Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Bajo los toldos de cubierta

[Cuento - Texto completo.]

Jack London

—¿Puede un hombre, y me refiero a un caballero, llamar cerda a una mujer?

El hombrecillo lanzó ese reto a todo el grupo, luego se reclinó en su tumbona y dio un sorbo a su limonada con un gesto que combinaba certeza y atenta beligerancia. Nadie respondió. Estaban acostumbrados al hombrecillo y a sus repentinas pasiones y enaltecimientos.

—Repito, yo estaba allí cuando dijo que cierta dama, a quien ninguno de los presentes conoce, era una cerda. No la llamó canalla o sinvergüenza. Crudamente dijo que era una cerda. Yo sostengo que ningún hombre que lo sea de verdad puede hacer semejante comentario acerca de una mujer.

El doctor Dawson, imperturbable, dio una calada a su pipa. Matthews, con los brazos rodeando las rodillas dobladas, observaba concentrado el vuelo de un albatros. Sweet, que había terminado su whisky con soda, buscaba con la mirada a algún camarero de cubierta.

—Se lo pregunto a usted, señor Treloar, ¿puede un hombre llamar cerda a una mujer?

Treloar, sentado junto a él, se sobresaltó ante lo repentino del ataque y se preguntó qué motivos podría haber dado él para que el hombrecillo lo creyese capaz de llamarle cerda a una mujer.

—Yo diría —comenzó a responder, indeciso—, que… ah… depende de… ah… de la mujer.

El hombrecillo se quedó horrorizado.

—¿Quiere decir…? —balbuceó.

—Que he visto mujeres tan malas como los cerdos… y peores.

Se produjo un silencio prolongado, incómodo. El hombrecillo parecía fulminado por la cruel brutalidad de la respuesta. A su rostro asomaron un dolor y una pena indescriptibles.

—Usted ha hablado de un hombre que hizo un comentario nada agradable y lo ha clasificado —dijo Treloar en tono frío y mesurado—. Ahora le hablaré yo de una mujer, mejor dicho, de una dama, y cuando termine le pediré que la clasifique. La llamaré señorita Caruthers, principalmente porque no se llama así. Todo ocurrió a bordo de un barco de la P & O, hace siete años.

“La señorita Caruthers era encantadora. No, esa no es la palabra. Era extraordinaria. Era una joven dama, hija de un alto funcionario cuyo nombre, si lo mencionara, reconocerían todos ustedes de inmediato. En ese momento viajaba en compañía de su madre y dos doncellas para reunirse con el anciano caballero en un lugar de Oriente, el que ustedes prefieran.

“Era, y perdonen que me repita, extraordinaria. Esa es la palabra adecuada. Incluso los adjetivos de menor grado aplicados a ella se convierten en auténticos superlativos. No había nada que no hiciera mejor que cualquier mujer y que la mayoría de los hombres. Cantar, tocar… ¡bah!… Como algún retórico dijo una vez sobre Napoleón, la competencia huía de ella. ¡Nadar! Podría haber ganado una fortuna y hacerse famosa si se hubiese dedicado profesionalmente a la natación. Era una de esas pocas mujeres que pueden despojarse de todos los adornos del vestido y, con un simple traje de baño, resultar más hermosa aún. ¡Vistiendo era una artista!

“Pero cómo nadaba. Físicamente era la mujer perfecta. Ya me entienden, no tenía el cuerpo tosco y musculado de los atletas, sino una textura y una silueta de líneas delicadas, frágiles, con las que se combinaba la fuerza. Eso era lo más asombroso. Ustedes ya saben lo maravilloso que puede ser un brazo femenino, un antebrazo. La dulzura con la que se debilita desde el bíceps redondeado y esa insinuación de músculo al descender hacia el pequeño codo, esa turgencia suave y firme hasta la muñeca, tan pequeña, increíblemente pequeña, redonda y fuerte. Así era su brazo. Sin embargo, verla nadar con esas brazadas precisas y rápidas del crol, y además llegar muy lejos, era algo… bueno, comprendo lo que es la anatomía, el atletismo y todo eso, pero para mí sigue siendo un misterio cómo podía lograrlo.

“Era capaz de permanecer dos minutos bajo el agua. Yo mismo la cronometré. Ningún hombre de los que íbamos a bordo, excepto Dennitson, podía recoger tantas monedas como ella en una sola zambullida. En la cubierta principal de proa había un gran tanque de lona encerada con casi dos metros de agua de mar al que solíamos arrojar monedas pequeñas. La he visto lanzarse a esos dos metros de agua desde la cubierta de puente, hazaña nada despreciable por sí sola, y recoger no menos de cuarenta y siete monedas, dispersas a la buena de Dios sobre el fondo del tanque. Dennitson, un discreto joven inglés, nunca logró superarla, aunque se esforzó por igualarla.

