Athénaïse quería volver a casa, porque decía que Sylvie tendría preparada la cena y la estaría esperando. Pero no fue difícil convencerla para que se quedara a cenar en un tranquilo y pequeño restaurante que él conocía y apreciaba, con suelo de arena, atmósfera íntima, un delicioso menú y el servicial camarero preguntando qué desearían tomar «el señor y la señora». ¡No era extraño que se equivocara con aquel aire de propiedad que Gouvernail asumía! Pero Athénaïse se encontraba muy cansada después de todo aquello; el resplandor se apagó en su rostro, y, de vuelta a casa, caminaba colgada perezosamente de su brazo.
Cuando le dio las buenas noches en la puerta y las gracias por la agradable velada, él se resistía a separarse de ella. Deseaba que se sentara fuera, con él, hasta la hora de marcharse a la oficina del periódico. Él sabía que se desvestiría, se pondría la bata y se tumbaría en la cama; y lo que él deseaba, por lo que hubiera dado cualquier cosa, era ir a sentarse junto a ella, leerle algo tranquilizante, sosegarla, cumplir sus deseos, fueran los que fuesen. Por supuesto que no servía de nada pensar en ello, pero se sorprendió de sus crecientes deseos de servirla. Ella le brindó la oportunidad antes de que él la buscara.
—Mr. Gouvernail —llamó desde la habitación—, ¿sería usted tan amable de llamar a Pousette y decirle que olvidó traerme el agua con hielo?
Estaba indignado por la negligencia de Pousette, y la llamó con severidad por la barandilla. Gouvernail estaba fumando, sentado delante de su puerta. Sabía que Athénaïse se había acostado, porque la habitación estaba a oscuras y había abierto las tablillas de la puerta y las ventanas. Su cama estaba junto a una de las ventanas.
Pousette llegó moviéndose torpemente con el agua helada, y dando mil excusas:
—Mo pa oua vou à tab c’te la nuite, mo cri von pe gagni déjà là-bas; parole! Vou pas cri conté ça Madame Sylvie?
Ella no había visto a Athénaïse en la mesa, y pensó que había salido. Lo juraba, y esperaba que no informara a Madame Sylvie de su descuido. Poco después, Athénaïse volvió a levantar la voz:
—Mr. Gouvernail, ¿se fijó usted al entrar en el joven sentado frente a nosotros, con abrigo gris y banda azul alrededor del sombrero?
Por supuesto que Gouvernail no se había fijado en tal individuo, pero aseguró a Athénaïse que había observado al tipo con atención.
—¿No cree usted que se parecía ligeramente, no mucho, desde luego, pero que tenía un aire a Montéclin?
—Creo que el parecido con Montéclin era impresionante —afirmó Gouvernail, con la única idea de prolongar la conversación—. Tuve la intención de hacérselo notar, pero algo me distrajo.
—Lo mismo me pasó a mí —contestó Athénaïse—. ¡Mi querido Montéclin! Me pregunto qué estará haciendo ahora.
—¿Ha tenido hoy noticias o carta suya?, —preguntó Gouvernail, decidido a que si la conversación fracasaba, no fuera por falta de esfuerzo suyo en mantenerla.
—Hoy, no, pero ayer, sí. Me dice que mamá estaba tan trastornada por la preocupación, que al fin, para tranquilizarla, se vio obligado a confesar que sabía dónde estaba yo, pero que había prometido no revelarlo. Pero Cazeau no le ha hecho caso, ni le habla desde que amenazó al pobre Montéclin con tirarle al río Cane. Como ya sabe, Cazeau me escribió una carta la mañana que me fui, pensando que había ido al rigolet. Mamá la abrió y dijo que estaba llena de los más nobles sentimientos y que quería que Montéclin me la enviara; pero Montéclin se negó en redondo y por eso me escribió.
Gouvernail prefería hablar de Montéclin. Se imaginaba a Cazeau insoportable y le disgustaba pensar en él.
