Bajo el puente
[Cuento - Texto completo.]
Augusto Roa BastosPor qué no come, le dijo taitá. Y el viejo: De noche no. Usted ya sabe, don Chiquito. Si no hay luz sobre mi comida, no puedo comer. Taitá se rió fuerte: Bajen el lampión y pónganle delante, dijo. El viejo miraba la oscuridad; casi sin mover los labios dijo: No. Tiene que ser luz del día, y si hay sol, mejor. De no, la comida es de otro gusto. Taitá lo miró con la boca llena. Enojado. Después le preguntó, burlón: Gusto a qué, si se puede saber, don. El viejo no contestó. No dijo nada más. Se levantó y se fue hasta que se emparejó con la oscuridad. Taitá volvió a masticar, rezongando: tiene la cabeza más dura que el recado. Capaz que un día va a enladrillar el río para vadearlo sin mojarse los pies.
Taitá y el maestro nunca se entendieron. Con el maestro nos pasó que lo empezamos a conocer cuando se desgració bajo el puente. Y ya para entonces tenía más de sesenta años. Un poco encorvado el espinazo no más; pero sabía ponerse derecho cuando quería. Mayormente en la fiesta de la Natividad, que en Itacuruví empieza un día antesdel 24 y se alarga, a remezones, hasta la Epifanía. Muy guardador. Un hombre de orden, de trabajo. Flaquito. Inacabado. El redoblante y alférez mayor de la cofradía de mariscadores. Clavábamos la punta de los pies entre el gentío para verlo tocar. Despacito al principio. Ciego o dormido en el susurro del cuero. El cabello negro y lacio, pegado al cráneo con la goma del tártago. El pecho muy abombado en la figura pequeña. Reventaba en un tronido el redoble mientras el malón salvaje robaba al Niño-de-Cabellos-Rojos. Doscientos años después, jinetes de sudadas camisetas de fútbol lo traían a salvo. Sólo entonces el redoble paraba. Los mariscadores un rato de piedra sobre los caballos. Los brazos en alto. Florecidos ramos de palma. Por debajo pasaba la imagen. Un cuajito de leche, el pelo teñido de bermellón como el fleco del niño-azoté. La inmensa bola de polvo y ruido flotaba sobre el pueblo, y se iba en una nube a llover en otra parte, hasta el año que viene. Siempre igual.
En un lugar así la vejez es larga para cualquiera. No para el maestro. Con menos que poco se conformaba. Dentro de él encontraría todo lo que le hacía falta. Quién sabe. Por fuera, siempre ocupado; un hombre activo como ninguno, de provecho, cumplidor. La escuela. Su chacra llena de plantíos de muchas clases. El cuidado de los pájaros y animales silvestres en su casa, a media legua del pueblo, en la orilla del monte.
Al rayar el día ya estamos todos los alumnos en el patio, tiroteándonos con las semillas de los nísperos; los más grandes pelando al descuido las polleritas rotosas, para mirar debajo. “Guá, el maestro”. Una vela negra entre el vaho del roció. Detrás viene saltando el coatí. Lejísimo todavía, si hasta parece que no se mueven, que van reculando. De un parpadeo a otro, se ha puesto a repicar el trozo de riel. El ruido de los bancos se apaga antes que el fierro. Desde la puerta nos está barajando hace rato; nos mira y no nos mira. Nosotros, duros; cada uno con su estaca bien tragada. Sin saber dónde poner las manos y el traste. Los ojos de santitos. Un ramalazo de escarcha quema de refilón una mano, una pierna. Lo único que se mueve es la cola de humo del coatí, bajo la mesa del maestro. El vergajo atado al puño, tiembla un poco todavía. Él mira. No se oye más que su resuello; un anhelar más aire del que hace falta para uno solo. ¿En qué momento ha sacado la libreta de tapas negras donde nos tiene guardados? No precisa abrirla para saber quién está cazando pájaros en el monte. 0 quiénes están temblando con el chucho y vaciándose en la diarrea, hasta que les hace tomar a la fuerza sus remedios de yuyos. Ni la sombra de un pelo se le escapa. Sabido.
