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Bésame otra vez, desconocido

[Cuento largo - Texto completo.]

Daphne du Maurier

Después de licenciarme del Ejército, traté de encontrar una colocación y conseguí un empleo en un garaje de la carretera de Hampstead, al final de Haverstock Hill, cerca de Chalk Farm, que me satisfizo. Siempre me ha gustado reparar motores y ésa había sido mi ocupación mientras estuve movilizado, de modo que me había convertido en todo un especialista. Siempre se me ha dado muy bien la mecánica.

Me agradaba tenderme de espaldas, vestido con un grasiento mono y con la llave inglesa en la mano, apretar un tornillo o ajustar alguna tuerca entre un intenso olor a gasolina, mientras alguien ponía en marcha un motor y los demás muchachos silbaban y hacían sonar sus herramientas. No me importaba el olor ni la suciedad. Como solía decir mi madre cuando, de niño, me veía jugar con alguna grasienta lata de bencina: «Eso no hace daño, es una suciedad limpia.» Y lo mismo ocurre con los motores.

El patrón del garaje era un buen hombre, campechano y bonachón, que se dio cuenta en seguida de que yo era un lince en mi trabajo. Él no entendía gran cosa de mecánica, de modo que siempre me encargaba los trabajos de reparación, que era lo que a mí me gustaba.

Yo no vivía en casa de mi madre; estaba demasiado lejos, en el camino de Shepperton, y no veía la necesidad de perder la mitad del día en ir y volver de mi trabajo. Me gusta estar cerca de él, tenerlo a mano, como si dijéramos. Así que tenía alquilada una habitación en la casa de un matrimonio llamado Thompson, a unos diez minutos a pie del garaje. Buena gente aquellos Thompson. El era zapatero — remendón, supongo que había que llamarle—, y su mujer se encargaba de las faenas caseras y de preparar las comidas en el pisito que tenía encima de la tienda. Yo solía desayunar y cenar con ellos y como era el único huésped, me trataban como si fuera uno más de la familia.

Me agrada la rutina. Me gusta hacer bien mi trabajo y, luego, una vez terminada la tarea diaria, sentarme a leer el periódico mientras fumo un cigarrillo y escucho la radio. La música ligera, sobre todo, me encanta. Suelo irme temprano a la cama. Nunca he sido muy aficionado a salir con chicas, ni siquiera cuando prestaba servicio en el Ejército. Estuve destinado en el Oriente Medio, en Port Said y otros sitios por el estilo.

Me encontraba muy a gusto con los Thompson y disfrutaba haciendo todos los días lo mismo. Hasta que llegó aquella noche y ocurrió lo que ocurrió. Nada ha vuelto a ser igual desde entonces. Ni volverá a serlo jamás. Bueno, no sé…

Los Thompson habían ido a ver a una hija casada que vivía en Highgate. Me preguntaron si quería ir con ellos, pero como me parecía que yo no pintaba nada allí, respondí negativamente. Cuando salí del garaje, en vez de quedarme solo en casa, decidí acercarme al cine. Eché un vistazo al cartel de la fachada y vi que ponían una del Oeste (había un vaquero metiéndole un cuchillo en las tripas a un indio). Ésa es la clase de películas que me gustan, de modo que solté catorce peniques en la taquilla y entré. Alargué mi entrada a la acomodadora y, como me gusta sentarme en la última fila para poder apoyar al cabeza en la pared, le dije:

—La última fila, por favor.

Entonces la vi. Abundan los cines en que les ponen a las acomodadoras gorritas de terciopelo y perifollos por el estilo, que las hacen parecer verdaderos mamarrachos. Pero ésta no era ningún mamarracho. Tenía el pelo cobrizo —peinado a lo paje, creo que es así como lo llaman—, y sus ojos azules eran de esos que parecen miopes pero que ven más de lo que uno se figura, y que de noche se vuelven oscuros, casi negros; su boca tenía un gesto hosco, como si estuviera harta de todo y no hubiera en el mundo nada que pudiera hacerla sonreír. No tenía pecas, ni su cutis era de esos de color de leche, sino que presentaba el aspecto cálido y sonrosado de la piel de un melocotón. No iba maquillada. Era menudita y delgada y su chaquetilla de terciopelo se le ceñía maravillosamente al cuerpo. El gracioso gorrito que llevaba en la cabeza dejaba al descubierto sus cobrizos cabellos.

Compré un programa —no porque me interesara, sino para retrasar el momento de entrar en la sala— y le pregunté:

—¿Qué tal es la película?

Ni me miró. Siguió con la mirada fija en la pared de enfrente.

—Como todas las de aventuras —dijo—, pero siempre podrá usted descabezar un sueño.

No pude por menos de echarme a reír. Observé, no obstante, que ella permanecía muy seria. No estaba tratando de bromear conmigo.

—No hace usted muy buena propaganda que digamos —comenté—. ¿Qué pasaría si lo oyera el propietario?

Entonces me miró. Volvió en dirección a mí sus ojos azules, en los que persistía aquella misma expresión hosca y carente de interés por nada. Pero esta vez había en ellos algo que yo no había visto antes y que nunca desde entonces he vuelto a ver: una especie de languidez, semejante a la de quien al despertar de un largo sueño, se alegra de encontrarle a uno a su lado. Los ojos de los gatos tienen, a veces, ese mismo destello cuando uno les acaricia y ellos ronronean y se enroscan complacidos sobre sí mismos. Me miró así un instante. En algún lugar oculto tras sus labios, había una sonrisa que parecía estar esperando una oportunidad para salir a la superficie. Rasgó mi entrada por la mitad y dijo:

—No me pagan por hacer propaganda. Me pagan por hacer esto y por acomodarle dentro.

Apartó las cortinas y encendió su linterna apuntando con ella hacia la oscuridad. Yo no veía nada más que tinieblas, como pasa siempre al principio, hasta que uno se acostumbra y empieza a distinguir las siluetas de los espectadores; pero en la pantalla había dos cabezas enormes y uno de los muchachos decía al otro: «Como te muevas, te suelto un balazo.» Y se oyó un estampido de cristales rotos y el chillido de una mujer:

—Pues parece que está bien —dije, buscando a tientas donde sentarme.

—Ésta no es la película —dijo ella—. Es el avance de la que se proyectará la semana que viene.

Y, enfocándola con su linterna, me indicó una butaca de la última fila, algo alejada del pasillo.

Se pasaron varios anuncios y un noticiario; luego, apareció un individuo que se puso a tocar el órgano y mientras lo hacía, las cortinas que cubrían la pantalla se iluminaron, de colores rojizos, amarillos y verdes. Muy bonito. Supuse que lo hacían para corresponder al dinero que se había gastado uno. Miré a mi alrededor y, al ver que la sala estaba medio vacía, me dije que quizás tuviera razón la muchacha. No debía de valer gran cosa la película y por eso no había venido casi nadie.

Poco antes de que volvieran a apagarse las luces, vi a la muchacha avanzar por el pasillo. Llevaba una bandeja de helados, pero ni siquiera se molestaba en pregonarlos para intentar venderlos. Parecía como si estuviese andando en sueños.

Cuando se disponía a cruzar al otro pasillo, la llamé.