Poco después, Athénaïse exclamó:
—Buenas noches, Mr. Gouvernail.
—Buenas noches —respondió él remiso.
Cuando creyó que dormía, se levantó y se dirigió al pandemónium nocturno de la oficina del periódico.
IX
Athénaïse no hubiera aguantado aquel mes de no haber sido por Gouvernail. La exigencia de precaución y secreto que siempre tenía presente le había impedido hacer nuevas amistades, así como buscar a personas conocidas; sin embargo, conocía tan pocas que no le resultaba difícil mantenerse apartada de su camino. En cuanto a Sylvie, pasaba casi todo el tiempo ocupada en cuidar de su casa y, además, su actitud de deferencia hacia los inquilinos impedía cualquier tipo de cotilleo al que, a veces, Athénaïse se hubiera prestado con su patrona. Tampoco tenía ocasión de conocer a los inquilinos que iban y venían, de paso. Así que dependía totalmente de la compañía de Gouvernail.
Él estaba agradecidísimo a la situación y se dedicaba a entretenerla cada momento que tenía libre en su trabajo. A ella le gustaba salir, y juntos, paseaban en el crepúsculo estival por los laberintos del viejo barrio francés. Fueron de nuevo a la orilla del lago; se quedaron horas junto al agua y volvieron tan tarde que las calles por las que pasaban estaban silenciosas y desiertas. El sábado por la mañana, se levantó a una hora intempestiva para llevarla al mercado francés, sabiendo que aquel espectáculo y bullicio le interesarían. Y por la tarde, no se unió a la tertulia intelectual, como habitualmente hacía, sino que estuvo todo el día a disposición y servicio de Athénaïse.
A pesar de esto, su comportamiento hacia ella era discreto, revelaba inteligencia y, sorprendentemente en una relación tan breve, un profundo conocimiento del carácter de Athénaïse. De momento, él estaba a su entera disposición; ocupaba el lugar de la casa y los amigos. A veces, ella se preguntaba si alguna vez él habría amado a una mujer. No podía imaginarle amando a alguien apasionada, tosca y ofensivamente, como Cazeau la amaba a ella. En una ocasión, fue tan ingenua como para preguntarle abiertamente si se había enamorado alguna vez; y él, inmediatamente, le confirmó que no. Ella pensó que era un magnífico rasgo de carácter y que por esto merecía toda su admiración.
Una noche la encontró llorando, contenida y sosegadamente. Estaba apoyada en la baranda de la terraza, mirando, a la luz de la luna, los sapos que saltaban al enlosado húmedo del patio. Había un opresivo olor dulzón que llegaba del macizo de jazmines. Pousette estaba allí abajo, rezongando y peleándose con alguien, y parecía despacharse a gusto, aunque ya podía hacerlo, porque su oponente era un gato negro de un patio que había entrado para hacerle compañía.
Cuando le preguntó qué le pasaba, Athénaïse admitió sentirse desconsolada y enferma; imaginaba que no era nada más que nostalgia. Una carta de Montéclin le había agitado por completo. Añoraba a su madre, a Montéclin; se moría de ganas de ver los campos de algodón, de sentir el aroma de la tierra arada, el oscuro y misterioso encanto de los bosques y la vieja casa destartalada en Bon Dieu.
A medida que Gouvernail la escuchaba, se iba apoderando de él una oleada de piedad y ternura. Cogió sus manos y las apretó contra sí. Se preguntaba qué sucedería si la abrazase.
Era difícil estar preparado para lo que sucedió, pero lo aguantó con valor. Ella enlazó sus manos alrededor de su cuello y se echó a llorar en su hombro; las lágrimas calientes le abrasaban la mejilla y el cuello, y el cuerpo de Athénaïse se agitaba en sus brazos. El deseo de apretarla contra sí era enorme; la tentación de buscar sus labios, imperiosa; pero no hizo ninguna de las dos cosas.
