¡Recíbeme, recíbeme en la noche, oh viejo viento de junio,
mientras regreso bajo las suaves estrellas silenciosas;
viento amado del invierno, viento de lluvia y eco,
recíbeme hasta el último suspiro de tu pecho,
y, ahora que regreso, oh noche, espérame en tu puerta!
Y de improviso todo el viento se ha soltado,
todo el viento se ha puesto a gemir por la tierra,
pero a mi lado, mientras regreso,
alguien resguarda mis pasos,
y siento una suave sombra
venir hasta mi encuentro.
¿Eres tú, fuiste tú, eres tú en esa noche,
eras tú en esa triste, delgada espera sombría,
eras aquel fantasma que surgía en mi cama
a medianoche? ¿O eras una mañana
llena de fugitivos pájaros
que pasaban amándose sobre el asfalto fresco?
¿Eras tú, fuiste tú esa pequeña
llama que por mi espalda sentía silenciosa?
¿Eras tú, amor final, amor que nunca
resbaló por tus ojos -¡oh luz ausente y querida!-,
eras como ese encuentro que el amor abre a tajos
para dejar ternura con soledad y frío?
No, no eras eso. Pero tal vez fuiste eso.
Tal vez abres los ojos para mirar la suave
luz de otra primavera pasada por tus ojos;
tal vez sientes de nuevo que el tiempo no ha pasado
por tu cuerpo delgado (o que tal vez ha pasado),
tal vez preguntas algo, y en tu boca se duerme
como otras veces la trágica y oscura luz de la ausencia.
Amor olvido, amor lluvia, amor deseo, amor distancia:
he regresado a mi casa, atravesando
el parque silencioso, bajo las sombras
de junio -cansado y solitario-,
mientras giraba todo en mi cabeza
como las hojas que escapaban: cantando
por adentro, pensando qué es lo que fluye,
qué es lo que parte, qué es lo que vuelve;
y aunque me he perdido sin nada, con algunos
nobles amigos, sin poder retener
lo que vivieron y amaron y compartieron conmigo,
pido sólo el temblor del viento entre la tierra
húmeda de este parque bañado por los pasos
fugitivos: amor viento, amor agua, amor distancia.
Temblando fue la estrella recorrida, temblando.
Temblaba el cuerpo estrella ceñido entre mi labio.
Temblando mi distancia se acercó a tu distancia.
Temblando entró el recuerdo desde que nos encontramos.
No quiero volver, no quiero
regresar a tu vida, pero tal vez quiero
volver a tu distancia. ¿Recuerdas que me hablabas
desde un lugar lejano, aunque estuvieras cerca?
¿Recuerdas que estudiabas con tormento
cuando en el patio la lluvia
empezaba a caer, menudamente, y los viejos compañeros
corrían a refugiarse al corredor marmóreo
y espectral, en la luz del invierno?
No, no recuerdas, pero yo recuerdo
el vidrio frío donde apoyaste tu mano
para dejar apenas una ráfaga triste
y encendida y lejana.
Y ahora ha llegado junio y en la noche callada
miles de corazones duermen en la penumbra,
y recuerdo la dorada leyenda de los años
de juventud furiosa en la ciudad, las tardes
de verano ardoroso, los pies sobre escaleras
de metal, los avisos eléctricos cansados
con pupilas de rojos párpados, los libros
de poesía mordidos en la noche. ¡Y ahora, adiós,
adiós calles, adiós conversaciones
sobre el destino del hombre, adiós señuelo amargo
que encandiló los ojos de nuestra adolescencia,
adiós suave medusa, adiós puerta cerrada!
Es la hora, es la hora en que debemos morir;
es la hora para rodar en la noche
abrazados, besando de estrella a estrella,
de furia a furia, de hueso a hueso;
es la hora para apretar la angustia
de pecho a pecho, para dejar la muerte
derrotada, perdida, moribunda en el suelo;
es la hora para morir cantando
de nuestras muertes; es la hora para que tú dejes
tu muerte entre mi muerte, amor, amor mío.
Quiero el amor dejar escrito entre tu pelo,
quiero dejar ardiendo tus ojos silenciosos,
para que no haya olvido, porque es la hora
en que debemos morir, es la hora
de la partida, sí. ¡La hora, la hora, por favor!
¡La hora, por favor, dígame, dígame el tiempo
para rodar cantando, apretados, mordiendo,
para rodar los dos en una sola muerte!
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