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Cenizas para el viento

[Cuento - Texto completo.]

Hernando Téllez

El hombre tenía un aire cordialmente siniestro. Hacía por lo menos un cuarto de hora que trataba de explicarse, sin conseguirlo. Estaba sentado sobre un gran tronco de árbol, a la entrada de la casa. No se había quitado el sucio sombrero, un fieltro barato de color carmelita, y mantenía los ojos bajos, al hablar. Juan lo conocía bien. Era el hijo de Simón Arévalo y de la señora Laura. Un chico muy inquieto desde el comienzo. Pero no tanto como para suponer lo que se decía que estaba haciendo en la región, con viejos y buenos amigos de sus padres. Juan no lo creía, pero ahora… “Es mejor que se vayan”, repitió el hombre, con la mirada en el suelo, sin levantar la cabeza. Juan no respondió. Se hallaba de pie, a un metro de distancia del visitante. El día se presentaba hosco, con nubes de plomo y una evidente amenaza de lluvias. Hacía bochorno. Juan miraba los campos por encima, más allá del sombrero del visitante: verdes, amarillos, pajizos, otra vez verdes, un verde más intenso que los otros, y luego un verde desleído. El valle se veía bien desde ese sitio. Era un buen sitio para verlo ondeante, verdeante con todas sus espigas, cuando el viento soplaba. “¿Quién está ahí?”. La voz de su mujer, lanzada desde la cocina le llegó aguda y clara. No respondió. El visitante seguía con la cabeza baja. Y con uno de los pies, forrado en un zapato polvoriento, amontonaba contra el otro un poco de tierra fina, hasta formar un montoncito que luego apisonaba con la suela cuidadosamente. “Lo mejor es que se vayan”, repitió, levantando esta vez la cara. Juan lo miró. Y pensó que, sin duda, se parecía mucho al padre, salvo los ojos, olor de hoja de tabaco, iguales a los de Laura.

“¿Quién está ahí?”, repitió la voz, ya más cercana. Y, en i puerta que daba al corredor de entrada, apareció Carien con el chiquillo en los brazos. El hombre se levantó el tronco del árbol y maquinalmente se pasó una de las manos por las asentaderas. Luego se quitó el fieltro, salieron a relucir unos cabellos negros, espesos y alborotados. Parecía como si el peine no hubiera pasado por ahí n mucho tiempo. “Buenos días señora Carmen”, dijo. El hiquillo jugaba con el cuello de la madre, tratando de hundir los dedos en esa blandura. Era una criatura de meses que olía fuertemente a leche de mujer y a pañal sucio.

Juan no decía nada. Y el hombre se hallaba visiblemente desconcertado. Por unos segundos se pudo oír, perfecto, el silencio de los campos y en medio de ese silencio, los ruidos, siempre confusos, siempre latentes de la naturaleza. El valle palpitaba, intacto, bajo la hosca mañana. Pero ya vendrá el sol”, pensaba Juan. “Bueno, ya me voy”, dijo el visitante. Se despidieron. Carmen quedó silenciosa, mirando a su marido. El hombre se puso otra vez el fieltro, les volvió la espalda, caminó sin prisa y, al legar a la puerta de talanquera —diez, quince metros más allá de la casa—, la abrió con cuidado, produciendo a pesar de todo, el quejido característico de los goznes sin aceitar. Unos goznes ordinarios hechos en la herrería del pueblo.

“Debían irse”. ¿Por qué? El hijo de Simón Arévalo y de difunta Laura había gastado casi media hora, tratando de explicarlo. Pero qué confuso había estado. Esas cosas de la autoridad y de la política siempre eran complicadas. Y el hijo de Simón Arévalo tampoco las sabía bien a pesar de que ahora andaba en tratos con los de la autoridad, haciéndole mandados a la autoridad. “El muy bellaco”, pensó Juan. “Dijo que si no nos íbamos antes de una semana vendrían para echarnos”. “Tendrán que matarnos”, respondió Carmen. “Eso le dije”, remató Juan, completamente sombrío. No hablaron más. Carmen se fue para la cocina, siempre con el chiquillo en los brazos, y Juan quedó otra vez solo, plantado como un árbol, frente a su casa.

