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Cartas filosóficas – Octava carta: Sobre el Parlamento


Voltaire

A los miembros del Parlamento de Inglaterra les gusta, en lo posible, compararse con los antiguos romanos.

No hace mucho tiempo que Mr. Shipping, en la Cámara de los Comunes, inició un discurso, con las siguientes palabras: «La majestad del pueblo inglés se sentiría herida, etc.» La singularidad de la expresión provocó una gran carcajada, pero él, sin inmutarse, la repitió con tono decidido, y las risas se apagaron. Confieso que no encuentro semejanza entre la majestad del pueblo inglés y la del pueblo romano; menos parecido existe entre sus gobiernos. En Londres existe un Senado cuyos miembros son a veces acusados, segura- mente con injusticia, de vender sus votos, como sucedía en Roma: hasta ahí la semejanza. Por otra parte, creo que las dos naciones son completamente distintas, tanto en lo bueno como en lo malo. Los romanos no conocieron nunca la horrible locura de las guerras religiosas; semejante abominación estaba reservada a los devotos predicadores de la humildad y de la paciencia. Mario y Sila, Pompeyo y César, Antonio y Augusto, no se batían para decidir si el «F1amen» debía llevar la camisa sobre el traje o el traje sobre la camisa, y si los pollos sagrados debían comer y beber, o solamente comer, para formular sus augurios. Los ingleses se han degollado mutuamente y se han destruido en grandes batallas por querellas de esa especie. La secta de los episcopalianos y la de los presbiterianos han hecho serias a esas cabezas. Imagino que estupideces como aquéllas no volverán a suceder, pues me parece que se están volviendo juiciosos y no desean matarse por unos silogismos.

Pero hay otra diferencia más notable aún entre Roma e Inglaterra, diferencia que honra a esta última: el resultado de las guerras civiles en Roma fue la esclavitud, y el de las luchas en Inglaterra, la libertad. La nación inglesa es la única en el mundo que, ofreciendo resistencia sus reyes, consiguió reglamentar el poder de los mismos y que mediante esfuerzo tras esfuerzo pudo establecer ese sabio gobierno en que el príncipe es todopoderoso para realizar el bien, pero tiene atadas las manos para hacer el mal; ese gobierno en que los señores son grandes sin insolencias y sin tener vasallos, y en el que el pueblo participa en el gobierno sin confusión.

La Cámara de los Pares y la de los Comunes son los árbitros de la nación; el reyes el súper árbitro. Los romanos carecían de un equilibrio semejante; en Roma los señores y el pueblo se encontraban siempre frente a frente, sin que existiera un poder intermedio que los conciliara. El Senado de Roma, que tenía el injusto y castigable orgullo de no querer compartir nada con los plebeyos, no encontraba mejor solución, para alejarlos del gobierno, que enviarlos a luchar a países extranjeros. Miraban al pueblo como a una bestia feroz que convenía lanzar sobre los vecinos antes de que devorara a sus propios amos; así fue cómo el mayor defecto del gobierno de los romanos hizo de ellos grandes conquista- dores. Eran desdichados en su tierra y por ese motivo se hicieron dueños del mundo, hasta que las divisiones surgidas entre ellos los transformaron en esclavos.

El gobierno de Inglaterra no ha sido hecho para alcanzar tanto brillo ni para tener un fin tan desgraciado; su fin no es conquistar, sino evitar que sus vecinos lo hagan. Este pueblo es tan celoso de su libertad como de la de los otros. Los ingleses detestaban a Luis XIV porque lo tenían por un ambicioso. Le hicieron la guerra seguramente sin interés alguno, tan sólo por bondad cordial.

A Inglaterra le costó mucho, indudablemente, conseguir su libertad; el ídolo del poder despótico fue ahogado en mares de sangre, pero los ingleses no creen haber pagado demasiado caras sus buenas leyes.

Otras naciones soportaron las mismas luchas y derramaron una cantidad igual de sangre, pero la sangre derramada no hizo más que cimentar la esclavitud.

Lo que en Inglaterra es una revolución no es más que una sedición en otros países. Cuando una ciudad toma las armas para defender sus privilegios, sea en España, en Berería o en Turquía, inmediatamente los mercenarios la dominan, verdugos la castigan y la nación entera tiene que besar sus cadenas. Los franceses piensan, con razón, que el gobierno de esta isla es más tormentoso que el mar que la rodea, pero es que el rey desencadena la tormenta cuando quiere adueñarse del barco, del cual es solo el primer piloto. Las guerras civiles de Francia han sido más largas, más crueles y más plagadas de crímenes que las de Inglaterra, pero con ninguna de ellas se ha logrado establecer una prudente libertad.

En los tiempos detestables de Carlos IX y de Enrique II, se trataba solamente de saber si se terminaría siendo esclavo de los Guisas. La última guerra de París no merece más que silbidos; me parece ver a escolares amotinados contra el prefecto de un Colegio y que terminan por ser azotados. El cardenal de Retz, con mucho espíritu y coraje mal emplea- dos, rebelde sin objeto, sedicioso sin planes, jefe de partido sin ejército, conspiraba por conspirar y parecía organizar las guerras civiles solamente por darse el gusto. El Parlamento no sabía qué quería ni qué no quería; reunía tropas y las licenciaba, amenazaba y pedía perdón, ponía a precio la cabeza del cardenal Mazarino y luego iba a homenajearlo. Nuestras guerras en la época de Carlos VI habían sido crueles, las de Liga fueron abominables, las de Fronda, ridículas.

Lo que más se reprocha a los ingleses es el suplicio que infligieron a Carlos I, que fue tratado por sus vencedores como él los hubiera tratado si hubiera vencido.

A fin de cuentas, mirad a Carlos I, por una parte, vencido en lucha encarnizada, prisionero, juzgado, condenado en Westminster, y por otra, mirad a Enrique VII, envenenado por su capellán mientras comulgaba; a Enrique III, asesinado por un monje, legado del odio de todo un partido; pensad en los treinta asesinatos planeados contra Enrique IV, varios intentados y el último que privó a Francia de un gran rey. Reflexionad sobre esos atentados y después juzgad.

FIN


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