—¿Tiene uno de seis peniques? —dije.

Me miró. Parecía como si yo fuese una cosa inerte tendida a sus pies. Luego, debió de reconocerme, porque en sus labios volvió a insinuarse aquella semisonrisa y en sus ojos la lánguida mirada de antes. Dio la vuelta a las butacas y se me acercó.

—¿De barquillo o de cucurucho? —preguntó. A decir verdad, no me apetecía ninguno de los dos. Lo que quería era hablar con ella.

—¿Cuál me recomienda? —pregunté a mi vez. Se encogió de hombros.

—Los de cucurucho duran más —dijo.

Y, sin darme tiempo a elegir, me puso uno en la mano.

—¿No quiere tomarse uno usted también? —dije.

—No, gracias. Los he visto hacer.

Se marchó, se apagaron las luces, y yo me quedé como un tonto, con mi helado de seis peniques en la mano. El condenado se desbordaba del cucurucho y me caía sobre la camisa. No tuve más remedio que metérmelo en la boca tan aprisa como pude, por miedo a que aquella masa blancuzca que se derretía, terminara llegándome a las rodillas. Y para que no me viese comerlo uno que se acababa de sentar en la butaca que estaba junto al pasillo, me volví de lado hasta terminarlo.

Me limpié con el pañuelo y presté atención a la película que se proyectaba en la pantalla. Era la clásica película del Oeste: carretas dando tumbos por las praderas, el asalto a un tren lleno de lingotes de oro, la heroína que lleva pantalones de montar e inmediatamente después, aparece vestida con un vestido de noche… Así debían ser todas las películas y no eso de intentar reflejar la vida real. Y, mientras miraba a la pantalla, empecé a notar un ligero perfume. No sabía lo que era, ni de dónde venía, Pero no me cabía duda de su existencia. A mi derecha, había un hombre y las dos butacas de mi izquierda estaban vacías. Y, desde luego, de la parte de delante no venía.

No soy un entusiasta de los perfumes. Con demasiada frecuencia suelen ser baratos y desagradables, pero aquél era diferente. No olía a rancio, ni era demasiado fuerte; tenía el mismo olor que las flores que venden en las floristerías del West End, antes de ponerlas en los carritos ambulantes —ésas que los ricos pagan a tres chelines cada una para dárselas a las actrices y gente de ésa— y, en la cargada atmósfera de aquel sórdido cine de barrio, atestado de humo de cigarrillos, resultaba la mar de agradable.

Me volví, por fin, en mi butaca y, entonces me di cuenta de dónde venía aquel perfume. Venía de la muchacha, de la acomodadora; estaba apoyada con los brazos cruzados en la platea que había justamente detrás de mí.

—No se vuelva —dijo—. Está usted malgastando un chelín y dos peniques. Mire a la pantalla.

Hablaba en voz baja, para que no le oyera nadie más que yo. Reí para mis adentros. Ahora ya sabía de dónde procedía el perfume, y parecía como si eso me hiciera disfrutar más que la película. Era como si ella estuviese a mi lado en una de las butacas vacías y nos halláramos contemplando juntos la historia que se proyectaba en la pantalla.

Cuando terminó la película y se encendieron las luces, me di cuenta de que había estado asistiendo a la última sesión y que ya eran casi las diez. Todo el mundo se estaba marchando. La muchacha, linterna en mano, miraba debajo de las butacas, por si alguien se había olvidado un guante o un bolso. Son muchos a quienes ocurre esto y no se dan cuenta hasta que llegan a su casa. Lo hacía concienzudamente y no me prestaba mayor atención de la que habría concedido a un trapo viejo que no valiera la pena molestarse en recoger del suelo.

Yo estaba de pie, solo en la última fila y, cuando ella llegó a mi lado, me dijo:

—Apártese, está usted obstruyendo el pasillo.

Y pasó por el suelo la luz de su linterna, pero no había nada más que un paquete vacío de cigarrillos «Player», que las mujeres de la limpieza echarían al día

siguiente a la basura. Luego, se enderezó, me miró de cabeza a pies, y quitándose el gracioso gorrito que tanto le favorecía, se abanicó con él mientras me decía:

—¿Piensa quedarse a dormir aquí esta noche?

Se alejó, silbando entre dientes, y desapareció tras las cortinas.

Era verdaderamente enloquecedor. Nunca, en toda mi vida, me había sentido tan atraído por una chica. La seguí al vestíbulo, pero ella había cruzado la puerta situada junto a la taquilla y el portero estaba echando ya los cierres. Salí a la calle y esperé. Tenía la sensación de estar haciendo el tonto, porque lo más seguro era que saliese en grupo con varias compañeras, como tienen por costumbre hacer las chicas. Estaba, por lo pronto, la que me había vendido la entrada, y lo más probable era que hubiese alguna acomodadora en el anfiteatro, e incluso una encargada del guardarropa. Saldrían todas juntas, riendo y alborotando, y yo no tendría valor para acercarme a ellas.

Pero, en vez de eso, al cabo de unos minutos, salió completamente sola. Se había puesto un impermeable ceñido con un cinturón, tenía las manos en los bolsillos y no llevaba sombrero. Echó a andar calle arriba, sin mirar a derecha ni izquierda. Yo la seguí, temeroso de que se volviese y me viera, pero continuó andando con pasos rápidos y firmes, sin dejar de mirar frente a ella. Sus cobrizos cabellos, peinados a lo paje, se mecían al compás del movimiento de sus hombros.

Se detuvo un momento, con aire vacilante y luego cruzó la carretera y se situó en la parada del autobús. Había cuatro o cinco personas esperando, de modo que no me vio ponerme en la cola. Cuando llegó el autobús, ella subió delante de los demás, y yo subí también sin tener idea de adonde iba y sin que ello me importara lo más mínimo. Vi que se dirigía al piso superior y la seguí. Una vez arriba, se sentó en el asiento de atrás, bostezó y cerró los ojos.

Me senté a su lado, completamente nervioso, porque no estaba acostumbrado a estas cosas y cuando llegó el cobrador le dije:

—Dos de seis peniques.

Calculaba que con eso bastaría para el recorrido que tuviese que hacer la muchacha.

El cobrador me guiñó un ojo —era de esa clase de tipos que se creen ingeniosos —y me dijo:

—Tenga cuidado con los frenazos y con los cambios de velocidad. El conductor es novato.

Y bajó la escalera, riendo entre dientes y creyéndose, sin duda, la mar de chistoso.

El sonido de su voz despenó a la muchacha. Me miró con ojos soñolientos y luego se fijó en los billetes que yo tenía en la mano. Debió de comprender, por el color, que eran de seis peniques. Sonrió, la primera sonrisa auténtica que me dedicaba aquella noche y me dijo sin mostrar sorpresa:

—Hola, desconocido.

Saqué un cigarrillo para ponerme cómodo y le ofrecí otro, pero ella lo rechazó. Cerró de nuevo los ojos para volver a dormirse. Entonces, al ver que no había en nuestro piso del autobús nadie más que un aviador absorto en la lectura de un periódico, rodeé con mi brazo a la muchacha y la hice apoyar la cabeza en mi hombro, completamente seguro de que me daría una bofetada y me mandaría al mismísimo infierno. Pero no hizo tal cosa. Soltó una risita, se acomodó a sus anchas, como si estuviese en un sillón y comentó:

—No ocurre todas las noches esto de tener almohada y viaje gratis. Despiértame al pie de la colina, antes de llegar al cementerio.

