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Cena en Elsinore

[Cuento - Texto completo.]

Isak Dinesen

En una calle de Elsinore, cerca del puerto, se conserva una casa gris y majestuosa construida en los primeros años del siglo XVIII. El edificio mira reticente a las construcciones modernas que se han levantado a su alrededor.

Durante muchos años funcionó como unidad viva. Cuando la puerta principal se abría, la puerta que daba a los pasillos de arriba se abría también por simpatía y afinidad. Cuando alguien pisaba un determinado peldaño de la escalera, una tabla del piso superior contestaba con un débil eco.

Había sido de la familia De Coninck durante largos años, pero después de la bancarrota del Estado en 1813 y los acontecimientos trágicos que se sucedieron dentro de la propia familia, optaron por abandonar aquella residencia señorial y trasladarse a su casa de Copenhague.

Una anciana, tocada siempre con un blanco casquete, cuidaba de la casa, ayudada por un criado.

Las dos hijas de la casa no se habían casado nunca, ya eran demasiado entradas en años para ello. El hijo murió.

«En el verano, hace años —recordaba madam Bak— los domingos por la tarde, cuando el señor y la señora De Coninck comprobaban que hacía temperatura agradable, acostumbraban a dirigirse con sus tres hijos, en un lando, a la casa de campo de la abuela. Según era costumbre, comían a las tres de la tarde, en el campo, sobre la verde pradera y bajo un gran olmo que ya en junio esparcía sobre la hierba sus semillas pequeñas, redondas y de color pardo. La comida solía ser pato con guisantes verdes y fresas con crema. El pequeño corría de un lado para otro vestido con sus pantalones de nankín, dando de comer al atardecer a los perros de su abuela. Las hermanas acostumbraban a encerrar en jaulas los pajarillos que les regalaban sus admiradores…».

La anciana madam Bak era incansable cuando hablaba y contaba historietas y anécdotas de los señores de la casa. Cuando alguien le preguntaba si las dos hermanas eran aficionadas a tocar el arpa, madam Bak se encogía de hombros, como queriendo significar la imposibilidad de dar una relación exacta y completa de las múltiples y variadas perfecciones y de los muchos conocimientos de las dos jóvenes.

En cuanto a sus admiradores y a proposiciones matrimoniales que les habían sido hechas, era un tema en el que cuando la buena de madam Bak entraba no sabía cómo salir de él.

La anciana madam Bak estuvo casada un breve espacio de tiempo con un marino, y cuando éste pereció en un naufragio volvió a entrar al servicio de la familia De Coninck. Consideraba como una lástima que ninguna de aquellas amables señoritas se hubiera casado. No podía olvidarlo nunca. Para con las gentes que le preguntaban, mantenía la teoría de que no habían logrado encontrar un hombre digno de ellas, a excepción de su hermano. Pero sabía muy bien que su doctrina no era creída por nadie. Si las dos hermanas hubieran sentido preocupación o disgusto por ello, habrían combatido las opiniones del vulgo, tan diferentes de las que mantenía madam Bak. Pero ya era demasiado tarde.

Madam Bak tenía diecisiete años más que la mayor de las hermanas, Fernanda, a la que llamaban Fanny, y dieciocho años más que la joven Elisa, que nació precisamente el mismo día de la caída de la Bastilla. La anciana señora había estado al servicio de la familia De Coninck durante la mayor parte de su vida.

Como era demasiado tarde para pensar en matrimonios ni en sucesión, madam Bak sentía vivamente y con toda su alma y su cuerpo el fatal destino que pendía sobre la familia, atadas las hermanas al hermano, imposible toda relación con otros seres humanos.

Cuando eran jóvenes ningún acontecimiento en la vida social de Elsinore hubiera tenido éxito sin la presencia de las amables hermanas Coninck. Ellas constituían el corazón y el alma de todas las alegrías y fiestas de la ciudad.

Si entraban en los salones de baile, los techos de las casas de los antiguos comerciantes parecían elevarse, y las paredes esparcían por todos los rincones la luz de las columnas jónicas.

Cuando una de ellas abría el baile, ligera como un pájaro y atrevida como un pensamiento, comenzaba por consagrar la fiesta a los dioses de la verdadera alegría, de cuya presencia se apartan las preocupaciones y la codicia.

Sabían cantar dúos como una pareja de ruiseñores, y también imitar sin esfuerzo y sin la más leve malicia las voces de todo el beau monde de Elsinore, así como hacer pantomimas de las actitudes de los amigos de su padre que se movían con risa alrededor de las mesas de juego.

Nunca pudieron entender una charada o un juego de prendas, y cuando terminaban sus lecciones de música, o regresaban del paseo, se mostraban encantadas de las cosas que habían visto o imaginaban, llenas de fantasía y de ilusiones propias de la edad. Dentro de sus habitaciones paseaban de un lado a otro recorriendo las amplias estancias en todas las direcciones, llorando y asomándose a las ventanas mirando al puerto, retorciendo sus manos entre sus faldas, o echándose en la cama por la noche para llorar amargamente, sin motivo alguno.

Otras veces hablaban de la vida con una amargura horrible, mayor que la de Timon de Assens, dando a madam Bak una sensación de misterio, como de atmósfera fantasmal.

Su madre se habría asustado si hubiera estado presente, y hubiese sospechado que había por medio algún asunto amoroso.

Su padre sí que las habría comprendido y se hubiera afligido por ellas, pero estaba muy ocupado con sus asuntos y nunca le sobraba tiempo para visitar las habitaciones de sus hijas.

Solamente aquella sirvienta anciana, cuyo temperamento se diferenciaba totalmente del de las dos muchachas, y de sus padres, estaba en condiciones de comprenderlas totalmente, y de guardar el secreto en su corazón, como ellas mismas, con una mezcla de orgullo y desesperación.

Las muchachas gritaban desconsoladas, dirigiéndose a madam Bak:

—Pero ¿es posible que haya tanta mentira y tanta falsedad en este mundo traidor? ¿Es posible que Dios aguante y soporte a tanta gente malvada e indigna de vivir entre los demás seres?

Madam Bak solía contestar, tratando de calmarlas:

—Está bien. Pero ¿a nosotros qué nos importa? Peor sería si fuera verdad todo lo que dicen, si todos esos infundios que pregonan a los cuatro vientos fueran propalados con razón.

Las muchachas, tras estas palabras consoladoras de madam Bak, se levantaban, secaban sus lágrimas, se probaban sus sombreros nuevos ante el espejo, planeaban sus excursiones en trineo o sus fiestas teatrales, emocionaban y alegraban los corazones de sus amigas, y olvidaban de nuevo todas las congojas y tristezas en que habían estado sumidas.

Eran incapaces de mantenerse en el justo medio. Desbordaban con la misma facilidad los límites de la alegría y del buen humor, que los tenebrosos de la desesperación y la melancolía. Eran de carácter extraño, capaz de hacer felices a los demás cuando ellas eran irremediablemente desgraciadas. Criaturas de la travesura, del encanto y de las lágrimas. Seres de la alegría y de la soledad perdurables.

La anciana madam Bak no podía decir si habían estado alguna vez enamoradas. Usualmente la desesperaban con su escepticismo inflexible, lo mismo que llegaban a desesperar y aburrir a cualquier hombre que se enamoraba de alguna de ellas. De esto sabía mucho más que nadie la anciana madam Bak. Conocía a los antiguos pretendientes de Elsinore que se habían tornado pálidos y tristes, que habían decidido salir de la ciudad o se habían convertido en viejos solterones por amor de aquellas dos mujeres.

También pensaba que posiblemente ellas no habrían estado nunca plenamente convencidas del amor de ningún hombre, cosa que hubiera significado la salvación de aquellas jóvenes holandesas. Se mantenían en relación extraña respecto del mundo, como si fueran solo imágenes reflejadas en un espejo, mientras en el fondo y en la sombra, como espectadoras, permaneciese la verdadera mujer.

Hubiera seguido con atención los movimientos del amante que cortejaba su imagen, riéndose ante la imposibilidad de la materialización del amor, porque su corazón se endurecía cada vez más. ¿Hubiera sido mejor que el hombre rompiera el espejo, y con él la hermosa criatura, volviéndose luego a mirarla a ella de carne y hueso?

¡Oh! Sabía de sobra que éstas eran cuestiones absurdas. Quizá las hermanas sentían un raro placer en la admiración y en la adoración rendida a sus imágenes en el espejo. Sin él, tal vez ellas no sabrían vivir.

Debido a este modo de ser tan especial, estaban indiscutiblemente predestinadas a ser viejas solteronas. Ahora que lo eran, de cincuenta y dos y cincuenta y tres años, respectivamente, parecían haber llegado a mejor término en la independencia de la vida, y parecían tener mejor disposición de ánimo, más conformidad, resignadas ante una circunstancia que pronto llegaría a su fin.

No las preocupaba en lo más mínimo el pensamiento de que por ley natural habrían de desaparecer de este mundo sin dejar descendencia alguna. Por el contrario, sentían cierta satisfacción ante la idea de que desaparecerían airosa y graciosamente como nubes.

Eran criaturas extrañas, con modo de pensar y enjuiciar el mundo y sus leyes absurda y singularmente. Tenían el corazón inundado de ideas y sentimientos sublimes e irrealizables, impropios y ajenos al común sentir y pensar de la generalidad de los mortales.

Creían que no llegarían a pudrirse como se pudrirían la mayoría de sus amistades. Fundamentaban su aserto en que estaban ya, elegantes y distinguidas momias espirituales, conservadas con mirra y hierbas aromáticas.

Cuando estaban de buen ánimo su trato era cordial, particularmente en sus relaciones con sus amistades más jóvenes, los hijos de sus amigas, por ejemplo. Entonces exhalaban un olor de santidad, un perfume denso y penetrante.

Gustaban de pasar muchos ratos de ocio con los hijos pequeños de sus amigas y les prodigaban generosidad y cariño en los momentos en que su melancolía y escepticismo dejaban paso a la alegría y al buen carácter. Los pequeños recordarán estos gratos momentos toda la vida.

La melancolía tradicional de la familia se había manifestado de una manera muy diferente en Morten, el hijo, y en él había volcado madam Bak todas sus ilusiones. El pequeño era un encanto y en él tenía depositadas todas sus esperanzas. Nunca perdió la paciencia con él, como le ocurrió frecuentemente con sus hermanas, debido también a que era varón y ella hembra y, sobre todo, por razón del auténtico misterio que le rodeaba siempre.

Realmente había sido en Elsinore, como otro joven caballerete de alcurnia lo fuera antes que él, admirado y observado por todos, espejo de la moda y molde de las buenas maneras. Muchas fueron las muchachas de la ciudad que permanecieron solteras esperándole o se habían casado más tarde con un hombre en algo parecido a él.

Morten De Coninck había sido más hábil en todo que sus hermanas. No tenía necesidad de esforzarse. Cuando entraba en un salón, inmediatamente se hacía dueño y centro de todas las miradas y atenciones, por su manera de ser tranquila y sosegada.

Tenía toda la belleza y elegancia de las mujeres de su familia, aunque no había sido agraciado con belleza en las facciones. La nariz y la boca parecían haber sido cortadas por una mano tosca. Sin embargo, tenía una frente noble y serena.

Las personas que hablaban con él levantaban los ojos para contemplar aquella frente ancha y limpia, como si hubiera allí el brillo y el resplandor de la diadema de un joven emperador o el halo de un santo.

Morten De Coninck miraba como si no conociera la noción del delito ni del miedo, y es probable que no los conociera.

Durante tres años desempeñó el papel de héroe indiscutible de Elsinore.

En la época de las guerras napoleónicas, cuando el mundo temblaba en sus cimientos, Dinamarca intentó permanecer libre y seguir su propio destino, pero estos deseos le costaron caros.

Copenhague fue bombardeada e incendiada. Aquella noche de septiembre, de triste recuerdo, cuando el cielo de la ciudad se enrojeció por las llamas, las grandes campanas de Frue Kirke, como guiadas por el fuego, entonaron el himno de Lutero —Ein fester Burg ist unser Gott— momentos antes que la torre se viniese abajo convertida en ruinas. Para salvar la capital, el gobierno se vio en la apremiante necesidad de rendir la flota. Las altivas fragatas británicas condujeron los barcos de guerra daneses hacia el sur. Barcos que eran la niña de sus ojos, sarta de perlas, cisnes cautivos.

Los puertos vacíos clamaban al cielo y la vergüenza y el odio anidaba en todos los corazones.

En el transcurso de las luchas y los acontecimientos que tuvieron lugar en los años siguientes, 1807 y 1808, nació la flotilla de los corsarios, como nace la vida de las ruinas.

Pletóricos de patriotismo, sedientos de venganza y con la esperanza de ganar, los corsarios salieron de todas las costas y pequeñas islas de Dinamarca, dirigidos por caballeros, barqueros y pescadores, idealistas todos y tan aventureros como galantes.

El que obtenía una patente de corso hacía causa común con el país ensangrentado; tenía plenos derechos para herir o molestar al enemigo en todo momento u oportunidad, y podía regresar de la contienda convertido en un hombre rico.

El corsario mantenía una relación curiosa con el Estado: era una especie de contubernio amoroso-marítimo reconocido, un matrimonio irregular llevado adelante con una dedicación apasionada por ambas partes.

Si la novia no usaba la charretera ni el metal brillante y santificador de una unión legítima, al menos tenía el beso roto y ardiente de la corona de Dinamarca en sus labios, y la libertad de la concubina para complacer a su señor con caprichos salvajes, cosa que la reina no tenía ni podía soñar.

