Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Casa con mezzanina

[Cuento - Texto completo.]

Anton Chejov

Historia de un artista

1

Esto ocurrió hará seis o siete años, cuando vivía en uno de los distritos de la provincia de T., en la finca del terrateniente Belokúrov, un hombre joven que se levantaba muy temprano, iba por ahí en un abrigo de campesino, bebía cerveza por las tardes y siempre se quejaba de que no encontraba a nadie compasivo en ningún lugar. Vivía en un edificio exterior situado en el jardín, mientras yo me alojaba en la vieja casa del terrateniente, en un vestíbulo enorme con columnas donde no había muebles de ningún tipo aparte de un sofá blanco en el que dormía, y una mesa sobre la que jugaba solitarios. En aquella parte de la casa había algo que se quejaba de continuo desde el viejo horno incluso cuando no hacía viento, y cuando tronaba toda la casa temblaba, y parecía que fuera a estallar en mil pedazos, lo cual resultaba incluso más tenebroso por las noches con los altos ventanales iluminados por los relámpagos.

El destino me había maldecido con una perpetua holgazanería, de manera que no hacía nada en absoluto. Me pasaba horas enteras mirando el cielo a través de mis ventanales, los pájaros, las avenidas, leía todo lo que me traía el correo, dormía. En ocasiones abandonaba la casa y paseaba hasta muy tarde.

Durante uno de aquellos paseos, cuando me dirigía de regreso a casa, por error me adentré en los dominios de una finca desconocida. El sol comenzaba a ocultarse, y por encima del centeno en flor se extendían las sombras del crepúsculo. Dos líneas de altos abetos ancianos plantados muy cerca los unos de los otros formaban un par de sólidos muros que demarcaban una oscura y hermosa avenida. Me resultó sencillo encaramarme al seto que formaba los límites de la propiedad, y caminé a lo largo de la misma, resbalándome con las agujas de los pinos que cubrían el suelo más o menos a un vershok de profundidad. Todo se encontraba silencioso y oscuro; únicamente sobre las copas de los árboles se estremecía el crepúsculo, reluciente y dorado, formando un arcoíris sobre las telas de araña. El olor a pinar era intenso, y al cabo me adentré por otra avenida alargada delimitada por pinos. Aquí también reinaban el abandono y el paso del tiempo; las hojas de los últimos años crujían penosamente debajo de mis zapatos, y las sombras se escondían en la negrura que los árboles dejaba entrever. A la derecha, en un viejo huerto, una oropéndola entonaba con desgana una frágil melodía; debía de tratarse también de un animal anciano. Alcancé el final de los pinos, y me encontré frente a una casa blanca con una balaustrada y una mezzanina, con un patio de grandes proporciones y un inmenso estanque con una zona habilitada para el baño, un gran número de sauces verdes y, al otro lado del estanque, una aldea con un campanario alto y delgado con una cruz ardiendo en lo alto, reflejando las últimas luces del día. Por un instante me embriagó la dicha que siempre causan las cosas reconocidas desde hace mucho tiempo, como si hubiera visto aquella precisa estampa en algún momento de mi infancia.

Apostadas junto al muro de piedra blanca que unía el patio a los campos, en mitad de una cancela recia pero arcaica, con las figuras de un par de leones, había dos muchachas. Una de ellas, la mayor de las dos, delgada y pálida, muy hermosa, con una gran mata de pelo caoba, con una boquita obstinada, tenía una expresión severa, y apenas me prestó atención. La otra era todavía muy joven, tendría unos diecisiete o dieciocho años. También estaba delgada y pálida, con unos labios carnosos y los ojos grandes. Cuando pasé por su lado me miró sorprendida, dijo algo en inglés para ruborizarse de inmediato, y la sensación que me embriagó fue la de conocer aquellos dulces rostros desde hacía mucho tiempo. Regresé a casa sintiéndome como si acabara de tener un sueño agradable.

Poco tiempo después, más o menos a mediodía, mientras Belokurov y yo paseábamos por los alrededores de la casa, un inesperado crujir sobre la hierba anunció la entrada de un carruaje ligero en el patio, con una de las muchachas sentada dentro. Se trataba de la mayor. Traía una lista de personas que se habían visto obligadas a abandonar sus hogares a causa del fuego. Sin apenas miramos nos relató muy seria y con todo lujo de detalles el número de casas que habían ardido en la aldea de Siánovo, cuántos hombres, mujeres y niños se habían quedado sin un techo sobre sus cabezas, así como los pasos iniciales que el comité para la ayuda a los damnificados recomendaba llevar a cabo, comité al que ella pertenecía. Tras obtener nuestras firmas se guardó la lista e inició una despedida cortés.

—Nos has olvidado por entero, Piotr Petróvich —le dijo a Belokúrov mientras estrechaba su mano—. Debería venir a vernos, y si a monsieur N. —dijo mi nombre— le gustaría ver cómo viven los admiradores de su talento y no tiene inconveniente en visitarlos, madre y yo estaríamos encantadas de recibirle.

Hice una reverencia.

Después de que se hubiera marchado, Piotr Petróvich comenzó a chismorrear. De acuerdo con sus informes, se trataba de una joven de buena familia llamada Lidia Volcháninova, y la finca en la que vivía con su madre y su hermana, junto a la aldea al otro lado del estanque, se llamaba Shelkovka. Su padre había llegado a obtener un alto cargo en Moscú, y en el momento de su muerte era un influyente consejero. A pesar de su posición desahogada, los Volcháninov vivían en la aldea y jamás la dejaban, ni en verano ni en invierno, y Lidia era maestra en la escuela para campesinos de Shelkovka, por cuya labor recibía veinticinco rublos al mes. Aquél era el único dinero que se gastaba, lo cual la satisfacía enormemente.