Le miramos la cara para ver si hace buen tiempo. Entonces salimos a sacar la paja podrida del techo, a trenzar tientos y bozales; a tejer sombreros y guayacas, para el mercado. La escuela no le cuesta al gobierno más que la venida del inspector, que a saber a qué viene. Nada más que a emborracharse en la fonda del pueblo, a poner su firma en el registro, como de que todo está en orden. Nos hace cantar el himno al pie del asta pelada (ni bandera tenemos), y se va.
El nublado le dura varios días al maestro. Por cualquier cosa: Suba al palo, alumno. La voz gruesa en un cuerpo tan ajustado (a veces la voz más grande que su tamaño). El dedo uñudo apuntando hacia afuera. El castigo más temido: el palo pelado, alto, y el culpable ahorquetado en la punta, achicharrándose al sol. Todo el tiempo de la penitencia debe chirriar allí como una chicharra. Si el ruido sale bien, más corta la pena: Bájese, alumno. Vuelva a su lugar. Sudores y temblores, esto de sostener el chirrido entre los dientes. Los brazos y las piernas se mueren contra el palo, antes que la voluntad. Con todo el sol y las moscas juntas, el cielo y la tierra dan vueltas alrededor del asta. Una bandera. ¿De qué patria seria? Uno cierra la boca para aguantar las arcadas del mareo. Ya está abajo la manchita brillosa, resonando fuerte en medio del solazo: Qué le pasa a esa chicharra. Si no canta la van a comer las hormigas. Señor, me cuesta mucho, agarro y le digo esa mañana. Y él: Nunca lo mucho costó poco. Meta a cantar pues. Y déjese de pito-pito-colorito. Me entró un poco de rabia hasta la boca del estómago. Todo por esa porquería de lagartija que recogí en el camino y se me escapó de la bolsa cuando andábamos por la Provincia Gigante de las Indias, para partirse en dos pedazos contra los dientes del coatí. Me saltó la espuma y oigo que le grito: Creo que ya estoy muerto, señor. Que me coman no más las hormigas. La voz abajo: Animal muerto no mueve la cola. Y yo, con el último aliento: No puedo cantar más. La saliva no me alcanza. Cómo no, dice la manchita desde más abajo que el suelo: Alcanza el que no se cansa. Siga pues. Cuando esté muerto del todo se callará solo. El tono justo vuelve a subir; hay que empezar otra vez. El carapacho vacío acababa cayendo sobre las tunas. Venían las hormigas y se llevaban los pedazos bajo tierra, muy apuraditas.
A ratos, más distraído que ninguno el maestro. Se largaba a mirar la punta de sus botines de caña alta y elásticos a los costados. Más viejos que él, de puro remendados. Sin una gota de polvo vil. Todas las mañanas lustrados con flores de cinesia o con almendra de coco. La mano en lo negro del pizarrón. Los palotes, los números, los dibujos (siempre cosas redondas: una naranja, el pimpollo del irupé, un nido de alonsito, el globo terráqueo con la garrapata del Paraguay prendida a la verija) se borraban poco a poco bajo su aliento de asmático, soltando una lloviznita de albayalde sobre la manga de lustrina. Tan caída la mirada. El hombre se iba cayendo. Se aplomaba, se achicaba. Desaparecía. Una mota de polvo en el brillo de las suelas. Los zapatos solos ahí, sobre el piso. El dueño volando lejos. Y nosotros sin poder saltar ni brincar; nada más que sudar del antojo. Los pies vacíos rayando el suelo. Los ojos hacia el trozo de sol que se retorcía en el hueco de la ventana, cargado de viento, de tierra, de nubes, más allá de los árboles. Cuando tardaba mucho, nuestra mirada se ponía verde de tanto restregarse contra el campo.