La propia marina real, tal como había quedado en aquellos barcos que fueron sacados de Copenhague aquella semana fatal de septiembre, tomó relación amistosa con la flotilla corsaria, y vivía con ellos en términos tan íntimos y sinceros como probablemente viviría Raquel con su sierva Bilhah. Eran tiempos grandes, para hombres grandes y arrojados.

De nuevo se oían sonar los cañones en los estrechos de Dinamarca, donde menos se esperaba, pues los corsarios muy raras veces iban juntos. Cada embarcación actuaba por su cuenta, totalmente independiente y separada de las demás.

Se realizaron hechos heroicos e increíbles. Grandes barcos del enemigo fueron apresados y llevados a puerto por las pequeñas naves. Entre gritos enloquecedores de alegría, eran recibidos por la población con los aparejos colgando como harapos. Alrededor de ellos se entonaban frenéticas canciones. La alegría era desbordante entre los patriotas.

Tal vez no haya habido otros héroes que atrajeran más hondamente la imaginación del pueblo, y en especial de los muchachos de la nación, que aquellos corsarios intrépidos, llenos de coraje y ardor patriótico.

Las embarcaciones eran pequeñas, pero cuando se trató de equipar barcos de mayor calado, pronto se vio que esta clase de navios no iba con el negocio de la piratería.

Los barcos con tripulación de veinticinco hombres, de seis a diez cañones montados en cureñas giratorias, rápidos y manejables en los casos de emergencia, eran los mejores para llevar a cabo aquellas hazañas.

Un papel muy importante jugaba la habilidad y destreza náutica del capitán, y sus conocimientos y experiencia de los mares, junto a la valentía y arrojo personal de la tripulación, su capacidad y aptitud para el manejo de los cañones en el mar, y en los abordajes el ánimo para utilizar las armas de mano. Había ocasiones de conquistar honores, y no solo honores, sino también oro y venganza contra el enemigo.

Cuando estos lobos de mar regresaban cubiertos de nieve, con los aparejos y cordaje de sus barcos blancos como si hubieran sido pintados con tiza en alta mar, habían dejado tras de sí horas inolvidables de gloria y de honor, y delante tenían siempre grandes estímulos y alientos. En las pequeñas ciudades portuarias a las que arribaban, causaban siempre orgullosa alegría y atraían al numeroso público deseoso de conocer y aplaudir sus hazañas.

Llegaba entonces el momento de juzgar y calcular el botín, y el momento también de vender las mercancías, a veces cargamento de gran valor. El gobierno tomaba su parte proporcional, y luego la tripulación del barco, desde el capitán hasta el grumete, pasando por el condestable o cabo de cañón y el piloto, recibían la suya. Un grumete que quizá hubiera entrado en el barco sin más que una camisa, unos pantalones y un cinturón, solía regresar con toda esta indumentaria hecha harapos y ensangrentada, pero también con su repertorio de peligros y aventuras en alta mar que contar a sus amigos, y quinientas riksdaler que sonarían en su bolsillo alborozadamente quince días más tarde, cuando se hubiera verificado la venta del botín.

Los judíos de Copenhague y Hamburgo, cada uno con tres altos sombreros sobre la cabeza, uno sobre otro, aparecían rápidamente en los lugares de venta para representar un importante papel en ella, para adelantar dinero a cuenta a los impacientes.

Eran escenas interesantísimas en las que desplegaba a placer la habilidad de los grandes negociantes en las monedas.

Pronto surgieron, como nuevos cometas, nombres de héroes y sus embarcaciones sobre cuya fama se creaban los mitos a diario.

En las bocas de los patriotas daneses estaba el nombre de Jens Lind, del Cort Adeler, a quien dieron en llamar Lind el Aterciopelado, debido a su elegancia y buen porte, que cuando hubo terminado el importe de su parte en el botín descendió súbita e inesperadamente a la miseria. Allí estaba también el capitán Raaber, de El vengador; que tenía algo de poeta; los hermanos Wulffsen, de The Mackerel y del Madame Clark, que eran hombres distinguidos de Copenhague; en labios de los patriotas daneses estaba también Christen Kock, del Eolo, cuya tripulación, hombre por hombre, resultó muerta o herida en lucha con una fragata británica cerca de Lesso; y allí estaba también el joven Morten De Coninck, del Fortuna II.

Cuando Morten acudió por primera vez a su padre y le pidió que equipara un barco corsario para él, el corazón del anciano señor De Coninck latió con alegría, impresionado con la idea.

Había en Copenhague muchos y respetables armadores, algunos mayores que él, que en aquellos días tenían en el mar sus corsarios, y el señor De Coninck, que no cedía ante nadie por su patriotismo, sufría graves pérdidas a manos de los británicos. Se resistía a la idea de un posible ataque a barcos mercantes ajenos. El solo pensamiento de que esta idea pudiera convertirse en realidad repugnaba profundamente a su conciencia.

Morten tuvo que acudir en busca de apoyo al primo de su padre, Fernando De Coninck, un anciano y rico solterón de Elsinore, cuya madre era francesa y sentía un partidismo entusiasta por el emperador Napoleón.

Las hermanas de Morten le ayudaron a llegar hasta su tío Fernando, y en noviembre de 1807 el joven se hizo a la mar en barco propio.

El tío nunca lamentó su generosidad. Todo aquello le hizo rejuvenecer veinte años, y al final poseyó una colección de recuerdos de los barcos del enemigo que le proporcionaron gran placer.

El Fortuna II de Elsinore, con su tripulación de doce hombres y cuatro cañones sobre cureña giratoria, recibió la patente de corso el día 2 de noviembre. ¿No fue esta fecha, y las de las hazañas que la siguieron, escrita en el corazón de madam Bak como el nombre de Calais en el de la reina María?

Ya el día 4, el Fortuna II sorprendió a un bergantín inglés cerca de Hveen. Un buque de guerra de la misma nacionalidad se acercaba a toda máquina hacia el bergantín y disparó sobre el corsario, pero la tripulación de éste supo cortar oportunamente las amarras del barco apresado y conducirlo a lugar seguro bajo los cañones de Kronborg.

El día 20 de noviembre el barco tuvo un día memorable. Desde un convoy dejó aislado y sin comunicación al bergantín inglés The William y al velero Júpiter, que llevaba un cargamento de cacharros y objetos diversos de barro, vino, licores espirituosos, café, azúcar y géneros de seda. Todo el cargamento fue descargado en Elsinore, y ambos barcos conducidos a Copenhague, donde fueron desguazados.

Doscientos judíos llegaron a Elsinore para licitar en la subasta del cargamento del Júpiter, el 13 de diciembre. El mismo Morten compró una pieza de blanco brocado que se decía haber sido hecho en la China y enviado desde Inglaterra para el vestido de boda de la hermana del zar. En esta época Morten tenía dada palabra de casamiento, y todo Elsinore reía ante él cuando caminaba con el paquete bajo el brazo.

En muchas ocasiones fue perseguido muy de cerca por buques de guerra del enemigo. Una de ellas, el 27 de mayo, huyendo de una fragata inglesa, se acercó a tierra cerca de Aarhus y logró escapar del temible enemigo arrojando su lastre de hierro al mar y navegando al amparo de las baterías danesas. Los ciudadanos de Aarhus suministraron al ilustre joven pirata nuevo lastre de hierro, libre de carga. Se decía que las modistillas le llevaban sus planchas y las besaban para darle suerte.

El 15 de enero el Fortuna capturó, ayudado por el corsario Tres amigos, a seis barcos enemigos. Cuando iban acercándose a Copenhague para hacer entrega de ellos uno de los barcos apresados logró escapar. Era un gran bergantín británico con cargamento valorado en cien mil riksdaler, al que en la mañana del mismo día habían separado los corsarios de un convoy inglés. A la vista del accidente lanzaron inmediatamente seis lanchas para recuperar el bergantín.

Los corsarios, por su parte, no estaban dispuestos a ceder su presa y se dispusieron a disparar contra los británicos obligándoles a retirarse, cediendo en su empeño de recap turar el bergantín. Pero de todos modos el buque se perdería irremisiblemente. El capitán, a la vista de los barcos enemigos y la superioridad manifiesta de ellos, incendió el bergantín.

El fuego se extendió tan rápidamente que el barco no pudo ser salvado, y durante toda la noche la gente de Copenhague contempló el espectáculo del incendio. Una nube inmensa de humo y de fuego se extendió al norte de la ciudad.

De todos modos la hazaña fue comentada y ponderada entre los habitantes de Copenhague. Todos, sin excepción, aplaudieron el valor y el heroísmo indiscutible de Morten, y cada día su nombre era repetido con más calor y patriotismo. Las hazañas y las proezas de este hombre se repetían sin interrupción. La hazaña de aquel día llegó muy hondo al corazón de todos los buenos ciudadanos daneses, y el nombre de Morten fue repetido sin reservas con verdadero orgullo.

Los cinco barcos capturados fueron llevados a Copenhague.

Fue en el verano del mismo año cuando el Fortuna II sostuvo una lucha a vida o muerte cerca de Elsinore. Se había convertido en una espina clavada en la carne de los británicos. Éstos, aprovechando la oscuridad de una noche del mes de agosto, lanzaron un ataque con los buques de guerra anclados en las costas de Suecia para practicar su captura. Fueron enviadas dos grandes lanchas.

La dotación del corsario se había retirado y estaban solo Morten y su ayudante en cubierta cuando las lanchas tripuladas por treinta y cinco marineros tocaron al Fortuna II por todos los costados, plantando los botavantes en los tablazones.

Hicieron fuego desde las mismas lanchas, mientras a bordo del corsario no había ni tiempo ni lugar para hacer disparar a los cañones. El enemigo penetró en cubierta por todos los costados. Los marineros atacantes estaban ya cortando la cadena de amarras y descolgando el figurón de proa. Pero esto no duró mucho tiempo.

Los hombres del Fortuna II iniciaron una lucha desesperada, y en veinte minutos la cubierta quedó despejada. El enemigo saltó como pudo a sus lanchas y comenzó la retirada. Entonces comenzaron a funcionar los cañones. Después de la retirada de los ingleses se hicieron tres disparos. Dejaron sobre la cubierta del Fortuna II doce hombres entre muertos y heridos.

En Elsinore la gente había oído el fuego de mosquetería de las lanchas sin recibir respuesta alguna desde el Fortuna II. Un gran gentío se aglomeró junto al puerto a lo largo de las murallas y baluartes de Kronborg, pero la noche estaba muy oscura, y aunque el firmamento se estaba tiñendo de rojo en el este, nadie pudo ver lo que estaba aconteciendo.

Luego, justamente cuando las primeras luces de la mañana desplazaban a la oscuridad, sonaron tres disparos de cañón, uno tras otro. Los muchachos de Elsinore decían que veían correr humo blanco por las olas oscuras.

Por fin, media hora más tarde, el Fortuna II llegó a Elsinore. Su color era negro bajo el firmamento que empezaba a clarear por el este. Su aparejo y cordaje estaba cortado y estropeado. Gradualmente las muchas personas que esperaban ansiosas en el puerto fueron distinguiendo pequeñas figuras oscuras a bordo, y un color rojo vivo sobre cubierta.

Se decía que no había a bordo ningún espadón o cuchillo que no estuviera rojo, y que toda la jareta desde popa hasta las principales cadenas había sido rociada con sangre.

Tampoco había un solo hombre a bordo que no hubiera sido herido, aunque solamente uno lo estaba de gravedad.

Era éste un negro de las Indias Occidentales, indígena de las colonias de Dinamarca, «negro en la piel pero danés en el corazón», según titulaban la noticia los periódicos de Elsinore al día siguiente.

El mismo Morten, manchado de pólvora y con un ojo vendado, blanco ante la luz de la mañana, pero aún fiero y fogoso por la pelea, levantaba ambos brazos en alto ante las aclamaciones y vítores entusiastas y patrióticos con que fue recibido por la multitud apiñada en el puerto.

En el otoño de aquel mismo año fue prohibida súbitamente la actividad de los corsarios. El gobierno razonaba esta prohibición alegando que aquel estado de cosas atraía las fragatas enemigas hasta los mares daneses y constituía un peligro para el país.

Además, aquel ejercicio era considerado y caracterizado como una inhumana y salvaje forma de luchar.

Esta decisión acongojó los corazones de muchos bizarros marineros que se vieron forzados a abandonar la cubierta de los barcos para caminar por el mundo, incapaces para acomodarse y hacerse nuevamente a la vida y al trabajo en sus pequeñas ciudades. El país se afligió por sus aves de presa.

Para Morten De Coninck, según todos convenían, la nueva orden llegó oportunamente. Había conseguido muchos laureles y ahora podría casarse y establecerse en Elsinore.

Estaba entonces comprometido con Adriana Rosenstand. Un halcón para una blanca paloma. Adriana era íntima amiga de sus hermanas. Estas la trataban con tanto cariño y mimo como si la hubieran criado ellas mismas, y sentían gran placer y desorbitado orgullo en realzar su belleza y hermosura hasta el máximo grado posible. Tenían las dos gustos refinados, y emplearon tanto tiempo en elegir su trousseau como hubieran empleado en escoger el suyo propio.

Entre ellas mismas no eran siempre tan indulgentes como para con su frágil cuñada, y frecuentemente deploraban y lamentaban amargamente la unión de su hermano con una pequeña burguesa, ave ornamental del corral de Elsinore. Pero si hubieran pensado detenidamente sobre el particular, se hubieran congratulado y felicitado mutuamente. La timidez y las formas corteses y sencillas de Adriana las permitiría brillar sin rivalidades de ningún género junto a su cuñada, dentro de la esfera de su fantasía y audacia. Pero ¿en qué iban a descollar las hermanas del halcón si traía él a casa, como bien pudiera haber acontecido, a una bella novia sin igual?

