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Catón

[Cuento - Texto completo.]

Adolfo Bioy Casares

Durante años dije que Jorge Davel era un galán de segunda, imitador de John Gilbert, otro galán de segunda. A mi entender, el hecho de que tuviera tantos admiradores probaba la arbitrariedad de la fama; que lo llamaran El Rostro, la ironía del destino. Yo solía agregar, como quien señala una consecuencia: «Al aplicar el apodo, nuestro público se limita a copiar a un público más vasto, que llama El Perfil a no sé qué actor de Hollywood».

Olvidé para siempre este repertorio de sarcasmos la noche en que lo vi en el Smart, con Paulina Singerman, en El gran desfile, una adaptación para las tablas, de la vieja película de King Vidor. Mientras duró la función olvidé también la nota que debía escribir para el diario y aun mi presencia en la sala. Mejor dicho, creía que estaba, con los héroes de El gran desfile, en el barro de las trincheras, en algún lugar de Francia, oyendo silbar las balas de la primera guerra mundial.

Un tiempo después dejé el periodismo y conseguí un empleo en el campo, para el que me creyeron apto, por antecedentes de familia. Sobre el punto no me hice mayores ilusiones, pero pensé que en la soledad quizás escribiera una novela que varias veces había empezado con fe y abandonado con desaliento.

En la estancia donde trabajaba, La Cubana, a la hora de la siesta leía el diario. Frecuentemente buscaba noticias de Davel; en los tres años que pasé allá encontré pocas. Davel había participado en la función en beneficio de una vieja actriz; lo habían visto en el entierro de un actor y, si no me equivoco, en el estreno de una comedia de García Velloso. Recuerdo esas noticias, porque las leí con la atención que uno pone en cosas que le conciernen. Me pregunto si no trataba de reparar, siquiera ante mí mismo, la injusticia cometida con nuestro gran actor.

A mi vuelta a Buenos Aires publiqué la novela. Acaso porque tuvo algún éxito y porque fui un escritor conocido (mientras aparecieron críticas y el libro estuvo en las librerías), o porque la gente aún recordaba que yo había trabajado en la Sección Espectáculos del diario, me nombraron miembro del jurado que debía premiar a los actores del año. En las reuniones del jurado entablé amistad con Grinberg, el autor del sainete La última percanta. La noche de la votación, pasamos un rato en el café de Alsina y Bernardo de Irigoyen. Recuerdo un comentario de Grinberg:

—Premiamos a los mejores. De todos modos ¡qué lejos de un actor como Davel! Y fíjese, hoy en día, Davel no trabaja. Nadie lo llama.

Pregunté por qué. Me contestó:

—Dicen que está viejo. Que nunca tuvo más capital que su cara, que la ponía y listo. Que ya no sirve para galán.

—Este país no tiene arreglo.

—Hay un gran actor y nadie se da cuenta.

—Usted y yo nos damos cuenta.

—Y algunos otros. Para Quartucci, Davel es un milagro del teatro, uno de esos grandes actores que de tanto en tanto aparecen. Me dijo: «Si tengo un rato, voy a verlo cuando trabaja, porque lo hace con tanta naturalidad que usted queda convencido de que ser actor es lo más fácil del mundo».

—Ya somos tres los partidarios de Davel.

—Cuéntelo también a Caviglia. Una tarde había estado con Davel, charlando en el café. Al rato lo vio en escena, en Locos de verano. Creo recordar las palabras de Caviglia: «Me sorprendí pensando que Enrique iba a engañar a su prima». ¿Se da cuenta? Pensó que el hombre que tenía ante los ojos era Enrique, uno de los personajes de la comedia, no Davel. Dijo que nunca le sucedió algo parecido. Que él era un profesional, que si veía teatro estaba atento al oficio y que además conocía de memoria la pieza de Laferrère. Sin embargo, en aquel instante, la ilusión dramática lo dominó por completo. Pensaba que solo Davel era capaz de ejercerla tan eficazmente.