La víspera del hecho que hizo bajo el puente, tardó más que otras veces. Pensamos que ya no iba a volver. Me voy a pescar todos los dorados que hay en el río, suscitó Epifanio Ortigoza. La mano espinuda volvía a animarse sobre el pizarrón El maestro se levantaba otra vez sobre los zapatos. Esa tarde se largó a hablar tupido, mezclando todo. Nosotros entendíamos sin entender. Las cosas que decía no eran de ese momento; habían pasado hacia mucho tiempo. O estaban por suceder. Él vivía en espera. Dijo: Un día va a llegar aquí un desconocido. Y no lo van a ver si no están preparados. Le faltaron las palabras, el resuello. Los rastrojitos de pelo a los costados de la boca, quietos por un rato. “De la casualidad no se saca nada”, dijo al salir a flote su respiración de ahogado, tras una tos. El mismo se había puesto un plazo, vamos a decir; no hacia adelante, sino al revés. ¿Seria esa su fuerza? El lento poder crecido de esperar contra toda esperanza. La paciencia. La fuerza de su desamparo. Todos los días, desde el principio. Mañana no era un día para él. Qué tiempo iba a tener para pensar en viajes ni en zonceras.
Una sola vez bajó a la capital, dicen que a gestionar su jubilación. Tampoco ese hecho está claro. Algunos calcularon que había ido a buscar el título del terrenito del fisco, donde vivía. De allá no trajo más que los bolsillos llenos de unos granos como de pólvora o pimienta. Los echó en la laguna que forma el río un poco más allá del puente del ferrocarril. Al verano siguiente (o muchos veranos después), el agua barrosa se cubrió de unas plantas como cedazos, de más de una vara de ancho. Del centro salían unas espigas redondas envueltas en un mechón de seda negra; unas flores lustrosas y tiernas del color de la garza real. En la atardecida, el maestro bogaba lentamente en su canoa entre las cunitas flotantes de las victorias-regias; a cuidar que los pimpollos y las cabecitas de niño de los frutos se metieran a dormir bajo el agua. Antes de que comenzaran los ladridos.
Para lo único que sirvió el viaje. Un don no nacido de la casualidad: esas flores del Río-de-las-Coronas, aclimatadas en esa mierdita de laguna. Un milagro. Un hecho simple no más. Positivo. El aroma salía del estero al amanecer cuando los pimpollos despertaban sobre el agua. La alegría. A esa hora la laguna, hecha una sola ola de perfume, se metía enterita en la nariz llevándose el olor que los perros dejaban por la noche.
Ya para entonces (desde que me acuerdo) la gente se mandaba mudar. Uno después de otro, como si los agarrara una enfermedad de la que solamente se podían curar yéndose. Sin decir nada a nadie; sin despedirse siquiera. En tren, o a pie por el camino, muchas leguas, hasta el cruce de la ruta por la que pasan los camiones hacia el sur. Con lo puesto; como para pegar la vuelta en seguida. No vuelven más. Y hasta los que se han ido la víspera parece que faltaran hace mucho tiempo. Si vuelven alguna vez, vienen cambiados. Son otros. Llegan como extraños que sintieran vergüenza por alguna antigua mala acción. Todo falso en ellos: el parecido con las caras que llevaron al salir; la ropa, la tonada nueva que traen. Sólo su olor a lejos es cierto. Cuando el maestro se encuentra con estos lejeños de paso, ni el saludo. Los mira con desprecio. Y si alguna vez fueron sus alumnos, menos que mirarlos. Como ya no puede mandarlos de chicharra al palo, no existen para él. Los más chicos los miramos con envidia. Esa lejanía que traen escondida en la mirada como una culpa; las golosinas que se sacan de los bolsillos y reparten por ahí, para hacerse perdonar. Andamos detrás de ellos, riéndonos con una risa de plata, los dientes forrados con los papelitos de los chocolatines. “Les sacamos el molde”, dice Juanchí, mi primo, inflando en la boca el poronguito transparente de la goma de mascar, que nos gusta más que todo. Vienen y se van otra vez en seguida, como escapados. Pero no vemos llegar por ningún lado al desconocido que nos anunció el maestro.