No sabía a qué colina ni a qué cementerio se refería, pero desde luego, no estaba dispuesto a despertarla. Había pagado dos billetes de seis peniques y estaba decidido a aprovechar bien mi dinero.

Seguimos, pues, sentados muy juntitos, mientras el autobús nos zarandeaba y yo pensé que aquello era mucho más agradable y mucho más divertido que estarme sentado en la cama leyendo periódicos deportivos, o pasar la velada en Highgate, en casa de la hija de los Thompson.

Poco a poco me fui haciendo más audaz. Apoyé mi cabeza sobre la suya y la estreché un poco más fuerte contra mí, pero sin brusquedades, con suavidad. Cualquiera que subiera la escalera y nos viese nos hubiera tomado por una pareja de novios.

Al cabo de un rato empecé a inquietarme. Habíamos recorrido ya el trayecto equivalente a cuatro peniques. Cuando llegáramos al final, el autobús no emprendería el viaje de vuelta, sino que entraría en el garaje, dando por terminada la jornada. Y la muchacha y yo nos encontraríamos perdidos en el quinto infierno, sin ningún autobús que nos volviera a llevar. No me quedaban más que seis chelines. Con seis chelines no había suficiente para pagar un taxi, y mucho menos para dar propina encima. Además, lo probable era que ni siquiera hubiese taxis por aquellos barrios.

Era un necio por haber salido con tan poco dinero encima. Quizá no valiese la pena, preocuparse por eso, pero yo había seguido mis impulsos desde el principio y, de haber sabido cómo iban a desarrollarse las cosas aquella noche, habría llenado bien la cartera antes de salir. Rara vez me daba por acompañar a una chica, pero cuando lo hacía me gustaba quedar como un caballero. Lo bueno sería ir a un restaurante —uno de ésos que tanto abundan ahora de autoservicio— y si ella se le antojaba tomar algo más fuerte que café o naranjada…, bueno, a esa hora estaba ya todo cerrado, desde luego, pero yo sabía dónde ir. Mi patrón solía ir mucho a un bar de esos donde paga uno una botella de ginebra, y luego puede ir a beber de ella cuando quiera. Según me han dicho, pasa lo mismo en los bares elegantes del West End; lo que ocurre es que allí le cuesta a uno un ojo de la cara.

El caso es que allí estaba yo, viajando en un autobús que me conducía Dios sabe adonde, con mi novia al lado —la llamaba «mi novia» como si de verdad lo fuese—, y maldito si tenía dinero para llevarla a su casa. Empecé a rebuscar nerviosamente en todos los bolsillos a ver si tenía la suerte de encontrarme una media corona olvidada, o un billete de diez chelines, por lo menos. Debí de molestarla con mis movimientos, porque, de pronto, me tiró de la oreja y me dijo: —Para el carro, amigo.

Eso me gustó, aunque no sabría decir por qué. Antes de estirarme de la oreja, la palpó un momento, como si le agradara el contacto de la piel. Fue el clásico gesto que se le hace a un niño y, por el tono de sus palabras, parecía como si me conociera desde hacía muchos años y estuviéramos yendo juntos a alguna excursión. «Para el carro.» Con toda familiaridad, como perfectos camaradas. Incluso mejor que eso.

—Escucha —dije—, estoy terriblemente disgustado. Me he portado como un imbécil. He sacado un billete hasta el final del trayecto y cuando lleguemos allí tendremos que bajar y estaremos a muchas millas de cualquier parte y no tengo más que seis chelines en el bolsillo.

—Tienes dos piernas, ¿no?

—¿Que tengo dos piernas? ¿Qué quieres decir?

—Las piernas sirven para andar. Las mías, por lo menos, sirven para eso.

Comprendí entonces que la cosa carecía de importancia, que ella no estaba enfadada y que todo marchaba bien. Me reanimé en seguida y la estreché un poco más para demostrarle cuánto apreciaba su comprensión; desde luego, la mayoría de las chicas se hubieran puesto como fieras en una situación como aquella, y le dije:

—No hemos pasado junto a ningún cementerio, que yo sepa. No me he fijado bien. ¿Te importa mucho?

—Ya habrá otros —respondió—. No tengo preferencia por ninguno determinado.

Yo no sabía qué pensar de aquello. Creía que quería bajarse junto al cementerio porque era la parada más próxima a su casa. Reflexioné un momento y pregunté:

—¿Qué quieres decir con eso de que ya habrá otros cementerios? No suelen encontrarse muchos en un recorrido de autobús.

—Hablaba en términos generales —respondió—. No te molestes en decir nada; me gustas más cuando estás callado.

En la forma en que lo dijo no resultaba ofensivo. Me hacía cargo de su idea. Es muy agradable charlar, después de cenar, con gente como los Thompson; cuenta uno lo que ha hecho durante el día, se lee en voz alta alguna noticia del periódico, la comenta cada uno a su gusto y luego alguien bosteza y dice: «¿Qué? ¿Nos vamos a la cama?» Y también hablar un rato con un tipo como mi patrón, mientras nos tomamos un café a media mañana, o a eso de las tres, cuando no hay nada que hacer. «Te lo digo como lo pienso: este Gobierno no está haciendo nada a derechas. Igual que el anterior.» Y entonces entra alguien que quiere llenar de gasolina el depósito de su coche. Y también me gusta hablar con mi madre cuando voy a verla —que, la verdad sea dicha, no es muy a menudo— y ella me cuenta cómo me zurraba cuado yo era pequeño, y me siento, como antes, a la mesa de la cocina y ella me prepara unos pastelitos y me dice: «Tú siempre has sido muy goloso.» Eso es charla, eso es conversación.

Pero yo no quería hablar con la muchacha. Lo único que quería era seguir rodeándola con mi brazo y tener mi mejilla apoyada en su cabeza. Eso es lo que ella quería decir al afirmar que prefería que me callase. Yo también.

Había una cosa que me preocupaba un poco: si podría besarla antes de que se detuviese el autobús y hubiésemos llegado al final del trayecto. Porque no es lo mismo pasar el brazo alrededor del cuerpo de una chica que darle un beso. Esto, por regla general, requiere tiempo. Se empieza con toda una larga tarde por delante y, cuando se ha estado en el cine, o en un concierto y se ha merendado algo, ya hay confianza suficiente y lo normal es terminar besándose y abrazándose; es lo que están esperando las chicas. A decir verdad, los besos no han sido nunca mi fuerte. Antes de ingresar en el Ejército, vivía al lado de mi casa una chica que me gustaba mucho. Pero tenía los dientes un poco salientes, y aunque cerrara los ojos e intentara olvidarme de a quién estaba besando…, bueno sabía que era ella y no había nada que hacer. ¡Aquella buena Doris! Pero las otras eran peores todavía; esas que se le agarran a uno como lapas y parece que quieren comérselo. Éstas nunca le faltan a uno cuando está de uniforme. Son demasiado ansiosas, demasiado fáciles y dan la sensación de que no pueden esperar a que sea el hombre el que las solicite. No me importa decir que me daban asco, me ponían malo. Supongo que soy muy exigente. No lo sé.