La boda había sido fijada para el mes de mayo, época en que la comarca de Elsinore alcanza la plenitud de su belleza y la gente de la ciudad pasea durante el día. Al final la boda no llegó a celebrarse. La mañana misma en que se iba a celebrar el acto matrimonial el novio desapareció, y desde entonces nunca más fue visto en Elsinore.

—Sus hermanas sumidas en lágrimas de aflicción y de vergüenza tuvieron que dar la triste noticia a la novia. Ésta fue presa de un desfallecimiento y estuvo enferma durante una buena temporada, y nunca llegó a recuperarse por completo.

Toda la ciudad parecía afectada por aquel extraño e inesperado golpe y la mayoría de las gentes ocultaban sus rostros llenos de dolor y de pesadumbre.

Nadie hizo uso de esta oportunidad para el chismorreo y los comentarios. Elsinore sentía la traición de aquel hombre como cosa propia.

Nunca llegó a Elsinore un mensaje directo de Morten De Coninck, pero en el transcurso de los años llegaron del oeste extraños rumores sobre él. Se decía que era un pirata, primeramente, y esto no resultó cosa insospechada para un corsario. Luego se rumoreó que estaba en la guerra de América y que se había distinguido en diferentes batallas por su ya legendario arrojo e intrepidez. Luego, que se había convertido en un gran plantador, propietario de esclavos en las Antillas. Pero todos estos rumores circulaban con misterio y respeto por toda la ciudad.

Su nombre apenas era mencionado, hasta que después de muchos años se habló de él como una figura de cuentos de hadas, como un «Barba Azul» o «Simbad el marino».

En los salones de la familia De Coninck cesó de existir después del día anunciado para la boda. De las paredes de aquella residencia señorial habían desaparecido todos los retratos de Morten De Coninck.

Para madam De Coninck fue una muerte anticipada la desaparición de su hijo. Tenía mucha vida por delante. Era un instrumento de cuerda del que sus hijos habían tomado nota clara y decidida. Si este instrumento de cuerda ya no se usaba, si no era tocada en él ninguna serenata, ningún vals, ninguna marcha militar, podía muy bien ser retirado. Para aquella mujer la muerte era cosa más natural que el silencio.

Para las hermanas de Morten las escasas noticias que recibían de su hermano eran como el maná con que sostenían con vida sus corazones en medio de un desacierto. De este manjar no cedían nada a sus amistades, ni siquiera a sus propios padres. Dentro de sus habitaciones lo mezclaban y condimentaban con muchas fórmulas secretas.

Su hermano tornaría hecho almirante de alguna flota extranjera, el pecho cubierto con estrellas y condecoraciones desconocidas, para casarse con la novia que todavía le estaba aguardando. Otras veces deducían de sus conjeturas que regresaría herido, con la salud quebrantada, aunque colmado de honra, para morir en Elsinore. Desembarcaría en el muelle. ¿No lo había hecho muchas veces? ¿No le habían visto ellas con sus propios ojos arribar entre las aclamaciones y los vítores frenéticos de la multitud?

Pero en ocasiones este sueño se sazonaba con amargura punzante. Ellas mismas preferirían morir de hambre, si les hubiera sido dada una elección.

Se decía que Morten, lejos de ser un oficial distinguido de la marina o un rico colono, era un feroz pirata en aguas jurisdiccionales de Cuba y de Trinidad. Perseguido por los barcos Albión y Triumph perdió su propio barco cerca de Puerto España, y solo pudo escapar por especial predilección de la providencia.

A partir de este fracaso definitivo en sus correrías por los mares, había tratado de rehacer su vida en distintos trabajos y ocupaciones, todos duros y penosos.

Estas noticias partían el corazón de sus dos hermanas. Alguien las informó que le habían visto en Nueva Orleans, pobremente vestido, tal vez mendigando, muy enfermo.

La última noticia que llegó a los oídos de sus hermanas fue que había sido ahorcado.

Desde el día de la boda de Morten, madam Bak había llevado su pena en silencio durante treinta años. Nunca quiso hacer uso de las sofisterías de sus hermanas. Era muy sumisa y atenta con la novia abandonada cuando visitaba la familia. Sin embargo, nunca mostró hacia ella mucha simpatía. Sabía más que ninguna otra persona sobre la que un día estuvo dispuesta a unirse en matrimonio con Morten. El novio había tenido la costumbre, desde la infancia, de llegar y sentarse con ella en su habitación de vez en cuando. Esta costumbre la tenía principalmente en la época en que sus hermanas estaban haciendo los preparativos para la boda.

Madam Bak observaba y estudiaba las facciones de su rostro por encima de la costura, y ella, que a menudo trabajaba hasta muy entrada la noche y se levantaba antes de que el sol del verano estuviera sobre el estrecho, conocía muchas cosas que estaban ocultas para el resto de la familia.

Algo había sucedido entre los dos novios. ¿Acaso había pedido él a su futura esposa que le sostuviera tanto que le resultase imposible abandonarla? Madam Bak no podía creer que existiera ninguna muchacha que negara a Morten lo que le pidiera. O por el contrario, ¿lo había intentado y luego había desistido de su propósito? ¡Quizá había estado soportando que diariamente se alejara de ella sin tener fuerza suficiente para hacer el sacrificio de mantenerle a su lado!

Nadie llegaría a saber la verdad, porque Adriana nunca hablaba de estas cosas. Verdaderamente no podría haberse negado a las peticiones de Morten, aunque hubiera querido. Después que se recuperó de su larga enfermedad quedó un poco torpe de oídos. No oía más que cuando se le hablaba en voz muy alta, y terminó su vida en una atmósfera de desatinos.

La bella y amable Adriana esperó durante quince años a su novio. Luego se casó.

Las dos hermanas de Coninck asistieron a la boda. Iban magníficamente ataviadas. Realmente era aquélla la última oportunidad que se les deparaba para presentarse como las bellas de Elsinore. Aunque entradas en los treinta años, destacaban en elegancia entre las muchachas jóvenes de la ciudad. El regalo de boda que hicieron a la novia no fue menos elegante y valioso. Le dieron los pendientes y el broche de diamantes de su madre, una parure única en Elsinore. La boda se celebró en diciembre y las dos hermanas de Morten habían adornado con flores el altar. Todo el mundo pensaba que estas dos orgullosas hermanas hacían estos honores a su amiga para resarcirla, en cierto modo, por lo que había sufrido por culpa de su hermano.

Madam Bak sabía más. Sabía que obraban movidas por un sentimiento de honda gratitud y que la parure de diamantes era una prueba de agradecimiento.

Desde ahora la bella Adriana ya no sería por más tiempo la viuda virgen de su hermano; cuando el intruso salía de su casa lo menos que hacían era seguirle hasta la puerta con toda clase de atenciones. Más tarde, cuando vinieron los hijos, mostraron hacia ellos la más expresiva amabilidad, dejándoles finalmente la mayoría de sus propiedades.

También madam Bak fue invitada a la boda y pasó una tarde agradable. Cuando servían cremas heladas, su pensamiento se deslizaba súbitamente hacia los icebergs del gran océano que había visto descritos en los libros. Veía a un joven solitario clavando la mirada en ellos desde la cubierta de un barco.

Pero sus ojos se encontraban con los de miss Fanny en el otro extremo de la mesa. Ojos negros encendidos y brillantes por las lágrimas. Aquella doncella distinguida contenía con toda su fuerza un gran suspiro de vergüenza o de triunfo.

Pero había otra muchacha en Elsinore cuya historia narraremos, aunque sea brevemente, en este lugar. Era la hija de un mesonero de Sletten, por nombre Katrine, familia de los carboneros que vivían cerca de Elsinore, en su mayoría como gitanos.

Era una muchacha fuerte, guapa, de mejillas sonrosadas. Se decía que en tiempos había sido novia de Morten De Coninck.

Esta mujer tuvo un destino triste. Se decía de ella que era una enajenada mental. Se dio a la bebida y malos caminos, y murió joven.

Hacia esta muchacha, la más joven de las hermanas mostró extraordinaria amabilidad. Por dos veces la sacó de la sombrerería, ya que la muchacha tenía cierta afición a la elegancia. Elisa le pidió que no usara más sombreros que los que ella le fuese dando y le prometió que nunca le faltaría su ayuda. Hasta el final de su vida Elisa le dio a menudo dinero.

Cuando después de muchos escándalos, provocados por Katrine en Elsinore, decidió marcharse a Copenhague y fijó su residencia en la calle Dybensgrade, donde las damas de la ciudad nunca ponían el pie, Elisa De Coninck fue a verla y a su regreso parecía que llevara una alegría secreta por su visita. Aquello representaba el camino a que había sido empujada una muchacha abandonada por Morten De Coninck.

Esta ruina, miseria y degradación constituían la única compañía y amistad que alegraba y regocijaba el corazón de Elisa. Por ello cerraba sus oídos a las palabras de comodidad y bienestar del mundo. Las dos estuvieron juntas varios días. La mujer debilitada y fracasada apenas si podía hablar. Solo dos o tres veces al día preguntaba de qué cuadrante soplaba el viento, y aquella dama elegante, junto a su cama, le contestaba sin vacilación.

Elisa estaba sentada junto al lecho mortuorio, como una bruja que observara atentamente la acción de una poción mortal, esperando a recoger el último suspiro de la moribunda de Sletten.

El invierno de 1841 fue extremadamente riguroso. El frío comenzó antes de Navidad. Enero se pasó en un silencio mortal, un hielo continuo. De vez en cuando caían algunos copos de nieve sobre los cereales escasos. No hacía viento, ni sol, ni había movimiento en el aire ni en el agua.

El hielo sobre el estrecho permitía a la gente caminar desde Elsinore hasta Suecia para tomar café con sus amigos.

Parecían como estrechas filas de negros soldaditos de plomo sobre la infinita llanura gris. Pero de noche, cuando las luces de las casas y la iluminación de las calles tristes y desiertas alcanzaban solamente una pequeña extensión sobre el hielo, esta llanura y esta blancura del mar eran muy extrañas, como si la muerte extendiera su hálito sobre el mundo. El humo de las chimeneas subía derecho hacia la atmósfera. Los ancianos no recordaban otro invierno como aquél.

La anciana madam Bak se encontraba muy orgullosa por esta temperatura extraordinaria, pero cambió considerablemente de carácter. Estaba cercana a su final y la muerte la rondaba.

Se desmayó una mañana en el comedor, después de regresar de la compra, y durante algún tiempo no pudo moverse. Se tornó silenciosa. Parecía estar siempre temblando y sus ojos tomaron un color pálido apagado.

No obstante, ella trajinaba en la casa como antes, aunque ya le parecía trepar por una colina empinada y sin fin cuando por las tardes, con su candelabro y su sombra, subía las escaleras. Cuando se sentaba con la costura cerca de la estufa le parecía oír ruidos y voces del más allá.

Sus amigas comenzaron a pensar que tendrían que prepararle sepultura en aquel campo endurecido, antes que llegara el deshielo de la primavera.

Seguía sosteniéndose, e incluso, después de algún tiempo pareció haberse recuperado bastante. Estaba más rígida, como si ella misma se hubiera helado durante aquel riguroso invierno.

Nunca recobraría aquella fluidez de conversación alegre y precisa, que durante setenta años había entusiasmado a tanta gente, mantenido a los criados en orden y promovido o contenido habladurías en Elsinore.

Una tarde confió al criado que la asistía en casa su decisión de ir a Copenhague a despedirse de sus señoras. Al día siguiente salió para concertar el viaje con un cochero. Las nuevas sobre su proyectado viaje a Copenhague no eran broma. Un jueves por la mañana bajó las escaleras de piedra hasta la calle, con su saco de viaje en la mano. Acababa de amanecer. El viaje no era una delicia. Desde Elsinore a Copenhague hay más de veintiséis millas. La carretera va bordeando el mar. En muchos lugares se convertía en una estrecha senda, que seguía a lo largo del litoral. El viento, que soplaba fuerte de mar adentro, había barrido la nieve de forma que no podía pasar ningún trineo, y la anciana tuvo que viajar en un carruaje con pala en el piso. Iba bien arropada. Cuando llegó el nuevo día invernal dejando al descubierto el paisaje quieto y frío, se diría que nada podría mantenerse con vida allí, a excepción de aquella anciana, tan tranquila, mirando con curiosidad a su alrededor. La llanura del estrecho helado era gris a la luz del día. Aquí y allí, algas marinas esparcidas sobre la playa se destacaban de la arena por su color pardo oscuro.

Cerca de la carretera los cuervos volaban en formación o luchaban por algún pescado muerto.

Las pequeñas casas de los pescadores tenían puertas y ventanas cuidadosamente cerradas. Algunas veces, los propios pescadores, con botas altas hasta por encima de las rodillas, abrían agujeros en el hielo para pescar bacalao con anzuelos de hojalata. El firmamento tenía color plomizo, y sobre el horizonte se extendía una larga franja de color de corteza de limón o de marfil muy antiguo.

Hacía muchos años que había recorrido aquellos parajes. A medida que iba caminando pasaban ante su vista, a uno y otro lado del carruaje, figuras largo tiempo olvidadas. Le parecía extraño y singular que el indiferente cochero, con capa de cuero, y los pequeños caballos, pudieran llevarla a un mundo que ellos no conocían.

Pasaron por Rungsted, donde, cuando niña, había servido en la antigua posada de tejas rojas que estaba junto a la carretera, allí donde ésta mejoraba durante el resto del trayecto hasta la ciudad.