Después de esta charla con Grinberg pasaron cosas que por largo tiempo acapararon mi atención. A pesar de las mágicas palabras repetidas por los amigos libreros, «Tu novelita se vende bien», lo que sacaba del libro no me alcanzaba para nada. Busqué un empleo y cuando estaban por agotarse los ahorros que junté en el campo, lo encontré. Fueron años duros o por lo menos ingratos. Cuando llegaba a casa, tras el día en la oficina, no me hallaba con ánimo de escribir. Ocasionalmente me sobreponía y al cabo de un año de esporádicos esfuerzos que repetía todas las semanas, logré una segunda novela, más corta que la anterior. Entonces conocí un lado amargo de nuestra profesión: la ronda para ofrecer el manuscrito. Algunos editores parecían no recordar mi primera novela y oían con incredulidad lo que yo decía de su éxito. Quienes la recordaban, argumentaban que ésta era inferior y para dar por terminada la entrevista sacudían la cabeza y declaraban: «Hay que jorobarse. El segundo libro no camina».

Un día encontré a Grinberg en el café y bar La Academia. En seguida me acordé de Davel y le pedí noticias. Dijo:

—Es una historia triste. Primero vendió el coche; después, el departamento. Vive en la miseria. Otro actor, que está en situación parecida, me contó que hicieron una gira por el interior del país. Paraban, prácticamente, en la sala de espera de las estaciones y se alimentaban de café con leche y felipes. Ese actor me aseguró que las privaciones no afectaban el buen ánimo de Davel. Si trabajaba, estaba contento.

En la época de la dictadura las giras mermaron, para finalmente cesar. El país entero se detuvo, porque la gente si podía se retiraba, para que la olvidaran. El olvido parecía entonces el mejor refugio. Por su parte, Davel encontró el olvido sin buscar la seguridad. No tenía por qué buscarla, ya que nunca había actuado en política, ni siquiera en la política interna de la Sociedad de Actores. Como ayudarlo no retribuía el apoyo de un correligionario ni aseguraba la gratitud de un opositor, nadie le tendió una mano. Davel pasó buena parte de ese período sin trabajo.

Llegó después el día en que agradablemente sorprendido leí, no sé dónde, que Davel iba a tener el papel principal en Catón, famosa tragedia cuya reposición anunciaba el teatro Politeama, para la temporada próxima. Una noche de esa misma semana comenté con Grinberg la noticia.

—A veces lo inesperado ocurre —sentenció.

—A eso voy —dije—. Parece raro que en nuestro tiempo un empresario se acuerde de esa joya del repertorio clásico y es francamente increíble que tenga el acierto de llamar a Davel, para el papel de Catón.

—No todo el mérito le corresponde.

Pasó a explicarme que el empresario, un tal Romano, eligió la tragedia de Catón porque el autor, muerto doscientos años atrás, no reclamaría el pago de derechos.

—Siempre le queda el mérito de elegir a Davel —comenté.

—Su mujer, que antes fue amiga del actor, se lo recomendó. Mi cara habrá expresado alguna contrariedad, porque Grinberg preguntó qué me pasaba.

—Nada… Siento admiración, casi afecto por Davel y me gustaría que la historia de este golpe de suerte fuera totalmente limpia.

A pesar de la escasa estatura, de la profusión de tics nerviosos y de su aspecto de negligencia general y debilidad, Grinberg infunde respeto por el poder de la mente.

—Lo que a usted le gustaría importa poco —me aseguró—. Una mujer que intercede ante el marido por un viejo amante en desgracia, es noble y generosa.

—Admito que ella…

—Admita que todos. Davel, por no pedir nada y por merecer que una ex amante salga en su defensa cuando la pasión ha pasado. El empresario, por actuar como profesional serio. Le proponen un buen actor, lo toma y no se preocupa por situaciones de la vida privada. En la noche del estreno, el Politeama estaba casi repleto. Recuerdo claramente que al empezar la obra tuve unos minutos de expectativa, en que me dije: «Todavía esto puede ser el triunfo o el fracaso. Pronto sabré cuál». La verdad es que no hubo que esperar mucho. No digo que la pieza me pareciera mala. Sin negar que abunda en momentos de elevación épica, opiné que era menos una tragedia que un poema dramático, muy literario sin duda y bastante aburrido. Desde luego la situación del héroe provocaba ansiedad, pero el nudo argumental perdía fuerza cuando el autor, inopinadamente, intercalaba una historia de amor, tan increíble como boba. Es curioso, mientras reflexionaba: «Ya que Davel tuvo la suerte de conseguir trabajo, debió tener más suerte con la obra», miraba a Catón, quiero decir a Davel en el papel de Catón y hubiera dado cualquier cosa porque venciera a César y salvara a Útica. Sí, hasta por la suerte de la ciudad de Útica yo estaba ansioso, y en esos momentos llegué a desear el poder, que no tuvieron los dioses, de cambiar el pasado. En la cara de Davel (alguna vez la califiqué de trivial), una de esas caras que la vejez mejora, vi claramente expresada la nobleza del héroe dispuesto a morir por la libertad republicana. Cuando uno de los hijos de Catón —un actor nada convincente— dijo: «Nuestro padre combate por el honor, la virtud, la libertad y Roma», apenas reprimí las lágrimas.