Llegaron las tropas. De la noche a la mañana el pueblo se llenó de soldados que bajaron del tren militar. Al norte, hacia Villarrica del Espíritu Santo, cuando no había viento, se oía el tronar del cañón y el matraqueo de las ametralladoras. En Itacuruví los soldados no pelearon. Corridas y patrullajes; nada más que simulacros de combate. Parecían cuidar al pueblo de algún peligro, que por momentos se acercaba y por momentos se alejaba. Como una amenaza de tormenta que únicamente ellos veían. La estación del ferrocarril era su campamento. Por allí embarcaron en vagones de carga la hacienda y los hombres que consiguieron arrear. Lo más que pudieron. Su buen mes les llevó el trabajo. A taitá no lo mandaron porque él carneaba para las fuerzas. Por la noche, amontonados a la luz de la luna, tocaban guitarras y cantaban. Desde la sombra de las casas escuchábamos sus voces y sus gritos. De repente se largaban a brincar y a zapatear. El retumbo nos hacía tiritar la piel bajo el relente. Pero no era como el batifondo del gentío en las procesiones. Capaz porque las cosas que pasan bajo el sol son diferentes de las que pasan bajo la luna. Mamaíta rezaba por ellos también.
Aparte de taitá, entre los de más edad, el único que se quedó en el pueblo fue el maestro. No parecía enterado de nada. Ni que le importara tampoco. Durante el día, en la escuela como siempre. Por la tardecita, desamarraba su cama y se metía en la laguna, ya para entonces forrada del todo por los cedazos de los irupés Tanto que el maestro daba la impresión de estar sentado en una de esas coronas que se apagaban poco a poco en la penumbra del poniente.
Una mañana el comandante visitó la escuela. Lindo hombre el capitán. Alto, de hombros anchos, la cintura muy delgada. Las botas le llegaban hasta la verija; pistola al cinto y esa especie de cañoncito negro que se encajaba en los ojos para manguear el monte y el camino cuando se subía al techo de la estación. Ojos verdes, cara blanca tostada por el sol. Suave, manso. Demasiado. Nos quedamos sin saber como sería en él la voz de mando, su furia en el combate. Se mostró muy amable. Hacia bromas con ojos de risa, la boca moviéndose en el humo perfumado del cigarrillo, que no era como el humo de alhucema del maestro que él prendía cuando había peste. El casi no tuvo necesidad de decir nada. Más callado que nunca. Estancado en su inmovilidad. Se pasó mirando las puntas de las botas del militar, que al mudar el paso soltaban un chillido a cuero nuevo. El capitán movía las manos y las manchitas de oro del reloj que llevaba en la muñeca corría por las paredes y el techo. No la podíamos alcanzar con los ojos, y volvíamos a la figura verdeoliva que nos miraba desde una ciudad desconocida. Muy grande. Cómo podía el caber ahí con todo eso. Nos dijo cosas que nunca habíamos oído. Pasamos pronto del susto a la diversión, y lo empezamos a querer en seguida. Dijo que nosotros éramos la esperanza de la patria y que el maestro era el héroe ignorado en la batalla contra la ignorancia. Así como ellos estaban ahora en lucha contra el bandidaje. Entró de un salto el coatí plumereando las botas del militar con la cola anillada. Trepó al hombro del maestro y se puso a mirar con ojitos asustados al visitante. Guiñando un ojo hacia nosotros, el capitán preguntó: ¿Este es alumno también? El maestro movió la cabeza: No, dijo. Me