Allí había pasado toda su vida, presa de la pobreza y la enfermedad, el gran poeta Ewald, auténtico genio, «el cisne del Norte». Arruinado, desconcertado y desilusionado por la infiel Arendse, entregado a la bebida, todavía irradiaba una singular vitalidad, una viva luz que había fascinado a la muchacha. La pequeña Hanne, a la edad de diez años, había sido sensible al magnetismo de los grandes y misteriosos poderes de la vida, aunque no los comprendía. Se sentía feliz cuando podía estar junto a él.

Tres cosas, según escuchó ella en las conversaciones que el gran poeta sostenía con la posadera, pedía siempre: casarse, ya que para él la vida sin mujeres resultaba insoportablemente fría y estéril; alcohol de cualquier clase —aunque era un excelente catador de vino, sabía beber también la ginebra del país—; y, finalmente, ser admitido a la Sagrada Comunión. Las tres cosas le fueron denegadas por su madre y por su padrastro, gente rica y pudiente de Copenhague, y hasta por su amigo el pastor Schonheyder, que tenían empeño en que no alcanzara ninguna de las dos primeras peticiones.

Le hubieran casado, le hubieran dado vino y llevado a la Sagrada Comunión si hubiera permanecido con ellos.

A menudo, cuando las otras niñas jugaban, Hanne las abandonaba y buscaba violetas para él entre la hierba. Se complacía al mirarle a la cara, cuando olía los pequeños ramos de violetas que con tanto cariño había cogido la pequeña Hanne.

El que las flores pudieran significar tanto para aquel hombre era una cosa que nunca llegó a comprender. Era para ella un ser extraño y admirable. Generalmente estaba siempre alegre y apacible, y hasta tuvo tentaciones de cogerla sobre sus rodillas y calentar sus frías manos en aquel cuerpo joven y lleno de vitalidad. Pero esta tentación nunca llegó a convertirse en realidad, nunca osó acercarse demasiado a aquella tierna niña por la que sentía un hondo respeto y un cariño paternal.

Frecuentemente su aliento olía a ginebra, pero ella nunca lo dijo a nadie. Supo guardar convenientemente aquel secreto de la ginebra que ella misma le proporcionaba.

Madam Bak entró en Copenhague por la puerta del este, justo cuando comenzaban a encenderse las luces. Fue interrogada por los consumeros, pero cuando comprobaron que era una mujer honrada que no llevaba contrabando, la dejaron pasar.

De la misma forma se presentaría ante las puertas del cielo, desconocedora de lo que iban a hacer con ella, pero confiada en que si se portaba con corrección y con prudencia, según sus luces, otros se comportarían prudente y correctamente con ella, según las suyas.

Atravesó las calles de Copenhague mirando a un lado y a otro, ya que hacía muchos años que no había estado allí, de misma forma que miraría a un lado y a otro para hacerse una idea de la Nueva Jerusalén. Sin embargo, las calles de Copenhague no estaban pavimentadas con oro, y en las plazas no había sino un poco de nieve. Aceptó las incomodidades del paseo desde Copenhague hasta Gammeltorv, donde estaba la casa de sus señoras.

Se daba cuenta, sin embargo, de que era una intrusa y no encajaba en aquella vida.

Le extrañaba sobremanera que nadie advirtiera su presencia, excepción hecha de dos jóvenes metidos en una acalorada discusión de política, a quienes tuvo que separar para pasar entre ellos, y una pareja de muchachos que pusieron reparos a su sombrero. A madam Bak no le gustaba la manera de vivir de la ciudad, y sabía que cosas así nunca hubieran ocurrido en Elsinore.

No transigía en modo alguno con el ambiente frío y descortés que reinaba en la ciudad. Aquella despreocupación de las personas por sus semejantes, aquel caminar solitario en el que nadie conocía a nadie ni se preocupaba de nadie, le causaba hondo pesar y tristeza. Prefería la vida de Elsinore en que todos se saludaban y se conocían. Su ambiente era para ella más humano, más cordial y más alegre.

Las ventanas del primer piso de la casa de la familia De Coninck estaban brillantemente iluminadas.

Madam Bak, al recordar, abajo en la plaza, que era el cumpleaños de Fernanda, dedujo que estaban dando una fiesta.

Así era en realidad, y mientras madam Bak subía lentamente las escaleras arrastrando sus pesados pies, las hermanas estaban entreteniendo alegremente a sus invitados en el salón gris, cómodo y acogedor con su gran alfombra y el brillante mobiliario de caoba.

La fiesta era característica de las dos maduras doncellas, por ser la mayoría de los invitados caballeros. Vivían en su lujosa casa de Gammeltorv como un par de matronas espirituales de Copenhague, obligando a sus múltiples admiradores a cometer destemplanzas y seduciéndoles para que gastaran su salud y su riqueza. Así como una pareja de cortesanas jóvenes y carnales hubieran llevado tras sí a las grandes personalidades y a los príncipes de este mundo, del mismo modo ellas esparcían sus trampas y sus redes para atraer a los honoratiori del mundo espiritual; aquella noche figuraba entre sus invitados el obispo de Sealand, el director del Teatro Real de Copenhague, al propio tiempo un gran filósofo y autor dramático, y además un famoso pintor de animales recién llegado de Roma donde había recibido muchos honores. Un antiguo comodoro de aspecto descarado que había recibido una herida en 1807, y la azafata de la reina, elegante y de buen parecer, completaban la lista de invitados. Todos ellos eran antiguos amigos, principalmente llegados para pagar a aquellas dos orgullosas hermanas el tributo de su admiración.

Si ellas no podían vivir sin hombres se debía a que tenían la firme convicción, instinto heredado de toda una familia de marinos, de que la última palabra la dice siempre el sexo contrario. A nuestros semejantes del mismo sexo solemos preguntarles su opinión y pedirles su consejo sobre dotación, sobre cocina, sobre el jardín, pero cuando llega el momento de tomar una solución las palabras de nuestros mejores amigos resultan vacías y sin fuerza; es cuando tenemos que dirigirnos al sexo contrario. Capitanes de barco ancianos y encanecidos, que han dado la vuelta al cabo de Hornos y salido airosos de ciclones, conocen bien esta ley. Pueden ser respetados en cubierta o en un motín, pero son, en último extremo, las mujeres las que han de decir si merece la pena que sigan viviendo o no.

Las esposas ancianas de los marineros conocen bien esto y se preocuparán y tomarán grandes molestias de encauzar a sus tiernos hijos. Esta doctrina y rápido ojo clínico está muy desarrollado entre las familias marineras, porque entre ellas los dos sexos tienen la oportunidad de verse unos a otros a distancia. Un marinero o la hija de un marinero juzga a una persona del sexo contrario con la misma rapidez y el mismo acierto que un cazador juzga a un caballo, un ganadero a un toro, o un soldado a un fusil.

Sin embargo, en las familias de los escritores, en las que los hombres permanecen en el hogar todo el día, puede que la gente se juzgue con perfecta individualidad, pero ningún hombre conoce lo que es una mujer y ninguna mujer lo que es un hombre. No pueden ver el bosque porque lo impiden los árboles.

Las dos hermanas, con sombreros adornados de encaje, hacían los honores de la casa graciosamente. En aquellos días, que los caballeros no se permitían fumar delante de las damas, la atmósfera de las reuniones resultaba serena y despejada hasta el final. Por aquella atmósfera limpia se extendía suavemente un perfume delicado, aromático y exótico, de los vasos llenos de un aguardiente antiguo mezclado con agua, limón y azúcar. Todos los componentes de la fiesta sin excepción quedaban influidos por aquel néctar.

El juez, que tenía una voz muy dulce, había levantado su vaso para brindar por la generación antigua:

 

Let the old ones be remembered now;
They once were gay and free.
And that they knew to love, my dear,
The proof thereof are we!

 

La canción dejó a miss Fanny De Coninck pensativa y abstraída.

«Es triste —pensaba— saber que estos cuerpos viejos y resecos aquí reunidos son los mismos que hace medio siglo suspiraban, se estremecían y se sumían en profundos éxtasis. Qué recuerdo tan curioso ante esta mano envejecida el de las locuras e insensateces de unas manos jóvenes, una noche de mayo, hace mucho tiempo…».

Cuando estaba de pie, su barbilla presionaba ligeramente sobre la cinta de terciopelo negro que rodeaba su garganta. Entonces hubiera sido muy difícil, para quien la hubiera conocido en su juventud, hallar rasgo alguno de su antigua belleza en el rostro de Fanny. El tiempo se había portado con ella con crueldad. Una breve arruga que había sido en otros tiempos un motivo de atractivo e interés en sus facciones, se había convertido ahora en una misteriosa deformidad. Su agilidad y su ligereza de ave se habían convertido en movimientos bruscos, espasmódicos.

Le quedaban aún sus ojos negros y brillantes, y en conjunto era todavía una dama distinguida y encantadora.

Pasados unos momentos reanudó la conversación con tanta animación y buen humor como anteriormente. Hasta el pequeño pañuelo que llevaba en las manos y los botoncitos de cristal que resaltaban sobre su pecho parecían tomar parte en sus razonamientos. Ninguna pitonisa sobre su trípode resultaría más convincentemente profética.

El tema que tenían a discusión era el siguiente: si una persona recibe el ofrecimiento de una dádiva consistente en un par de alas de ángel, que pueden ser cambiadas ¿deberá aceptarlas?

—Oh, Reverencia —dijo miss Fanny—. Al acercaros al altar convertiríais a toda la congregación. No quedaría en Copenhague ni un solo pecador. Pero recordad que tenéis que descender del púlpito todos los domingos a las doce. Sería para vos todavía mucho más difícil de lo que ahora es. ¿Y con un par de alas de ángel cómo podríais hacer uso de…?

Lo que realmente quería decir era «hacer uso de un orinal». Si hubiera tenido suficientes arrestos para decir estas palabras hubiera rejuvenecido cuarenta años. Las hermanas De Coninck habían tenido relación con marineros durante toda su vida. Expresiones demasiado vigorosas y audaces y hasta juramentos, tales como nunca se oyeron de boca de otras jóvenes en Elsinore, venían a sus labios con toda naturalidad, y estas formas de expresarse solían encantar a sus admiradores. Disponían de un buen repertorio de palabras gruesas, y en los momentos de agitación y de nerviosismo acostumbraban a decir: «Infierno, al infierno».

Ahora, la práctica de portarse como una dama contuvo a Fanny. Dijo suavemente:

—¿… de comer un pavo asado?

Era precisamente aquello lo que el reverendo había hecho durante la comida. La imaginación de Fanny trabajaba con tanta agilidad que fue curioso que el interesado, después de mirar y escudriñar con mirada paternal en sus ojos, no logró verse en ellos dibujado.

El anciano estaba tan entusiasmado y contento con la discusión del tema que dejó caer unas gotas de licor de su vaso sobre la alfombra.

El anciano profesor de dibujo dijo:

—Cuando estuve en Italia tuve ocasión de admirar un hueso pequeño y curiosamente formado que se encontró en el hombro de un león, y es reliquia de un hueso de ala, de los tiempos en que los leones las tenían tal como aún lo vemos en el león de san Marcos. Fue muy interesante…

—Si a mí me fueran dadas aquellas alas —dijo miss Fanny— poco me iba a preocupar de mi figura elegante o monumental. Por santa Ana, os aseguro que volaría.

—Permitidme mantener la esperanza, miss Fanny, de que nunca las conseguiréis. Tengo mis razones para desconfiar mucho de una mujer que vuele. ¿Habéis oído, por casualidad, hablar de la primera mujer de Adán, llamada Lilith? En contraposición a Eva fue hecha de la tierra como él mismo. ¿Sabéis cuál fue la primera cosa que hizo? Sedujo a dos ángeles y les hizo revelar la palabra secreta que abría las puertas de los cielos y luego voló alejándose de Adán. Eso nos enseña que cuando hay demasiado elemento tierra en una mujer, ni el marido ni los mismos ángeles la pueden vencer ni dominar.

Entusiasmado con el tema, con el vaso todavía en la mano, añadió:

—Realmente, en la mujer los atributos particularmente celestiales y angélicos, y aquellos por los que nosotros la consideramos y veneramos, contribuyen en gran escala a abrumarla y mantenerla sobre la tierra. La larga cabellera, los velos del pudor, los vestidos largos, las adorables formas femeninas de pechos y caderas, no están de conformidad con la idea de volar. Todos nosotros, sin excepción, les concedemos y cedemos de buen grado el título de ángel y las blancas alas, e incluso las colocamos sobre nuestro más alto pedestal, pero con la condición inevitable de que no les está permitido soñar, de que tienen que estar educadas en una absoluta ignorancia y desconocimiento de la posibilidad de poder volar.

—Ya entiendo —dijo Fanny—. Conocemos todo eso y sabemos que los hombres no estiman ni reverencian a la mujer que no posee una larga cabellera y unos pechos abultados. Sabemos que no les interesa en absoluto la mujer que se rompe las faldas limpiando el suelo, la que se ríe entre dientes a la vista del emblema de su esclavitud y monta su palo de escoba en la noche de Walpurgis.

El director del Teatro Real se frotó las manos y dijo:

—Cuando oigo a las mujeres lamentarse de su dura tarea y de las restricciones a que están sometidas en la vida, me acuerdo de un sueño que tuve hace algún tiempo. Estaba entonces escribiendo una tragedia en verso. Me parecía, en mi sueño, que las palabras y las sílabas de mi poema constituían una rebelión y protesté: «¿Por qué tenemos que perturbarnos indefinidamente para comprender, caminar y obrar de acuerdo con las leyes penosas y difíciles que las palabras en prosa no quieren obedecer?». Entonces me contesté: «Porque he nacido para la poesía». En prosa pensamos y pedimos muy poco. Tiene que existir, aunque solo sea para los reglamentos de policía y para los calendarios. Pero un poema que no es agradable y ameno, no tiene razón de ser. Dios me perdone si he escrito alguna vez poemas que tengan amenidad, y si he tratado a las damas de una manera que las prive de ser amenas y hermosas. El resto de mis pecados los podré llevar fácilmente sobre mis hombros.