La vereda era pobre y la casa de Juan y el campo que la rodeaba no valían ciertamente la pena de que las autoridades se ocuparan de ella. No les iban a servir para nada: unos cuadros de maíz, unas manchitas de papa, un cuadrilátero de legumbres y un chorro de agua que bajaba, a Dios gracias, decía Carmen, desde la propiedad, esa sí grande y rica, de los señores Hurtado. ¡Y la casa! Mitad rancho y mitad casa. Juan pensaba que si se la quitaban la autoridad tendría que acabar de pagar la deuda de los pesos que le prestaron años atrás para hacer la cocina y el pozo séptico. ¿Pero, sí era cierto como lo dijo el hijo de Simón Arévalo, que ellos tenían que irse de allí? Claro que él había votado en las últimas elecciones. ¿Y qué? ¿No habían votado también los demás? Los unos de un lado. Los otros del otro. Y todos en paz. El que gana, gana. Y el que pierde, pierde. Juan soltó una carcajada. “Este quería asustarme”. Pero no. Recordó que una semana antes había estado en el pueblo. Una cosa le llamó la atención: algunos guardias, además del fusil, llevaban en la mano un rebenque. ¿El fusil?, vaya. ¿Pero el látigo? Juan cavilaba. La autoridad con el látigo en la mano le daba miedo. Además él notaba en las gentes algo extraño. En la tienda de don Rómulo Linares no le quisieron vender aceite. Le dijeron que se había acabado. Pero el aceite estaba ahí, goteando, espeso, brillante, de la negra caneca al embudo y del embudo a una botella, detrás del mostrador. No dijo nada porque don Rómulo le hizo una cara terrible y a él no le gustaba andar de pendencia con nadie. Por el mercado se paseaban cuatro guardias. Pero no había mucha gente. El compró algunas cosillas: una olla de barro, un pan de jabón y unas alpargatas. Luego entró a la farmacia por una caja de vaselina perfumada y un paquete de algodón. El señor Benavides, muy amable pero con cierto aire de misterio le preguntó: “¿por allá no ha pasado nada todavía?”. Y cuando Juan iba a responderle, el señor Benavides le hizo señas de que se callara. Entró un guardia y detrás, precisamente, el hijo de Simón Arévalo. El guardia golpeó con el rebenque la madera del mostrador. El señor Benavides se puso un poco pálido y envolvió de prisa la compra de Juan. “¿Qué hay por aquí?”, dijo el guardia. Arévalo reconoció a Juan. Pero lo miró como si no lo conociera. El guardia no le dio tiempo al señor Benavides para contestar. Se volvió a Juan, y haciendo sonar el látigo contra sus propios pantalones le dijo: “¿Y usted también es de los que están resistiendo?”. Juan debió de haber palidecido como Benavides porque sentía que el corazón le saltaba en el pecho. Hubiera querido abofetear al guardia, pues no era cosa de que un guardia, sin más ni más, hablara así a un hombre pacífico, que estaba comprando, sin molestar a nadie, una caja de vaselina y un paquete de algodón donde el señor Benavides. Arévalo intervino: “Sí, es de los rojos, de aquí cerca, de la vereda de las Tres Espigas”. Juan parecía como clavado al piso y miraba, sin poder apartar los ojos, el pequeño trozo de guayacán perforado en uno de los extremos, por donde pasaban los ramales del látigo. El guayacán parecía un largo dedo con las coyunturas abultadas por el reumatismo, Y el látigo seguía sonando contra la tela basta, color de cobre, de los pantalones del uniforme. “Aja, aja”, gruñó insidioso el guardia. “Pero es de los tranquilos, yo lo conozco”, cortó Arévalo, El rebenque dejó de frotar la tela. “Ya veremos. Ya veremos, porque todos son unos hijoe… madres”, y se le abrió al guardia en la mitad de la cara una risa sardónica. “Aquí se acabaron las carcajadas, ¿oyó, Benavides? Y usted también…”

Salieron. Juan sentía seca la boca. Tomó el paquete de encima del mostrador, buscó las monedas en el bolsillo para pagar cuarenta y cinco centavos, y se despidió del señor Benavides, a quien todavía le temblaban las manos y seguía pálido como un hombre atacado súbitamente por un calambre en el estómago.

