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Bonaparte en San Miniato

[Cuento - Texto completo.]

Anatole France

Tras haber ocupado Livorno y haber cerrado su puerto a los navíos ingleses, el general Bonaparte se dirigió a Florencia para visitar a Fernando III, gran duque de Toscana que, entre todos los príncipes de Europa era el único que había mantenido de buena fe sus compromisos para con la República. Como prueba de estima y confianza, fue sin escolta, con su Estado Mayor. Se le mostró el escudo de armas de los Buonaparte esculpido sobre el dintel de una antigua casa. Él sabía que una rama de su familia había vivido antaño en Florencia y que aún existía un último vástago. Era un canónigo de San Miniato, de ochenta años. Pese a los asuntos urgentes, deseaba hacerle una visita. Los sentimientos naturales eran muy fuertes en Napoleón Bonaparte.

La víspera de su partida, por la tarde, fue con algunos de sus oficiales a San Miniato, cuya colina coronada por torres y murallas se yergue a una media legua al sur de Florencia.

El anciano canónigo Bonaparte acogió con noble amenidad a su joven pariente y a los franceses que le acompañaban. Eran Berthier, Junot, el oficial de pagos Chauvet y el teniente Thézard. Les ofreció una cena a la italiana en la que no faltaron ni las grullas de Peretola, ni el lechón a las hierbas aromáticas, ni los mejores vinos de Toscana, de Nápoles y de Sicilia. Él mismo brindó por el éxito de sus ejércitos. Republicanos como Bruto, bebieron por la patria y por la libertad. Su anfitrión les dejó hacer puesto que no podía impedirlo. Luego, volviéndose hacia el general que había colocado a su derecha:

-Sobrino, -le dijo- ¿no siente curiosidad por mirar el árbol genealógico pintado en el muro de esta sala? En él comprobará con agrado que descendemos de los Cadolinges lombardos que, desde el siglo X al XII, alcanzaron honores por su fidelidad a los emperadores alemanes y de donde salieron, antes del año 1100, los Buonaparte de Treviso y los Buonaparte de Florencia, siendo éstos últimos los más ilustres.

Los oficiales empezaron a cuchichear y a reír. El oficial de pagos Chauvet preguntaba en voz baja a Berthier si el general republicano se sentiría halagado por tener en su linaje a esclavos sujetos al águila bicéfala. Y el teniente Thézard estaba a punto de jurar que el general le debía la vida a buenos sans-culottes. Mientras tanto, el canónigo Buonaparte alababa la excelencia de su casa.

-Sepa, sobrino -dijo- que nuestros antepasados florentinos merecían su apellido, pues estuvieron en la buona parte, en el buen partido, y defendieron siempre a la Iglesia.

Al escuchar aquellas palabras, que el buen hombre había pronunciado con voz alta y clara, el general, que hasta entonces había estado distraído y escuchando apenas, levantó su cabeza pálida y delgada, como tallada sobre un modelo clásico, y con la punta deslumbrante de su mirada clavó la palabra en los labios del anciano.

-Tío -dijo- dejemos esas bobadas y no le disputemos a las ratas de su trastero los pergaminos enmohecidos.

Y añadió con voz de bronce:

-Mi única nobleza reside en mis actos. Y data del 13 vendimiario del año IV cuando abatí sobre las escalinatas de San Roque a las secciones monárquicas. Bebamos en honor de la República. La República es la flecha de Evandro que no cae nunca y se convierte en estrella.

Los oficiales respondieron con una aclamación entusiasta. Incluso Berthier se sintió en aquel momento republicano y patriota. Junot exclamó que Bonaparte no tenía necesidad de antepasados, que le bastaba con haber sido nombrado caporal por sus soldados en Lodi. Bebieron mucho. El teniente se encontraba en el estado en el que ya no se puede ocultar el pensamiento. Orgulloso de las heridas y de los besos con los que había sido cubierto en esta campaña heroica y feliz, anunció sin rodeos al buen canónigo que, tras los pasos de Bonaparte, los franceses darían la vuelta al mundo derribando tronos y altares, haciéndole hijos a las mujeres y reventándole el vientre a los fanáticos.

El anciano sacerdote, sin perder la sonrisa, respondió que abandonaba con gusto a su furia, no a las mujeres a las que, por el contrario, les recomendaba respetar, sino a los fanáticos, grandes enemigos de la santa Iglesia.

Junot le prometió tratar favorablemente a las religiosas, de las que estaba satisfecho, pues les había encontrado tierno el corazón y blanca la piel. Chauvet sostuvo que había que apreciar la influencia favorable que ejerce el claustro en la tez de las mujeres. Se sentía filósofo.

-Desde Génova hasta Milán -dijo- hemos mordido bastante ese fruto prohibido. Uno se cree sin prejuicios, sin embargo, un pecho bonito resulta más bonito aún si está bajo una toca. Yo no reconozco los votos monásticos pero admito que le concedo un valor especial al muslo de una novicia. ¡Oh contradicción del corazón humano!

