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 Cada idioma tiene una irresistible belleza. 
Cada idioma tiene algo ofensivo, 
obsceno. 
Pero acariciar y bendecir es nuestra única tarea que hacemos 
con cierta vergüenza. 
Yo admiro la timidez 
del que se sonroja pidiendo: “arrúllame”. 
Para mi hijo de 15 años 
no hay ni Stalin ni Beria. 
Es tan ingenuo 
aún cuando es un adolescente que parece un gigante. 
Su cabeza de pelo revuelto está en Tulsa, Oklahoma, 
y sus piernas en Siberia 
como un bebé le ruega a su madre: “arrúllame mamá”. 
Y cuando ella, medio dormida, 
corrigiendo interminables trabajos, 
muerta de cansancio, 
batallando con los padres de sus estudiantes 
que se disculpan de los malos trabajos de sus hijos, 
ella me susurra como nuestro hijo menor: “arrúllame por favor”. 
Y cuando la arrullo, yo también bastante cansado y con  poca energía, 
descubro una primera cana en su pelo, 
parecida a una delicada hebra que no había visto antes, 
entonces recuerdo a mi propia madre 
igual que un huérfano en el día de navidad, 
quien ni siquiera pudo susurrar nunca al oído de su madre: 
“arrúllame por favor”. 
Monumento a mí 
No quiero que en el futuro me erijan un monumento 
si lo van a poner en una calle oscura, desierta y hedionda 
en alguna parte de la Rusia inválida  del 4to Mundo, 
pulverizada imperialmente primero su lado izquierdo 
pero tratando de esconder su miseria con la mano derecha 
en sus bolsillos llenos de agujeros 
último animal domesticado  amarrado a una cuerda de piojos. 
No deseo que en el futuro me erijan un monumento 
aún si lo pusieran en un jardín de metales oxidados 
allí donde nuestras gigantescas bananas rusas 
son unos podridos y abollados misiles. 
No necesito ningún monumento. 
Lo único que quiero es que mi Patria regrese a mí. 
 
2000
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