Entendió mil veces mejor que ella que estaba actuando como sustituto de Montéclin. Por amarga que fuera la convicción, la aceptó. Tenía paciencia y podía esperar. Esperaba poderla abrazar un día con brazos de amante. Que estuviera casada no tenía para Gouvernail la más mínima importancia. No concebía ni se imaginaba que eso pudiera importar. Cuando llegara el día en que ella le quisiera —como esperaba y creía que llegaría—, sentiría que tendría derecho a ella. Mientras no le quisiera, no tenía ningún derecho, no más del que tenía su marido. Era difícil sentir su aliento cálido, sus lágrimas en la mejilla, su pecho agitado apretándose contra él, sus brazos suaves colgando alrededor, mientras él la deseaba con todo su cuerpo y su alma, y, aún así, no demostrarlo.
Intentaba pensar lo que hubiera dicho y hecho Montéclin, y actuar en consecuencia. Le acarició el pelo y la sostuvo en un abrazo suave hasta que las lágrimas se secaron y los sollozos acabaron. Antes de soltarse, ella le besó en el cuello; ¡a su manera, tenía que amar a alguien! Incluso esto lo soportó con estoicismo. Pero convenía dejarla y hundirse en lo más denso del rápido, intenso y pesado trabajo, hasta casi el amanecer.
Athénaïse se había tranquilizado y durmió bien. El contacto de las manos amigas y los brazos acogedores había sido muy gratificante. De ahora en adelante no volvería a sentirse sola y desgraciada, teniendo allí a Gouvernail para consolarla.
X
La cuarta semana de su estancia en la ciudad estaba tocando a su fin. Manteniendo su objetivo de buscar algún trabajo apropiado y agradable, Athénaïse había hecho algunas gestiones en esa dirección. Pero a excepción de dos niñas que habían prometido tomar lecciones de piano, a un precio que resultaría violento decir, sus intentos habían sido en vano. Además, la nostalgia seguía volviendo, y Gouvernail no siempre estaba allí para disiparla.
Athénaïse pasaba la mayor parte del tiempo abajo, escardando entre las flores del patio. Intentó interesarse por el gato negro, por un sinsonte, que en su jaula, colgaba en el exterior de la puerta de la cocina, y por un loro vergonzante, propiedad del cocinero vecino, que juraba constantemente en francés, como un carretero.
Además, no se encontraba bien; como le dijo a Sylvie, se sentía como si no fuera la misma. El clima de Nueva Orleans no le iba bien. Sylvie se angustió al enterarse, porque en cierto modo se sentía responsable de la salud y el bienestar de la hermana de Monsieur Miché; y se atribuyó el deber de averiguar con detalle la naturaleza y carácter de la enfermedad de Athénaïse.
Sylvie era muy sabia y Athénaïse, muy ignorante. La dimensión de su ignorancia y la profundidad de su consiguiente esclarecimiento resultaban asombrosos. Después de la entrevista con Sylvie, se quedó totalmente inmóvil durante un buen rato, completamente bloqueada, excepto por la respiración entrecortada y desigual que hacía vibrar su pecho. Todo su ser estaba empapado en una ola de embeleso. Cuando por fin se levantó de la silla en la que había estado sentada y se miró en el espejo, su rostro estaba tan transfigurado por la curiosidad y el entusiasmo, que pensó que lo veía por primera vez.
Los cambios de humor se sucedían rápidamente en este nuevo torbellino de sus sentidos y la necesidad de actuar se hizo imperiosa. Su madre debía enterarse enseguida y ella se lo diría a Montéclin. Y Cazeau también tenía que saberlo. Al pensar en él, la recorrió el primer escalofrío puramente sensual de su vida. Susurró su nombre a medias y su sonido le hizo enrojecer las mejillas. Lo repitió una y otra vez, como si fuera algo nuevo, un sonido dulce nacido de la oscuridad y la confusión, que llegaba hasta ella por primera vez. Estaba impaciente por estar con él. Toda su apasionada naturaleza se despertó como un milagro.