-¡Bah! ¡bah! -contestó Berthier- ¿qué placer hay en perturbar la razón y los sentidos de esas infortunadas víctimas del fanatismo? ¿No hay en Italia mujeres de la buena sociedad a las que pueda presentarle sus respetos en las fiestas bajo la capa veneciana tan favorable a las intrigas? ¿Pietra Grua Mariani, Madame Lambert, Madame Monti, Madame Gherardi de Brescia son bellas y galantes para nada?

Mientras nombraba a aquellas damas italianas, pensaba en la princesa Visconti que, al no haber podido seducir a Bonaparte, se había entregado a su jefe de Estado Mayor y lo amaba con una molicie fogosa, con una astuta sensualidad por la que el débil de Berthier estaría perturbado toda la vida.

-Yo -dijo el teniente Thézard- no olvidaré jamás a una pequeña vendedora de sandías que, sobre los peldaños de la catedral…

Impaciente, el general se levantó. Apenas les quedaban tres horas para dormir. Debían marcharse al día siguiente, al amanecer.

-Tío, no se preocupe por nosotros para dormir -le dijo al canónigo-. Somos soldados. Nos basta con una gavilla de paja.

Pero el excelente anfitrión había mandado preparar camas. Su casa, desnuda y sin adornos, era amplia; acompañó a los franceses, uno después del otro, a las habitaciones que les había destinado y les deseó que pasaran buena noche.

A solas en su habitación, Bonaparte se quitó la chaqueta, la espada, y escribió con lápiz una carta para Josefina; veinte líneas ilegibles en las que clamaba su alma violenta y calculadora. Luego, tras haber doblado el papel, se deshizo de la imagen de aquella mujer bruscamente, como se cierra un cajón. Desplegó un plano de Mantua y eligió el lugar en el que reuniría sus fuerzas. Estaba totalmente concentrado en sus cálculos, cuando oyó llamar a la puerta. Creyó que sería Berthier. Era el canónigo que venía a pedir un momento de conversación. Llevaba bajo el brazo dos o tres cuadernos forrados de pergamino. El general miró aquellos papeles con expresión algo socarrona. No dudaba de que debía tratarse de la genealogía de los Bonaparte y preveía el origen de una inagotable conversación. Sin embargo, no mostró ningún tipo de impaciencia. Sólo se ponía desagradable o colérico cuando quería. Y no tenía ninguna gana de desairar a su buen pariente; al contrario, deseaba resultarle agradable. Además, no se sentía molesto de conocer toda la nobleza de su familia ahora que sus oficiales jacobinos no estaban presentes para burlarse o para despertar suspicacias. Pidió al canónigo que se sentara. Éste acercó una silla, depositó sus cuadernos sobre la mesa, y dijo:

-Sobrino, durante la cena he comenzado a hablarle de los Buonaparte de Florencia; pero, al ver la mirada que me lanzó, comprendí que no era el lugar de extenderse sobre el tema. Me callé, y reservé para este momento lo esencial. Le ruego que me escuche con atención. La rama toscana de nuestra familia produjo hombres excelentes entre los que conviene mencionar a Jacopo di Buonaparte quien, habiendo sido testigo del saqueo de Roma en 1527, escribió una crónica de este acontecimiento; y a Niccolo, autor de una comedia titulada La Vedova, que fue alababa como la obra de un nuevo Terencio. Pese a todo, no es de estos dos ilustres antepasados de quienes quiero hablarle, sino de un tercero que los eclipsa por su gloria, como el sol borra las estrellas. Sepa que nuestra familia cuenta entre sus miembros con un beato, fray Bonaventura, discípulo reformado de San Francisco que, en el año 1593, murió en olor de santidad. -El anciano se inclinó al pronunciar aquel nombre. Luego prosiguió con un ardor que no se habría esperado ni de su edad ni de sus formas indulgentes- ¡Fray Bonaventura! ¡Ah, sobrino, es a él, es a este buen padre al que usted debe el éxito de sus ejércitos. Él estaba cerca de usted, no lo dude, cuando fulminó como lo ha recordado durante la cena a los enemigos de su partido en la escalinata de San Roque. Este capuchino le ha guiado en medio de las batallas. Esté seguro de que, sin él, no habría triunfado ni en Montenotte, ni en Millesimo, ni en Lodi. Las pruebas de su protección son demasiado evidentes como para no verlas y en sus éxitos reconozco un milagro del buen fray Bonaventura. Pero lo que importa que usted sepa, sobrino, es que este santo hombre tenía sus planes cuando, dándole ventaja sobre el mismo Beaulieu, le condujo de victoria en victoria hasta esta antigua mansión en la que descansa esta noche bajo la bendición de un anciano. Y estoy aquí precisamente para revelarle esos planes. Fray Bonaventura quería que usted fuera informado de sus méritos, que conociera sus ayunos, sus austeridades, los silencios de un año entero que se imponía. Quería que usted tocara su cilicio, su cordón y sus rodillas tan endurecidas por los escalones del altar que caminaba doblado como una Z. Con este fin lo ha traído a Italia, donde le preparaba la ocasión de devolverle favor por favor. Pues, sépalo sobrino, si este capuchino le ha ayudado mucho, ahora puede usted por su parte serle de gran utilidad.

