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Cada cual

[Cuento - Texto completo.]

Doris Lessing

—Me imagino que tu hermano también vendrá hoy.

—Podría ser.

Le daba la espalda, ufano, mientras se ajustaba la corbata y el cuello de la camisa y se acariciaba la barbilla para comprobar el afeitado. Solo entonces, después de haber recurrido a todos los pretextos, se quedó rígido, con la mano sobre el nudo de la corbata, a la vez que miraba en el espejo, junto a su mejilla izquierda, el cuerpo de su mujer, elegantemente tendido en la cama, con el peso apoyado en el codo derecho y los dos antebrazos ocupados en los movimientos requeridos para limarse las uñas. Él dejó caer la mano y dijo:

—¿Qué quieres decir con podría ser?

Ella no respondió, pero levantó estudiadamente una mano, para examinar cinco flechas rosa. Era una muchacha delgada, muy delgada, morena, de unos dieciocho años. Su actitud, su manera de inspeccionar las uñas, su camisón de rayas rosa que dejaba al descubierto unas piernas largas, esbeltas, blancas; todas esas posturas propias de una revista pretendían esconder una inquietud tan profunda como la suya. Su respiración, como la de él, era fuerte y superficial.

No era bien acogido. La fiebre solitaria en los ojos negros, los músculos como varas en la carne del antebrazo le hicieron sentir lo mucho que ella deseaba que se fuera; y pensó con brusquedad, por la brusca necesidad que tenía de ella: “Hay algo enfermizo en ella, sí…”. Esa palabra hizo que se sintiera culpable. Lo aceptó, y permitió que su pensamiento, que estaba muy despierto, tratando de definir la causa de su tristeza, añadiera: “Sí, algo sucio, nada limpio”. Pero su impertinente crítica lo sorprendió, y recordó los obsesivos cuidados que ella procuraba a su piel, cabello, uñas y las largas horas que pasaba en el baño. Sí, sucia, insistió su creciente aversión.

Armado de ella, encontró las fuerzas para volverse a mirarla directamente, en vez de hacerlo a través del frío espejo. Era un muchacho recio, de buen porte, peinado y aseado, varios centímetros más bajo que ella en la boda, el mes pasado; pero confiado en la virilidad que se había apoderado de la caprichosa adolescencia de ella. Mantuvo la tensión de la mirada azul, a la vez atractiva (de lo que no era consciente) y agresiva (que él emitía como una advertencia). Mientras tanto, controlaba la repugnancia que sabía que desaparecería si ella le tendiera los brazos.

—¿Qué quieres decir con podría ser? —repitió.

Después de algunos instantes, ella contestó con languidez, moviendo de un lado a otro la delgada mano:

—He dicho que podría ser.

Este diálogo era un eco, para ambos, no solo del de cinco minutos antes, sino del de otras mañanas; pero de otras mañanas en que la mitad de las veces no se había verbalizado. Estaban al borde del desastre. Pero el joven marido llegaba tarde. Miró el reloj en un gesto que expresaba, aunque sin convicción, tan solo una bravata: Me voy al trabajo mientras tú te quedas aquí tumbada… Entonces dio media vuelta y se dirigió a la puerta, pero enseguida aminoró el paso. Se detuvo.

—De acuerdo. En tal caso no vendré a cenar —dijo.

—Como quieras —respondió ella con desidia. Ahora estaba tumbada boca arriba, sobre la espalda, y agitaba las dos manos delante de los ojos para que se secara un esmalte de uñas que tenía tres días.

