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Biografía de Antón Chejov


W. Somerset Maugham

Chejov nació en 1860. Su abuelo era un siervo que ahorró suficiente dinero como para comprar su libertad y la de sus tres hijos. Uno de ellos, llamado Pavel, abrió una tienda en Taganrog, en el Mar de Azof, se casó y tuvo cinco hijos varones y una mujer. Antón Chejov fue el tercero. Pavel era inculto y tonto, vano, egoísta, brutal y profundamente religioso. Muchos años más tarde escribía Chejov al respecto: “Recuerdo que mi padre empezó a educarme como a los cinco años o, para decirlo más claro, a azotarme cuando solo tenía cinco años. Me azotaba, me tiraba de las orejas, me pegaba en la cabeza. La primera pregunta que yo me hacía en la mañana, al despertar, era: ¿seré golpeado nuevamente hoy? Me prohibieron todo juego o diversión. Debía ir por la mañana a los servicios religiosos, y por la tarde a besar manos de pastores y popes¹, leer los salmos en la casa… A los ocho años tuve que atender la tienda; trabajaba como muchacho de mandados, y esto afectó mi salud porque me golpeaban casi todos los días. Después, cuando se me envió a un colegio de secundaria, estudiaba hasta las horas de comer, y desde entonces hasta la noche debía cuidar la tienda.”

Cuando Antón Chejov tenía dieciséis años, su padre, consumido por las deudas y temeroso de ser arrestado, huyó a juntarse en Moscú con sus dos hijos mayores, Alejandro y Nicolás, que estaban en la universidad. Dejaron a Antón en Taganrog para que continuara sus estudios. Allí se mantuvo a duras penas, enseñando a niños retrasados. Cuando se graduó, tres años después, y le fue concedida una beca de veinticinco rublos al mes, se reunió con sus padres en Moscú. Habiendo decidido ser médico, ingresó en la Escuela de Medicina. Era por entonces un joven alto, de poco más de un metro ochenta, de cabello castaño claro, ojos marrones y labios firmes y llenos.

Encontró a su familia viviendo en un subsuelo de un suburbio poblado de burdeles. Antón trajo consigo a dos amigos del colegio, también compañeros de estudio, para que se alojasen con su familia. Ambos pagaban cuarenta rublos mensuales, un tercer alojado pagaba otros veinte, y esto, con los veinticinco de Antón, hacían ochenta y cinco rublos que debían alimentar a nueve personas y pagar el alquiler. Pronto se mudaron a un departamento más espacioso en la misma escuálida callejuela. Dos de los pensionistas ocupaban un cuarto, el tercero tenía uno pequeño para él solo, Antón y dos de sus hermanos ocupaban otra habitación, su madre y hermana la cuarta, y la quinta, que servía de sala de estar y comedor, era el dormitorio de sus hermanos Alejandro y Nicolás. Pavel, su padre, había conseguido, por fin, una ocupación de treinta rublos al mes en un almacén, donde debía alojarse, así es que, por un tiempo, se vieron libres del estúpido y despótico hombre que había convertido sus vidas en una carga.

Anton tenía el don de improvisar historias cómicas que hacían reír a gritos a sus amigos. Dada la situación desesperada de su familia, pensó que podía escribirlas. Escribió una y la envió al semanario petersburgués titulado El Vuelo del Dragón. Una tarde de enero, al regreso de la Escuela de Medicina, compró un ejemplar y vio qué había sido aceptado su cuento. Iban a pagarle cinco kopeks² por línea. Desde entonces, Chejov envió casi semanalmente un cuento a El Vuelo del Dragón, pero pocos eran aceptados. No obstante, logró colocarlos en diarios de Moscú, donde le pagaban escasamente. Estos diarios pendían de un hilo, y muchas veces sus colaboradores, si querían recibir su sueldo, debían esperar en la oficina a que los suplementeros trajeran los kopeks recogidos en las ventas hechas en la calle.