—Una familia interesante —dijo Belokúrov—. Vayamos a visitarlos alguna vez. Les encantará verte.

Un día festivo después del almuerzo nos acordamos de los Volcháninov y fuimos a verlos a Shelkovka. En la casa encontramos a la madre y las dos hijas. La madre, Yekaterina Pávlovna, había sido una mujer muy hermosa en el pasado, pero ahora estaba demasiado gorda para su edad, con cierta dificultad respiratoria, melancólica, distraída, a pesar de lo cual trató de interesarme en una conversación sobre arte. Tras haberse enterado por su hija de que era posible que las visitara en Shelkovka, recordó a toda prisa dos o tres de mis paisajes que había visto en una exhibición en Moscú, y ahora me preguntaba qué era lo que trataba de expresar con ellos. Lidia, o Lida, como la llamaban en casa, conversó con Belokúrov más que conmigo. Con seriedad, sin sonreír apenas, le preguntó por qué no se sentaba en el consejo del distrito, y por qué no había asistido aún ni a una sola de las reuniones.

—No está bien, Piotr Petróvich —dijo con reproche—, no está bien. Es una vergüenza.

—Tienes razón, Lida, tienes razón —convino su madre—, no está bien.

—Todo nuestro distrito se encuentra en las manos de Balaguin —continuó Lida, dirigiéndose a mí—. Él es el jefe del consejo, y ha entregado todos los puestos administrativos a sus parientes cercanos y sus parientes políticos, y hace lo que quiere. Tenemos que luchar. Los jóvenes tenemos que unirnos en un partido que le plante cara; pero se puede ver cómo son los jóvenes. ¡Es una vergüenza, Piotr Petróvich!

La hermana pequeña, Zhenia, no dijo nada mientras hablábamos sobre el consejo. No tomaba parte en conversaciones serias porque en la familia no se le consideraba lo suficientemente adulta para ello, y, al igual que a una niña pequeña, la llamaban Misius, porque así había llamado ella a su institutriz años atrás. Se pasó todo el tiempo observándome con curiosidad y, cuando me dediqué a examinar el álbum de fotografías, me ofreció las explicaciones pertinentes: “Ése es mi tío… Ése es mi padrino”. Pasaba su dedo por encima de los retratos mientras me rozaba con su hombro, igual que haría un niño, y pude ver muy de cerca sus pechos poco desarrollados, sus hombros menudos, su trenza y su cuerpo esquelético, apretado con un corpiño.

Jugamos al croquet, y al lawn tennis, paseamos por el jardín, tomamos el té, y después tuvimos una cena distendida. Acostumbrado a mi habitación descomunal y vacía con sus cojines, me sentí algo incómodo en aquella sala pequeña y familiar, que no poseía oleografías sobre las paredes y en la que llamaban de usted a los criados, y todo me parecía inocente y puro y en orden gracias a la presencia de Lida y de Misius. Después de la cena Lida volvió a hablar con Belokúrov sobre el consejo, sobre Balaguin, sobre la biblioteca de la escuela. Era una muchacha de convicciones profundas, vivaracha y sincera, y era interesante escucharla, a pesar de que hablaba mucho y en voz muy alta, tal vez porque estuviera acostumbrada a hacerlo en una clase. Por otra parte, mi Piotr Petróvich, que había conservado de sus días de estudiante la costumbre de volver cada conversación en una discusión, habló de forma tediosa, sin sinceridad, y con el obvio deseo de demostrar que era un hombre moderno e inteligente. Mientras gesticulaba, golpeó una salsera con su manga y una piscina alargada se formó sobre el mantel, pero aparte de mí parece que nadie se dio cuenta de ello.

Cuando regresamos a casa había oscurecido y todo se encontraba en silencio.

—Una buena educación no consiste en no tirar la salsa sobre el mantel, sino en no darse cuenta de si otra persona lo hace —dijo Belokúrov suspirando—. Sí, son una familia maravillosa e intelectual. Me he alejado de las buenas personas, ¡oh, sí, lo he hecho! ¡Pero siempre es el trabajo! ¡Trabajo!

Habló sobre cuánto trabajo tendría que llevar a cabo si quisiera convertirse en un granjero modelo. Pero pensé: “¡Qué tipo tan complicado y holgazán!”. Siempre que hablaba de algún asunto serio decía, con un esfuerzo descomunal: “Ah, ah, ah, ah”, y trabajaba justo igual que hablaba, con lentitud, siempre con retraso, siempre dejando las cosas para el día siguiente. Tenía poca fe en sus habilidades comerciales, puesto que sabía que llevaba en sus bolsillos las cartas que le entregaba para el correo durante semanas enteras.

—Lo más difícil de todo —gruñó, caminando a mi lado—, lo más duro de todo, es que se trabaja y nunca nadie te ofrece ninguna compasión. ¡No la hay en absoluto!

 

2

Comencé a pasar mucho tiempo en casa de los Volcháninov. Solía sentarme en los primeros escalones de la balaustrada; me atormentaba un sentimiento de insatisfacción con mi persona, sentía lástima por mi vida, que estaba pasando de forma tan rápida y sin ningún suceso de interés, y no podía dejar de pensar en lo bueno que sería arrancar de mi pecho este sentimiento que tanto me pesaba. Y a la vez que pensaba estas cosas escuchaba a la gente conversando en la terraza, las faldas con su frufrú, alguien que pasaba las páginas de un libro. Pronto me acostumbré al hecho de que durante el día Lida visitara pacientes, entregara libros, y a menudo fuera a la aldea con su cabeza descubierta debajo de una sombrilla, y a que se pasara todas las veladas hablando en su forma altisonante sobre el consejo o sobre las escuelas. Esta muchacha delgada y hermosa, con su boca pequeña apretada en una severa línea siempre que la conversación apuntaba hacia algún tema serio, se limitaba a decirme:

—Esto no es interesante para usted.