Pero aquella noche, en el autobús, era todo lo contrario. Había algo especialmente atractivo en aquella muchacha, con sus ojos soñolientos, su cabello cobrizo y cierto aire de no preocuparse en absoluto de mí, y no obstante, de encontrarse a gusto en mi compañía. Así, pues, me dije: «¿Me arriesgo a besarla, o espero un poco más?» Comprendí que estábamos llegando al final del trayecto. Me di cuenta de ello por la forma del conducir del chofer y por la manera en que el cobrador silbaba entre dientes y daba las buenas noches a los pasajeros que se iban apeando. El corazón me empezó a dar saltos debajo de la chaqueta. Me ardía la garganta. Vamos, no seas estúpido; un beso nada más. No va a matarte por eso… Era como lanzarse desde un trampolín. «Allá voy», pensé, en inclinándome Hacia ella, atraje hacia mí su cara, le levanté la barbilla y la besé a placer en los labios.

Si yo fuese un hombre de temperamento poético, diría que lo que sucedió fue una revelación. Pero no tengo nada de poeta, y lo único que puedo decir es que ella me devolvió largamente el beso y que no se parecía ni por asomo a los de Doris.

Y precisamente entonces el autobús se detuvo con un frenazo y la voz del cobrador canturrió:

—Final de trayecto, señores. Bajen, por favor. Francamente, a gusto le hubiera retorcido el pescuezo. Ella me dio un golpecito en el tobillo.

—¡Vamos, muévete! —dijo.

Me levanté y bajé por la escalera. Ella me siguió y nos encontramos en la calle. Para colmo de males, estaba empezando a llover, no mucho, pero sí lo suficiente para obligarle a uno a levantarse el cuello de la chaqueta. Estábamos al final de una calle muy ancha, flanqueada de tiendas cerradas y con las luces apagadas, que me pareció el fin del mundo. A mano izquierda, había una colina, al pie de la cual comenzaba un cementerio. Divisaba las verjas y las blancas lápidas de las tumbas que se extendían por detrás de ella y llegaban casi hasta la mitad de la colina.

—Bueno —exclamé—. ¿Es éste el sitio que decías?

—Puede que sí —respondió, echando una vaga mirada por encima de su hombro—. Pero ¿qué tal si tomamos primero una taza de café?

¿Primero? ¿Qué quería decir? ¿Que aún le quedaba una larga caminata hasta su casa, o que había llegado ya? Tampoco me importaba gran cosa. Eran poco más de las once y una taza de café me sentaría de perlas. Y también un bocadillo. Al otro lado de la calle había una tasca que no había cerrado aún.

Nos dirigimos hacia ella; allí estaban el cobrador y el conductor del autobús y el aviador que había viajado delante de nosotros. Estaban encargando té y bocadillos, y nosotros hicimos otro tanto, salvo que en vez de té pedimos café. Como había ya observado en otras ocasiones, en esas tascas suelen preparar muy bien los bocadillos. No se andan con mezquindades y ponen unas buenas lonchas de jamón entre dos gruesas rebanadas de pan blanco. Y el café siempre lo sirven caliente y le llenan a uno la taza hasta arriba. «Con seis chelines tengo suficiente», pensé.

Noté que la chica miraba al aviador con aire pensativo, como si le hubiese visto antes. También él la estaba mirando. No podía reprochárselo. Además, tampoco me importaba; cuando uno sale con una chica, se siente cierto orgullo en que los demás se fijen en ella. Y en esta, desde luego, era imposible no fijarse.

Luego, ella le volvió deliberadamente la espalda, se acodó en el mostrador y bebió a sorbos el hirviente café. Yo la imité. Nos mostrábamos comedidos y corteses, saludando al entrar a todo el mundo y, aunque no estábamos agarrados, se veía que estábamos juntos y que nos sentíamos muy unidos. Eso me agradaba. Es curioso, pero me hacía experimentar una sensación de superioridad. Los demás podían muy bien tomarnos por un matrimonio feliz que regresaba a su hogar.

Los tres clientes y el camarero estaban charlando, pero nosotros no nos unimos a la conversación.

—No debería andar usted de uniforme —dijo el cobrador, dirigiéndose al aviador—; corre el nesgo de acabar como los otros. Además que ya es bastante tarde para andar por ahí.

Todos se echaron a reír. Yo no le veía la gracia a la cosa, pero supuse que se trataba de alguna broma entre ellos.

—Yo no me chupo el dedo —dijo el aviador—. Me doy cuenta en seguida de cuándo estoy delante de un mal bicho.

—Eso mismo dirían los otros, seguramente —repuso el conductor—, y ya ve lo que les ha ocurrido. Le hace estremecerse a uno. Pero lo que a mí me gustaría saber es por qué tiene que elegir siempre a algún aviador.

—Será por el color de nuestro uniforme. Es fácil distinguirlo en la oscuridad.

Siguieron riendo y bromeando. Yo encendí un cigarrillo. La chica no quiso fumar.

—Yo creo que la culpa de lo que les pasa a las mujeres la tiene la guerra —dijo el camarero, mientras secaba una taza—. Están chifladas la mayoría de ellas, en mi opinión. Ya no se sabe distinguir lo que está bien de lo que está mal.

—Pues a mí me parece que lo que lo fastidia todo es el deporte —dijo el cobrador—. Desarrolla los músculos y todo lo que no tiene por qué desarrollarse. Fíjese en mis dos hijos, por ejemplo. La chica tira al chico al suelo con toda facilidad. Es algo que le hace a uno pensar.

—Es verdad —asintió el conductor—. La igualdad de sexos, ¿no lo llaman así? Y todo por el voto. Nunca debimos haberles concedido el derecho al voto.

—¡Bah! No es el voto lo que ha vuelto chifladas a las mujeres —dijo el aviador —. En el fondo, siempre han sido iguales. Los orientales saben cómo hay que tratarlas. Las encierran y se acabó. Así no dan quebraderos de cabeza.

—Habría que ver lo que diría mi mujer si yo intentara encerrarla —dijo el conductor. Y se echaron a reír todos a la vez.

Mi chica me tiró de la manga, y me di cuenta de que había terminando su café.

Hizo un movimiento de cabeza señalando la calle.

—¿Nos vamos a casa? —pregunté.

Era estúpido, pero quería que los demás creyesen que nos íbamos a nuestra casa. Ella no respondió. Echó a andar, simplemente, con las manos metidas en los bolsillos de su impermeable. Yo di las buenas noches y la seguí, no sin darme cuenta de que el aviador la miraba fijamente por encima de su taza de té.

Ella avanzaba a lo largo de la calle. Seguía lloviendo, y en aquel melancólico paraje se experimentaba el deseo de sentarse en algún lugar abrigado junto a un buen fuego. Cruzó la calzada, se detuvo ante la verja del cementerio y me miró sonriente.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté.

—Hay unas lápidas que son planas —dijo.

—¿Y qué, si lo son? —exclamé, desconcertado.

—Que puede una tenderse en ellas —respondió.