Se sentó para escribir a su marido. Recibiría la carta por la mañana y ella estaría con él por la noche. ¿Qué diría? ¿Cómo actuaría? Sabía que la perdonaría. ¿Acaso no le había escrito una carta? Una punzada de resentimiento hacia Montéclin la traspasó. ¿Qué había pretendido reteniendo aquella carta? ¿Cómo se había atrevido a no enviársela?
Athénaïse se arregló para salir y, en un impulso espontáneo, se fue a echar la carta que había redactado sin pensarlo dos veces. A la mayoría de la gente le parecería incoherente, pero Cazeau lo entendería.
Caminaba por la calle como la heredera de un magnífico legado. Tenía en la cara una expresión de orgullo y satisfacción que los transeúntes notaban y admiraban. Quería hablar con alguien, decirlo; se paró en la esquina y se lo contó a la irlandesa vendedora de ostras, y que, ¡Dios la bendiga!, deseó prosperidad a las generaciones venideras de la estirpe de los Cazeau. Sostuvo en sus brazos al bebé sucio y gordo de la vendedora de ostras y lo examinó con atenta curiosidad, como si un bebé fuese un fenómeno con el que se encontraba por primera vez en su vida. ¡Incluso le besó!
Y después ¡qué alivio supuso para Athénaïse caminar por las calles sin el temor de que algún conocido de Red River la viese por casualidad y la reconociera! Ahora nadie hubiera dicho que no se conocía a sí misma.
De la vendedora de ostras se fue directamente a la oficina de Harding & Offdean, los comerciantes con los que trabajaba su marido, y pidió dinero a cargo de la cuenta de su esposo con tal aire de copropiedad, casi de propiedad, que se lo dieron sin dudarlo, como se lo hubieran entregado al propio Cazeau. Cuando Mr. Harding, que la conocía, le preguntó cortésmente por su salud, se puso tan colorada y se mostró tan tímida, que el hombre pensó que era una lástima que una mujer tan bonita fuera tan tontorrona.
Athénaïse entró en un almacén de telas y compró todo tipo de cosas, regalitos para casi todos los que conocía. Compró rollos enteros de la tela blanca más ligera, suave y aterciopelada. Y cuando el empleado, al intentar averiguar lo que deseaba, le preguntó si la quería para ropa de niño, fue como si el suelo se hundiera bajo sus pies, y se preguntó cómo lo había sospechado.
Puesto que Montéclin la había alejado de su marido, quería que fuese Montéclin quien la devolviese a su lado. Así que le escribió una breve nota, en realidad una postal, pidiéndole que saliera a esperarla al tren del día siguiente por la tarde. Estaba convencida de que después de lo sucedido, Cazeau la esperaría en su casa; y ella prefería que así fuera.
Luego, vino la agradable agitación de preparar la marcha, de empaquetar sus cosas. Pousette siguió yendo y viniendo; y cada vez que salía de la habitación se llevaba algo que Athénaïse le había dado: un pañuelo, un chaleco, un par de medias con dos agujeritos en los dedos, un rosario roto, y por fin, un dólar de plata.
Después, apareció Sylvie con un regalo que ella llamaba «un conjunto decorativo», cosas de diseño complicado que nunca se hubieran podido conseguir en un bazar al uso o en una tienda de objetos decorativos, y que Sylvie había conseguido de una distinguida dama extranjera a la que había cuidado años atrás en el hotel St. Charles. Athénaïse lo aceptó y lo sostuvo con reverencia, totalmente consciente del gran cumplido y favor, luego, lo depositó religiosamente en el baúl que acababa de comprar.
Estaba muy cansada después de aquel día de esfuerzo poco habitual y se fue temprano a dormir. No pensó en Gouvernail ni una sola vez a lo largo del día, y solo en una ocasión se acordó de él, cuando el sonido de sus pisadas en la galería la despertó momentáneamente, al pasar camino de su habitación. Él había abrigado la esperanza de encontrarla levantada, esperándole.