Yo no le gustaba. No le gustaba porque era un pintor de paisajes y en mis cuadros no representaba los problemas de las personas, y por lo tanto yo debía de ser, o eso le parecía, indiferente a todo aquello en lo que ella creía con tanta firmeza. Recuerdo una ocasión en la que viajaba a lo largo de las orillas del lago Baikal, y me encontré con una joven buriata montada a caballo, enfundada en una camisa y unos pantalones de algodón. Le pregunté si me vendería su pipa y, mientras hablábamos, observaba con desprecio mi cara europea y mi sombrero. Tardó un minuto en aburrirse de mí; espoleó al animal y se alejó galopando. Lidia me despreciaba exactamente de la misma forma, por resultarle ajeno a su mundo. Aunque nunca demostraba su disgusto, yo era consciente de la existencia del mismo.

Sentado en los primeros escalones de la terraza me sentía enojado, y comenté que tratar a los campesinos sin ser doctor era engañarlos, y que era sencillo comportarse de forma caritativa cuando uno poseía dos mil desiatinas.

Misius, su hermana, no tenía ocupación alguna, y se pasaba la vida de forma tan ociosa como yo. Cuando se levantaba por la mañana lo primero que hacía era coger un libro y ponerse a leer sentada en un sillón mullido en la terraza, de forma que sus pies apenas tocaban el suelo, o bien se escondía con un libro en la avenida de los tilos, o cruzaba la verja hacia los campos. Se pasaba todo el día leyendo, recorriendo las líneas con avidez, y únicamente descansaba los ratos en los que sus ojos necesitaban reposo. En aquellas ocasiones su rostro me resultaba de una palidez extrema, y su expresión de un extraordinario asombro, como si la lectura tuviera la capacidad de aturdir sus sentidos. Siempre que aparecía se ruborizaba al verme, abandonaba su libro y, mirándome directamente a la cara con sus grandes ojos, me contaba cuanto le había ocurrido, como que unos residuos de carbón de la chimenea habían ardido en la salita de los criados, o bien que uno de los trabajadores había atrapado un pez enorme en el estanque. Los días laborables solía llevar puesta una blusa de colores vivos y una falda azul oscuro. Paseábamos juntos, cogíamos cerezas para hacer compota, salíamos a remar y, cuando saltaba para coger una cereza o era su turno con los remos, sus brazos delgados y débiles eran visibles a través de las mangas holgadas de su blusa. Cuando esbozaba o dibujaba mis apuntes siempre permanecía muy cerca de mí, observando cuanto hacía con interés.

Un domingo hacia finales de julio, me dirigí a casa de los Volcháninov a eso de las nueve de la mañana. Caminé por el parque, manteniéndome tan lejos de la casa como me era posible y buscando setas blancas, de las que había un gran número aquel verano, y señalando dónde se encontraban para venir más tarde a cogerlas con Zhenia. Una brisa cálida cruzaba sobre los campos. Vi a Zhenia y a su madre, ambas con vestidos de verano, regresando a casa después de la misa, y Zhenia se agarraba a su sombrero para protegerlo del viento. Al cabo pude oírlas tomando el té en la terraza.

Para mí, una persona sin preocupaciones, que buscaba excusas continuas para su constante inactividad, siempre me resultaban particularmente atractivas las mañanas de días festivos veraniegos como aquél. El jardín verde aún se encontraba humedecido por las gotas de rocío, el sol brillaba con júbilo, el aire que rodeaba la casa tenía el aroma de las resedas y las adelfas; los jóvenes, que acababan de regresar de la iglesia y tomaban té en el jardín, llevaban puestas sus mejores galas, y el contento era generalizado. Eras consciente de que todos estos seres, sanos, bien alimentados y hermosos, no harían nada durante todo el día. Entonces deseabas que tu vida entera pudiera transcurrir de esa forma. En aquel instante me encontraba meditando sobre este tema concreto, paseando por el jardín sin ningún asunto que atender y sin ningún objetivo para todo el día, o tal vez para todo el verano.

Zhenia salió con una cesta; parecía que supiera, o sospechara, que me encontraría en el jardín. Recogimos las setas y charlamos, y siempre que me dirigía una pregunta se erguía delante de mí para poder ver mi rostro.

—Ayer en la aldea ocurrió un milagro —me dijo—. Pelagueia la coja lleva enferma todo el año, ningún médico ha podido ayudarla, ninguna medicina, y ayer una vieja susurró algo en su oído y toda la enfermedad se desvaneció de repente.

—Eso no tiene importancia —dije—. No debes buscar milagros solo en el enfermo y el anciano. ¿No es la salud un milagro, nuestra vida misma? Cualquier cosa que no podemos entender es un milagro.

—Pero ¿no te aterran las cosas que no puedes entender?

—Yo me enfrento con decisión a los fenómenos que no comprendo, y no los trato con reverencia. Soy mejor que ellos. El hombre debe reconocerse como superior a los leones, los tigres, las estrellas, superior a todas las cosas de la naturaleza, incluso superior a las cosas que no entendemos y que nos parecen un milagro. De otra forma no se es un hombre, sino un ratón, asustado de todo.