acompaña no más. Y el militar: Ah, es como su perro. Al maestro se le movió un poco un lado de la cara (a veces le venía ese temblor que tienen en sueños los animales): Si, dijo. Es como mi perro. Un pequeño quejido salió del coatí tal vez de las botas. El capitán dijo: así un día él también va a saber leer y escribir. Serio, sin levantar la vista, el maestro dijo pasando la mano por el lomo sedoso del animal: Lee y escribe, sí señor, cómo no. El militar lanzó una carcajada. Después se puso serio, sin fanfarronería. Prometió preocuparse de la escuela, apenas regresara de la capital: Aquí hay que levantar una escuela nueva, dijo midiendo con los ojos un espacio como para diez. Después dijo: Esto es poco para un pueblo como Itacuruví. El maestro murmuró a las cansadas: Lo poco basta. Lo mucho se gasta. (Su voz ahora era más chica que su tamaño). El militar no le oyó. Estaba ocupado con el futuro, haciéndose sonar los huesitos de los dedos: A cuentas viejas, barajas nuevas, dijo. Ya al irse se volvió al maestro y le palmeó el hombro que le llegaba a la altura del talabarte: Y a usted, mi amigo, le vamos a conseguir esa bendita jubilación. El maestro ladeó la cabeza hacia el coatí, como para escucharle el ronroneo: Lo que yo quiero, dijo, es un reemplazante. Y el capitán, retirando la mano: También se lo vamos a mandar.
Mucho después que se fueron las tropas, los que habían ganado los montes regresaron de a pucho. Flacos, el cuero enllagado por los huesos de las uras, aqueresados por los moscones. Nada más se venían pierneando su esqueleto. Taitá los miraba con lastima, y cuando podía carneaba para ellos. Algunos se fueron rellenando, y apenas podían se largaban hacia las frontera. Muchos se quedaron no más detrás de la parecita blanca.
Ahora hay mucha tranquilidad. Pero la gente sigue Yéndose. Más que antes. Por eso en Itacuruví se ven cada vez menos conocidos. Lo que sobra son los perros sin dueño. Y los recuerdos, que son los perros flacos de la memoria. Andan desatinados revolviendo las huellas, husmeando ese restito de los ausentes que ha quedado agarrado al polvo. Un olor, un hongo venenoso que los enloquece, que los enferma de tristeza, que les voltea la cabeza a ras del suelo; que los ayuda a procrearse. A los chicos también nos destetan con eso.
Al caer la noche, Itacuruví se puebla de aullidos que se responden desde todas direcciones, brotados de la tierra. Desde las casas a la estación; desde el río al camino; desde los aserraderos vacíos a los cañaverales y algodonales abandonados. Y más lejos todavía. Mayormente no se escuchan al principio y acaban llenando toda la noche. Cuando hay luna nueva, el olor se vuelve azucarado. Los perros se echan unos encima de otros. Se atacan a dentelladas. Se aparean en montón, salvajemente. Un desbordamiento.
La zafaduría de los perros enoja al maestro. Es lo único que lo enoja de veras. A guascazos, a patadas, se lanza contra la trenza de animales cebados. No para hasta apagar los colmillos y ojos que chispean en ese animalón de tantas cabezas y un cuerpo solo. Una noche, del montón que se deshacía lo han visto salir completamente desnudo. Embarrado con la baba de los perros se ha metido en su casa. De nuevo tranquilo y seguro. Algunos han dicho que lo han visto entrar en cuatro patas, como los mismos perros. Nunca se ponen de acuerdo en las cosas del maestro.