Se volvió y echó a andar a lo largo de la verja, mirando los barrotes, hasta que llegó a un punto en que uno de ellos estaba torcido y el siguiente roto. Levantó la vista hacia mí y volvió a sonreír.

—Ya lo sabía —dijo—. Siempre se acaba encontrando un boquete, si se mira bien.

Y se deslizó entre los barrotes con la misma facilidad con que un cuchillo atraviesa la manteca. Yo no cabía por allí.

—Espérame —dije—. Yo no soy tan pequeño como tú.

Pero ella se alejaba ya entre las tumbas. Forcejeé entre los hierros y, resoplando, conseguí por fin pasar por aquel boquete. Miré a mi alrededor, y ¡que me ahorquen si no estaba tendida en una lápida, con las manos bajo la cabeza y los ojos cerrados!

La verdad es que yo no había esperado nada especial. Quiero decir que mi intención había sido acompañarla a su casa y quedar citados para el día siguiente, por la noche. Claro que, como era tan tarde, podíamos habernos detenido un momento en el portal. No tenía necesidad de subir en seguida. Pero acostarse allí, sobre una lápida, no parecía natural.

Se incorporó y me cogió de la mano.

—Te vas a mojar ahí tendida —dije. Fue lo único que se me ocurrió.

—Estoy acostumbrada —replicó ella.

Abrió los ojos y me miró. Hasta nosotros llegaba el resplandor de un farol situado al otro lado de la verja, no lejos de allí, de modo que la oscuridad no era total. Y, de todos modos, no era una noche tenebrosa, a pesar de la lluvia. Quisiera poder decir cómo eran sus ojos, pero no sirvo para hacer frases bonitas. Ya sabéis cómo brilla en la oscuridad un reloj luminoso. Yo tengo uno. Te despiertas por la noche y allí lo tienes en la muñeca, como un amigo fiel. Bueno, pues algo parecido era el brillo de los ojos de aquella muchacha. Habían perdido ya su lánguida expresión felina. Eran dulces, hermosos y tristes al mismo tiempo.

—¿Acostumbrada a estar tendida bajo la lluvia? —pregunté.

—Así es como me han educado —respondió—. En los refugios antiaéreos nos llamaban los niños perdidos de la guerra.

—¿No os evacuaron nunca?

—A mí no —contestó—. Yo no podía quedarme en ningún sitio. Siempre volvía.

—¿Viven tus padres?

—No. Murieron en el bombardeo que destruyó mi casa. Hablaba con naturalidad. Sin poner ningún énfasis dramático en su voz.

—Mala suerte —dije.

No respondió. Seguí sentado, acariciando su mano entre las mías. Lo único que deseaba era llevarla a su casa.

—¿Llevas mucho tiempo trabajando en el cine? —pregunté.

—Unas tres semanas —respondió—. Nunca permanezco mucho tiempo en el mismo sitio. Pronto dejaré eso también.

—¿Y por qué?

—¿Qué quieres? Soy así.

De pronto, levantó las manos y me cogió con ellas el rostro. Lo hizo con dulzura, no como alguien pudiera creer.

—Tienes una bonita .cara. Me gusta —dijo.

Era extraño. Su forma de hablar me proporcionaba un sosiego y una languidez completamente distintas de la excitación que había sentido en el autobús. Pensé que al fin había encontrado la mujer que deseaba. Y no para una noche, sino para siempre.

—¿Tienes algún amante? —pregunté.

—No.

—Quiero decir, uno fijo.

—No, nunca.

Era un tema de conversación un tanto insólito para tratarlo en un cementerio, mientras ella estaba allí tendida como una estatua yacente esculpida en la losa.

—Yo tampoco tengo ninguna amiga —dije. Nunca pienso en ello como hacen los demás. Sin duda soy un tipo raro; pero tengo mucha destreza en mi oficio. Trabajo de mecánico en un garaje; ya sabes, reparaciones y todo lo que salga. El sueldo es bueno. He ahorrado algo, aparte de lo que mando a mi madre. Vivo en casa de un matrimonio que son muy buena gente; se llaman Thompson. Y el patrón del garaje es una buena persona también. Nunca me he sentido solo, y ahora tampoco. Pero el haberte encontrado me ha hecho reflexionar. Las cosas ya no serán igual que antes.

Ella no me interrumpía, y era como si yo estuviera pensando en voz alta.

—Los Thompson son muy agradables —proseguí—. La verdad es que sería difícil encontrar gente más simpática. Dan bien de comer, y después de cenar nos quedamos un rato charlando y escuchando la radio. Pero, ya sabes, lo que ahora deseo es completamente distinto. Querría ir a buscarte a la salida del cine, cuando haya terminado el programa, y tú estarías junto a las cortinas viendo salir al público y me guiñarías el ojo para indicarme que ibas a cambiarte y que te esperase fuera. Y saldrías a la calle, como esta noche, pero no te irías sola, sino que yo te cogería del brazo y, si no querías ponerte el abrigo, te lo llevaría yo, o un paquete, o lo que tuvieses. Luego, nos iríamos a cenar a algún restaurante del barrio. Tendríamos mesa reservada, ya nos conocerían las camareras y nos guardarían algo especial para nosotros.

Me lo imaginaba como si lo estuviese viendo. La mesa con el letrero «reservado». La camarera saludándonos, sonriente: «Hay huevos escalfados esta noche.» Y nosotros recogiendo nuestras bandejas y mi muchacha haciendo como que no me conocía y yo riéndome para mis adentros.

—¿Comprendes lo que quiero decir? —pregunté—. No que seamos solamente amigos, sino mucho más que eso.

No sé si me escuchaba. Seguía tendida, mirándome y acariciándome suavemente la oreja y la barbilla. Parecía como si me estuviera compadeciendo.

—Me gustaría comprarte cosas —dije—; flores, por ejemplo. Es bonito ver a una muchacha con una flor prendida en el vestido; le da un aspecto limpio y fresco. Y, en fechas señaladas, cumpleaños, Navidades y todo eso, algo que hubiese visto en un escaparate y que te hubiese gustado, pero sin atreverte a preguntar el precio. Un broche, por ejemplo, o una pulsera…, algo bonito. Y yo entraría a comprarlo cuando tú no estuvieses conmigo y me gastaría la paga entera de una semana, pero no me importaría.

Imaginaba ya la expresión de su rostro al abrir el paquete. Y se pondría lo que yo le había comprado, y saldríamos juntos y ella se acicalaría un poco; nada llamativo, quiero decir, algún detalle que resultara agradable a la vista.

—No está bien que te hable de casarnos, en estos tiempos tan inseguros —dice —. A un hombre no le importa la inseguridad, pero es duro para una muchacha. Vivir metidos en un par de habitaciones… y, luego, las colas, la cartilla de racionamiento y todo eso. A las mujeres les gusta la libertad, tener un empleo, sentirse independientes… exactamente igual que nosotros. Es absurdo lo que decían en el sitio ese donde hemos estado tomando café. Eso de que las chicas han cambiado y que la guerra tiene la culpa. Y, en cuanto a la forma en que las tratan en Oriente…, bueno, yo he visto algo de eso. Supongo que aquel tipo quería hacerse el gracioso; se creen muy ingeniosos esos aviadores, pero a mí me ha parecido una estupidez. Ella dejó caer las manos a lo largo de sus costados y cerró los ojos. La lápida rezumaba humedad. Yo estaba preocupado por la chica. Llevaba impermeable, desde luego, pero tenía las piernas y los pies literalmente empapados; sus medias y sus zapatos eran demasiado finos para protegerla.