Zhenia pensaba que, al ser artista, debía saber muchas cosas, e incluso que podía adivinar con facilidad todo aquello que no supiera. Ella quería que le mostrara el camino hacia el reino de lo eterno y de lo hermoso, dentro de aquel mundo de ideas más elevadas en el cual yo me movía con total acomodo, o eso imaginaba. Me hablaba sobre Dios, sobre la vida eterna, sobre los milagros. Y yo, que no era capaz de admitir que mi imaginación perecería para siempre tras la muerte de mi cuerpo, respondía: “Sí, somos inmortales, la vida eterna nos espera”. Y ella escuchaba mis palabras y las creía sin exigir prueba alguna.

Mientras caminábamos hacia la casa de repente se detuvo y exclamó:

—Nuestra Lida es una persona maravillosa. ¿No es así? La quiero mucho y en cualquier momento estaría dispuesta a sacrificar mi vida por ella. Pero dime —Zhenia rozó mi manga con sus dedos—, ¿por qué siempre discutes con ella? ¿Por qué te enojas como lo haces?

—Porque está equivocada.

Zhenia negó con la cabeza y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—No lo entiendo —murmuró.

En aquel momento Lida acababa de regresar de algún sitio y, de pie en el porche con su fuste en la mano, hermosa, bien alimentada, iluminada por el sol, le daba instrucciones a un campesino. Con prisas y parloteando en un tono agudo recibió a dos o tres pacientes y, a continuación, con un aire preocupado y eficaz, caminó por las habitaciones abriendo un armario detrás de otro, y al cabo subió a la mezzanina. Estuvieron mucho tiempo buscándola, y la llamaron a voces cuando llegó el momento del almuerzo. Apareció después de que hubiéramos tomado la sopa. Recuerdo todos estos detalles insignificantes por alguna razón; recuerdo bien todo aquel día, aunque nada ocurrió digno de mencionarse. Después del almuerzo Zhenia se pasó la tarde leyendo tirada sobre el mullido sillón, y yo me senté en el escalón más bajo de la terraza. Nadie dijo nada durante algún rato. El cielo se cubrió por entero de nubes, y una lluvia delgada e intermitente comenzó a caer. Hacía calor, el viento se había calmado desde entonces, y me parecía que aquel día nunca acabaría. Yekaterina Pávlovna salió a la terraza, adormilada y con un abanico en las manos.

—Oh, mamá —dijo Zhenia, besándole la mano—. No te conviene dormir durante el día.

Ambas se adoraban. Cuando una de las dos salía al jardín, la otra se quedaba en la terraza y mirando hacia los árboles gritaba: “¡Hola! ¡Zhenia!”, o bien “¡Mami! ¿Dónde estás?”. Siempre rezaban juntas, creían en las mismas cosas y se entendían la una a la otra a la perfección, incluso cuando guardaban silencio. Y se comportaban de forma idéntica hacia la gente. Yekaterina Pavlovna además se había acostumbrado con rapidez a mí, y me tenía cierto afecto, de manera que cuando yo no aparecía durante dos o tres días enviaba a alguien a cerciorarse de que me encontraba de buena salud. También contemplaba mis bocetos conmovida, y era tan abierta conmigo como Misius, intercambiando confidencias e incluso revelándome sus secretos domésticos.

Adoraba a su hija mayor. Lida nunca permitía que la acariciasen, y solo hablaba sobre asuntos serios; vivía su propia vida separada, y para su madre y su hermana era una figura tan sagrada y llena de misterio como los marineros deben de encontrar al almirante que siempre se sienta solo en su cabina.

—Nuestra Lida es una persona extraordinaria —decía su madre a menudo—, ¿no te parece?

Nos encontrábamos hablando sobre Lida mientras la lluvia repiqueteaba.

—Es una persona extraordinaria —dijo su madre, añadiendo en un susurro algo conspiratorio, mirando a su alrededor con miedo—: podrías buscar gente como ella durante años y años, aunque deberías saber que empiezo a estar algo preocupada. La escuela, la farmacia, los libros, todo eso está muy bien, pero ¿por qué ir tan lejos? Ya tiene casi veinticuatro años y tendría que empezar a pensar con seriedad sobre su futuro. Todos estos libros y farmacias, y no ve cómo su vida está pasando… Debería casarse.

Zhenia, pálida de leer, con su cabello desordenado, levantó la cabeza y dijo, como si hablara consigo misma, pero mirando a su madre:

—Mami, todo depende de la voluntad de Dios.

Y de nuevo volvió a sumergirse en su libro.

Belokúrov vino en su chaqueta de campesino y su camisa bordada. Jugamos al croquet y al lawn tennis, y más tarde, cuando oscurecía, cenamos con la misma lentitud que la vez primera, y de nuevo Lida habló sobre los colegios y Balaguin, quien tenía todo el distrito en sus manos. Al marcharme de casa de los Volcháninov, me llevé conmigo la impresión de un día muy largo de fin de semana, y fui tristemente consciente de que en este mundo todo llega a su fin, no importa cuánto dure. Zhenia nos acompañó a la verja y, tal vez por el hecho de que había pasado todo el día en mi compañía, desde la mañana hasta la noche, sentí que sin su presencia me embriagaba el hastío, y que toda aquella querida familia me era muy cercana. Por vez primera en todo el verano sentí deseos de pintar.

—Dime, ¿por qué es tu vida tan aburrida, tan gris? —le pregunté a Belakúrov mientras nos dirigíamos a casa—. Mi vida es aburrida, difícil, monótona, porque soy un artista. Soy una persona extraña. Desde los primeros días de mi existencia me han echado a perder la envidia, la insatisfacción conmigo mismo, la ausencia de fe en mi trabajo; además siempre me encuentro en la pobreza, yendo de un lado a otro. Pero tú, tú eres una persona saludable y normal, un terrateniente, un caballero. ¿Por qué vives de una forma tan absurda, porque sacas tan poco partido a la vida? ¿Por qué, por ejemplo, no te has enamorado de Lida o de Zhenia todavía?