Tras estas palabras, el canónigo posó la mano sobre los gruesos cuadernos que había en la mesa y respiró prolongadamente. Bonaparte esperó sin pronunciar palabra la continuación de aquel discurso que lo estaba divirtiendo. No había hombre más fácil de distraer. Después de resoplar, el anciano retomó la palabra:

-Sí, sobrino, usted puede serle muy útil al bueno de fray Bonaventura que, en su posición, tiene necesidad de usted. Aunque fue beatificado hace muchos años, sigue esperando aparecer en el santoral. El bueno de fray Bonaventura languidece. Pero, ¿qué puedo hacer yo, pobre canónigo de San Miniato, para procurarle el honor que le es debido? Su inscripción exige gastos que superan mi fortuna y los recursos del obispado. ¡Pobre canónigo! ¡Pobre obispado! ¡Pobre ducado de Toscana! ¡Pobre Italia! Sobrino, pídale al Papa que canonice a fray Bonaventura. Él se lo concederá. Por consideración hacia usted, Su Santidad no se negará a introducir un santo más en el calendario. Un gran honor recaerá sobre usted y sobre su familia, y la protección del buen capuchino no le faltará jamás. ¿Ignora usted la felicidad de tener un santo en la familia?

Y, mostrando los cuadernos de pergamino, el canónigo presionó al general para que los introdujera en su equipaje. Contenían la memoria sobre la canonización del beato fray Bonaventura con documentos que la apoyaban.

-Prométame -añadió- que se ocupará de este asunto, el más importante que pueda interesarle.

Bonaparte contuvo sus ganas de reír.

-Me encuentro mal situado para emprender un proceso de canonización. Usted no ignora que la República francesa exige en estos momentos ante la corte de Roma las reparaciones debidas por el asesinato del embajador Bassville, vilmente degollado.

El canónigo exclamó:

¡Corpo di Bacco! La corte de Roma presentará sus excusas, sobrino, procederá a todas las reparaciones exigidas y nuestro capuchino entrará en el santoral.

-Las negociaciones no están próximas a concluir -replicó el general republicano-. Hace falta además que la Curia romana reconozca la Constitución Civil del clero francés y que acabe con la Inquisición que hiere a la humanidad y usurpa el derecho de los Estados.

El anciano sonrió:

Mio caro figliuolo Napoleone, el Papa sabe que hay que dar y recibir. Cederá en este asunto. Le está esperando. Es ecuánime y pacífico.

Bonaparte permaneció pensativo, como si nuevas ideas acudieran a ordenarse en su cabeza portentosa. Luego dijo de repente:

-Usted no conoce el espíritu del siglo. Los franceses son muy incrédulos. La falta de piedad ha echado raíces en Francia. Usted ignora el progreso de las ideas de Montesquieu, de Raynal y de Rousseau. El culto ha sido abolido. Se ha perdido el respeto. Lo ha podido usted comprobar en las palabras escandalosas que mis oficiales han pronunciado durante la cena.

El buen canónigo movió la cabeza:

-¡Oh! esos amables chicos son ligeros, disipados, atolondrados. Ya se les pasará. Dentro de diez años no correrán tanto detrás de las chicas e irán a misa. El carnaval ocupa pocos días, e incluso el de su Revolución francesa no durará mucho. La Iglesia en cambio es eterna.

Bonaparte reconoció que él mismo era demasiado poco religioso como para mezclarse en un asunto eclesiástico. Entonces el canónigo le miró a los ojos y le dijo:

-Hijo mío, yo conozco a los hombres. Lo veo claramente: usted no es un filósofo. Pero ocúpese del beato Bonaventura. Él le devolverá el bien que le haya hecho. Por lo que a mí respecta, soy demasiado viejo como para ver el final de este asunto. Voy a morir pronto. Pero al saber que está en sus manos, moriré tranquilo. Y sobre todo, sobrino, no olvide que todo poder viene de Dios por la intermediación de sus sacerdotes.

Se puso de pie, levantó los brazos para bendecir a su joven pariente y se retiró.

Cuando estuvo a solas, Bonaparte repasó la voluminosa memoria a la luz de una vela; pensaba en el poder de la Iglesia y se decía a sí mismo que la institución del Papado era más durable que la Constitución del año III.

Llamaron a la puerta. Era Berthier que venía a advertir al general que todo estaba listo para marcharse.

FIN


Le puits de Sainte Claire, 1895

Traducción de Esperanza Cobos Castro


 



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