—¿Cómo —preguntó el anciano comodoro— puedo yo tomar en consideración mis dudas sobre la realidad de las alas, yo que me he criado y he crecido en barcos veleros y entre mujeres de comienzos de este siglo? Los detestables buques de vapor que navegan estos días bien podían ser como una especie de brujas del mar. Y si vosotras las mujeres contempláis el fin de la navegación a vela y de los poemas, nosotros queremos seguir siendo poemas y no prosa propia de reglamentos de policía. Sin poesía no puede navegar ningún barco. Cuando era cadete, en viaje a Groenlandia y al océano Indico, acostumbraba a consolarme durante mis guardias recordando en orden consecutivo a todas las mujeres que conocía, y en recitar poesías que sabía de memoria.

—Tú has sido siempre un poema, Julián, una «melodía» —dijo Elisa.

Estuvo tentada de estrechar a su primo entre sus brazos, pero desistió de su intento. Siempre habían sido buenos amigos.

—Al hablar de Eva y del Paraíso, todos los hombres están todavía celosos de la serpiente —intervino Fanny.

—Cuando estuve en Italia —contó el profesor— pensé a menudo sobre lo curioso de que la serpiente, que si interpreto bien la Escritura abrió los ojos del hombre a las artes, sea en sí un objeto imposible de trasladar a un cuadro… Sin embargo, una serpiente es una criatura hermosa. En Nápoles hay un gran museo de reptiles, y yo solía estudiar allí a las serpientes durante horas. Sus pieles parecían joyas, y sus movimientos, admirables manifestaciones de arte. Pero nunca he visto una serpiente trasladada con éxito al lienzo. Yo mismo no sé pintarla.

—¿Recuerdas —dijo el comodoro, que había estado siguiendo sus pensamientos— el columpio que hice para ti en Oregaard el día de tu decimoséptimo cumpleaños, Elisa? Compuse un poema sobre él.

—Sí lo recuerdo, Julián —repuso Elisa—, era como un barco.

Resultaba curioso que aquellas dos hermanas que habían sido tan desgraciadas cuando jóvenes, tomaran tanto placer y gusto en hablar del pasado. Hablaban horas y horas sobre las cosas más insignificantes, sobre cualquier fruslería de sus días jóvenes, y esto les hacía reír más cordialmente que cualquier suceso agradable del día presente.

Tal vez para ellas la primera condición del verdadero encanto y atractivo estuviera en que el objeto no existiera realmente.

Había otro fenómeno curioso. Consistía en que ellas, a quienes tan pocas cosas trascendentales habían acontecido, hablaran de sus amigas casadas con maridos, hijos y nietos, con lástima y claro desprecio, como si se tratara de unas pobres y desventuradas criaturas dignas de lástima y conmiseración.

El que ellas no tuvieran marido ni hijos no Ies impedía pensar que habían escogido la parte más romántica y venturosa de la vida.

La explicación estaba en que para ellas solo las posibilidades tenían interés. Las realidades, en cambio, estaban desprovistas de importancia. Habían tenido en sus manos todas las posibilidades y nunca se habían decidido a entrar en el cercado de la realidad.

Sus únicas amigas íntimas eran ancianas doncellas como ellas mismas, o mujeres desgraciadas en su matrimonio, damas de la tabla redonda de las posibilidades. Para con sus amigas felizmente casadas y engordadas sobre las realidades, utilizaban, con mucha amabilidad, un lenguaje diferente, como si éstas procedieran de una casta sensiblemente más baja con las que el diálogo tuviera que desarrollarse con ayuda de intérpretes.

El rostro de Elisa estaba encendido. Era como un jarro de fino y puro alabastro dentro del cual se hubiese encendido una lámpara. Siempre había sido la más amable y la más bella de los hijos de De Coninck. Cuando eran jóvenes, su anciana tía de Francia la llamaba la Bonté, la Beauté y l’Esprit. Morten era la Bonté.

Tan rubia como su hermana morena, en Elsinore, donde en un tiempo prevaleció la moda de los apodos, la llamaban «Ariel» y «El cisne de Elsinore».

Elisa tuvo siempre una afición exagerada por las modas y por ellas contrajo deudas de las que su hermano salía responsable ante su padre. Pero todo eso sucedió a principios de siglo. Entonces sus bailes creaban una atmósfera de ansiedad tan grande que los espectadores contenían la respiración. Si en aquella época le hubieran salido un par de alas y ascendido desde el muelle de Elsinore camino del cielo, no hubiera sorprendido a nadie.

—Hay más vigor en esa muchacha —dijo el anciano contramaestre un día de primavera en el muelle— que en toda la tripulación de La Fortuna.

Sin embargo, al final, el porvenir extraordinario no llegó a formalizarse.

En Gammeltorv se marchitaba día tras día toda la belleza marmórea con que Dios la había dotado. Aún podía abarcar su estrecha cintura con sus manos largas y delicadas; aún se movía con orgullo y agilidad como una yegua árabe, un poco ceremoniosa y estirada, pero indiscutiblemente noble. Aún tenía abiertas perspectivas, un horizonte sin límites, un presentimiento de que le quedaban muchas reservas, y descartaba la idea de que todavía le sucederían cosas verdaderamente grandes y extraordinarias.

—¡Dios mío, Elisa! —dijo el comodoro—. Te has portado conmigo esta tarde de manera tan fría e indiferente que con la imaginación me has trasladado al jardín de Oregaard, como en aquella lejana tarde de julio, dispuesto a columpiarme. Cuando levanté la vista a la copa del olmo oí tu voz que decía detrás de mí: «Ésa sería una buena rama». Me volví y te encontré con el pelo revuelto, sin rizar, y recordé que te había prometido un columpio. Tenía que complacer tu deseo. Cuando te vi ya en él pensé: «Si mi destino en la vida fuera ser siempre lastre para los blancos veleros de las mujeres rubias, bendeciría mi destino».

—Eso demuestra lo mucho que nosotras te hemos querido y mimado durante toda la vida —repuso Elisa.

Una doncella joven y bella, con cintas de color azul claro en la cofia, entró en el salón portando una bandeja con toda cíase de golosinas: jengibre, mandarinas y frutas confitadas.

Al llegar ante miss Fanny dijo suavemente:

—Madam Bak ha llegado procedente de Elsinore y les espera en la cocina.

El color de Fanny se demudó. Nunca podía recibir con calma noticias de quien llegaba o partía.

—En el verano de 1806 —continuó hablando— creo que se tradujo por primera vez al danés La Odisea. Papá acostumbraba a leérnosla por las tardes. ¡Qué sorprendente y maravilloso me parecía el héroe con su bizarra tripulación cuando desafiaba el Cíclope y cruzaba entre la isla de Lestrygones y las playas feacias! Nunca dejaré de creer que aquel verano lo pasamos en nuestros barcos, reviviendo la admirable aventura.

Poco después terminó la fiesta y las dos hermanas, siempre atentas con sus invitados, levantaron las persianas para dar luz al camino de los cuatro caballeros, quienes acompañados por Bardenfleth seguían una conversación alegre y animada a lo largo del pequeño paseo de Gammeltorv. En medio de discusiones filosóficas y poéticas, hacían observaciones sobre el extraordinario frío reinante.

Estos momentos finales de las fiestas siempre afectaban extrañamente a los corazones de las hermanas. Se sentían felices por haberse desembarazado de sus invitados, pero al quedar solas unos minutos amargos seguían a los de placer.

El final de aquella fiesta no fue como todos. Algo tenían en la imaginación que no les dejaba tiempo para pensamientos tristes ni aires de melancolía.

Tan pronto como terminaron de bajar las persianas se dirigieron a la cocina. Se apresuraron a enviar a la cama a la doncella como si el goce real de la vida estuviese aquella noche reservado solamente para ellas.

Prepararon para madam Bak una taza de café, utilizando la antigua cafetera de cobre que colgaba siempre de la pared. El café, según un dicho de las mujeres de Dinamarca, es para el cuerpo lo que la palabra del Señor para el alma.

Si este encuentro después de una separación tan larga hubiera tenido lugar en los días de años atrás, las chicas hubieran comenzado inmediatamente a contar a la viuda cosas relacionadas con sus admiradores y pretendientes; tema siempre fascinante y divertido para madam Bak, y deseado por las jóvenes por la oportunidad que con él tenían de sofocarla.

Pero tales días habían pasado. Ahora le comunicaron noticias de la ciudad, de un viudo anciano que se había vuelto a casar, de otro que había terminado en un manicomio; añadieron a las confidencias alguna habladuría de la corte, oída a miss Bardenfleth.

Sin embargo, algo en el rostro de madam Bak atrajo la atención de las hermanas. Era ella la que traía noticias que contar. Las dos suspendieron bien pronto sus narraciones para dejar hablar a madam Bak, quien después de un corto silencio comenzó diciendo:

—Morten está en Elsinore.

Ella misma, al oír expresados en palabras los pensamientos que habían ocupado su mente en los últimos días y noches, empalideció.

La noticia llenó de un silencio mortal el ámbito de la cocina. Las dos hermanas notaron que el cabello se les ponía de punta. El terror y la sorpresa del momento radicaba, para ellas, en que fuera madam Bak la que les contara tal noticia. Si ellas, en momentos de mal humor y con ánimo de contrariarla, hubieran comunicado esta noticia a madam Bak, la cosa no hubiera tenido trascendencia. Aquellos segundos parecieron a las dos mujeres los primeros de un gran temblor de tierra.

Madam Bak se dio cuenta de lo forzada que resultaba la situación, y comprendió la turbación de sus señoras. Ella misma se habría aterrado si quedase algo en el mundo de que pudiera aterrarse. Sentía dentro de sí un gran aire de triunfo.

—Le he visto —siguió afirmando— siete veces.

Aquí las hermanas comenzaron a temblar con tanta violencia que tuvieron que poner en el suelo las tazas de café.

—La primera vez —continuó madam Bak— estaba en el comedor rosado, mirando al gran reloj… Pero el reloj estaba parado porque me olvidé de darle cuerda.

Súbitamente una lluvia de lágrimas brotó de los ojos de Fanny y bañó su rostro pálido. Miró a Hanne, compungida, y de sus labios brotaron estas palabras:

—¡Oh, Hanne, Hanne!

—Luego me encontré con él en la escalera. Por tres veces vino y se sentó a mi lado. Una de ellas levantó un ovillo de lana que se me había caído al suelo y lo colocó cuidadosamente sobre mi regazo.

Fanny le preguntó con una voz quebrada, mientras eludía la mirada de su hermana, que permanecía sentada e inmóvil:

—Dime, Hanne, ¿qué tal aspecto tenía?

—Estaba más viejo que cuando se marchó. Su cabello es más largo de lo que se suele llevar por aquí; será, sin duda, la moda de América. Sus ropas estaban muy viejas también. Pero me sonrió tal y como lo había hecho siempre.

Las dos hermanas escuchaban con toda atención a madam Bak:

—La tercera vez que le vi, antes de marcharse, porque él sigue con su peculiar modo de ser, y tan pronto está aquí como ha desaparecido, me dio un beso exactamente igual a los que me daba cuando yo le reprendía siendo muchacho.

Elisa levantó lentamente la cabeza, y los ojos de las dos se encontraron. Nunca, en los largos años vividos en su compañía había dicho Flanne ninguna cosa que suscitara dudas entre las dos hermanas.

—Pero —prosiguió madam Bak— la última vez que me encontré con él estaba de pie, mirando con ternura al retrato de vosotras dos. Pensé que querría veros, y ése es el motivo que me ha traído aquí: llevaros conmigo a Elsinore.

A estas últimas palabras las dos hermanas se levantaron como dos granaderos en la parada. Madam Bak, aunque agitada, siguió sentada.

—Y ¿cuándo dices que le viste? —preguntó Fanny.

—La primera vez, hace tres semanas. La última, el sábado. Entonces me decidí a venir en busca de las señoras.

El rostro de Fanny se encendió súbitamente. Miraba a madam Bak con una gran ternura, la ternura de los días jóvenes. Se dio cuenta del gran sacrificio que había hecho la anciana para poner de manifiesto su lealtad para con ellas y su sentido del deber.

Aquellas tres semanas que había estado viviendo sola con el espíritu del hijo De Coninck representaron mucho en la vida de madam Bak, y su recuerdo permanecería grabado para siempre en su alma.

Era muy difícil determinar cuando Fanny hablaba si iba a terminar en risa o en lágrimas.

—¡Oh, iremos, Hanne! ¡Iremos a Elsinore!

—Fanny, Fanny —intervino Elisa—. Él no está allí. No es a él a quien ha visto Hanne.

Fanny dio un paso hacia adelante, acercándose’al fuego.

—¿Por qué no, Lizzie? Nuestro hermano necesita algo de ti y de mí. ¿No recuerdas, cuando Morten tenía que volver al colegio después de las vacaciones, y no quería hacerlo? ¿No recuerdas que nos pedía que dijéramos a papá que había muerto? ¿Y que hasta hicimos para él una tumba bajo el manzano y le colocamos allí? ¿No lo recuerdas?