Resulta que en un pueblo chico, uno está muy cerca de otro, todo el santo día. Pero de repente entre uno y otro hay millones de años. Taitá y el maestro, por ejemplo. Las gentes no son según la cara que ponen, sino según su laya. Grande forzudo, comilón, la ropa y el tirador siempre llenos de sangre, de sebo, era taitá. Medio sin más pena lento. Toda la vida en el matadero municipal, faenando él solo tres o cuatro reses. Después se iba a capar toros y caballos en las estancias de Maciel y Caazapá. Llegaba los sábados al mediodía con un medio costillar atado al tiento. Seguido por una tolvanera de moscas, que se oían hasta el cerro. El mismo hacía el asado. Partía la carne con el cuchillo manchado por la queresa de las castraciones. Mientras comía con mucho ruido se iba llenando de sueño. Antes de acostarse a dormir la siesta, enterraba el cuchillo hasta el mango en el tronco de un guayabo. Llamaba a mamá y se encerraban en el cuarto. Al despertarse a media tarde, mamá le cebaba mate. Él arrancaba el cuchillo y olía la hoja cubierta de orín. Iba raspando con la uña la costra fermentada. Y las hilachitas caían en la espuma del mate mientras chupaba la bombilla. De esas raspaduras fuimos naciendo yo y mis hermanos. Una hilera.
Me había puesto una tarde a mirar el cuchillo. En la hoja herrumbrada, los ojos espantados de los caballos se apagaban en el cardenillo. Entre los relinchos lejanos, hinchados de dolor, la voz de taitá: A éste lo voy a curar. Siempre dormido. A usted lo que le hace falta no es escuela sino candela. Hasta cuándo va a andar así, hasta que se ponga a mear la gallina, o qué. Me mandó que me bajara el calzoncillo, delante de todos. Una gran risa. Me puso el cuchillo entre las piernas, por seguir la broma seguro. “Para que seas un buen padrillo, mi hijo”, me aturdió su voz en el oído. Me agarré al cuchillo con las dos manos. Ni un arañazo, pero un frío de muerte me peló la sangre por dentro. Desde entonces me dura el susto. Una especie de vacío en esa parte del cuerpo. Me escapé al monte; crucé al otro lado del río. Estoy tendido en la arena, boca arriba, para que el sol me coma los ojos. El aliento del coatí en la cara, la mano del maestro lavándome los ojos enllagados, hasta el seso me araña la quemadura del agua de llantén. La voz de taitá en la oscuridad, muy achicado, servil como un perro: No sé por qué ha hecho eso. Al niño lo tratamos muy bien. La voz del maestro yéndose: Claro, cómo no, don Chiquito. A cada uno le güele bien su pedo.
Días y días para que me retoñaran los ojos. Una telaraña enrollada en la cabeza al principio. Después se me destapó adentro otra mirada, y en los ojos entraban más cosas que antes. De una manera diferente. Ver era desear y desear era recordar. Volví a la escuela. El maestro también distinto: él mismo, pero una persona diferente. Lo estaba empezando a conocer. Más fuerza que taitá tenía, en todo y por todo; a pesar de lo quebradizo de su condición. Entonces supe también por qué no podía comer él si la luz no caía sobre su comida: el gusto de cualquier cosa en lo oscuro recuerda a la muerte. Pero ahora todo era muy claro; el día y la noche. Por la tarde me quedaba a barrer el aula. Me sentía liviano. Dispuesto a volar como un pájaro.
Con el gajo de cepacaballo esa tarde barrí hasta el último pedacito de escuela. Sobre la mesa estaba la libreta. Más sobada que la baraja de la fonda. Parpadeaba al vientito caliente. Me fui corriendo al borde de la laguna. A contraluz del poniente, el maestro caminaba muy derecho sobre las victorias-regias, y se perdía a saltos en la oscuridad.
Cuando todos dormían y los ladridos aumentaban la noche, me senté despacito en el larguero del catre. Traté de no pensar en nada; en nada más que en ese desconocido que un día iba a llegar al pueblo. Entonces oí la voz de los que se habían ido y de los que se habían muerto. Los ladridos se apagaron. Un gusto a herrumbre me llenó de saliva la boca. Se me curaron las llagas, pensé, pero se me están enfermando las cicatrices. Así y todo, la felicidad. Me mordí la lengua hasta sentir el gustito tibio a sangre. Los ladridos no volvieron y el pueblo amaneció lleno de gente.