—¿No has estado nunca en Aviación? —preguntó. ¡Qué extraño! Su voz había sonado dura, áspera, diferente. Como si estuviese inquieta por algo, asustada, incluso.

—No —respondí—. Estuve sirviendo en las secciones motorizadas. Buena gente. Nada de fanfarronadas ni de bravatas. Allí, siempre sabe uno con quién trata.

—Me alegro —dijo—. Tú eres bueno y simpático. Me alegro.

Me pregunté si habría conocido a algún aviador que le hubiese jugado una mala pasada. Son todos una caterva de salvajes, por lo menos los que yo he conocido. Y recordé la forma en que había mirado al muchacho que estaba bebiendo té en la taberna. Como si reflexionara, como si estuviera pensando en algo. Con lo bonita que era y, según me había dicho, educada en los refugios y huérfana, yo no podía esperar que no hubiese tenido más de una aventura. Pero no podía soportar la idea de que alguien la hubiese hecho sufrir.

—¿Qué pasa, pues con los aviadores? —pregunté—. ¿Qué tienes contra ellos?

—Destruyeron mi casa.

—Pero fueron los alemanes, no los nuestros.

—Es lo mismo. Tanto unos como otros mataban, ¿no?

Seguía tendida sobre la tumba. La miré. Su voz ya no sonaba dura, como cuando me preguntó si yo había servido en Aviación, sino que tenía un acento de cansancio, de tristeza y de desamparo, que me producía una extraña sensación en la boca del estómago. Me dieron ganas de cometer cualquier estupidez y de llevármela a la casa donde yo vivía, y decirle a la señora Thompson, que era una buena mujer y no armaría bulla por eso: «Mire, ésta es mi novia. Cuídela bien.» Y entonces sabría que estaba segura, que no le pasaría nada y que nadie podría hacerle ningún daño. Porque ésa era la idea que se me había ocurrido de pronto y que me ponía los pelos de punta: que alguien llegara a causar algún daño a mi chica.

Me incliné, la enlacé con mis brazos y la hice levantarse.

—Escucha —dije—, está lloviendo mucho. Voy a llevarte a casa. Te vas a morir de frío, tumbada ahí en esa losa húmeda.

—No —dijo, poniéndome las manos sobre los hombros—, nadie me acompaña

nunca a casa. Lo que tienes que hacer es volverte tú solo a la tuya.

—No quiero dejarte aquí —respondí.

—Pero es lo que yo quiero que hagas. Si te niegas, me enfadaré. Y tú no querrás que yo me enfade, ¿verdad?

La miré, perplejo. En aquella semipenumbra, su rostro tenía un aspecto extraño, más pálido que antes, pero seguía siendo hermoso. ¡Dios santo! ¡Qué hermosa era!

No está bien soltar juramentos, pero no puedo decirlo de otra manera.

—¿Qué quieres que haga? —pregunté.

—Quiero que te vayas, dejándome aquí, y que no vuelvas —dijo—. Imagínate que has soñado, o que has salido sonámbulo a la calle. Echa a andar bajo la lluvia. Tardarás varias horas, pero no importa; eres joven y fuerte, y tienes buenas piernas.

Vuelve a tu casa, dondequiera que esté, métete en la cama y duerme. Por la mañana, te despertarás, tomarás tu desayuno e irás a tu trabajo como de costumbre.

—Pero ¿y tú?

—No te preocupes de mí. Vete.

—¿Puedo ir a buscarte al cine mañana por la noche? ¿No podríamos empezar… ya sabes lo que te he dicho… algo serio?

No respondió. Se limitó a sonreír. Me miró fijamente a la cara; luego, cerró los ojos, echó hacia atrás la cabeza y me dijo:

—Bésame otra vez, desconocido.

La dejé, siguiendo sus deseos, y eché a andar sin mirar hacia atrás. Salté la verja del cementerio y salí a la carretera. No se veía un alma.

La taberna que había junto a la parada del autobús estaba cerrada y tenía los cierres echados.

Empecé a andar en dirección contraria a la que habíamos seguido en el autobús. La calle era completamente recta y se perdía a lo lejos. Una gran avenida de los arrabales, probablemente. Había tiendas a ambos lados. Aquello debía de estar en alguna parte al nordeste de Londres. Desde luego, nunca había puesto yo los pies allí. La verdad es que estaba completamente desorientado, pero no me importaba. Andaba como sonámbulo.

Durante todo el tiempo no hacía más que pensar en ella. Mientras caminaba, me parecía ver su rostro delante de mí y no me fijaba en nada más. Era incapaz de ver ninguna otra cosa. En el Ejército utilizaban una palabra para designar a uno que se ciega de esa manera por una mujer hasta el punto de que ni ve, ni oye, ni entiende. Yo nunca me había tomado en serio semejante cosa; creía que sólo les ocurría a los que empinaban demasiado el codo. Pero ahora me daba cuenta de que era cierto, y de que eso era lo que me ocurría a mí. No quería preocuparme de cómo ella volvería a casa; seguramente, vivía por allí cerca; si no, no se habría llegado así por las buenas hasta aquel lugar tan apartado, aunque, de todas maneras, era extraño que viviese tan lejos de su lugar de trabajo. Pero, con el tiempo, ya me lo iría explicando ella poco a poco. No quería inmiscuirme en sus secretos. Una idea fija me dominaba: ir al día siguiente por la noche a buscarla al cine. Estaba resuelto a ello, y nada podría alterar mi decisión. Las horas que faltaban hasta que volviera a verla no eran para mí más que un espacio en blanco, carente en absoluto de interés.

Seguía andando bajo la lluvia, cuando oí a mis espaldas el ruido de un camión. Le hice una seña para que parara, y el conductor me permitió subir y me llevó un buen trecho hasta que tuvo que torcer a la izquierda. Bajé y proseguí mi caminata. Serían cerca de las tres cuando llegué a casa.

En circunstancias normales, habría deplorado tener que despertar al señor Thompson para que me abriera la puerta; nunca hasta entonces me había visto en este caso. Pero el amor que sentía por la muchacha me había transformado de tal modo, que no me importaba lo más mínimo. Al fin, acabó bajando el señor Thompson, pero yo había tenido que llamar varias veces antes de que me oyera. Y allí estaba el pobre hombre, muerto de sueño, y con el pijama todo arrugado de haber estado en la cama.

—¿Le ha pasado algo? —preguntó—. Mi mujer y yo estábamos preocupados. Temíamos que le hubiese atropellado un coche. Al volver, encontramos la casa vacía y su cena intacta.

—He estado en el cine —dije.

—¿En el cine?

Estábamos en el pasillo. Él me miró fijamente.

—El cine termina a las diez —dijo.

—Ya sé. Es que luego me he dado una vuelta por ahí. Lo siento. Buenas noches.