—Te olvidas de que amo a otra mujer —respondió Belakúrov.

Se refería a su amante, Liuvov Ivánovna, que vivía con él en su cabaña. Cada día veía a esta enorme mujer paseando por los jardines muy digna con su rostro fofo, como si fuera un ganso engordado, con su traje ruso con abalorios, siempre protegida por una sombrilla, y con una doncella que la llamaba a voces para que entrara a comer o a tomar el té. Tres años antes se había instalado en una de las cabañas cercanas a la casa y desde entonces se había quedado a vivir con Belakúrov, parecía que fuese para siempre. Tenía unos diez años más que él, y lo controlaba de forma tan estricta que cada vez que salía de la casa él tenía que pedirle permiso. A menudo lloraba con su voz hombruna, y yo tenía que enviar a alguien a decirle que si no se callaba dejaría mis habitaciones, y entonces se controlaba.

Cuando llegamos a casa, Belakúrov se sentó en el sofá y con el ceño fruncido se sumió en profundos pensamientos, mientras yo recorría la habitación arriba y abajo, incomodado a causa del silencio, como si estuviera enamorado. Quería hablar sobre los Volcháninov.

—Lida solo podría enamorarse de un miembro del consejo local, que se emocionara tanto como ella con hospitales y escuelas —dije—. Con una chica como ella uno podría no solo convertirse en consejero del distrito, sino incluso, corno en un cuento de hadas, gastar un par de botas de hierro. ¿Y Misius? Qué deliciosa es Misius.

Belakúrov habló largo y tendido, diciendo “ah, ah, ah”, con frecuencia, sobre la enfermedad de nuestra época, el pesimismo. Habló con sinceridad, y con un tono de voz que sugería que yo estaba en desacuerdo con él. Cientos de verstas de estepa desierta, monótona y seca no pueden hacerte sentir tan desesperado como un hombre cuando se sienta y habla, y no sabes cuándo va a dejarte solo.

—No se trata de pesimismo ni de optimismo —dije enfadado—, sino del hecho de que noventa y nueve personas de cada cien no tienen cerebro.

Belakúrov creyó que esto se refería a él, se ofendió y salió.

 

3

—El príncipe es huésped en Maloziómovo, y envía sus respetos —dijo Lida a su madre tras regresar de alguna visita, quitándose los guantes—. Me ha contado muchas cosas interesantes… Ha prometido proponer el tema de un nuevo hospital en Maloziómovo en el consejo del distrito, pero dice que no hay demasiada esperanza —y girándose hacia mí añadió—: lo siento, siempre olvido que esto no puede tener interés alguno para ti.

Me sentí ofendido.

—¿Y por qué no? —pregunté, encogiéndome de hombros—. No quieres saber mi opinión, pero te aseguro que esta cuestión resulta de lo más interesante para mí.

—¿Sí?

—Sí. En mi opinión, no hay ninguna necesidad en absoluto de un centro médico en Maloziómovo.

Mi irritación la irritó a ella a su vez; me miró entrecerrando los ojos y preguntó:

—Entonces, ¿qué es lo que necesitan? ¿Pinturas de paisajes?

—No necesitan paisajes tampoco. No necesitan nada.

Terminó de sacarse los guantes y abrió el periódico que acababa de llegar de la oficina de correos; tras un minuto dijo en voz baja, obviamente controlándose:

—La última semana Ana murió al dar a luz. Y si hubiera existido un centro médico cerca todavía estaría viva. Y los pintores de paisajes, o eso me parece a mí, incluso ellos deberían tener algún tipo de convicción sobre este asunto.

—Tengo opiniones muy definidas sobre esta cuestión, te lo aseguro —respondí, y ella se escondió de mí detrás del periódico, como si no quisiera escucharme—. En mi opinión, los centros médicos, las escuelas, las bibliotecas, las farmacias, en la situación actual solo sirven a la causa de la esclavitud. La gente está atada a una larga cadena, y no estás cortándola, sino únicamente añadiendo nuevos eslabones, eso es lo que creo.

Elevó sus ojos hacia mí y sonrió con ironía. Pero continué tratando de expresar mi idea principal:

—Lo más importante no es que Ana muriera al dar a luz, sino que todas estas Annas, Mavras, Pelegaias, desde el amanecer hasta el anochecer se rompen la espalda, caen enfermas por trabajar demasiado, se pasan toda la vida preocupadas por sus hijos hambrientos y enfermos, temiendo la muerte y la enfermedad, intentando curarse a sí mismas, pierden su belleza pronto, envejecen deprisa y mueren en mitad del hedor y del barro. Sus hijos, mientras crecen, vuelven a repetir la misma canción, y así pasan cientos de años y millones de personas viven peor que los animales, constantemente aterrorizados por la ausencia de un mendrugo de pan. El horror de su situación se encuentra en el hecho de que no tienen tiempo de pensar sobre su alma, no tienen tiempo de recordar a imagen de quién han sido creados; el hambre, el frío, un miedo animal, una descomunal cantidad de trabajo, han bloqueado, como avalanchas, cualquier camino que pudieran haber tomado de actividad espiritual, que es la única cosa que separa al hombre de la bestia y es lo único que hace que merezca la pena vivir la vida. Quieres ayudarles con tus hospitales y tus escuelas, pero eso no les libera en absoluto, al contrario, les convierte todavía más en esclavos, ya que al introducir estándares más elevados en sus vidas incrementas el número de cosas que necesitan, incluso antes de que consideres el hecho de que tienen que pagar al consejo por los libros y las cantáridas, lo cual significa romperse la espalda incluso más.