—¡Freda! —exclamó él alzando la voz—. Va en serio. No voy a… —Tenía aspecto de estar atrapado y a la vez desafiante, pero estaba dispuesto a lo que fuese por hacerse respetar, a sí mismo, a su virilidad frente a… ¿frente a qué? La sonrisa lenta que le había dedicado (a diferencia de todo lo que había hecho esa mañana desde que se había despertado) era algo de lo que ella no era consciente. ¿Seguro que no era consciente de la terrible brutalidad de su lenta y a fin de cuentas desdeñosa sonrisa? Porque había en ella una invitación; y era eso, el triunfo inconsciente, lo que le hizo palidecer y empezar a tartamudear:

—Fre-Fre-Fred-Freda…

Pero se rindió y abandonó la habitación. Lo hizo de forma abrupta pero calmada, teniendo en cuenta la envergadura del horror.

Ella se quedó tumbada, escuchando sus pasos al descender la escalera y la puerta principal al cerrarse. Entonces, sin darse prisa, levantó las largas, esbeltas y blancas piernas, que acababan en diez escudos rosa, por encima del borde de la cama y se colocó junto a la ventana, para ver la cabeza bien peinada de su marido moverse a sacudidas por la acera. Vivían en el extrarradio de Londres y él tenía que ir hasta el centro, donde ejercía de “oficinista con futuro”. La mayoría de la gente que había allí abajo, en la calle, se encaminaba al trabajo. Los miró a todos hasta que él llegó a la esquina, con el rostro tenso por la ansiedad. Ella, indolentemente, hizo un gesto con la mano sin sonreír. Él volvió la vista atrás como si recordara una pesadilla; ella se encogió de hombros y se apartó de la ventana, y no vio su saludo frenético y demasiado tardío ni la sonrisa.

Se quedó con el entrecejo fruncido frente al enorme espejo del armario nuevo: era una muchacha muy alta, encorvada por la altura, toda huesos, con un aspecto aún más ridículo debido al camisón corto. Se lo sacó por la cabeza, sintiéndose segura con una visión de soslayo de los senos bamboleantes y la cintura redondeada; después se puso un salto de cama negro con volantes en la parte inferior y en el cuello, por donde apareció su cara, serena. Ahora tenía mucho mejor aspecto; de hecho, el de una modelo. Se cepilló el resplandeciente cabello negro, que llevaba corto, se miró un buen rato aquellos ojos profundamente angustiados y se volvió a meter en la cama.

Se tensó al oír que la puerta principal se abría con suavidad y se cerraba también con suavidad. Aguzó el oído, del mismo modo que el desconocido escuchó y observó, puesto que se trataba de un apartamento de dos habitaciones transformado en una casa con una pared medianera. La dueña vivía justo debajo, en la planta baja, y el joven marido se había aficionado a preguntarle, de pasada, cada noche, o a escucharle información que se le escapaba como quien no quiere la cosa sobre las entradas y salidas en la casa y los movimientos de su mujer. Pero los pasos se acercaron con firmeza hacia ella, la puerta se abrió con gran delicadeza y levantó la vista. Su rostro se iluminó al entrar un joven muy alto, delgado y moreno. Se sentó en la cama junto a su hermana, cogió su mano escuálida con su mano escuálida, la besó, la mordió con dulzura y después se inclinó y la besó en los labios. Sus bocas se aferraron mientras dos pares de ojos de un negro profundo se sostenían la mirada. Entonces ella cerró los ojos, le mordió el labio inferior y deslizó sobre él la lengua. Él comenzó a desvestirse antes de que ella le soltara; y ella le preguntó, sin el descaro que empleaba con su marido:

—¿Tienes prisa esta mañana?

—Tengo que acabar un trabajo en Exeter Street.

Era electricista; no iba vestido de recepcionista u oficinista.

Se metió desnudo en la cama junto a su hermana, susurrando:

—Olivia.

Su largo cuerpo se asió al de él con una ardiente gratitud por el amoroso epíteto, que nunca había recibido la absolución de su marido como por parte de este hombre; y ella respondió, como si estuviera amando a un susurro:

—Popeye.