Y subí a mi habitación, mientras él se quedaba refunfuñando y cerrando la puerta. Oí la voz de la señora Thompson.

—¿Quién era? ¿Era él? ¿Ha vuelto ya?

Mi tardanza había llegado a inquietarles y les había producido un trastorno. Debía haber ido a excusarme, pero sabía que no me habría salido bien. Así que cerré la puerta, me desnudé y me metí en la cama. Y me daba la impresión de que ella estaba conmigo en la oscuridad.

A la mañana siguiente, en el desayuno, el señor y la señora Thompson se mostraron más bien serios. Ella me alargó un plato de salmón ahumado sin decir palabra, y él ni siquiera levantó la vista del periódico.

Tras haberme desayunado, dije:

—Espero que lo pasarían bien en Highgate.

—Muy bien, gracias —respondió la señora Thompson—. Volvimos a casa a las diez.

Carraspeó y sirvió otra taza de té al señor Thompson.

Guardamos silencio durante un rato; luego, la señora Thompson me preguntó:

—¿Va a venir a cenar esta noche?

—No, creo que no —respondí—. He quedado citado con un amigo.

El señor Thompson me miró por encima de sus gafas.

—Si va a volver tarde, será mejor que se lleve la llave —dijo. Y siguió leyendo el

periódico. Era evidente que se sentían ofendidos porque yo no les contaba nada, ni les decía adonde iba a ir.

Me fui a trabajar, y aquel día tuvimos mucho jaleo en el garaje. No paramos un solo momento. De ordinario, no me habría importado. Me gustaba trabajar de firme toda la jornada, e incluso, a veces, me quedaba después de la hora. Pero aquel día quería salir antes de que cerrasen las tiendas. No pensaba en otra cosa desde que se me había ocurrido la idea.

A eso de las cuatro y media el patrón me dijo:

—Le he prometido al doctor que tendríamos listo su coche esta tarde. Le he dicho que para las siete y media ya habrías acabado con él. ¿De acuerdo?

Se me encogió el corazón. Había contado con salir temprano para hacer lo que quería. Pero se me ocurrió que, si el patrón me dejaba salir en seguida, tendría tiempo de llegar a las tiendas antes de que cerrasen y de volver a terminar el trabajo del coche del doctor. Así que le dije:

—No me importa hacer horas extraordinarias, pero me gustarla salir ahora un momento, si es que mientras tanto puede usted quedarse. Cosa de media hora nada más. Tengo que hacer una compra antes de que cierren las tiendas.

Se mostró conforme, de modo que me quité el mono, me lavé, me puse la chaqueta y eché a andar hacia las tiendas que hay al pie de Haverstock Hill. Sabía a cuál dirigirme. Era una joyería, donde el señor Thompson solía llevar a arreglar su reloj. No se trataba de uno de esos sitios en que no venden más que baratijas; allí había cosas muy buenas, marcos de plata, cubiertos y cosas así.

Había anillos también, desde luego, y unas cuantas pulseras de fantasías, pero ni me molesté en mirarlas. Todas las chicas de los cuerpos auxiliares del Ejército solían llevar pulseras de aquellas, con pequeños colgantes a manera de amuletos. Eran muy vulgares. Seguí contemplando el escaparate y, de pronto, lo vi, allá atrás, al fondo.

Era un broche. Pequeño, no mucho mayor que la uña de mi pulgar. Tenía forma de corazón y llevaba una linda piedrecita azul delante y un alfiler detrás. La forma era ¡o que más me gustaba. Estuve mirándolo un rato. No tenía puesto el precio, o sea que debía de ser bastante caro, pero entré y pedí que me lo enseñaran. El joyero lo sacó del escaparate, lo frotó ligeramente para abrillantarlo y me lo mostró haciéndolo girar a un lado y a otro. Me lo imaginé prendido en el vestido o en la blusa de mi muchacha, y me di cuenta de que aquello era lo que yo quería.

—Me lo llevo —dije, y luego pregunté el precio.

Tragué saliva cuando me lo dijo, pero saqué la cartera y conté los billetes. El joyero colocó el corazoncito en un precioso estuche forrado de algodón, hizo con él un paquetito y lo sujetó con una cinta. Sabía que tendría que pedirle un anticipo a mi patrón, antes de salir aquella noche del garaje, pero era muy buena persona y estaba seguro de que no me lo negaría.

Al salir de la joyería con el paquetito en el bolsillo interior de la chaqueta, oí que el reloj de la iglesia daba las cinco menos cuarto. Tenía tiempo de pasarme por el cine para cerciorarme de que ella había entendido bien que habíamos quedado citados para aquella noche, y, luego, volver a toda prisa al garaje y tener preparado el coche para la hora a que lo quería el doctor.

Al llegar al cine, el corazón me latía como un martillo pilón. Tenía un nudo en la garganta. Me la imaginaba, de pie junto a las cortinas de la entrada, con su chaquetita de terciopelo y su gorrito ligeramente ladeado.

Había una pequeña cola ante la taquilla, y vi que habían cambiado de programa. Había desaparecido el cartel que mostraba a un vaquero hundiéndole un cuchillo en las tripas a un indio, y, en su lugar, estaban unas chicas bailando, y un tipo que hacía cabriolas con un bastón en la mano. Una comedia musical.

Entré y, sin acercarme a la taquilla, dirigí la vista hacia las cortinas. Había una acomodadora, pero no era ella. Ésta era más alta y no le sentaba bien el uniforme. Estaba intentando hacer dos cosas a la vez: cortar las entradas de los que iban entrando y manejar su linterna.

Esperé un momento. Quizá le hubiesen cambiado los puestos y mi chica estuviese en el anfiteatro. Una vez que hubieron entrado los últimos espectadores, me acerqué a la muchacha, que ya no tenía nada que hacer, y le dije:

—Perdone, ¿dónde podría hablar con la otra señorita? Me miró.

—¿Qué otra señorita?

—La que estaba aquí anoche, una de pelo cobrizo. Me miró más atentamente con aire suspicaz.

—No ha aparecido por aquí —dijo—. Yo estoy sustituyéndola.

—¿No ha aparecido?

—No, y es extraño que pregunte usted por ella. No es usted el único. La Policía

ha estado hace poco. Han estado hablando con el gerente y con el portero, y nadie me ha dicho nada todavía, pero tengo la impresión de que pasa algo raro.

Mi corazón se puso a latir de un modo distinto. Ya no era de excitación, sino de malestar. Como cuando uno está enfermo y le llevan urgentemente al hospital.

—¿La Policía? —exclamé—. ¿Y qué ha venido a hacer aquí la Policía?

—Ya le he dicho que no lo sé —respondió—, pero era algo relacionado con ella, y el gerente se ha ido a la comisaría y aún no ha vuelto. Por aquí, por favor; el anfiteatro está a la derecha; la delantera a la izquierda.

Yo estaba como paralizado, sin saber qué hacer. Era como si el suelo se hubiera hundido de pronto bajo mis pies.

La muchacha cortó otra entrada más, y luego, hablando por encima del hombro, me dijo:

—¿Era amiga suya?

—Algo así —respondí.

La verdad es que no sabía qué decir.