Las dos hermanas en este momento vieron, con los ojos de su imaginación, la figura de aquel muchacho rubicundo, con tierra en sus rizos, que había sido sacado de la tumba por el padre enfurecido. Se vieron ellas mismas con pequeñas palas en la mano y los vestidos de muselina manchados de tierra, siguiendo la procesión hasta casa como plañideras chasqueadas. Tal vez su hermano, en esta ocasión, quisiera de nuevo poner en juego alguno de sus trucos para con ellas.

Cuando las dos hermanas se miraron, en sus rostros aparecía la misma expresión. Madam Bak seguía sentada en su silla. Se encontraba más ágil, más suelta en sus movimientos. Se había quitado un peso de encima.

A madam Bak no le sorprendía la actitud de sus señoras. Eran ya muchos los años que había estado a su servicio. Su aprecio por la casa era grande. Su corazón latía al unísono con las alegrías o se agitaba violentamente con las desgracias y los sinsabores que perturbaban, fundada o infundadamente, a las dos ancianas.

Había cumplido con una cosa que para ella era un deber de fidelidad y sumisión a los que por tantos años le habían procurado el sustento. Ahora su espíritu estaba más libre, más ligero para volar hacia la eternidad cuando el Señor fuere servido de llamarla.

Madam Bak no permitió que las dos hermanas regresaran en su compañía a Elsinore. Pidió, y así le fue concedido, que salieran un día después. La solícita Hanne quería comprobar por sus propios ojos que las habitaciones estaban templadas, limpias y acogedoras para recibirlas, y que habían sido colocadas botellas de agua caliente en las camas, en las que no habían dormido desde hacía tanto tiempo.

Ella partió al día siguiente dejándolas en Copenhague hasta el próximo día.

Resultó bien que les hubieran quedado aquellas horas libres para tomar resoluciones y preparar el ánimo para el encuentro con el espíritu de su hermano.

Una tormenta se había desencadenado sobre ellas, pero ellas no eran marineros bisoños en las tempestades de la vida. Sabían maniobrar y sujetar las velas. Las lágrimas no acudieron a sus ojos, porque en realidad las lágrimas no servían de nada. En un principio todo era fragilidad y debilitamiento. Ahora se sobrepusieron ante el dilema. En cierto modo se familiarizaron con las reglas de los marineros:

 

Comes wind before rain —
Topsail down and up again.
Comes rain before wind —
Topsail down and all sails in.

 

No hablaron mucho mientras llegaba la hora de regresar a su casa de Elsinore. Si hubiera sido un día de domingo hubieran acudido a la iglesia donde podían haberse preparado debidamente para las eventualidades a que podrían verse sometidas en Elsinore. Pero tenían que pasear por las partes más alejadas de la ciudad, por calles y parques cubiertos de nieve, entreteniendo su mirada en las frías estatuas desnudas y en los pájaros helados en los árboles.

Fanny recorría de arriba abajo la avenida de Royal Rose Gardens de Rosenborg. Nunca la volvería a ver, ni siquiera en el verano cuando se convertía en una glorieta verde y dorada.

Tenía presente la imagen de su hermano ante el reloj familiar, parado y muerto. La imagen fraterna cambiaba de proporciones en su imaginación.

Ahora su hermano miraba a la madre muerta de pena y de dolor por él, y luego el corazón dolorido y roto de su novia. La imagen crecía todavía más. Se inclinaba sobre todos los corazones traicionados y rotos del mundo, sobre todos los sufrimientos de las criaturas débiles e indecisas, sobre todas las injusticias y sobre todas las desesperaciones de la tierra.

Pensaba de vez en cuando: «¿Qué estará pensando ahora Elisa?».

Era extraño que la hermana mayor pensara, con amargura y temor, que la más joven le hubiera abandonado en los momentos más difíciles, cuando más la necesitaba. Se repetía: «¿No podría velar conmigo durante una hora?».

Esta manera de proceder había sido corriente en casa de los De Coninck. Si las cosas comenzaban a ponerse difíciles, Morten, papá y mamá acudirían a la hermana más pequeña para preguntarle: «¿Qué piensa Elisa sobre esto?».

Por la tarde, al oscurecer, calculando que madam Bak podía estar ya en Elsinore, Fanny se detuvo para hacerse esta pregunta: «¿Debo rezar?».

No había rezado desde niña. Cuando los domingos acudía a la iglesia lo hacía por rendir una visita de cortesía al Señor, y sus inclinaciones de cabeza en silencio eran meros gestos corteses. No recordaba ya las oraciones de su infancia.

Cuando era niña acostumbraba a leer la correspondencia de su papá, y por este motivo estaba muy familiarizada con las cartas de súplica y ruego:

«…Quedo hondamente impresionado con la magnificencia de vuestra noble y bien conocida amabilidad…».

Ella misma había recibido muchas cartas de súplica en sus días; muchos jóvenes le habían pedido alguna cosa. Siempre fue altamente generosa para con los pobres, y extremadamente dura con los pretendientes.

Nunca había pedido, ni estaba dispuesta a hacerlo ahora, nada en favor de su orgulloso hermano. Era una cosa que sobrepasaba sus fuerzas y le crispaba los nervios.

«No estará avergonzado —pensaba— por haberme llamado a mí. Fue siempre valiente y no tendrá miedo ni aunque se vea cercado por diez mil enemigos luchando feroces contra él».

Estaba sumida en estos pensamientos cuando llegó a su casa.

Cuando en la tarde del sábado las dos hermanas llegaron a la casa de Elsinore, el corazón les latía fuertemente. El aire, el olor, la atmósfera saturada de sal y algas marinas característica de las casas antiguas junto al mar penetró el alma.

«Todo esto dice —pensó Fanny— que he cambiado completamente en el transcurso de siete años. ¡He cambiado y he olvidado!».

Tocó su nariz instintivamente y prosiguió: «Pero, en cambio, mi nariz es la misma. Todavía la conservo tal y como era».

La casa estaba templada y acogedora, y esto fue para ellas como un detalle de afecto; como si un anciano admirador hubiera vestido su uniforme de gala para recibirlas.

Hay mucha gente que al visitar antiguos lugares suspiran y se lamentan del cambio y de la edad. Las hermanas De Coninck, por el contrario, pensaban de manera muy diferente. Reconocían que era la antigua casa la que tenía derecho a gritar: «¡Cielos! ¡Cielos! ¿Son éstas aquellas muchachas de mejillas damasquinadas y voces de plata, que con sus sandalias de baile acostumbraban a deslizarse graciosamente por las barandas de mis escaleras? ¡Oh, sí! Son ellas mismas… Son las mismas…».

La alegría de la anciana madam Bak las conmovió. Estaba de pie, ante la puerta principal, para recibirlas. Les cambió zapatos y medias, y tenía preparada agua caliente.

«Si tan fácilmente podemos hacerla feliz visitándola —pensaban—, ¿por qué no venimos con más frecuencia? ¿Es que la casa de nuestra infancia y de nuestros días de juventud nos ha parecido vacía y fría hasta que ha llegado este fantasma a estar en ella?».

Madam Bak les acompañó para mostrarles los lugares donde había estado Morten y repetía sus gestos muchas veces. Las hermanas no creían que tuviera que hacer gestos de ninguna clase a no ser a ellas, pero valoraron el cariño de la anciana por su hermano y escucharon pacientemente sus explicaciones.

Era tanto el calor que madam Bak ponía en sus palabras, que Fanny y Elisa no pudieron por menos de conmoverse, y hasta llegaron a escuchar con interés lo que en principio habían oído por cumplimiento.

La habitación donde iba a ser servida la cena estaba en un ángulo de la casa. Dos ventanas miraban al este, y desde ellas se veía el antiguo castillo gris de Kronborg, con una aguja de cobre. Sobre los muros rotos, los comandantes de la fortaleza habían hecho un jardín, en el que los tilos enseñaban cuán inútiles e indefensos son los árboles bajo el invierno.

Era extraño encontrar el puerto de Elsinore sin movimiento. Las paredes de la habitación, en un tiempo pintadas de carmesí, se habían deslucido, y ahora simulaba un recipiente de cristal lleno de rosas rojas ya marchitas. A la luz de los candelabros los muros se enrojecían y brillaban intensamente; en algunos lugares parecían como pequeñas piscinas de laca roja, seca y ardiente.

De una de las paredes colgaban los retratos de las dos hermanas De Coninck, las bellezas de Elsinore… El tercer retrato, el de su hermano, había sido descolgado hacía mucho tiempo, y solo una débil sombra en la pared indicaba el lugar donde había estado.

La estufa estaba encendida. Enfrente estaba la mesa, cubierta con un mantel blanco, y sobre él delicados platos y copas de China.

En esta habitación los De Coninck habían celebrado en días remotos muchas reuniones secretas, y cenado muchas veces en la intimidad cuando preparaban alguna representación teatral, estrenaban algún vestido o Morten había regresado a altas horas de la noche de alguna expedición en su barco velero. Sus padres no llegaron a saber nada de estas reuniones íntimas entre los hermanos.

Algunas veces las comidas y los licores tenían que ser servidos de manera oculta y silenciosa, para no perturbar a los que dormían en la casa.

Treinta y cinco años atrás la habitación roja había sido testigo de muchas alegrías.

Fieles a la tradición, las señoritas De Goninck entraron en la sala y ocuparon sus asientos, una frente a otra, con gran silencio.

Sus párpados se iban cerrando con insistencia. No hubieran podido resistir mucho tiempo si no hubiera ocurrido algo increíble.

En el momento que terminaban de servir el té y acercaban a los labios la taza, oyeron un ligero crujido en la habitación. Cuando volvieron la cabeza vieron a su hermano en un extremo de la mesa.

Estuvo unos momentos moviendo la cabeza y sonriendo a sus hermanas. Luego cogió la tercera silla y se sentó junto a ellas. Puso las manos sobre la mesa, exactamente como lo había hecho siempre. Morten estaba pobremente vestido, con chaqueta color gris oscuro muy descolorida y gastada. Llevaba cuello blanco y un alto y negro corbatín cuidadosamente anudado.

«Tal vez se sienta confundido —pensó Fanny— después de haber vivido tantos años en compañía de gente tosca y sin educación. Pero no tiene motivos para preocuparse. Será siempre un caballero, y estoy segura que su educación no desaparecería ni en la misma horca».

Era más viejo que cuando le vieron por última vez, aunque no tanto como ellas. Aparentaba unos cuarenta años.

Su cara estaba más curtida que antes, azotada por el viento y pálida. Sus ojos, negros y hundidos, tenían la misma luz que enloqueciera en tiempos pasados a tantas mujeres. En su boca se adivinaba todavía una antigua franqueza y suavidad.

Con todo, el porte y el continente de Morten era tranquilo, considerado y digno como lo había sido siempre.

—Buenas tardes, hermanitas. Bienvenidas, bienvenidas. Supongo que ha sido para vosotras muy dulce y agradable la idea de verme aquí esta noche. Supongo que habéis tenido…

Aquí se paró unos momentos, como si tuviera dificultad para encontrar la palabra apropiada:

—Supongo que habéis tenido un viaje divertido.

Las dos hermanas tenían el rostro vuelto hacia él, tan pálidas como él mismo. Morten tuvo siempre la costumbre de hablar muy bajo. Las discusiones entre las hermanas se desarrollaban hablando las dos al mismo tiempo, hasta que la voz chillona de una lograba ahogar las palabras de la otra. Pero el que quería oír a Morten tenía que escuchar con mucha atención y silencio.

Ahora hablaba del mismo modo, y si ellas estaban más o menos preparadas para su aparición no lo estaban para oír su voz.

¿Le podrían tocar? No… Sabían que esto estaba fuera de lo posible. En los muchos años de vida no habían leído nada parecido en las muchas historias de espíritus y fantasías. Recordaron en seguida los días lejanos en que Morten acudía a estas reuniones privadas con la capa empapada de lluvia o de agua del mar, brillante, negra y áspera como la piel de un tiburón, o cubierto de nieve, o embadurnado con brea, y ellas, riendo, le mantenían a prudente distancia de sus vestidos.

¡Cómo había cambiado todo desde hacía treinta años! ¿De qué ventisca o de qué mares tempestuosos había venido esta noche? ¿Con qué clase de brea se había embadurnado?

—¿Qué tal estáis, queridas hermanas? ¿Habéis pasado en Copenhague unos días tan alegres y felices como los que pasábamos en Elsinore?

—¿Y tú, qué tal estás, Morten? —preguntó Fanny, su voz una octava más alta que la de su hermano—. Pareces un auténtico capitán de piratas. Has traído contigo todos los vientos a ésta nuestra casa de Elsinore.

—Sí, son buenos vientos —dijo Morten.

—¿Hasta dónde has llegado, Morten? —preguntó Elisa con voz temblorosa—. ¿Cuántas ciudades y lugares bellos has visitado? ¡Cuánto hubiera deseado yo haber estado contigo! ¡Cómo me gustaría haberte acompañado!

Fanny tuvo para su hermana una mirada rápida.

—Sí, Lizzie, querida —dijo Morten—. Recuerdo los años pasados en tu compañía.

—¿De dónde vienes, Morten? —preguntó Fanny.

—Vengo del infierno. —Cuando vio que su hermana retrocedía, añadió—: Perdonadme. He venido ahora, como veis, porque el estrecho está helado. Es cuando únicamente puedo venir. Así es la ordenanza.

El corazón de Fanny se estremeció al oír estas palabras. Las sentía dentro de su alma. Su angustia y dolor eran inmensos, como los de una mujer en los momentos finales del parto.

Cuando el emperador puso pie en el suelo de Francia, trajo consigo el recuerdo de los tiempos antiguos. Quedó olvidado Moscú en llamas y las marchas mortales del invierno. La bandera tricolor ondeaba al aire, izada, y los viejos granaderos levantaban sus armas para gritar una vez más: «Vive l’empereur!».