—No voy a discutir contigo —dijo Lida, dejando el periódico—. He escuchado todo esto antes. Solo diría una cosa, no podemos sentamos sin hacer nada. Es cierto que no estamos salvando a la humanidad, y es posible que estemos cometiendo muchos errores; pero estamos haciendo lo que podemos, y la razón está de nuestra parte. El deber principal de una persona civilizada es servir a sus conciudadanos, y estamos tratando de hacerlo lo mejor que podemos. Tal vez eso no te guste, pero no puedes contentar a todo el mundo.

—Tienes razón, Lida, tienes razón —murmuró su madre.

Siempre se cohibía en presencia de Lida y la miraba con aprensión, como si tuviera miedo de decir algo innecesario o fuera de lugar; y nunca la contradecía, sino que siempre se mostraba de acuerdo con ella: “Tienes razón, Lida, tienes razón”.

—La alfabetización de los campesinos, libros llenos de ideas ridículas y de dichos populares, y los centros médicos, no pueden aliviar su ignorancia o su tasa de mortalidad, igual que las luces de tu ventana no pueden iluminar este parque inmenso —dije—. No estás dando nada a esta gente; lo único que logras es que tu interferencia en sus vidas les cree nuevas necesidades, forzándoles a trabajar por ellas.

—Señor, pero debemos hacer algo —dijo Lida con enojo, y su tono de voz evidenciaba que mis argumentos le parecían insignificantes, y que los desdeñaba.

—Tenemos que liberar a la gente del duro trabajo físico —dije—, tenemos que aliviar su carga, darles un respiro, de manera que no se pasen toda la vida al lado del homo, de la tina o en los campos, sino que tengan tiempo de pensar en su alma, en Dios, demostrar su capacidad espiritual. La vocación de cada hombre se halla en la actividad espiritual, en una búsqueda constante por la verdad y el sentido de la vida. Haz que su sucio trabajo de animales sea innecesario, permite que se liberen y verás qué ridículos serán tus libros y farmacias. Una vez que un hombre conoce su auténtica vocación, entonces solo pueden satisfacerle la religión, la ciencia, el arte verdadero, en lugar de toda esta basura.

—¿Libertad de su trabajo? —se rió Lida—. ¿Es eso realmente posible?

—Sí. Toma algo de ese trabajo para ti. Si todos nosotros, la gente del campo y de las ciudades, todos sin excepción estuviéramos de acuerdo en dividir entre todos el trabajo que la humanidad necesita para la satisfacción de sus necesidades físicas, entonces cada uno de nosotros no tendría que trabajar más de dos o tres horas diarias. Imagina que todos nosotros, los ricos y los pobres, trabajásemos solo durante tres horas al día, y tuviéramos el resto del día libre. Imagina también que para depender menos de nuestros cuerpos y trabajar menos inventásemos máquinas que pudieran hacer el trabajo por nosotros, e intentásemos reducir nuestras necesidades a un mínimo. Deberíamos tratar de fortalecemos a nosotros y a nuestros hijos, de manera que no temamos al hambre o al frío, y no nos pasemos todo el día preocupados sobre nuestra salud como Anna, Marfa o Pelegaia. Imagina que no estemos siempre tratando de curar nuestras enfermedades, que no tengamos farmacias, fábricas de tabaco, destilerías, ¡cuánto tiempo libre quedaría a nuestra disposición! Nos sería posible entregárselo todo a la ciencia y al arte. Justo como a veces los campesinos en una comunidad deciden arreglar una carretera juntos, de igual forma nosotros, como una comunidad, podemos decidir buscar el sentido de la vida juntos. Y, estoy convencido de ello, este sentido sería descubierto muy rápido, y la humanidad se liberaría de este miedo constante y atormentado, e incluso de la propia muerte.

—Pero te estás contradiciendo —dijo Lida—. Dices ciencia, ciencia, pero no estás de acuerdo con la alfabetización.

—La alfabetización que quiere decir que un hombre puede leer los carteles en una taberna, y de vez en cuando libros que no entiende, esa alfabetización existe desde los tiempos de Riúrik, y la Petrushka de Gógol puede leer; y sin embargo el campo ha permanecido igual desde los tiempos de Riúrik hasta ahora. No necesitamos alfabetización, sino libertad para la más extensa manifestación de nuestras necesidades físicas. No necesitamos escuelas, sino universidades.

—También dices que no necesitamos medicina.

—Sí. La medicina es necesaria solo para el estudio de enfermedades como un fenómeno natural, y no para curarlas. Si tenemos que curar algo, que no sea la enfermedad, sino la causa. Si eliminas la causa principal, el trabajo físico, no habrá más enfermedad. No reconozco la ciencia que cura —añadí con emoción—. La ciencia y el arte, cuando son verdaderos, no se dirigen a alcanzar un objetivo temporal e individual, sino uno eterno y más amplio: buscan la verdad y el sentido de la vida, buscan a Dios, al alma; y cuando están concebidos para lidiar con males diarios y necesidades diarias, con farmacias y bibliotecas, entonces solo hacen la vida más complicada, más dura. Tenemos muchos médicos, farmacéuticos, abogados, mucha gente puede leer hoy día, pero no tenemos biólogos, matemáticos, filósofos, poetas. Toda nuestra inteligencia, toda nuestra energía espiritual, se haya dirigida hacia la satisfacción de necesidades temporales y pasajeras… los científicos, los escritores, los artistas, trabajan sin descanso, su generosidad significa que el nivel de vida se incrementa cada día, las necesidades de nuestro cuerpo su multiplican, pero todavía estamos muy lejos de la verdad y el hombre continúa siendo el animal más sucio y astuto que existe, y todo parece dirigirse hacia el fin de la humanidad y su retomo a un estado salvaje. En tales condiciones, la vida de un artista no tiene sentido, y cuanto más talento posea más extraño e incompresible resulta su papel, ya que parece desde el exterior que está trabajando para un animal sucio y astuto, y que apoya el orden de las cosas tal y como existe. Y yo no deseo trabajar, y no voy a trabajar… No necesito nada, y que el mundo entero se vaya al infierno.