A esta altura, es probable que el lector considere fuera de lugar mis reparos críticos. El éxito, la repercusión de la obra, aparentemente le dan la razón. Desde la tercera o cuarta noche el teatro estuvo lleno. Había que reservar localidades con una anticipación de quince o veinte días, algo insólito en el Buenos Aires de entonces. Otro hecho insólito: los espectadores unánimemente interpretaron las invectivas contra César, como invectivas contra nuestro dictador y el clamor por la libertad de Roma como clamor por nuestra libertad perdida. Estoy seguro de que llegaron a esa interpretación por el solo hecho de desearla. Si como alguien sostuvo, en cualquier libro el lector lee el libro que quiere leer, estas funciones del Politeama prueban que podemos decir lo mismo del público y de las obras de teatro. No supongan que al hablar del público me excluyo… De nuevo sentí lágrimas en los ojos cuando Catón dijo: «Ya no hay Roma. ¡Oh libertad! ¡Oh virtud! ¡Oh mi país!».

El éxito fue noche a noche más ruidoso y desordenado. En alguna ocasión me pregunté, por qué negarlo, si los tumultos del Politeama, aunque inspirados en las mejores intenciones, no perjudicarían nuestra causa. Bien podría el gobierno clausurar el teatro y, encima, sacar una ventaja política. En efecto, no parecía improbable que sectores moderados, tan contrarios a la dictadura como nosotros, apoyaran tácitamente la medida, por un ancestral temor a los desmanes.

Para muchos la identificación de Davel con Catón fue absoluta. En la calle, la gente solía decirle: «Adiós Catón». y, a veces, «¡Viva Catón!».

Quienes de un modo u otro estamos vinculados con el teatro, probablemente exageramos la influencia de las representaciones del Politeama en los acontecimientos ulteriores; pero la verdad es que también los conspiradores creyeron en esa influencia. Lo sé porque a mí me encargaron que hablara con Davel y lograra su adhesión a nuestra causa. Queríamos decir, en la hora del triunfo, que nuestro gran actor estuvo siempre con la revolución. Queríamos decirlo sin faltar a la verdad y sin exponernos a que nos desmintiera.

Lo cité en el café de Alsina y Bernardo de Irigoyen. Pensé que el tango tenía razón, que eran extraños los cambios que traían los años y que la cara de Davel ahora casi no recordaba a la de John Gilbert, lino más bien a la de Charles Laughton. Su expresión era de tristeza, de cansancio y también de resolución paciente y sin límites. De todos modos, cuando le dije que mi admiración por él empezó la noche que estrenaron El gran desfile, en el Smart, juraría que rejuveneció y que volvió a parecerse un poco a John Gilbert. Preguntó con insistencia:

—¿De veras encontró que estuve a la altura de mi papel?

—Competir con la película, de antemano parecía difícil. Sin la ayuda de las escenas que mostraba el cine, el público del Smart creía que usted estaba en el frente de batalla. Le digo más: usted nos llevó al frente.

Después de un rato me atreví a preguntarle si nos daba su adhesión.

—Es claro —contestó—. Yo estoy contra la tiranía. ¿No recuerda lo que digo en el segundo acto?

—¿En el segundo acto de Catón?

—¿Dónde va a ser? Oiga bien. Yo digo: «Hasta que lleguen tiempos mejores, hay que tener la espada fuera de la vaina y bien afilada, para recibir a César».

Primero la contestación me gustó. Interpreté lo que había en ella de fanfarronada, como una promesa de fidelidad y coraje. Después, por alguna razón que no entiendo, me sentí menos conforme. «De cualquier modo, la contestación es afirmativa», me dije. «Ya es algo».