De nuevo los dos pares de ojos se miraron a pocos centímetros de distancia. Los de él, a pesar de las profundas y huesudas cuencas, como las de ella, sobresalían más; el globo ocular, rodeado de piel fina, ya arrugada, tenía un aspecto magullado. Los de ella, sin embargo, estaban delicadamente perfilados por límpida piel blanca. Él besó la copia perfecta de sus propios ojos feos, y dijo, mientras ella se apretaba contra él:

—Ahora, ahora, Olivia, no tengas tanta prisa, lo vas a estropear.

—No, no lo haremos.

—Espera, ya verás.

—Muy bien, entonces…

Los dos cuerpos, con respiración agitada, se detuvieron un largo rato. La mano de ella dibujó sobre la espalda de él un movimiento suave, circular, insistente que lo desarmó. Él tenía las manos en los huesos de la cadera de ella, y la mantenía quieta. Pero ella se zafó y ambos se unieron, y él dijo otra vez:

—Espera. Quieta.

Se quedaron absolutamente quietos, con los ojos cerrados.

Después de un rato, él preguntó de repente:

—Bueno, ¿anoche lo hizo?

—Sí.

Los dientes de él quedaron al descubierto ante la frente de ella y dijo:

—Supongo que fuiste tú quien lo incitó.

—¿Por qué lo incité yo?

—Eres una puerca.

—Muy bien, ¿y qué hay de Alice?

—Oh, ella. Bueno, gritó y dijo: “Basta, basta”.

—¿Quién es el puerco entonces?

Ella se dio media vuelta y él le tapó la boca, mientras susurraba con dulzura:

—No, no, no, no.

Quietud otra vez. En la pequeña y luminosa habitación, con la luz del sol del extrarradio fuera, las cortinas verdes nuevas se balanceaban, topando con los muebles demasiado grandes y demasiado nuevos, mientras que los esbeltos y blancos cuerpos permanecían quietos, boca a boca, con los ojos cerrados, unidos por una suave y profunda respiración.

Pero la de él se hizo más intensa; clavó las uñas en las caderas de ella, se destapó la boca y dijo:

—¿Y qué hay de Charlie, entonces?

—También me hizo gritar —susurró, lamiendo sus ojos cerrados. Esta vez fue ella quien lo mantuvo firme y dijo—: No, no, no, lo vas a estropear.

Se quedaron tumbados juntos, tranquilos. Un silencio prolongado, muy prolongado. Entonces las revoltosas cortinas la rozaron, sus pies se tensaron y movió la pierna arriba y abajo con delicadeza. Él dijo, enfadado:

—¿Por qué lo has estropeado? Era solo el comienzo.

—Después es mucho mejor si al principio es difícil.

Se deslizó y contrajo los músculos internos para hacerlo más difícil, sonriéndole en actitud provocadora, y él colocó las manos alrededor del cuello de ella, con un gesto entre burlón y serio, para detenerla, moviéndose dentro y fuera de ella exactamente con la misma necesidad, celosa, irónica pero solícita, que ella estaba mostrando; para ver cuán lejos podían llegar. En un instante estaban tirándose del cabello el uno al otro, mordiéndose, hundiendo los dedos entre los afilados huesos, y entonces, justo antes del estallido, se separaron al mismo tiempo y se tumbaron alejados, temblorosos.

—Casi lo hemos hecho —dijo él, ingenuo y meloso, acariciándole el cabello—. Sí. Ahora hay que ir con cuidado, Fred.

Se deslizaron otra vez el uno dentro de la otra.

—Ahora será perfecto —dijo ella, contenta, con la boca contra su garganta.

Los dos cuerpos, estremecidos por la tensión, yacían juntos, con sacudidas involuntarias de vez en cuando. Pero poco a poco se tranquilizaron. Su respiración, agitada al principio, se sosegó. Respiraban a la vez. Se habían convertido en una sola persona, abandonándose el uno al otro, en silencio y alejados.

Un rato prolongado, un rato prolongado, un rato…

Un coche pasó bajo su ventana, en la calle que solía estar silenciosa, haciendo mucho ruido, y el joven abrió los ojos y miró el rostro relajado y dulce de su hermana.