Su alma también, igual que ellos, se había vestido con el uniforme antiguo. Solo en atención a los espectadores iba vestida como una anciana.

Fijó en su hermano los ojos ardientes y le hizo esta pregunta:

—¿No te parecemos, Morten, un par de viejos esperpentos? ¿No tenían razón nuestras ancianas tías cuando nos predicaban repetidamente sobre nuestra vanidad y sobre la vanidad de todas las cosas? Desde luego las personas que advierten a los jóvenes que también ellos llegarán a comprarse trompetillas tienen toda la razón.

—No, Fanny. Os veo como dos bellas mariposas disecadas.

Esta comparación acudió a la mente de Morten porque en su niñez acostumbraba a coleccionar mariposas.

—Y si realmente parecierais —continuó— dos ancianas, me gustaría mucho. Donde he estado durante estos años no había ninguna. Unicamente cuando la abuela celebraba su cumpleaños en Oregaard había ocasión de ver elegantes damas. Aquello parecía una pajarería, con la abuela en medio como una cacatúa.

—Recuerdo que dijiste una vez —intervino Fanny— que darías un año de tu existencia por pasar una tarde con los demonios viejos.

—Sí. Lo dije. Pero mis ideas sobre un año de existencia han cambiado mucho desde entonces. Ahora decidme, en serio: ¿todavía os arrojan flores a vuestro coche cuando regresáis de los bailes?

—¡Oh! —dijo Elisa conteniendo la respiración, para añadir:

 

Was Klaget aus dem dunkeln Thal
Die Nachtigall?
Was seuszt darein der Erlenbach
Mit manchen Ach?

 

Era un fragmento de un poema olvidado, compuesto por un amante también olvidado.

—¿No os habéis casado, queridas?

Morten consideraba absurda la posibilidad de que hubiera alguien casado con sus hermanas.

—¿Sabes por qué? —dijo Fanny—. Hemos tenido pretendientes de todas las clases, y podido elegir a nuestro gusto y capricho.

No pudo contener una fina y delicada risa, que salió de ella a resoplidos, como sale el vapor de una olla.

—Lizzie se ha casado…

Pero no pudo terminar la frase.

Los hermanos De Coninck, en su niñez, vivieron bajo una superstición singular aprendida en una comedia de marionetas.

—Las mentiras que decimos —repetían en tono muy serio— se convierten más tarde en realidades.

Teniendo en cuenta esto, los hermanos De Coninck siempre ponían especial cuidado en elegir las mentiras que iban a poner en circulación. Nunca se les ocurriría decir que no podían ir a visitar un domingo a su tía porque tenían dolor de muelas, pues temían que lo del dolor de muelas se convirtiera en realidad. Sin embargo, dirían con toda seguridad y aplomo que su profesor de música les había dicho que no ensayaran más sus gavotas porque las bailaban ya con arte magistral.

—Para decir la verdad, Morten —dijo Fanny—, somos solteronas, y esto por culpa tuya. Nadie se comprometería con nosotros. Los De Coninck hemos tomado mala fama como consortes, desde el momento que te marchaste dejando a la pobre Adriana con el corazón, el alma y la inocencia destrozada.

Le miraba fijamente para adivinar su contestación. Había seguido sus pensamientos. Ellas habían sido fieles, pero él, ¿qué había hecho?

Su tío, Fernando De Coninck, que ayudó a Morten a adquirir su barco, había vivido en Francia durante la Revolución. Aquél era el lugar y la época apropiados para un De Coninck.

Pero nunca había estado totalmente olvidado de ellos, ni siquiera cuando estuvo en Elsinore como un viejo solterón.

Había aprendido infinidad de canciones y anécdotas de la época, y cuando el hermano y las hermanas eran niños, aprendieron muchas de estas canciones y anécdotas de memoria a fuerza de oírlas de sus labios.

Después de la breve pausa, Morten comenzó a recitar en voz baja y lenta alguna de aquellas canciones que aprendiera de su tío. Una había sido compuesta con un motivo especial, cuando las ancianas tías del rey de Francia abandonaron el país y la policía revolucionaria había puesto en fila sus equipajes para registrarlos en la frontera, pensando que podría haber dentro algún tesoro.

Morten recitó:

 

Avez-vous ses chemises,
à Marat?
Avez-vous ses chemises?
C’est pour vous tres vilain cas
si vous les avez prises.

 

El rostro de Fanny reflejó inmediatamente la misma expresión del de su hermano. Sin titubear más que breves momentos, le siguió con otros versos de la misma canción (esta vez son las propias ancianas tías del rey las que hablan):

 

Avait-il de chemises,
à Marat?
Avait-il de chemises?
Moi je crois qu’il n’en avait pas.
Ou les avait-il prises?

 

Elisa tomó el hilo después de su hermana, y continuó, tras dibujar en sus labios una débil sonrisa:

 

Il en avait trois grises,
à Marat.
Il en avait trois grises.
Avec l’argent de son mandat
sur le Pont Neuf acquises.

 

Con estos versos y canciones los tres se reanimaron, y al propio tiempo olvidaron para siempre la suerte de la desgraciada Adriana Rosenstand.

Elisa preguntó amablemente:

—¿Te casaste, Morten?

—Sí. He tenido cinco mujeres. Las españolas son hermosas como joyas. Una era bailarina. Cuando bailaba parecía un enjambre de mariposas que revoloteaban y se acercaban a una lumbre. Todo en ella era perfecto. Otra de mis esposas fue la hija de un patrón de barco inglés, muchacha honesta que nunca me ha olvidado. Otra, una joven viuda de un colono acaudalado. Una señora perfecta. Todos sus pensamientos y sus ideas eran acertados e ingeniosos. Me dio dos hijos. Otra, una negra a quien amé mucho.

—¿Navegaron contigo en tus barcos? —preguntó curiosa Elisa.

—No. Ninguna subió a bordo.

—Y dinos —preguntó Fanny—: ¿en qué has puesto mayor interés e ilusiones?

Morten pensó unos instantes la respuesta. Luego dijo:

—A mí lo que más me ha ilusionado siempre ha sido la vida de pirata.

—¿Más que ser capitán en el estrecho? —indagó Fanny.

—Sí. El cariño y la pasión por la vida del pirata crece a medida que se va uno internando en alta mar.

Fanny, cada vez más intrigada por lo que le parecía realmente un auténtico romance de aventuras, preguntó:

—Pero ¿qué es lo que te decidió a convertirte en pirata?

—El corazón, el corazón; él es el que nos lanza a los mayores desastres. Me enamoré. El coup de foudre del que tío Fernando nos hablaba tantas veces. El mismo sabía bien, y así nos lo hizo saber, que los asuntos en que interviene el corazón no son para tomarlos a risa.

—Te enamoraste ¿de quién, Morten?

—De mi barco. Tenía dueño, y por eso no pude llevármelo sin defraudar a la ley. Fue construido en Génova; lo utilizaron los franceses como correo urgente, y estaba considerada la goleta más rápida que había cruzado el Atlántico. Encallada en las costas de la isla de San Martín, entre Francia y Dinamarca, fue puesta a la venta por un danés en Philippsburg. El anciano Van Zandten, el armador, que me empleaba entonces y me quería como a un hijo, me envió a Philippsburg para comprarla. Aquélla era la nave más elegante y mejor construida que yo había visto hasta entonces. Parecía un cisne. Cuando navegaba, era esbelta, galante, noble, como una gran dama, como uno de aquellos cisnes de que nos hablaba nuestra abuela en Oregaard cuando la molestábamos. Tenía, mis queridas hermanas, una leve semejanza con mi Fortuna II. Como ella, llevaba un pequeño trinquete junto a la vela mayor, y un alto botalón. Cogí el dinero que me entregó el anciano Van Zandten y la compré para mí. Después de aquello, la nave y yo nos vimos obligados a huir de las relaciones con las gentes respetables y honradas del país. Pero decidme, ¿qué se puede hacer cuando estamos locamente enamorados? Yo hice de ella mi fiel amante, y ella era feliz con su tripulación, que la adoraba y la mimaba, como se mima y se adora a una delicada y ex^ quisita dama. Conmigo se convirtió en el terror del mar Caribe. Yo no sé si hice bien o mal. No sé si fue mi proceder justo para con el anciano Van Zandten. Pero a él le quedaba todavía una amable mujer que le quería con delirio.

Ahora Elisa preguntó sonriente:

—Y la nave, ¿se enamoró también ciegamente de ti?

—Pero ¿qué hombre puede preguntar a una mujer si está enamorada de él? La pregunta correcta sería ésta: «¿Cuál es su precio?». Nunca nos será posible engañarlas. El único camino que nos queda es preguntarles y pedirles su conformidad con toda cortesía y atención. Luego, pagar: sea en moneda corriente, en amor, en matrimonio, o con la misma vida y el honor si así nos fuere exigido. Si se trata de hombres pobres que no pueden pagar, la única solución es descubrirse adecuadamente y despedirlas para que vayan en busca de otros hombres más agraciados por la diosa fortuna. Ésa ha sido siempre, desde el principio del mundo, la realidad de las relaciones entre hombres y mujeres.

—Y ¿qué dices de las mujeres que no tienen precio? —inquirió Elisa sonriente.

—¿Qué preguntas, querida? —repuso Morten—. ¿Dónde están esas mujeres extraordinarias?

Elisa preguntó entonces:

—¿Qué nombre pusiste a tu barco?

Morten la miró sonriente:

—La Belle Elisa.

—Sí —repuso Elisa—. El capitán de un barco mercante de papá me dijo hace muchos años, en Copenhague, que su tripulación había enloquecido por el temor, y le había obligado a regresar al puerto desde casi San Tomás porque advirtieron por aquellas costas la presencia de un barco pirata. Le tenían tanto miedo, me contaba, como al mismo Satanás. También me dijo que el hombre de aquella nave era La Belle Elisa. Entonces pensé que no podía sino ser tu barco.

Éste había sido el secreto que la anciana había guardado celosamente. No era por tanto mármol y jaspe lo único que había en ella. En algún lugar había sido conservada viva esta pequeña llama de fidelidad. Elisa cerró los ojos y soñó que se transformaba en un barco y navegaba sobre aguas azules, sus blancas velas al aire, y al sol, con mucho coraje a bordo y cien cuchillos ensangrentados. El nombre del barco soñado era el suyo: La Belle Elisa.

«¡Oh, ciudadanos de Elsinore! —soñaba Elisa alborozada—. ¿Me visteis bailar el minué? Pues así bailo ahora sobre las olas de los mares lejanos».

Sus mejillas se habían sonrosado. Tenía su semblante el color del de una adolescente. Su cofia no era la de una anciana, sino el aderezo de una novia.

—Sí, era como un cisne —musitó Morten—. Dulce…, dulce y armoniosa como una canción…

—¡Si yo hubiera estado a bordo! —dijo Elisa.

—Por mi culpa la perdí en la desembocadura de un río, en Venezuela. La historia es larga de contar. Uno de mis hombres reveló el escondite al gobernador británico de Puerto España, en Trinidad. Yo no estaba allí. Me había acercado a Puerto España, distante unas sesenta millas, buscando información sobre un buque de carga holandés. A mi regreso vi por última vez a la tripulación, colgada de las vergas. Desde entonces —añadió tras una pausa— nunca he podido dormir como antes. No puedo coger el sueño. Cada vez que trato de conciliarlo, una fuerza mayor, una honda preocupación me desvela y me tortura como si flotara abandonado a merced de las olas.

Desde entonces comencé a perder peso, como si hubiera arrojado al mar todo mi lastre. Desde entonces he sido un ser sin cuerpo. ¿No recordáis las discusiones que papá y tío Fernando solían tener durante las comidas sobre los vinos que habían saboreado juntos? ¿No recordáis que de algunos de aquellos vinos decían que tenían un sabor agradable pero les faltaba cuerpo? Ése fue mi caso entonces, mis queridas hermanas. Yo diría que fui un sabor, un aroma, desde entonces, pero no un cuerpo. Ya no pude disfrutar del placer de la amistad, ni del temor, ni de ninguna satisfacción real de las que nos proporciona la vida humana. Y sobre todo, ya no pude dormir.

Las dos hermanas no mostraron simpatía ni compasión ante la revelación de esta desgracia de no poder conciliar el sueño. Eran también víctimas de insoportables insomnios. Todos los Coninck los sufrían. Cuando pequeños se habían burlado de su padre por ello, y cuando se saludaban por la mañana lo primero que hacían era contarse con todo detalle qué tal habían dormido durante la noche.

Fanny dio un suspiro, y luego preguntó a su hermano:

—Dices que no puedes dormir por la noche; ¿es que despiertas muy temprano, o que no logras conciliar el sueño en toda la noche?

—Eso es. No puedo conciliar el sueño en toda la noche.

—¿No será —preguntó Fanny— porque tienes…?

Quiso decir «frío», pero al recordar de dónde venía no pudo terminar la frase.

—He llegado al convencimiento —dijo Morten, que parecía no haber oído lo que su hermana terminaba de decirle— de que nunca podrá dormir a gusto mientras no me haya sido concedido el privilegio de poder dormir una vez más en ella, en La Belle Elisa.

—¿Viviste mucho tiempo en tierra firme? —dijo Fanny, temerosa de que Morten desapareciera antes de dejarles toda la información.