—Bueno, pues si quiere que le diga mi opinión, no andaba muy bien de la cabeza, y no me sorprendería que se hubiese suicidado y hubiesen encontrado su cadáver… No, los helados se sirven en el intermedio, después del noticiario.

Salí y me quedé parado en la calle. Iba creciendo la cola para las entradas baratas. Había también niños que hablaban animadamente entre sí. Pasé a su lado y eché a andar calle arriba. Notaba una sensación extraña en mi interior. Algo le había ocurrido a mi muchacha. Ahora comprendía por qué tenía tantas ganas de desembarazarse de mí la noche anterior y de que yo no le acompañara a su casa. Estaba dispuesta a suicidarse en el cementerio. Por eso estaba tan pálida y hablaba de un modo tan raro. Y ahora, la habían encontrado muerta, cerca de la verja, sobre la lápida de aquella tumba.

Si yo no me hubiera marchado, dejándola sola, no habría pasado nada. Con sólo cinco minutos más que me hubiese quedado, insistiendo para convencerla de mi forma de pensar, hubiera accedido a que la acompañara a su casa, y estaría ahora en el cine, acomodando a los espectadores en sus respectivas butacas.

Pero quizá la cosa no fuese tan grave como me temía. Tal vez la habían encontrado vagando errante, perdida la memoria, y la Policía la había recogido; y luego, al averiguar dónde trabajaba y todo eso, habían dado cuenta al gerente del cine. Si me acercaba a la comisaría, quizá me dijesen lo que había sucedido, y yo podía explicarles que era mi novia, y no me importaba si ella no me reconocía. Renuncié a la idea. No podía hacerle eso a mi patrón. Tenía que reparar el coche del doctor. Pero luego, cuando terminara, acudiría a la comisaría.

Completamente abatido, volvía al garaje, sin saber apenas lo que hacía, y por primera vez en mi vida el olor a grasa y a gasolina me revolvió el estómago. Había un individuo que estaba poniendo en marcha el motor de su coche, haciendo salir una gran nube de humo del tubo de escape que llenaba de hedor el garaje.

Me puse el mono, cogí las herramientas y empecé a trabajar. Durante todo el tiempo no hacía más que preguntarme qué le habría sucedido a mi muchacha, si estaría sola y abandonada en la comisaría de Policía, o tendida en alguna parte…, y muerta. Seguía viendo su rostro tal como lo había visto la noche anterior.

No me llevó más de una hora y media la reparación del coche; lo dejé listo para rodar, con el depósito lleno, y mirando hacia la calle para que su propietario no tuviese que hacer ninguna maniobra con él cuando viniese a recogerlo. Estaba muerto de fatiga y me corría el sudor por la cara. Me lavé, me puse la chaqueta y, al hacerlo, noté el bulto del estuche que llevaba en el bolsillo. Lo saqué y lo contemplé un momento. Estaba precioso con su cintila de fantasía. Volví a guardarlo. No me había dado cuenta de que había entrado el patrón, porque yo estaba de espaldas a la puerta.

—¿Has comprado lo que querías? —me preguntó, sonriendo jovialmente.

Era una buena persona, siempre de buen humor. Nos llevábamos muy bien.

—Sí —respondí.

Pero no tenía ganas de hablar de ello. Le dije que había terminado de arreglar el coche y que lo había dejado listo para rodar. Pasé con él al despacho, para que tomase nota del trabajo hecho y apuntara las horas extraordinarias, y él me ofreció un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa, al lado del periódico de la tarde.

—Lady Luck ha ganado la carrera de hoy —dijo—. Y a mí me ha hecho ganar un par de libras.

Estaba anotando mi trabajo en sus libros para tener al día las hojas de pago.

—Ha tenido suerte —comenté.

—Sí, pero yo sólo jugaba a colocado, como un imbécil —se lamentó—. El ganador se ha pagado veinticinco a uno. En fin, es el juego.

No respondió. No soy bebedor, pero en aquel momento tenía la necesidad de tomarme una copa. Me sequé la frente con el pañuelo. Estaba deseando que el patrón siguiera con sus números, darle las buenas noches y marcharme.

—Otro pobre diablo que la ha diñado —dijo—. Ya es el tercero en tres semanas. Y con el vientre destrozado como los otros dos. Parece como si hubiese una maldición sobre los aviadores.

—¿Cómo ha sido? ¿Tripulando algún avión a reacción?

—¿Avión a reacción? ¡Qué va! Asesinato. Le han abierto el vientre al pobre muchacho. ¿Acaso no lees los periódicos? Es el tercero en tres semanas. Y siempre en las mismas circunstancias. Los tres eran aviadores, y a los tres les encontraron cerca de un cementerio. Ahora mismo le estaba diciendo a ese tipo que ha venido a por gasolina que no son sólo los hombres los que pierden la cabeza y se vuelven maniáticos sexuales. También les pasa eso a las mujeres. Pero parece que a ésta la van a coger. El periódico dice que hay una pista y que esperan detenerla pronto. Ya pueden darse prisa, antes de que se cargue a otro infeliz.

Cerró el libro en que hacía sus anotaciones y se puso el lápiz detrás de la oreja.

—¿Quieres un trago? —dijo—. Tengo una botella de ginebra en el armario.

—No —respondí—, no, muchas gracias. Tengo… tengo una cita.

—Está bien —dijo, sonriendo—; que te diviertas.

El asesinato venía en primera página, y era tal como me lo había contado el patrón. Debía de haberse cometido a eso de las dos de la madrugada. Un joven aviador, en el nordeste de Londres. Había conseguido arrastrarse hasta una cabina telefónica y llamar a la Policía. Cuando llegaron los agentes, le encontraron tendido en el suelo, junto al aparato.

Antes de morir, hizo una declaración en la ambulancia que le llevaba al hospital. Dijo que le había llamado una chica y que él la había seguido, creyendo que se le presentaba una aventurilla —la había visto hacía poco, tomando café con otro individuo—, y supuso que se había encaprichado de él y dejado plantado a su compañero. Y, de pronto, le había asestado una puñalada en el vientre.

Decía el periódico que había dado a la Policía una detallada descripción de la muchacha y que las autoridades agradecerían al hombre que había sido visto con ella que se presentara para ayudar a identificarla.

No quise leer más y tiré el periódico. Estuve largo tiempo vagando por las calles hasta que me sentí rendido, y cuando supuse que los Thompson estarían ya acostados volví a casa. Busqué a tientas la llave que me habían dejado colgando de una cuerdecita dentro del buzón, entré y subí a mi habitación.

La señora Thompson me había abierto la cama y, siempre tan atenta había puesto un termo de té sobre la mesilla de noche, junto con la última edición del periódico de la noche.

La habían detenido. A las tres de la tarde. No leí la crónica, ni el nombre, ni nada. Me senté en la cama, cogí el periódico, y allí estaba mi muchacha, mirándome fijamente desde la foto que encabezaba la primera página.

Saqué del bolsillo el paquetito que había comprado y lo abrí. Tiré al suelo el papel y la cinta que lo envolvían y me quedé contemplando el pequeño corazón que tenía en la mano.

*FIN*


“Kiss Me Again, Stranger”,
The Birds and Other Stories, 1952


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