—Freda.

—Ohhh.

—Sí, tengo que irme, debe de ser casi la hora de comer.

—Espera un minuto.

—No, o nos excitaremos otra vez y lo estropearemos todo.

Se distanciaron poco a poco, pero los movimientos de ambos, las dos manos apartando con dulzura las caderas del otro, parecían una sola. Una vez separados permanecieron quietos, sonriéndose el uno al otro, tocando cada uno la cara del otro con las yemas de los dedos, lamiendo los párpados del otro como gatitos.

—Es cada vez mejor.

—Sí.

—¿Adónde has ido esta vez?

—Ya lo sabes.

—Sí.

—¿Adónde has ido tú?

—Ya lo sabes. Al mismo lugar que tú.

—Sí. Dímelo.

—No puedo.

—Ya lo sé. Dímelo.

—Contigo.

—Sí.

—¿Somos una única persona, entonces?

—Sí.

—Sí.

Silencio otra vez. De nuevo él salió de su ensimismamiento.

—¿Adónde vas a trabajar esta tarde?

—Ya te lo he dicho. A una panadería en Exeter Street.

—¿Y después?

—Llevaré a Alice al cine.

Ella se mordió los labios, castigándose a sí misma y a él; luego hundió las uñas en su hombro.

—Bueno, querida, solo se lo hago, nada más. Hago que se corra, no podría comprender que no fuera así.

Se sentó y empezó a vestirse. En un instante se convirtió en un joven alto y formal con un suéter azul oscuro. Se alisó el cabello con el cepillo del marido, como si viviera allí, mientras ella permanecía desnuda y lo observaba.

Se volvió hacia ella y sonrió, cariñoso y posesivo, como un marido. Había algo en el rostro de ella, una desesperación desorientada que hacía que la suya se intensificara. Se acuclilló a su lado, con el entrecejo fruncido, los dientes al descubierto, apoyando el pulgar con delicadeza sobre su garganta, mirando fijamente sus ojos oscuros. Resollaba y tosía. Apartó el pulgar.

—¿Y por qué lo haces, Fred?

—¿Me juras que no lo haces con Charlie?

—¿Cómo podría?

—¿Qué quieres decir? Podrías enseñarle.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué crees que quiero? ¡Fred!

Los dos pares de ojos profundos, entre la piel magullada, se miraron, solitarios, con incertidumbre.

—¿Cómo puedo saber qué quieres?

—Eres idiota —respondió de repente, con una ligera sonrisa maternal.

Él dejó caer la cabeza sobre sus pechos, con un resuello que parecía un gemido, y ella la acarició con dulzura mientras miraba a la pared y secaba las lágrimas de sus ojos.

—Esta noche no vendrá a cenar, está enfadado.

—¿Ah, sí?

—No deja de hablar de ti. Hoy me ha preguntado si vendrías.

—¿Por qué? ¿Se lo imagina? —Él alzó la cabeza del mullido soporte de los senos y la miró fijamente, implacable, a los ojos—. ¿Por qué? No habrás sido tan estúpida, ¿verdad?

—No, pero Fred… pero después de estar contigo supongo que estoy distinta…

—¡Por Dios! —Se puso en pie de un salto, desesperado; iniciando gestos como para irse, de enfado, de odio, de escaparse, y los dominó todos—. ¿Qué es lo que quieres, pues? ¿Correrte conmigo? Muy bien, pues: túmbate, vamos, y vas a correrte hasta llorar, si eso es todo… —Estaba a punto de desgarrarse la ropa, pero ella se levantó de repente de la cama, deprisa, a la vez que se cubría con su negligé blanco, por un instinto que buscaba proteger lo que tenían. Se puso a su lado, era tan alta como él, sosteniéndole los brazos a los lados del cuerpo.

—Fred, Fred, Fred, cariño, mi amor, no lo estropees, no lo estropees ahora que…

—¿Ahora que qué?