“Destacaba en el agua, cierto, pero también en tierra. Dominaba el arte de cabalgar y… era universal. Al verla, toda dulzura y suavidad, rodeada de media docena de hombres entusiastas, lánguidamente indiferente a todos o desplegando ante ellos su ingenio e inteligencia, cualquiera pensaría que no valía para nada más en el mundo. En esos momentos me veía obligado a recordar las cuarenta y siete monedas que había recogido en el tanque. Pero es que así era ella: una eterna maravilla, una mujer que todo lo hacía bien.

“Fascinaba a cualquier humano con pantalones que la rodeara. A mí me tenía, y no me importa confesarlo, tan entregado como al resto. Tanto los cachorrillos como los sabuesos más experimentados correteaban alrededor de sus faldas, aullando y acudiendo serviles cada vez que ella silbaba. Todos eran culpables, desde el joven Ardmore, un querubín de mejillas sonrosadas y diecinueve años que iba a ocupar un puesto de oficinista en un consulado, hasta el anciano capitán Bentley, de cabello cano, curtido en el mar y tan sensible como un ídolo chino. Incluso un tipo de mediana edad, creo que se llamaba Perkins, olvidó que su mujer se encontraba a bordo hasta que la señorita Caruthers le llamó la atención y lo puso en su sitio.

“Los hombres eran como cera en sus manos. Los derretía y los moldeaba con suavidad o los incineraba a placer. Ni siquiera había un solo camarero que, a pesar de la diferencia de clases y la imposibilidad de acceder a ella, hubiese dudado en echarle un plato de sopa por encima al mismo capitán del barco si ella lo hubiese pedido. Todos han visto alguna vez a una mujer así, una mujer convertida en el mayor deseo de cualquier hombre. Como conquistadora no tenía rival. Era un latigazo, un aguijón y una llamarada, una chispa eléctrica. Créanme, a veces, de su belleza y capacidad de seducción surgían fogonazos de voluntad que golpeaban a su víctima y la convertían en un ser vacío y tembloroso, dominado por el miedo y la idiotez.

“No quiero dejar de comentar, en vista de lo que voy a contarles, que era una mujer orgullosa. Orgullosa de su raza, orgullosa de su casta, orgullosa de su sexo, orgullosa de su poder. Su orgullo era algo extraño, obstinado y terrible.

“Dirigía el barco, dirigía la travesía, lo dirigía todo y también dirigía a Dennitson. Incluso los menos sensatos reconocíamos que él había dejado atrás al resto de la jauría. Nadie dudaba de que a ella le gustaba y de que ese sentimiento no dejaba de crecer. Estoy seguro de que lo miraba mejor de lo que nunca había mirado a otro hombre. Nosotros continuábamos rindiéndole culto y siempre la rondábamos a la espera de que nos silbase, aunque sabíamos que Dennitson nos llevaba muchas vueltas de ventaja. Jamás sabremos lo que podría haber pasado, porque llegamos a Colombo y allí ocurrió otra cosa.

“Ya conocen Colombo y saben que los niños nativos se tiran de cabeza para recoger monedas en la bahía infestada de tiburones. Por supuesto, solo se arriesgan entre tiburones que no son peligrosos. Resulta inexplicable cómo los conocen y sienten la presencia de un verdadero asesino, por ejemplo, un tiburón tigre o un tiburón toro que se hayan desviado de su ruta desde aguas australianas. Si aparece uno de esos, antes incluso de que los pasajeros se percaten, los críos salen del agua en desbandada para ponerse a salvo.

“Habíamos almorzado y la señorita Caruthers recibía sus atenciones bajo los toldos de la cubierta. Acababa de silbarle al anciano capitán Bentley, quien le había concedido algo que nunca antes había concedido y que nunca ha vuelto a conceder: permiso para que los niños subiesen a la cubierta de paseo. Verán, la señorita Caruthers, como buena nadadora, estaba muy interesada en ellos. Nos pidió todo el cambio que llevásemos y reunió una buena colección de monedas de poco valor que ella misma se ocupó de lanzar, de una en una o a puñados, además de organizar las condiciones de la competición, reprender a los que fallaban y conceder premios extra a los más listos. En resumidas cuentas, era ella quien dirigía el espectáculo.

“En especial, la entusiasmaba su forma de saltar. Ya saben que al saltar de pie desde cierta altura resulta muy difícil mantener el cuerpo en perpendicular mientras se está en el aire. El cuerpo masculino tiene el centro de gravedad alto y tiende a volcar. Pero aquellos críos empleaban un método que ella, según dijo, desconocía y quería aprender. Saltando desde los pescantes de la cubierta de botes, caían con los rostros y los hombros inclinados hacia delante y, en el último momento, se enderezaban y entraban en el agua perfectamente erguidos.