Fue Leykin, un editor de Petersburgo, quien dio a Chejov su primera oportunidad. Dirigía un periódico llamado Fragmentos, y encargó a Chejov escribir un cuento semanal de cien líneas, a ocho kopeks la línea. Su periódico era humorista, y cuando Chejov enviaba un cuento serio, Leykin se quejaba de que no era de los que pedían sus lectores. Aunque los cuentos que entonces escribió gustaban mucho y le dieron cierta reputación, las limitaciones tanto respecto a su extensión como a su tema lo irritaban. Para satisfacerlo, Leykin, que parece haber sido un hombre bondadoso y razonable, obtuvo que La Gaceta de Petersburgo le solicitara un cuento semanal más largo y de otro estilo, al mismo precio de ocho kopeks la línea. ¡Entre 1880 y 1885 Chejov escribió trescientos cuentos!

Mientras escribía este fantástico número de cuentos, trabajaba también en la Escuela de Medicina para adquirir su título. Solo podía escribir en la noche, después de su dura jornada en el hospital. Creaba en condiciones muy difíciles. Los pensionistas se habían ido, y los Chejov se cambiaron a un departamento más pequeño. Pero, “en la habitación de al lado, escribía Chejov a Leykin, llora el hijo de un pariente mío (su hermano Alejandro), en el otro cuarto papá lee en voz alta un cuento de Leskor a mamá, alguien ha echado a andar nuestra victrola y están tocando Bella Elena… Mi cama está ocupada por un pariente que nos visita quien viene a cada momento a hablarme de medicina. ¡El niño está berreando! Acabo de tomar la resolución de no tener hijos jamás. Creo que los franceses tienen tan pocos porque son literatos…” Un año más tarde, en una carta a su hermano Iván, escribió: “Gano más dinero que cualquiera de tus tenientes del ejército. Pero no tengo dinero, ni comida decente, ni cuarto propio donde trabajar… En este momento no tengo ni un kopek, y espero ansiosamente el primero de mes, fecha en que recibiré sesenta rublos desde Petersburgo, y los gastaré de inmediato.”

En 1884 tuvo Chejov una hemorragia. Había tuberculosis hereditaria en su familia y él no pudo ignorar el significado de aquella. Pero el miedo de que sus sospechas se confirmaran le impidió hacerse examinar por un especialista. Para calmar a su angustiada madre le dijo que la hemorragia provenía de una vena de la garganta, y que nada tenía que ver con la tuberculosis. A fines de ese año dio sus últimos exámenes y transformose en un distinguido médico. Pocos meses después logró reunir algo de dinero para hacer su primer viaje a Petersburgo. Nunca había dado importancia a sus cuentos; los escribía por dinero y decía que ninguno le tomaba más de un día de trabajo.

Al llegar a Petersburgo descubrió, asombrado, que era famoso. Las personas inteligentes de Petersburgo, por entonces centro cultural de Rusia, encontraban en sus livianos cuentos frescura, viveza y puntos de vista originales. Lo recibieron con los brazos abiertos, demostrándole que se le consideraba como a uno de los escritores de mayor talento de su época. Los editores lo invitaron a colaborar en sus publicaciones, a un precio que jamás le habían ofrecido. Uno de los más distinguidos autores rusos quiso convencerlo de que dejara el tipo de cuentos que había escrito hasta entonces por otros de verdadero interés.

Antón Chejov

Chejov se impresionó, pues nunca había pretendido ser un escritor profesional. “La medicina, decía, es mi esposa legítima, la literatura solo mi amante”. Y cuando regresó a Moscú lo hizo con la intención de ganarse la vida como médico. Debemos admitir que no hizo demasiado por ejercerla prósperamente. Adquirió muchas amistades, las cuales le enviaban pacientes que le pagaban raramente sus consultas. Él era alegre y encantador, y con su sonora y contagiosa risa tuvo gran éxito en los medios bohemios que frecuentaba. Gustábale ir a fiestas y también darlas. Bebía copiosamente, pero salvo en los matrimonios, días de santo —el equivalente ruso a los cumpleaños— y fiestas religiosas, rara vez se emborrachaba. Las mujeres lo hallaban atractivo y tuvo un sinnúmero de amoríos. Pero ninguno fue importante.