Sostuvo su mirada feroz con coraje y dijo con firmeza:

—Bueno, ¿qué creías, Fred? No es estúpido, ¿o sí? Yo no soy una… me hace el amor, bueno, es mi marido, ¿o no? Y… bueno, ¿qué hay de ti y Alice? Vosotros hacéis lo mismo, es normal, ¿o no? Quizá si ni tú ni yo tuviéramos a Charlie y a Alice para corrernos, no podríamos hacerlo a nuestra manera. ¿No lo habías pensado?

—¿Que si lo había pensado? Bueno, ¿tú qué crees?

—Bueno, es normal, ¿no?

—Normal —repitió él, con horror, mirando su encantadora cara para consolarse de aquella palabra—. Normal. ¿Lo es? Bueno, si vas a usar palabras como esas… —Las lágrimas rodaron por su rostro y ella se las enjugó con besos, en un arranque de amor protector.

—¿Por qué me dijiste que me casara con él? Yo no quería, tú dijiste que debía.

—No pensé que fuera a estropear lo nuestro.

—Pero no lo ha hecho. ¿O sí, Fred? Nada podría igualar lo nuestro. ¿Cómo? Tú lo sabes por Alice. ¿O no, Fred? —Ahora era ella la que buscaba ansiosa el consuelo de Fred. Se miraron el uno al otro, después cerraron los ojos, unieron las mejillas y lloraron; se aferraron las manos apasionadas, por miedo a que lo que eran pudiera verse degradado por el marido de ella, por la chica de él.

—¿Qué ibas a decir? —preguntó él.

—¿Cuándo?

—Justo ahora. Has dicho “no lo estropees ahora que”.

—Me he asustado.

—¿Por qué?

—Imagínate que me quedo embarazada. Algún día pasará, es lo más justo, él quiere niños. Imagínate que me deja, le da por ahí y se va, como hoy. Él nota alguna cosa… es evidente. No importa lo mucho que yo me esfuerce, ya sabes que lo nota… ¿Fred?

—¿Qué?

—No hay ninguna ley que lo prohíba, ¿no?

—¿Que prohíba qué?

—Me refiero a que un hermano y una hermana vivan juntos, nadie diría nada.

Se apartó de ella.

—Estás loca.

—¿Por qué? ¿Por qué, Fred?

—No piensas, eso es todo.

—¿Qué vas a hacer entonces?

Él no respondió y ella suspiró, al tiempo que apoyaba la cabeza en su hombro, junto a la suya, de modo que él notó los ojos abiertos y las pestañas húmedas de ella en el cuello.

—No podemos hacer nada más que seguir así; tienes que comprenderlo.

—Entonces tengo que ser amable con él; si no, me va a dejar, y no lo culpo.

Lloró en silencio, y en silencio él la abrazó.

—Es tan duro. Me paso el día esperando a que llegues, Fred, y tengo que fingir todo el tiempo.

Se quedaron callados mientras se secaban las lágrimas, cogidos de la mano. Poco a poco se fueron calmando los amores y las penas, del mismo modo que se calmaban durante los largos silencios en que apaciguaban la voracidad de la carne con amor, al borde de un goce tan prolongado que se fundían, ardían, se apagaban en una llama de identidad.

Por fin se besaron, besos de hermano a hermana, tiernos y cálidos.

—Vas a llegar tarde, Fred. Te van a echar.

—Siempre puedo encontrar otro trabajo.

—Siempre puedo encontrar otro marido…

—Olivia… pero te queda muy bien este negligé blanco.

—Sí, soy de las que no están bien desnudas; necesito ropa.

—Tengo que irme.

—¿Vendrás mañana?

—Sí. ¿Sobre las diez?

—Sí.

—Tenlo contento, entonces. Adiós.

—Cuídate, cuídate, cariño, cuídate…

*FIN*


“Each Other”,
A Man and Two Women and Other Stories, 1963


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