El gobierno debió de tomar en serio las tumultuosas funciones del Politeama, porque una noche la policía llevó presos al empresario, al director, a los actores y cerró el teatro. A la mañana siguiente todos quedaron libres, salvo el empresario y Davel. Por último soltaron al empresario. Al actor, unos días después. Sospecho que no le perdonaban su papel de enemigo de la dictadura y que lo soltaron porque ellos mismos comprendieron que no era más que un actor.

En contra de mis previsiones, la clausura del Politeama perjudicó al gobierno. Tal vez la gente pensara que si el gobierno daba tanta importancia a una pieza de teatro, debía estar asustado y debilísimo.

Interpretamos esta conjetura como realidad y, desde entonces, conspiramos abiertamente. En casas particulares primero, luego en restaurantes, menudearon banquetes muy concurridos, a los que nunca faltaron los cabecillas del movimiento y donde los oradores reclamaban y prometían la revolución. En esas largas mesas tuvo siempre Davel un lugar de preferencia; no, desde luego, la cabecera, pero siempre el asiento a la derecha de algún personaje prestigioso.

Un día me llamó por teléfono una señora, que me dijo:

—No me conoce. Yo soy la señora de Romano. Luz Romano. Tengo que hablar personalmente con usted.

Por falta de imaginación, o porque dejo que me lleve la costumbre, la cité en el café de Alsina y Bernardo de Irigoyen.

Era una mujer muy atractiva, no demasiado joven, alta, serena, de pelo negro, tez blanca y hermosos ojos, que lo miraban a uno de frente. Me dijo:

—Lo están usando a Davel. Que los políticos lo hagan, no me extraña. Son naturalmente inescrupulosos. Pero usted es un escritor.

—Eso ¿qué tiene que ver?

—No solamente lo están usando: lo están exponiendo.

—Davel se expuso desde el momento del estreno de Catón —le repliqué sin faltar a la verdad.

—De acuerdo. Por culpa mía.

—No digo eso.

—No lo dice, pero es cierto. Sin embargo hay una diferencia. Yo lo mandé llamar para que trabajara en el teatro. Usted lo buscó para usarlo en política. Un destino que Davel no eligió.

—Pero que no le parece impropio. Se ha identificado con su personaje. Quiere combatir la dictadura.

—Esa convicción, en él, no es igual a la suya, ni a la de un político, ni se formó del mismo modo. Davel sigue actuando.

Para defenderme, dije:

—Todos actuamos.

—Sí, pero ahora usted habla de mala fe. ¿Sabe lo que hacen?

—Invitamos a un ciudadano a participar en nuestra lucha.

—Diga más bien que mandan a un inocente a que lo maten.

—Exagera y es muy dura conmigo.

—Usted es duro con Davel.

Hasta que Luz me habló, esas verdades, que siempre supe, no me preocuparon. Después, la conciencia de obrar indebidamente me sumió en la desazón. No hubo, por suerte, motivos de mayores remordimientos, porque la revolución triunfó, sin que nada ocurriera a Davel.

No lo olvidamos. En todos los actos celebratorios tuvo un sitio de honor. Le ofrecí, por indicación de las nuevas autoridades, cargos en la Dirección de Cultura y en otras reparticiones. No los aceptó. Dijo que solo quería trabajar en el teatro. Directores de teatros oficiales me prometieron la mejor voluntad para dar satisfacción a ese deseo.

Una noche encontré a Davel en la comida del Círculo de la Prensa. Como dos veteranos de una misma campaña, recordamos hechos de la época de la dictadura. En algún momento dije:

—Parece increíble que pasara todo eso. También parece increíble que haya concluido. Fue una pesadilla. —Después de una pausa, agregué—: El país está en deuda con usted por lo que hizo.

—Cada cual cumplió su parte.

—Probablemente, pero no hubo foco de agitación como el teatro Politeama. Sé muy bien cuánto le debemos.

—¿Qué más puede pedir un actor que la aprobación del público? El teatro se venía abajo con aplausos. Nunca voy a olvidarlo.

La conversación continuó por carriles paralelos. Davel me hablaba de su trabajo de actor y yo, de su trabajo por la causa. Finalmente confesó:

—Cuando convenimos en que esa época fue horrible, siento la tentación de agregar: «No para mí». Fíjese: yo tenía un papel que me daba toda clase de satisfacciones, en una obra que me gustaba y que alcanzó gran éxito. No se lo diga a nadie: para mí esa época terrible fue maravillosa.

