A todos mis hermanos y hermanas
del mundo aún oprimido.
Uniformes, metralletas,
patio, pasillos estrechos,
puerta de hierro maciza,
cerrojo y candados negros.
Una boca que se abre
dos metros por metro y medio;
pisos, techos y paredes
desnudos como el desierto.
Panteones para vivos
donde se arrastran espectros
que de humano solo tienen
la forma del esqueleto.
¡Si hasta los muros parecen
más vivos y menos secos!
No existen sobre la tierra
socavones más espesos
ni tiempo que así se arrastre
por minuteros tan quietos.
Ni puede existir tampoco
un espacio tan pequeño
que oculte tantos dolores,
que guarde tantos secretos.
Los corredores acechan
con miradores histéricos
acechanzas que se palpan
como grilletes de hielo.
Cinco radiotransistores
atruenan el aire quieto.
que no se escuchen los gritos
en la noche del tormento.
Potros de grupas oscuras
arrancan chispas al viento,
pero vuelven abatidos,
desmadejados los belfos.
¡O está muy lejos la tierra,
o está muy lejos el cielo!
No sé si ustedes conocen
lo que entonces siente un preso;
esa escalada de frío
del espinazo hasta el pelo,
ese temblor que se cuela
por las rendijas del miedo
y el espolón del coraje
mellándose de despecho
impotente y amarrado
crucificado en un cepo.
Ese dolor tan antiguo
que nunca tuvo remedio,
de animal acorralado
forcejeando prisionero
a merced de quienes usan
la crueldad como derecho.
¡Y sentir el alma llena de un odio
que raspa adentro!
Aparecen, como ratas
del albañal del infierno
frente al hombre que no tiene
más arma que su silencio.