Pero ahora la amenaza tomaba cuerpo en la persona del hijo de Simón Arévalo. Y Juan recordaba que Simón Arévalo había sido su amigo. Y que este mismo muchacho no parecía tan malo. Solo que le gustaba andar discutiendo aquí valla, por todas partes, de esas cosas tan enredadas y difíciles de la política. ¿Pero en qué estaba ahora? Si se hubiera metido a guardia, muy bien. Pero no llevaba uniforme. Desde cuando se pusieron tan mal las cosas, Arévalo era el gran amigo de la autoridad. En el pueblo le dijeron que no salía de donde el alcalde y que con los guardias trasegaba, mano a mano, las copas. Un sostén de la autoridad. Eso seguramente era Arévalo. Un sostén que tenía la ventaja de conocer a todo el mundo, en cinco, tal vez en diez leguas a la redonda. ¡Qué gracia! Si Arévalo había nacido allí como Simón, su padre y como el padre de Simón, su abuelo. Qué gracia, si había ido a la escuela del pueblo, con la pata al suelo, como él mismo, y con la pata al suelo, también como él, había corrido por todos esos campos, aprendiendo el nombre de todos los dueños y arrendatarios y aparceros y peones, trabajando aquí, trabajando allá hasta cuando estuvo crecidito y se hizo hombre de zapatos y de sombrero de fieltro y se quedó a vivir en la localidad.

Los disparos despertaron primero a Carmen, luego a Juan y, finalmente, el niño se echó a llorar. Estaba amaneciendo, porque las cosas en la habitación se distinguían muy bien. Juan, al saltar de la cama calculó la hora: tas cinco de la mañana. Los disparos volvieron a oírse, pero más próximos. Terminó de ponerse los pantalones, apretó la hebilla del cinturón y se precipitó a la puerta. Había calculado bien la hora: una claridad lechosa caía del cielo sobre los campos. “Sí, son las cinco. Hará un buen día” pensó, sin darse cuenta. La puerta de talanquera anunció con sus goznes que alguien entraba. Pasaron dos hombres. Juan los reconoció desde lejos: uno, Arévalo, y, el otro, el guardia del rebenque, el que lo había encarado en la botica del señor Benavides. ¿Entonces resultaba cierta la amenaza de Arévalo? Doce días habían pasado desde la visita. Y Juan pensaba que todo estaba en orden. “Una semana, váyanse dentro de una semana. Es mejor para ustedes. De lo contrario…”. Y ahí llegaba otra vez Arévalo, pero ahora acompañado de la autoridad.

El guardia echó otro tiro al aire, al acercarse a Juan. “¿Suena bien, no?”, dijo, “y sonarán mañana muchos más, si a esta hora no se han largado de aquí. ¿Entienden?”. Rastrilló de nuevo la pistola y apuntó a lo lejos, hacia las esbeltas espigas de maíz, por divertirse, por puro juego. Arévalo estaba cabizbajo. No miraba a Juan, ni a Carmen quien había salido corriendo para ver qué pasaba. “Ya lo saben, a largarse, a largarse pronto”. Acomodó la pistola entre la cartuchera, cogió del brazo a Arévalo y volteó la espalda. Hasta ese momento Juan comprendió que el aliento del guardia apestaba a aguardiente.

 

Todos cumplieron: Arévalo y la autoridad, Juan y Carmen y el niño. La casa ardió fácilmente, con alegre chisporroteo de paja seca, de leña bien curada, de trastos viejos. Tal vez durante dos horas. Acaso tres. Y como un vientecillo fresco se había levantado del norte y acuciaba las llamas, aquello parecía una fiesta de feria, en la plaza del pueblo. Una gigantesca vaca—loca. El guardia del rebenque saltaba de gozo, mucho más entusiasmado, desde luego, que sus cuatro compañeros y que Arévalo, venidos para constatar si Juan Martínez se había ido o si oponía resistencia.

Cuando regresaron al pueblo, se detuvieron en la tienda de Linares. Ahí estaba el alcalde recostado deliciosamente contra los bultos de maíz.

“¿Cómo les fue?”. “Bien señor alcalde”, respondió Arévalo, taciturno. “¿Martínez se había ido?”. “No”, dijo el del rebenque, “cometieron la estupidez de trancar las puertas y quedarse adentro, y, usted comprende, no había tiempo qué perder…”.

El aceite seguía goteando de la caneca al embudo y del embudo a la botella.

*FIN*


Cenizas para el viento y otras historias, 1950


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