Con el correr del tiempo visitó con frecuencia Petersburgo y viajó por toda Rusia. Cada primavera, dejando que sus pacientes se cuidaran solos, trasladaba toda su familia en carreta al campo, y permanecía allí hasta el otoño. Apenas se supo que era médico, llegaron a consultarlo toda suerte de personas que, por supuesto, jamás le pagaron. A fin de conseguir dinero se vio obligado a escribir más cuentos. Día a día eran estos más apreciados y le pagaban bastante bien por ellos, pero no podía vivir de la pluma. En una de sus cartas a Leykin escribió: “Me preguntas qué hago con el dinero. No llevo vida disipada, no ando vestido como un dandy, no tengo deudas y carezco de amante (obtengo gratis el amor), pero, a pesar de todo, únicamente me quedan cuarenta de los trescientos rublos que recibí de ti y de Suvorin antes de Pascua y mañana tengo que pagar cuarenta. Solo Dios sabe adónde se va mi dinero”. Se cambió a otro departamento, donde al fin tuvo una habitación para él solo, pero se vio obligado a pedir a Leykin que le adelantara dinero para pagar el alquiler.

En 1886 tuvo otra hemorragia. Sabía que necesitaba ir a Crimea, donde se dirigían los tuberculosos de la época en busca de un clima cálido y donde morían como moscas, pero él no tenía ni un rublo para hacerlo. En 1889 murió tuberculoso su hermano Nicolás, pintor de cierto talento. Fue un golpe y también una advertencia. Hacia 1892 se sintió tan mal de salud que temió pasar otro invierno en Moscú. Con dinero prestado compró una pequeña propiedad llamada Melinkovo, a cincuenta millas de Moscú y, como siempre, acarreó consigo a toda su familia: a su difícil padre, a su madre, a su hermana y a su hermano Miguel. Había llevado un carretón de remedios y, como nunca, los pacientes se congregaron para consultarle. Los trató lo mejor que pudo sin cobrarles jamás un kopek.

Así pasó cinco años en Melinkovo, todos bastante felices. Escribió varios de sus mejores cuentos y recibió espléndida paga por ellos: cuarenta kopeks por línea. Se preocupó por los asuntos locales, consiguió que hicieran un nuevo camino y construyó, de su bolsillo, una escuela para los campesinos. Su hermano Alejandro, bebedor consuetudinario, vino a vivir con él, acompañado de su mujer y sus hijos. Los amigos lo visitaban y se quedaban a veces varios días. Y, aunque se quejaba de que interrumpían su trabajo, no podía prescindir de ellos. Constantemente enfermo, permanecía alegre, amistoso, entretenido y jovial.

De vez en cuando hacía una excursión a Moscú. En una de esas ocasiones tuvo una hemorragia tan grave que hubo de ser trasladado a una clínica. Durante varios días estuvo moribundo. Siempre se había negado a admitir que estaba tuberculoso, pero esta vez los médicos le dijeron que tenía afectada la parte superior de los pulmones y que, si deseaba vivir, tendría que cambiar de hábitos. Volvió a Melinkovo sabiendo que no podría pasar otro invierno allá. También iba a tener que dejar la práctica de la medicina. Viajó por el extranjero, estuvo en Biarritz y Niza y, por último, se estableció en la ciudad de Yalta, en Crimea. Los médicos le habían aconsejado que viviera permanentemente allí. Un adelanto de su amigo y editor Suvorin le permitió edificarse una casa en el lugar. Como siempre, se hallaba en apremiantes dificultades económicas.

Fue un amargo golpe para él no poder practicar la medicina. No sé qué clase de médico sería. Después de recibirse, no hizo más de tres meses de práctica hospitalaria y sospecho que trataba a sus pacientes improvisando un poco. Pero con simpatía y sentido común, dejando que siguiera su curso la naturaleza, hizo probablemente a sus pacientes tanto bien como el que pudiera haberles hecho un hombre de mayores conocimientos.