Pero a la mañana siguiente, ya lo sabía. Alguien debió de decírselo. No había asunto del que Sylvie estuviera enterada, que tuviese reparo en discutir con detalle con cualquier hombre de edad y discreción convenientes.
Athénaïse encontró a Gouvernail esperándola con un carruaje para acompañarla a la estación. Sintió una momentánea punzada de remordimiento por haberle olvidado tan absolutamente, cuando él le dijo: —Sylvie me dice que se va usted esta mañana. Estuvo amable, atento y amistoso como de costumbre, pero respetó con reverencia la nueva dignidad y reserva que Athénaïse había experimentado en sus modales desde el día anterior. Ella continuó mirando por la ventanilla del coche, silenciosa y avergonzada como Eva después de perder la inocencia. Él hablaba de las calles embarradas, de la mañana oscura y de Montéclin. Esperaba que encontrase todo cómodo y agradable en su vuelta a casa y confiaba en que le avisaría cuando volviera a visitar la ciudad. Hablaba como si temiera o recelase del silencio y de sí mismo.
En la estación, ella le entregó su monedero, y él le compró el billete, le consiguió un lugar cómodo, consignó el baúl, y puso todos sus bultos y cosas en el tren a buen recaudo. Ella se sentía muy agradecida. Él le apretó cálidamente la mano, inclinó el sombrero y se fue. Era un hombre inteligente y sabía perder deportivamente; eso era todo. Pero de vuelta al coche, pensaba: «¡Caramba, cómo duele, cómo duele!».
XI
Athénaïse pasó un día de completa felicidad, a la expectativa. La hermosa visión del campo desplegándose ante ella era como un bálsamo para su vista y su espíritu. Estaba encantada con las desconocidas extensiones de las plantaciones de caña, amplias y limpias, con sus enormes almacenes de azúcar, las hileras de limpias cabañas como pueblecitos de una sola calle y las imponentes mansiones levantadas aparte entre grupos de árboles. Surgían repentinas visiones fugaces de un canalillo serpenteando entre soleadas orillas de hierba o saliendo furtiva e indolentemente de una enmarañada vegetación de madera, matorral, helecho, zumaque venenoso y palmitos. Y al pasar por largos tramos de monótono bosque, cerraba los ojos y saboreaba anticipadamente el momento de su encuentro con Cazeau. No podía pensar en nada más que en él.
Era de noche cuando llegó a la estación. Tal como había esperado, Montéclin estaba allí, esperándola con un landó de dos plazas al que había enganchado su briosa y veloz jaca. Era bueno tenerla de vuelta a pesar de todo, pensaba él; y no tenía nada que censurar puesto que venía por voluntad propia. Él tenía casi la certeza del motivo de su vuelta; sus ojos, su voz y su ingenuo comportamiento delataban el secreto que rebosaba en su corazón. Pero una vez que la dejó en la verja de su casa y, de vuelta al rigolet, no pudo evitar sentir que el asunto, después de todo, había dado un giro muy frustrante, vulgar y tópico. La dejó al cuidado de Cazeau.
Su marido le ayudó a salir del coche y no dijo ni palabra hasta que estuvieron juntos al abrigo de la galería. Incluso entonces, no hablaron al principio. Pero Athénaïse se volvió hacia él con gesto suplicante. Cuando la abrazó, sintió la entrega de todo su cuerpo contra él y que, por primera vez, sus labios respondían a la pasión que él sentía.
La noche en el campo era oscura, cálida y silenciosa, salvo por las distantes notas de un acordeón que alguien tocaba en una cabaña lejana. Un bebé negrito lloraba en alguna parte. Cuando Athénaïse se separó del abrazo de su marido, el sonido la detuvo.
—¡Escucha Cazeau! ¡Cómo llora el bebé de Juliette! Pauvre ti chou, me pregunto qué le pasará.
*FIN*