—Sí, así es. Algún tiempo estuve a cargo de unas plantaciones de tabaco en Cuba. Era un lugar delicioso. Tenía una casa blanca que os hubiera gustado mucho. El aire de las islas es agradable, delicado, como un vaso de auténtico ron. Allí tuve dos hijos con una hermosa mujer, viuda del colono. Había mujeres para bailar, ágiles y sueltas como los vientos. Tenía un precioso pony para cabalgar, al que llamaba Pegaso. Algo así como Zampa de papá. ¿Os acordáis de él?

—Y ¿eras feliz allí? —dijo Fanny.

—Sí, pero aquello no duró mucho. Gasté demasiado dinero. Viví por encima de lo que mis medios económicos me permitían. Me pasó algo de lo que papá me había reprendido y aconsejado en repetidas ocasiones. Tuve que huir como pude. —Por unos momentos guardó silencio—. Tuve que vender mis esclavos.

Al pronunciar estas palabras apareció en su rostro una palidez tan alarmante que si no hubieran sabido que había muerto hacía tiempo, habrían temido que fuera síntoma de un desenlace trágico. Los ojos y todas sus facciones parecían hundirse. El rostro se transformó en el de un hombre en la hoguera cuando las llamas comienzan a alcanzarle el corazón.

Las dos mujeres se pusieron también pálidas y rígidas.

Se produjo un silencio profundo y prolongado. Parecía que la escarcha hubiera entrado a raudales por las ventanas. No hallaban ninguna palabra con que consolar a su hermano en aquellos momentos.

Ningún De Coninck había despedido nunca a un sirviente. Era como un código que cuando alguien entraba al servicio de la casa tenía derecho a permanecer allí para siempre, excepción hecha de los que querían marcharse para contraer matrimonio. Era opinión general entre las amigas de las hermanas De Coninck que las ancianas no parecían tener más ocupación en su vida que atender a sus sirvientes.

Sentían un secreto desprecio por todos los hombres, a quienes tenían por seres incapaces de ganar dinero sin recurrir al crimen. Las hermanas De Coninck no hubieran dejado matar a Morten. Habrían llegado a venderse trescientas veces haciendo felices a trescientos cubanos, salvando de este modo a su hermano y a sus trescientos esclavos. Nadie habló. La pausa se prolongó por un largo rato.

Finalmente, Fanny suspiró.

—Pero ¿fue entonces cuando…?

—No, no. El fin llegó mucho después. Cuando ya no tuve más dinero, puse un viejo bergantín en la ruta comercial de La Habana a Nueva Orleans, primero, y de La Habana a Nueva York, después. Aquellos mares eran muy difíciles.

Su hermana apartó de su mente las penas que le afligían y se entusiasmó con el relato de las aventuras del viejo bergantín.

Morten cada vez se hacía más sociable, cómo si poco a poco recobrara sus antiguos modales de hombre de mundo.

—Nada me iba ya bien. Una racha de mala suerte seguía a otra. Por último, mi barco se fue a pique cerca de Cayo Sal. Se fue llenando de agua y se hundió. Con unas cosas y otras, yo, si no os importa que os lo diga, acabé siendo colgado en La Habana. ¿Lo sabíais ya?

—Sí —dijo Fanny.

—¿Os preocupasteis?

—¡No! —respondieron las dos hermanas con energía.

Podían haberle contestado sin mirarle, pero las dos le miraron fijamente. Luego pensaron que tal vez fuera aquella la razón de que llevaba tan subido el cuello y el corbatín: posiblemente tuviese alguna señal en el cuello.

Hubo un nuevo silencio, después del cual Fanny y Morten comenzaron a hablar al mismo tiempo.

—Perdóname —dijo Morten.

—No, no. ¿Qué ibas a decir?

—Preguntaba por tío Fernando. ¿Vive todavía?

—Oh, no, Morten querido. Murió en el treinta. Era ya anciano. Estuvo en la boda de Adriana y pronunció un pequeño discurso, pero ya estaba muy cansado. Por la tarde me llamó a su lado y me dijo: «Querida sobrina: esto es el fin». Y murió tres semanas después. Dejó a Elisa su dinero y su mobiliario. En un cajón encontramos un guardapelo de plata engastado con diamantes. Dentro, una trenza de pelo y sobre ella estas palabras: «El cabello de Charlotte Corday».

—Tío Fernando —dijo Morten— tenía buen corazón. Y tía Adelaida, ¿murió también?

—Sí, murió antes que él —informó Fanny.

Quiso darle alguna información más sobre la muerte de madam Adelaida de Coninck, pero no lo hizo. Estaba abatida. Eran personas que habían muerto y él tenía que saber de ellos necesariamente.

La soledad y la tristeza que se adivinaba en el hermano muerto le afligió.

—Cuánto solía sermonearnos tía Adelaida —dijo Morten—. Cuántas veces me dijo: «Esa melancolía tuya, Morten; ese descontento por la vida tuyo y de tus hermanas me pone furiosa. Lo que es bueno para mí, es también bueno para vosotros. Los tres deberíais casaros y tener muchos hijos, para cuidar de ellos; eso os curaría». Y recuerdo que tú, Fanny, le dijiste: «Sí, querida tía; ése fue el consejo que papá siguió de una tía suya».

—Al final —intervino Elisa— no quería recordar nada de cuanto había acontecido desde que murió su esposo, teniendo ella treinta años. Solía decir de sus nietos: «Éstos son algunos de los últimos inventos de mis hijos». Sin embargo, recordaba minuciosamente todos los escrúpulos religiosos de tío Teodoro, su esposo; no olvidó nunca las noches en que su esposo la obligaba a mantenerse en vela y a meditar sobre la caída del hombre en el pecado original.

—Quizá me tengáis por muy ignorante —dijo Morten—, pero vosotras sabéis muchas más cosas de las que yo sé.

—¡Oh, querido Morten! —repuso Fanny—. Estoy segura de que sabes cosas de las que nosotras no tenemos idea ni noticia alguna.

—No tantas, Fanny. Una o dos, quizá.

—Dinos esa una o dos —dijo inmediatamente Elisa.

Morten pensó unos momentos la contestación. Luego, con su voz habitual dijo:

—He llegado a saber una cosa que anteriormente no conocía. Es ésta: no se puede tener una cosa después de haberla perdido. A mí nunca se me había ocurrido esto. Es realmente una idea original.

Las dos hermanas se inclinaron ligeramente como si hubieran recibido un cumplido.

—¿Sabéis —dijo Morten súbitamente— que he visto aquel pequeño y garboso perrito de tía Adelaida, llamado Fingal?

—¿Cómo fue eso? Cuéntanoslo —pidió Fanny.

—Fue cuando yo estaba solo, cuando mi barco se había ido a pique en Cayo Sal. Subimos tres en un bote, pero no teníamos agua. Los dos murieron y quedé al final yo solo.

—¿En qué pensaste entonces? —preguntó Fanny.

—Pensé precisamente en vosotras.

—¿Y qué pensaste de nosotras? —preguntó Fanny de nuevo en voz baja.

—Pensé que a nosotros siempre nos gustó mucho decir no, queridas hermanas. Solo Dios puede decir no. El buen Dios es quien tiene el poder para decir no. Pensamos que su negativa no dura mucho tiempo, que sus decisiones y juicios pueden cambiar. Pero no es así. Dios sigue adelante y dice no una y otra vez. Pensé precisamente en esto mucho tiempo, cuando estuve en Elsinore, antes de mi boda, y ahora sigo con el mismo pensamiento. Nosotros tenemos a nuestros pies, sumisas, a las cosas o a las personas que nos dicen sí; luego las estropeamos y las dejamos. Solo después que las hemos dejado nos damos cuenta del mal que hemos hecho. La tierra dice sí a nuestros planes y a nuestro trabajo, pero el mar dice no; y por eso, quizá, amamos más al mar. También resulta agradable oír a Dios decir no, en mitad de la quietud y de la paz.

»Apareció sobre mí el firmamento estrellado y me dijo también no.

—¿Y viste entonces a Fingal? —preguntó Elisa.

—Sí. Justamente entonces. Cuando volví un poco la cabeza me encontré a Fingal a mi lado, sentado en el bote. Ya recordaréis que fue siempre un perrito áspero y de malas pulgas, y que nunca se acercaba a mí porque siempre le estaba haciendo rabiar. Siempre tiraba a morderme. Por eso, cuando le vi en el bote no me atreví a tocarle. Tenía miedo de que me diera un mordisco. Pero él permaneció inmóvil, y me acompañó durante toda la noche.

—¿Y se marchó cuando llegó el día? —preguntó Fanny.

—No lo sé, querida. Lo único que recuerdo perfectamente es que una goleta procedente de Jamaica me recogió en las primeras horas de la mañana. A bordo había un hombre enemigo mío por el asunto de la venta en Philippsburg. Al fin, resultó que fui colgado, como sabéis, en La Habana.

—Aquello sería terrible —inquirió Fanny en un susurro.

—No, mi pobre Fanny.

—¿Y había alguien contigo? —insistió Fanny.

—Sí, sí; había un sacerdote joven. Estaba asustado. Probablemente le habían contado algunas de mis hazañas. Pero, con todo, hizo lo que pudo. Le pregunté: «¿No podría conseguir un minuto más de vida para mí?». El sacerdote me contestó: «Y ¿qué harías tú en ese minuto más de vida, pobre hijo mío?». «Pensaré, con el dogal al cuello, un minuto más en La Belle Elisa», le dije.

Mientras guardaron silencio oyeron en la calle, junto a la ventana, pasar y hablar a los transeúntes.

Morten se recostó en su silla; ahora parecía más viejo, más gastado que antes. Tenía mucha semejanza con su padre cuando regresaba cansado del trabajo y también se sentaba tranquilo en compañía de sus hijas.

—Resulta muy agradable estar en esta habitación; es como volver a los tiempos pasados, ¿no los recordáis? Con papá y mamá a nuestro lado. Nosotros tres no somos muy viejos todavía. ¿No lo creéis así?

—El círculo está completo —dijo Elisa, utilizando una de las antiguas expresiones.

—Está completo, Lizzie —contestó Morten sonriéndole cariñosamente.

—El círculo vicioso —añadió Fanny automáticamente, citando también otro de sus antiguos términos familiares, tan socorridos.

—Siempre fuiste tú, Fanny, muy inteligente y despejada.

Al oírse tratar con palabras tan amables y elogiosas, Fanny contuvo la respiración.

—Cuántas veces, mis queridas hermanas —exclamó Morten—, deseamos con toda el alma salir de esta ciudad de Elsinore.

La hermana mayor se volvió repentinamente y le miró cara a cara. La tenía cambiada por la pena y el dolor. La larga vigilia comenzó a mostrar sus huellas. Habló con voz áspera, como si le saliera de lo más hondo del pecho:

—Sí, sí. Puedes seguir hablando. Pero me das la sensación de que te vas de nuevo, de que nos abandonas. Sí. Tú, que has recorrido cientos de países y has cruzado muchas veces los mares tranquilos y los mares procelosos. Tú, que has tenido cinco mujeres. ¡Oh, yo no sé nada todavía de tus hazañas! Para ti resulta muy fácil hablar, ahí inmóvil. Nunca has necesitado entrar en calor. ¡Ahora tampoco tienes necesidad de ello!

Su voz se desvaneció. Tartamudeó por unos instantes y luego se agarró a una esquina de la mesa.

—Y aquí —añadió después de una pausa— yo tengo frío. El mundo que me rodea es muy frío. Por la noche, en la cama, tengo tanto frío que los calentadores no me sirven para nada.

En este momento el reloj del abuelo comenzó a sonar, pues Fanny había cuidado de darle cuerda por la tarde. Dio las doce de la noche en un tono grave y lento. Morten miró la esfera con angustia.

Fanny quiso hablar; hizo un esfuerzo por arrojar de sí todo el peso de su vida. Pero se encontraba abatida. No pudo emitir sonido alguno mientras sonaba el viejo reloj. Abrió y cerró la boca varias veces sin hablar.

—¡Oh, infierno! —gritó al final—, ¡infierno!

Sin poder hablar más palabras, extendió sus manos temblorosas hacia su hermano.

Con los golpes del reloj el rostro de Morten se tornó gris, oscuro; sus ojos se oscurecieron tras una neblina densa, y las dos hermanas le miraron, presas de un terrible pánico.

«¿Para eso di cuerda al reloj?», pensó Fanny. Luego se lanzó hacia él:

—Morten —gritó con un gemido—. ¡Hermano! ¡Estate ahí! ¡Escúchame! ¡Llévame contigo!

Cuando en el reloj sonó la última campanada de la medianoche y volvió nuevamente el monótono tictac, su hermano había desaparecido, de regreso a la eternidad. Su silla quedó vacía. Fanny dejó caer la cabeza sobre la mesa.

En esa postura se mantuvo durante algún tiempo sin moverse. La noche de invierno trajo del norte lejano algo como el eco del disparo de un cañón.

Los muchachos de Elsinore sabían muy bien lo que significaba aquello: la masa de hielo que se había partido.

Después de un largo espacio de tiempo, Fanny fue recuperando el sentido de las cosas. Con mucho esfuerzo logró levantar la cabeza, y se secó la boca con el pequeño pañuelo. Elisa estaba frente a ella, en el mismo lugar donde había estado siempre.

Las dos hermanas se miraron con visible emoción. Su hermano, su verdadero hermano Morten, el que fue colgado hacía muchos años, había estado con ellas, le habían visto y habían oído de sus labios cosas que ya conocían de su vida, y algunas otras que él les reveló.

Elisa no separaba sus ojos del cuello blanco de su hermana.

—Para pensar —dijo—, con el dogal al cuello, un minuto más en La Belle Elisa.

*FIN*


“The Supper at Elsinore”,
Seven Gothic Tales, 1934


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