Mamá, taitá y todos mis hermanos están detrás de la parecita blanca, en medio del campo. También la tía Emerenciana, que me llevó a vivir con ella cuando me quedé solo.
Al maestro le prohibieron tocar en las procesiones. Capaz que él mismo se cansó de redoblar para ese pueblo cada vez más vacío. El último año ya ni un triste puñadito de brazos se pudo juntar para sacar las andas. Y de los jinetes, el polvo del galope era barro. El malón anda creciendo por otros lugares. El maestro más callado que nunca; alunado todo el tiempo. Envejeció de un día para otro. Los cabellos se le llenaron de canas. Unas motas de lana manchadas por el excremento de los loros. Se le arrugó el cuero; la ropa. Todo él se iba achicando, achicando. Apretado, atorado en un agujero, pujando por salir. Pujaba y se atoraba. Solo, en el profundo agujero. Nadie lo podía ayudar. A trueque de su encogimiento, la abertura se angostaba, lo estrujaba. Lo que saliera de allí (si algo salía), no iba a ser más que una despellejadura. Algo de nada. No bogaba más en la laguna. No se lo veía por ninguna parte. Fui a espiar la casa. Un agrio humo de alucema salía por la ventana. Adentro, el rumor del maestro leyendo en voz alta, o hablando solo. Un poco después, la voz carrasposa se quebró en la voz de un chico que hablaba a una mujer; como un chico malcriado puede hablar a su madre: resentido, porfiado, apenas con respeto. Me recosté contra la tapia, junto al cuadrado de sombra de la ventana; me metí entre la enredadera, los ojos lagrimeando por el humo. Las voces del chico y la mujer seguían discutiendo. Podían ser los loritos del maestro. Vino el coatí. Medio desconfiado, lento empezó a lamerme los pies. Gruñía un poco; capaz quería avisarme algo. Todos los animales se fueron alborotando. Después vi que no estaban: la selva había venido a buscarlos. Bejucos y ramas habían roto las jaulas, los corrales hacía mucho; se enredaban por todas partes, seguían avanzando sobre la casa. Pronto irían a caer y cerrarse sobre ella para siempre. El coatí dio un respingo. En eso salió el maestro con el tambor. Pasó junto a mí, sin verme; muy derecho, como enojado, golpeando el cuero, hasta que desapareció en la cueva del barranco. El redoble hacía tiritar la piel, metía bajo los huesos una especie de dentera. Entré en la casa. Nadie. No había nadie. Nada más que las sombras recostadas contra la pared. Un tiempo largo todo eso; demasiado, porque se terminaba de repente. Atravesando el yuyal que cubría los plantíos, regresé al pueblo. “Voy a volver mañana”, oigo que me digo sin sentirme la voz; nada más que este gusto a cardenillo en la boca. Y encuentro que una montonera de años ha pasado desde entonces. Tengo la misma edad del maestro cuando se desgració bajo el puente, esa mañana en que todos los alumnos fuimos en fila a ver su cara bajo el agua barrosa. De golpe había volado hacia atrás, hacia el principio.
Lo que vimos desde el puente, entre el olor de las victorias-regias (que también ahora tenían el olor de los perros), era la cara arrugada de un chico. Menos que eso: la de un recién nacido. El agua turbia seguro engañaba un poco. Alguien venía tambaleándose por el camino, entre los reflejos. En el primer momento se nos antojó que era el inspector. Nos entró un poco de susto. Sin saber qué hacer, alguien se puso a cantar el himno. Al rato todos lo seguíamos. Un coro fuerte, desentonado, como si hubiéramos estado cantando al pie mismo del palo. Los ojos vueltos hacia el que se venía acercando.
*FIN*