En parte para aclarar bien una época, en parte también para pasar el tiempo, ayer por la noche tomé para leer una colección de inscripciones de los Ptolomeos. Las abundantes adulaciones y elogios para todos se parecen. Todos son brillantes, gloriosos, poderosos, benefactores; todas sus empresas sapientísimas. Y si te refieres a las mujeres de esa estirpe, también ellas, todas las Berenices y las Cleopatras admirables. Cuando logré aclarar bien la época, habría dejado el libro si una mención breve, e insignificante, al rey Cesarión no hubiera atraído de inmediato mi atención… Ah, hete aquí, viniste tú con tu encanto indefinido. En la historia unas pocas líneas solamente se encuentran sobre ti, y así más libremente te plasmé en mi espíritu. Te plasmé apuesto y sentimental. Mi arte da a tu rostro una simpática hermosura de ensueño. Y tan plenamente te imaginé, que anoche tarde, cuando se apagaba mi lámpara -la dejé expresamente apagarse- creí que habías entrado a mi pieza, me pareció que delante de mí te detuviste: como si estuvieras en la conquistada Alejandría, pálido y cansado, ideal en tu tristeza, esperando todavía que se apiadaran de ti los malvados -que murmuraban la “diversidad de Césares”.
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