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Chagrin d’amour

[Cuento - Texto completo.]

Hermann Hesse

(Pena de amor)

De esto hace ya mucho tiempo. Los señores se habían instalado con sus ostentosas tiendas delante de Kanvoleis, la capital de la tierra de Valois. Cada día comenzaba de nuevo el torneo, cuya recompensa era la reina Herzeloyde, la joven viuda de Kastis, la hermosa hija de Frimutel, rey de los Graal. Entre los participantes, se encontraban los grandes señores: el rey Pendragon de Inglaterra, el rey Lot de Noruega, el rey de Aragón, el duque de Brabante, condes célebres, caballeros y héroes como Morholt y Riwalin; sus nombres se mencionan en el segundo canto de Parzival de Wolfram von Eschenbach. Algunos luchaban para obtener gloria militar, otros lo hacían por los hermosos y tímidos ojos azules de la joven reina; la mayoría, sin embargo, se batía con el fin de adquirir su tierra, rica y fecunda, sus ciudades y su fortaleza.

 Además de muchos augustos soberanos y célebres héroes, se había congregado allí una considerable multitud de anónimos caballeros, de aventureros, bandoleros y pobres diablos. Muchos de ellos ni siquiera tenían su propia tienda; campaban aquí  y allá, a menudo a cielo descubierto en medio de los campos, con un abrigo por toda protección. Dejaban que sus caballos pacieran en los prados de los alrededores; acudían, fueran o no invitados, a las mesas ajenas para conseguir comida y bebida, y, especialmente si tenían la intención de concursar, depositaban todas sus esperanzas en la suerte y el azar. En realidad, sus probabilidades de éxito eran muy reducidas porque tenían malos caballos. Montado en un mal rocín, ni el más intrépido puede lograr gran cosa. De ahí que muchos ya ni se planteasen vencer y no se propusieran nada más que estar allí, tomar parte en el espectáculo y sacarle algún provecho a todo ello. Estaban todos de muy buen humor. Cada día se organizaban banquetes y fiestas, tanto en el castillo de la reina como en los campamentos de los señores ricos y poderosos, y muchos de los caballeros pobres se alegraban de que el resultado de las apuestas se fuera demorando día tras día. Paseaban montados a caballo, cazaban, conversaban, bebían y jugaban, contemplaban el torneo, participaban ocasionalmente en él, cuidaban a los caballos heridos, observaban el pomposo despliegue de los grandes, no se perdían detalle y se concedían así unos días agradables.

 Entre los luchadores pobres y sin gloria había uno que se llamaba Marcel; era el hijastro de un pequeño barón del sur, un guapo y algo famélico joven caballero que no tenía más que una armadura modesta y un jamelgo débil apodado Melissa. Como los demás, había ido hasta allí para saciar su curiosidad, para probar su suerte, y sentirse un poco partícipe del bullicio y de la suntuosidad reinante. El tal Marcel se había labrado una cierta fama entre sus semejantes y también entre algunos distinguidos caballeros no precisamente como paladín sino como trovador y juglar, puesto que era muy diestro en componer y cantar sus canciones acompañado del laúd. Se sentía bien en medio de la agitación, que le recordaba las ferias anuales, y aspiraba únicamente a que aquel alegre campamento, con toda su espectacularidad, durara todavía una buena temporada. Fue entonces cuando el duque de Brabante, su bienhechor, le exhortó a participar en la cena que organizaba la reina en honor de los nobles caballeros. Marcel se fue con él a la capital y, ya en el castillo, ambos vieron resplandecer la sala con magnificencia y pudieron deleitarse con manjares y bebidas. Pero el pobre joven no salió de allí con el corazón alegre. Había visto a la reina Herzeloyde, oído su voz, clara y vibrante y degustado sus dulces miradas. Desde aquel momento su corazón empezó a palpitar de amor por aquella augusta dama, que, no por parecer tan suave y modesta como una muchacha, dejaba de serle superior e inaccesible.

 Bien es cierto que, como cualquier otro caballero, podía luchar por ella. Tenía vía libre para probar fortuna en el torneo. Sólo que ni su caballo ni sus armas estaban en unas condiciones especialmente buenas; tampoco podía ser considerado un gran héroe. A pesar de ello, no tenía miedo alguno y por momentos se sentía plenamente dispuesto a arriesgar su vida por la reina venerada. Pero sus fuerzas no podían compararse a las de Morholt o el rey Lot, ni siquiera a las de Riwalin o a las de cualquier otro héroe; eso lo sabía de sobra. Con todo, no estaba dispuesto a renunciar. Alimentó su caballo Melissa con pan y heno fino, que tuvo que mendigar; se cuidó a sí mismo comiendo y durmiendo regularmente, y limpió y restregó con gran esmero su algo deslucida armadura. Algunos días después, por la mañana temprano, se dirigió hacia el campo y se presentó en el torneo. Se batió con un caballero español: ambos se lanzaron al galope con sus largas lanzas uno contra el otro y Marcel y su rocín acabaron derribados. La sangre fluía de su boca y le dolían todos los miembros, pero se levantó sin ayuda, se llevó consigo a su trémulo caballo y fue a lavarse en un arroyo recóndito, en el que pasó el resto del día solo y humillado.