Muy útiles le fueron las variadas experiencias por que pasó. Tengo mis razones para pensar que el entrenamiento a que debe someterse un estudiante de medicina es muy beneficioso para un escritor. Adquiere un inapreciable conocimiento de la naturaleza humana. Ve a esta en sus mejores y peores momentos. Cuando la gente se enferma, cuando se asusta, deja a un lado la máscara que lleva cuando está sana. El médico la ve tal como es; egoísta, dura, avara, cobarde; pero también valerosa, generosa, amable y buena. El médico tolera sus debilidades y admira sus virtudes.

Aunque en Yalta se aburría, la salud de Chejov mejoró durante cierto tiempo. Aún no he tenido ocasión de decir que, además de sus numerosos cuentos, había escrito entonces, sin mucho éxito, dos o tres piezas de teatro. Gracias a estas conoció a una joven actriz llamada Olga Knipper. Se enamoró de ella y, en 1901, para amargo resentimiento de su familia —a la que nunca había dejado de mantener— se casó. Ambos se pusieron de acuerdo en que ella continuaría actuando, por lo que solo estaban juntos cuando él la iba a ver a Moscú. O cuando Olga, en su día de descanso —como se dice en los medios de teatro—, iba a Yalta.

Se conservan las cartas que él le escribió. Son tiernas y emocionantes. Su mejoría duró poco y pronto tendió a agravarse. Tosía incesantemente y no podía dormir. Para mayor desgracia, Olga Knipper tuvo un aborto. Había rogado insistentemente a Chejov que escribiera para ella una comedia liviana, como las que pedía el público. Para darle gusto, según creo, se puso de inmediato a trabajar. La obra se iba a titular El jardín de los cerezos, y prometió a Olga crear un buen papel para ella. “Escribo cuatro líneas al día, contaba a un amigo, y aun esto me produce un dolor insoportable”. Una vez terminada se estrenó en Moscú a comienzos de 1904.

En junio, Chejov partió a las aguas termales alemanas de Badenweiler³, aconsejado por su médico. Un joven literato ruso escribió a propósito de su encuentro con él, la víspera de la partida:

“En un sofá, reclinado sobre cojines, llevando un abrigo o una bata y cubiertas las piernas por una frazada, había sentado un hombre muy delgado y aparentemente pequeño, de hombros angostos y de cara delgada y anémica; tan enflaquecido e irreconocible se había vuelto Chejov. Nunca hubiera pensado que un hombre pudiera cambiar tanto.

“Estiró su mano, como de cera, que temí mirar, y me contempló con sus cariñosos ojos que ya no sonreían.

“Me voy mañana, dijo; me voy para morir.

“Uso una palabra distinta, una palabra más cruel que para morir, que no deseo repetir ahora.

“Me voy para morir, repitió enfáticamente. Despídame de sus amigos. Dígales que los recuerdo y que quiero mucho a algunos de ellos. Deséeles de mi parte éxito y felicidad. Nunca más nos veremos”.

Al comienzo se sintió tanto mejor en Badenweiler que empezó a hacer planes para ir a Italia. Una tarde, ya acostado, y como Olga se había pasado el día entero con él, le insistió que saliera a dar una vuelta por el parque. Cuando volvió, le pidió que bajara a cenar, pero ella le dijo que aún no había sonado el gong. Para pasar el tiempo, Chejov comenzó a contarle un cuento ubicado con un concurrido balneario repleto de visitantes de moda, obesos banqueros norteamericanos y saludables ingleses. “Una tarde, al volver al hotel, se encontraron con que la cocinera se había fugado, y que la cena no estaba lista”. Y prosiguió contando cómo afectó esto a cada uno de tan encumbrados personajes. Fue hilvanando así un cuento divertidísimo y Olga Knipper reía a carcajadas. Ella regresó junto a él después de la comida. Chejov descansaba tranquilo. Pero empeoró de repente y hubo que llamar al médico. Este hizo lo que pudo, mas todo resultó inútil. Chejov murió. Sus últimas palabras las dijo en alemán: In sterbe: “Me muero”. Tenía cuarenta y cuatro años.

FIN


1939
1. Pope: Sacerdote de la Iglesia ortodoxa griega.
2. Kopek: Moneda rusa, equivalente a la centésima parte de un rublo.
3. Badenweiler: Balneario en Alemania.


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