—Es claro —dije pausadamente, para que mis palabras llegaran a su conciencia— ¿qué más puede uno pedir? Trabajar con éxito, por una causa noble.

En tono de asentimiento respondió:

—Sí. Tuve éxito en mi trabajo, que es lo principal.

Ya estaba por abandonar la partida, cuando en un acceso de irritación me pregunté: «¿Por qué no logro que esta cabeza dura me entienda?».

—De acuerdo —dije—. Entretener al público está bien, pero… ¿No pretenderá que nada es más importante que el teatro?

—Si no creyera eso no sería buen actor.

—Entonces ¿cree porque le conviene?

—Por convicción, más bien.

—Qué soberbia.

—El mundo no funciona como es debido si cada cual no cree en la importancia de lo que hace.

—Por ese lado podemos entendernos.

—No quiero que se llame a engaño. El teatro es para mí lo más importante. ¿Se acuerda de lo que dice Hamlet? Yo sí, porque hice un Hamlet. —Se calló por un instante y cuando volvió a hablar, sin levantar la voz dijo—: «Mi buen amigo, has de atender bien a los actores, porque son el compendio y la breve crónica de los tiempos».

Su talento histriónico era tan extraordinario que en ese momento me pareció que Davel hablaba desde un escenario y que yo estaba en la platea.

Nunca asistí a tantas comidas como en aquel tiempo. En una, organizada en beneficio de la Casa del Teatro, me tocaron de compañeros de mesa el gordo Barilari, tesorero del partido, «un electoralista impenitente», según su propia confesión, y un muchachito flaco y nervioso, que resultó ser Walter Pérez. En los años de conspiración, el nombre de este último aparecía con frecuencia, por lo general precedido o seguido de la palabra activista. Vinculo también con él, no sé porqué, la expresión Fuerza de choque. Barilari describió a Walter como «el más intolerante de los partidarios de la libertad». Confieso que al gordo y a mí nos hizo reír a lo largo de toda la comida, con relatos de los encontronazos de su grupo con muchachos de otros partidos. Ahora esos relatos me parecen menos graciosos.

En el extremo opuesto de la mesa, conversaban Luz Romano y Davel. De buena gana me hubiera sentado junto a ellos. Esa noche estaba Luz particularmente atractiva. Cuando nos levantamos, se me acercó y murmuró:

—Felicitaciones por el amiguito.

—¿Por quién lo dice?

—Por quién va a ser. Por Walter.

—Un elemento útil —argumenté, repitiendo la expresión de correligionarios— que siente la causa de la libertad.

—La siente demasiado. Cree en las ideas y no le importa la gente.

—Un filósofo, entonces.

—Un fanático.

—El partido lucha por ideas sensatas. Mejor dividendo nos daría apelar a la envidia y al rencor.

—¿Admite que Walter está fuera de lugar entre ustedes?

—Solo trato de decir que todo partido requiere a veces una gota de dogmatismo y aun de extremismo. Mozos como Pérez, en más de una oportunidad, son útiles.

Cuando Romano se acercó, Luz lo tomó del brazo y como quien arremete se fue con él. Esa actitud me provocó cierta confusión.

En cuanto a Davel, pasó de nuevo años sin trabajo, en la miseria. Como ya dije, en los teatros oficiales recibieron con la mejor voluntad mis recomendaciones, pero por una razón u otra no le contrataron.

Tampoco se acordaron de él los empresarios de los demás teatros. Nosotros, por fortuna, le dimos prueba de gratitud. Fue nuestro invitado de honor en infinidad de ceremonias oficiales y en no pocos banquetes. Desde luego, al verlo siempre con ese traje apenas decoroso y muy viejo, sentíamos una mezcla de fastidio y culpa.

Como en la vida todo se repite, un día tuve la buena noticia de que Romano había contratado a Davel, para reponer Catón. En esta ocasión el teatro sería el Apolo.

Al poco tiempo, una tarde, cuando salía de mi despacho, llamó el teléfono. Reconocí la voz de Luz Romano, a pesar de que me llegaba en susurros. Entendí: teníamos que vernos para que me pidiera algo. La comunicación se cortó. Mi reacción fue contradictoria: sentía ganas de verla, curiosidad, y temor de pedidos molestos. Llamó después, en diversas oportunidades. Mi secretaria invariablemente alegó que yo estaba ausente o en reunión. Esas breves pero numerosas conversaciones las llevaron a una suerte de amistad y por último Luz explicó para qué llamaba.