“Daba gusto verlos. No lo hacían tan bien cuando se tiraban de cabeza, aunque había uno que dominaba la técnica, como dominaba cualquier otra acrobacia. Seguramente se la habría enseñado algún blanco, porque realizaba un salto del ángel perfecto, de los más bonitos que he visto. Ya saben que al tirarse de cabeza desde gran altura el problema reside en penetrar el agua en un ángulo perfecto. Fallar el ángulo implica, como mínimo, una lesión de espalda que puede ser de por vida. También ha supuesto la muerte de algún que otro inepto. Pero aquel chico sabía hacerlo. Saltó veinte metros desde las jarcias con los brazos en la posición perfecta, la cabeza echada hacia atrás, casi volando como un pájaro, ascendiendo y avanzando para luego empezar a caer, con el cuerpo tan horizontal que, si golpease la superficie del agua en esa posición, se partiría en dos al instante. Pero justo antes de sumergirse, dejó caer la cabeza hacia delante, extendió los brazos, ligeramente arqueados, por delante de la cabeza, curvó el cuerpo con elegancia hacia abajo y entró en el agua tal y como debía hacerlo.

“Repitió la hazaña una y otra vez para deleite de todos, en especial de la señorita Caruthers. No podía tener más de trece años y, sin embargo, era el más listo de todo el grupo. Era el preferido de los suyos, su líder. Aunque había varios chicos mayores que él, reconocían su liderazgo. Era guapo, como un dios de bronce pero ágil y con vida, de ojos separados entre sí, inteligentes y audaces; una burbuja, una mota, un destello, una chispa de vida. Todos ustedes habrán visto criaturas espléndidas, magníficas; animales o lo que sea… un leopardo, un caballo… inquieto, ansioso, demasiado vivo para quedarse quieto, de músculos aterciopelados, el más mínimo movimiento una bendición, pura elegancia; salvaje en cada uno de sus actos, sin límite; y siempre derramando esa intensa vitalidad, ese brillo, ese lustre de la vida. Así era ese chico. La vida salía de él a raudales, tanto que casi resplandecía. Brillaba en su piel. Ardía en sus ojos. Juro que casi se la oía crepitar. Al mirarlo, me parecía oler una ráfaga de aire fresco. Tan fuerte y joven era, tan lleno de salud, tan salvaje.

“Así era ese niño. Fue él quien dio la alarma en plena competición. Los chavales se lanzaron hacia la pasarela, nadando tan rápido como podían, desordenadamente, luchando, chapoteando, con el miedo en los rostros, trepando y saltando en tropel, buscando cualquier forma de salir del agua, ayudándose los unos a los otros a ponerse a salvo, hasta que todos formaron una fila sobre la pasarela, mirando hacia abajo, hacia el agua.

“—¿Qué ocurre? —preguntó la señorita Caruthers.

“—Creo que hay un tiburón —contestó el capitán Bentley—. Han tenido suerte de que no atrapara a ninguno.

“—¿Temen a los tiburones? —preguntó ella.

“—¿Usted no? —fue la respuesta.

“La joven se estremeció, miró por encima de la borda hacia el agua e hizo un mohín.

“—Por nada del mundo me zambulliría donde pueda haber tiburones —dijo y volvió a estremecerse—. ¡Son espantosos! ¡Terroríficos!

“Los chicos subieron a la cubierta de paseo, se apelotonaron cerca de la barandilla y rindieron culto a la señorita Caruthers, que les había arrojado semejante fortuna en propinas. Terminado el espectáculo, el capitán Bentley les pidió que se marcharan. Pero ella lo detuvo.

“—Un momento, por favor, capitán. Yo había entendido que los nativos no temen a los tiburones.

“Le hizo una seña al chico del salto del ángel para que se acercase más a ella y luego le indicó que se zambullera de nuevo. Él negó con la cabeza y, junto con todo el grupo que se arremolinaba a su espalda, se rio como si fuese una broma.

“—Tiburón —explicó el chaval, señalando al agua.

“—No —dijo ella—. No hay tiburón.

“Pero él asintió muy seguro y los otros críos repitieron el gesto con la misma convicción.

“—No, no, no —gritó ella. Después, se dirigió a nosotros—. ¿Quién me presta media corona y un soberano?

“De inmediato, la media docena de hombres presentes le ofrecimos las monedas y ella aceptó las del joven Ardmore.