—Misius, vete —dijo Lida a su hermana, obviamente encontrando que mis palabras eran dañinas para una chica tan joven.

Zhenia miró con tristeza a su hermana y a su madre y salió de la habitación.

—La gente dice cosas tan encantadoras cuando quieren justificar su propia indiferencia —dijo Lida—. Es más sencillo negar los hospitales y las escuelas que curar y enseñar.

—Tienes razón, Lida, tienes razón —dijo su madre.

—Amenazas con dejar de trabajar —dijo Lida—, obviamente valoras tu trabajo de forma muy elevada. Dejemos de discutir, nunca nos pondremos de acuerdo, porque creo que la farmacia menos adecuada, o la biblioteca de la que acabas de hablar con tanto desprecio, resulta más valiosa que cualquier pintura de paisajes en el mundo —y de inmediato volviéndose hacia su madre dijo con una voz distinta por entero—: el príncipe está mucho más delgado, y ha cambiado mucho desde la última vez que lo vimos. Le envían a Vichy.

Se dedicó a charlar con su madre sobre el príncipe para no tener que hablar conmigo. Su rostro estaba enrojecido y para ocultar su agitación, se acercó a la mesa como si fuera miope y pretendió leer el periódico de esta manera. Mi presencia resultaba incómoda. Me despedí y me fui a casa.

 

4

El silencio inundaba el patio; la aldea al otro lado del estanque dormía, ni una sola luz brillaba, y únicamente los pálidos reflejos de algunas estrellas brillaban sobre la superficie del agua. Zhenia me esperaba en la verja con los leones para acompañarme.

—Todo el mundo duerme en la aldea —le dije, tratando de ver su rostro en la oscuridad, y me encontré con sus ojos clavados en los míos, tristes y oscuros—. El tabernero y los ladrones de caballos duermen pacíficamente; y nosotros, las personas decentes, nos molestamos los unos a los otros y nos peleamos.

Era una triste noche de agosto. Triste porque ya se podía oler el otoño; la luna estaba cubierta por una nube púrpura, y apenas iluminaba el camino y los campos oscuros preparados para el invierno. Las estrellas fugaces se desprendían del cielo y Zhenia, caminando a mi lado por la carretera, trataba de no mirar el cielo para no verlas.

—Creo que tienes razón —dijo temblando a causa de la humedad—, si la gente pudiera unirse y dedicarse a la actividad espiritual no tardarían en averiguarlo todo.

—Por supuesto. Somos seres superiores, y si fuéramos conscientes del alcance del poder del genio humano y solo viviéramos para los cometidos más elevados que existen, acabaríamos por convertirnos en dioses. Pero esto nunca ocurrirá. La humanidad se degenerará, y no quedará nada de nosotros.

Cuando ya no podíamos ver la verja, Zhenia se detuvo y me estrechó la mano con rapidez.

—Buenas noches —solo una blusa cubría sus hombros y aún temblaba—. Venga mañana.

No me gustaba la idea de quedarme solo, enfadado, infeliz conmigo mismo y con los otros; traté de no mirar las estrellas fugaces.

—Quédese conmigo un minuto más —dije—, se lo ruego.

Amaba a Zhenia. Era posible que la amara porque siempre venía a darme el encuentro, y porque se despedía de mí cuando me marchaba, porque me miraba con dulzura y embeleso. ¡Qué conmovedoramente hermoso era su rostro pálido, su cuello delgado, sus manos pequeñas, sus debilidades, su manera de no hacer nada, los libros que leía! ¿Y su mente? Sospechaba que tenía una inteligencia sorprendente. A menudo me asombraba el alcance de sus opiniones, tal vez porque diferían de las de la severa y hermosa Lida, que no me amaba. Zhenia me amaba como artista, había conquistado su corazón con mi talento y solo deseaba pintar para ella, y soñaba con ella como la pequeña soberana que reinaría junto a mí sobre estos árboles, estos campos, esta niebla, este crepúsculo, esta naturaleza que era tan maravillosa y encantadora, pero en la cual hasta ahora me había sentido desesperadamente solo e innecesario.

—Quédate un minuto más —imploré—. Te lo suplico.

Me quité mi levita y la eché sobre sus hombros temblorosos; ella, asustada de parecer ridícula con una levita de hombre, se rió y la tiró al suelo, y en aquel momento la abracé y comencé a cubrir su rostro, sus hombros y sus manos con besos.

—Hasta mañana —suspiró, y me abrazó con delicadeza, como si temiera quebrar el silencio nocturno—. No tenemos secretos, tengo que contárselo todo a mi madre y a mi hermana. ¡Me aterra! Madre no tendrá problemas, ella te ama, ¿pero Lida?

Corrió hacia las verjas.

—Adiós —dijo.