Cuando la secretaria me dio el mensaje, atiné a murmurar: «¡Las cosas que se le ocurren a una mujer!». En efecto, Luz Romano pedía que nuestro gobierno prohibiera la reposición de Catón. Ni más ni menos.

Supuse que por distraído e ingenuo Davel habría herido susceptibilidades y cambiado en odio el afecto que siempre le tuvo Luz.

Tras la reposición de Catón, los hechos probaron que el pedido de la mujer no estaba desprovisto de fundamento. Noche a noche el público se mostraba más entusiasta y amenazador. Confieso que al principio nos costó entender que aplaudía contra nosotros. Parecía imposible que se valieran de esa tragedia para atacar a un gobierno cuyo mérito principal era el restablecimiento de libertades.

En una reunión en casa de amigos comunes, Luz me dio la explicación. La gente que aplaudía en el Apolo eran funcionarios y partidarios de la dictadura. Reclamaban su libertad perdida.

—Ellos también tendrán un Walter Pérez —dijo.

—¿Cómo un Walter Pérez? —pregunté.

—No se haga el que no entiende.

—No entiendo.

—Es bastante claro. Si ustedes mandaron a Walter como bastonero de los revoltosos del primer Catón…

—Lo del Politeama fue espontáneo —protesté.

—Con Walter al frente. Esté seguro de que los de ahora contarán con un energúmeno como ése.

—No me parece justo poner en el mismo plano a un joven defensor de la libertad y a un secuaz de la dictadura.

—Habla como un político hecho y derecho; pero, convenga conmigo ¿de qué le vale a Walter Pérez una causa noble si es un matón? Sin decirle que hablaba como una maestrita, le contesté, dirigiéndome también a los demás:

—A mí me duele que un actor con el que tuvimos tantas atenciones, ahora se preste a que lo usen contra nosotros.

—Una traición —exclamó alguien.

—No iría tan lejos —puntualicé—. Yo digo, simplemente, que veo su proceder con cierta amargura.

A la semana, o poco más, en la mitad de la noche, me despertó el teléfono. Una voz de mujer preguntó:

—¿Ahora está contento?

Lo que estaba era dormido, así que me costaba entender. Repetí la pregunta como un idiota:

—¿Quién es?

Una pregunta inútil, porque había adivinado quién llamaba.

—Dígame si está contento —insistió, para agregar después de un silencio—: ¿O no se enteró?

—No sé de qué me habla. Luz dijo:

—Entonces más vale que espere.

—Que espere ¿qué?

—Lo va a saber mañana.

Cortó. Estuve por llamarla, pero desistí. Sabía lo que había sucedido, aunque murmuré varias veces: «No puede ser».

Al otro día supe todo. Es curioso: estaba preparado para la noticia, pero me sentí desorientado. Tan desorientado como a la noche, cuando la adiviné, y muy triste. Como si hubiera muerto un viejo amigo, en previsión, tal vez, de una nota o de un discurso, me dije que esa muerte marcaba el término de la época más brillante del teatro argentino.

A la información de los diarios, bastante amplia, la completaron mis amigos del ministerio del Interior. El hecho ocurrió hacia el fin del último acto de la función de la noche. Después de clavarse la espada, Catón, moribundo, se preocupa de la suerte de los que participaron con él en la resistencia contra César, escucha sus planes de fuga, los aprueba, se despide y muere. En ese momento sonó un disparo. Hubo un gran revuelo en la sala. Algunos señalaron un palco. De otro palco alguien salió precipitadamente. Primero nadie sabía qué había pasado. Todos, al rato, supieron que Davel había muerto de un balazo, probablemente disparado desde un palco balcón. La policía encontró allá a Walter Pérez, con dos de sus hombres. Ninguno tenía armas. Por su parte el que huyó del otro palco logró desaparecer.

Me pidieron que hablara en la Chacarita. Me negué porque estaba conmovido y porque entendí que debía hacerlo alguien más conocedor del teatro y del alma de los actores. Romano, en su discurso, dijo que el mejor final para un actor era morir en escena, en el momento de la muerte de su personaje. Habló también un representante del gobierno. Grinberg, que apareció de no sé dónde y me sobresaltó al tocarme de un brazo, comentó en un murmullo:

—Es tarde para mostrar respeto.

*FIN*


“Catón”.
Una muñeca rusa, 1991


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