“Alzó la media corona para que los niños la vieran, pero ninguno se acercó más a la barandilla para preparar el salto. Se quedaron donde estaban, sonriendo tímidamente. Ofreció la moneda uno a uno y todos, al llegar su turno, frotaban un pie contra la pantorrilla de la otra pierna, negaban con la cabeza y sonreían. Entonces ella lanzó la media corona por la borda. Con pesar y deseo en los rostros, los niños la vieron cruzar el aire, pero nadie se movió con intención de seguirla.

“—No haga lo mismo con el soberano —le dijo Dennitson en voz baja.

“Ella no hizo caso y sostuvo la moneda de oro ante los ojos del chico del salto del ángel.

“—No lo haga —dijo el capitán Bentley—. Con un tiburón acechando, yo no tiraría por la borda ni a un gato enfermo.

“Pero ella se rio, decidida a salirse con la suya, y continuó deslumbrando al chaval.

“—No lo tiente —insistió Dennitson—. Para él es una fortuna y podría acabar por zambullirse.

“—¿No lo haría usted también —estalló ella— si yo la arrojase? —Esto último lo dijo en un tono más suave.

“Dennitson negó con la cabeza.

“—Su precio es más elevado —comentó ella—. ¿Por cuántos soberanos se zambulliría?

“—No se han acuñado suficientes para que yo me lance al agua —fue la respuesta.

“Ella se lo pensó un momento, olvidada del crío en medio de su torneo con Dennitson.

“—¿Lo haría por mí? —preguntó con dulzura.

“—Para salvarle la vida, sí. Pero solo por eso.

“Ella volvió a centrarse en el crío. De nuevo sostuvo la moneda ante sus ojos, deslumbrándolo con su inmenso valor. Luego amagó con lanzarla al agua y, de forma involuntaria, el chico hizo un ligero movimiento hacia la barandilla, pero los gritos de reproche de sus compañeros lo contuvieron. En sus voces también se adivinaba el enfado.

“—Ya sé que solo está bromeando —dijo Dennitson—. Siga haciéndolo tanto como guste pero, por el amor de Dios, no lance la moneda.

“Si fue debido a su extraña obstinación o porque dudaba de poder convencer al crío, no lo sé. Resultó inesperado para todos. Al abandonar la sombra de los toldos, el oro de la moneda brilló bajo el sol abrasador y cayó hacia el mar describiendo un arco resplandeciente. Antes de que nadie pudiese detenerlo, el niño había saltado la barandilla y se curvaba magníficamente hacia abajo, tras la moneda. Ambos estaban en el aire a la vez. Fue una imagen preciosa. El soberano hendió con fuerza la superficie del agua y, en el mismo lugar, prácticamente al mismo tiempo y casi sin salpicar, se zambulló el chico.

“Los niños de ojos asustados exclamaron a coro. Todos estábamos junto a la barandilla. No me digan que un tiburón necesita ponerse boca arriba para morder. Este no lo hizo. En aquella agua tan clara y desde la altura a la que nos encontrábamos lo vimos todo. El tiburón era un bicho enorme y con un solo mordisco partió al niño en dos.

“Alguien, entre nosotros, murmuró algo, aunque no sé quién fue. Pude haber sido yo. Luego se hizo el silencio. La señorita Caruthers fue la primera en hablar. Estaba lívida.

“—Yo… nunca imaginé… —dijo y soltó una risa breve, histérica.

“Todo su orgullo se esforzaba en ayudarla a recuperar el control. Se volvió, sin fuerzas, hacia Dennitson, y luego hacia cada uno de nosotros. A sus ojos asomaba una angustia insoportable y sus labios temblaban. Fuimos unos bestias. Sí, ahora lo sé; ahora que ha pasado el tiempo. Pero no hicimos nada.

“—Señor Dennitson —dijo—. Tom, ¿podría acompañarme abajo?

“Él no desvió la mirada, la más lúgubre que he visto en mi vida; ni siquiera pestañeó. Sacó un cigarrillo de su pitillera y lo encendió. El capitán Bentley hizo un ruido desagradable con la garganta y escupió por la borda. Eso fue todo. Eso y el silencio.

“Ella se dio la vuelta y echó a andar con firmeza por la cubierta. A seis metros de distancia se tambaleó y apoyó una mano en la pared para no caerse. Así continuó avanzando, apoyándose en las cabinas y caminando muy despacio.

Treolar guardó silencio. Giró la cabeza y dedicó una mirada fría e inquisitiva al hombrecillo.

—Bueno —dijo al fin—, clasifíquela.

El hombrecillo tragó saliva.

—No tengo nada que decir —contestó—. No tengo absolutamente nada que decir.

*FIN*


“Under the Deck-Awnings”,
The Saturday Evening Post, 1910


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