La escuché correr durante dos minutos más. No quería regresar a casa, y no tenía ninguna razón para hacerlo. Me quedé pensando durante algún tiempo, y anduve en silencio para echar otro vistazo a la casa en la que ella vivía, esa querida e inocente casa destartalada que parecía observarme desde las ventanas de su mezzanina como si fueran ojos, y que todo parecía comprenderlo. Paseé a lo largo de la terraza y me senté en un banco cercano a la pista de lawn tennis en la oscuridad bajo un viejo olmo, y miré la casa desde allí. En las ventanas del entresuelo, donde se encontraba la habitación de Misius, una luz que relucía se mitigó y adoptó una tonalidad verdosa al ser cubierta con una pantalla de aquel color. Sombras empezaron a desplazarse… Me sentía conmovido, tranquilo y satisfecho, por haber sido capaz de dejarme llevar y enamorarme, pero al mismo tiempo me incomodaba pensar que en aquel preciso momento, a unos pocos pasos de donde me encontraba, Lida vivía en una de las habitaciones de esta casa, Lida, que no me quería, y hasta era posible que me odiase. Me senté a esperar si Zhenia se asomaba, y me pareció escuchar personas conversando en la mezzanina.

Pasó más o menos una hora. La luz verde se apagó, y las sombras dejaron de ser visibles. La luna colgaba sobre la casa e iluminaba el jardín adormecido y los senderos, las dalias y las rosas, que eran visibles en los parterres y parecían ser del mismo color. Comenzaba a arreciar. Dejé el jardín, cogiendo mi levita de camino, y me dirigí sin prisas hacia casa.

Cuando al día siguiente tras el desayuno me dirigí donde los Volcháninov, encontré abierta la puerta de cristal que comunicaba con el jardín. Me senté en la terraza, esperando que Zhenia apareciera en cualquier momento desde detrás de un parterre en el césped, o bien cruzando alguno de los senderos, o bien escuchar su voz proveniente del interior de la casa. Al cabo entré en el comedor. No había nadie. Me dirigí desde el comedor hacia el pasillo alargado y el vestíbulo de entrada, y volví sobre mis pasos. El pasillo contaba con varias puertas y, desde detrás de una de ellas, alcancé a escuchar la voz altisonante de Lida.

—El cuervo en algún lugar —dijo en voz alta y despacio, obviamente dictándole a alguien—, había encontrado un trozo de queso… El cuervo había encontrado… ¿Quién está ahí? —preguntó de repente, escuchando mis pasos.

—Soy yo.

—Oh. Lo siento, no puedo salir a verte, estoy ocupada con Dasha.

—¿Está Yekaterina Pávlovna en el jardín?

—No, ella y mi hermana se marcharon esta mañana a visitar a mi tía en Penza. Y durante el invierno es posible que se marchen al extranjero —añadió tras una pausa—. El cuervo había encontrado en algún lugar un trozo de queso. ¿Lo has escrito?

Salí al vestíbulo y me quedé de pie, absorto en el estanque y los árboles, incapaz de decir nada. Escuché:

—… un trozo de queso. El cuervo había encontrado en algún lugar un trozo de queso…

Y dejé la finca por el mismo camino por el que había entrado por vez primera, solo que al contrario: primero desde el patio al jardín, pasando la casa y recorriendo el camino flanqueado por los tilos… Allí un muchacho se acercó hasta mí y me tendió una nota. Se lo he contado todo a mi hermana, e insiste en que rompa contigo, leí. No tengo fuerzas para entristecerla desobedeciéndola. El Señor te conceda la felicidad. Perdóname. Si solo supieras lo amargamente que madre y yo estamos llorando.

Y, por fin, la oscura avenida de pinos y la verja rota. En los campos en los que el centeno había florecido y las codornices habían llorado, ahora pastaban vacas y caballos amarrados. Alguna mancha brillante de trigo aquí y allá era visible sobre las colinas. Me embriagó una sensación de sosiego, y me sentí avergonzado de todo lo que había dicho en casa de los Volcháninov, y de nuevo aburrido con mi vida. Cuando llegué a casa hice las maletas y aquella noche me marché a San Petersburgo.

Nunca volví a ver a los Volcháninov. No hace mucho, cuando me dirigía a Crimea, me encontré con Belokúrov en el tren. Llevaba puesta una levita y una camisa bordada como antaño, y cuando le pregunté cómo estaba contestó: “Con su venia”. Comenzamos a charlar. Había vendido su finca y comprado otra más pequeña a nombre de Luvov Ivánovna. No podía contarme mucho acerca de los Volcháninov. Lida, me dijo, aún vivía en Shelkovka y trabajaba en la escuela infantil. Poco a poco había logrado reunir un grupo de personas a su alrededor con sus mismas opiniones, hasta formar un colectivo fuerte que en las últimas elecciones del distrito obligó a retirarse a Balaguin, quien hasta entonces había tenido todo el distrito en sus manos. Sobre Zhenia Belakúrov solo podía decirme que no vivía en casa, y que no sabía dónde se encontraba.

Había empezado a olvidarme de la casa con la mezzanina, y solo de vez en cuando, cuando estoy pintando o leyendo, me acuerdo de aquella luz verde en la ventana sin razón aparente, del sonido de mis pasos cuando atravesaba los campos oscurecidos, enamorado y frotándome las manos a causa del frío. De vez en cuando, siempre que me siento solo y triste, recuerdo detalles vagos, y poco a poco comienzo a pensar que ella se acuerda de mí, que me espera, y que volveremos a encontramos…

¿Dónde estás, Misius?

*FIN*


“Дом с мезонином”,
El pensamiento ruso, 1896


Más Cuentos de Anton Chejov