 Al anochecer, al volver al campamento y cuando ya ardían aquí y allá las antorchas, le llamó el duque de Brabante por su nombre.

 – Ya veo que hoy has probado tu suerte con las armas – le dijo, bondadoso -. La próxima vez que tengas ganas de intentarlo, coge uno de mis caballos, amigo mío, y si vences, considéralo tuyo. ¡Pero ahora deja que nos divirtamos y cántanos una bonita canción tras la jornada de hoy!

 El modesto caballero no estaba para canciones ni alegrías. Pero, en aras del caballo prometido, aceptó. Entró en la tienda del duque, bebió un vaso de vino tinto y accedió a que le llevasen el laúd. Cantó una canción, y después otra. Los compañeros y señores lo alabaron y bebieron a su salud.

 – ¡Que Dios te bendiga, trovador! – exclamó complacido el duque -. Abandona los combates y ven conmigo a la corte; podrás darte la gran vida.

 – Sois bondadoso – dijo Marcel suavemente -, pero me habéis prometido un buen caballo, y antes de pensar en otra cosa quiero volver a luchar. ¿De qué me servirían la buena vida y las hermosas canciones, si sé que otros caballeros se baten para conseguir la gloria y el amor?

Uno de ellos se echó a reír:

 – ¿Queréis conseguir a la reina, Marcel?

 Él continuó:

 – A pesar de no ser más que un caballero pobre, quiero lo mismo que queréis vosotros. Aunque no pueda obtener su mano, sí puedo luchar y dar mi sangre por ella, sufrir la derrota y el dolor. Para mí es más dulce morir por ella que darme una buena vida sin ella. Y por si alguien quiere burlarse de lo que acabo de decir, aquí tengo, caballeros, mi afilada espada.

 El duque les exhortó a poner paz, y pronto se fueron todos a descansar a sus respectivas tiendas. Iba también el trovador a retirarse cuando el duque lo retuvo con un gesto. Lo miró a los ojos y le dijo con benevolencia:

 – Eres muy joven, hijo. ¿Quieres luchar a todo trance por una quimera con todo lo que comporta de peligro, sangre y dolor? Bien sabes que no puedes convertirte en el rey de Valois ni hacer de la reina Herzeloyde tu amante. ¿De qué te sirve derribar a uno o dos caballeros de poca monta? ¡Para lograr tus fines tendrías que matar a los reyes, a Riwalin e incluso a mí y a todos los héroes aquí presentes! Por eso te digo: si quieres luchar, empieza conmigo, y si no puedes vencerme, abandona tu quimera y ponte a mi servicio, tal y como ya te he ofrecido.

 Marcel enrojeció, pero respondió sin vacilar:

 – Os lo agradezco, señor duque, y mañana mismo quiero batirme con vos.

 Se fue inmediatamente a buscar su caballo. El animal lo recibió resoplando amistosamente, comió pan de su mano y apoyó la cabeza en su hombro.

 – Sí, Melissa – dijo en voz baja mientras le acariciaba la cabeza -, ya sé que me quieres, Melissa, mi pequeño caballo, pero hubiera sido mejor perecer en los bosque mientras veníamos hasta aquí antes que llegar a este lugar. Que duermas bien, Melissa, mi pequeño caballo.

 A la mañana siguiente, a primera hora, se dirigió hacia Kanvoleis y vendió su caballo Melissa a un habitante de la ciudad para obtener a cambio yelmo y escarpes nuevos. Mientras se alejaba, el animal alargaba el cuello hacia él, pero Marcel continuó su camino y no se volvió para mirarlo. Un mozo del duque le proporcionó entonces un rojizo semental, joven y fuerte, y al cabo de una hora, el duque en persona se presentó para batirse en duelo con él. Al ser un señor noble el que luchaba, se agolparon los curiosos. En el primer asalto no ganó ninguno de los dos, ya que el duque de Brabante fue indulgente con él. Pero después, enojado con aquel joven insensato, lo embistió con tal violencia que Marcel cayó hacia atrás, quedó colgando del estribo y fue arrastrado por el semental.

 Mientras el aventurero, con heridas e hinchazones por todo el cuerpo, yacía en una tienda del servicio del duque donde se le prodigaban cuidados, por la ciudad y el campamento creció el rumor de la inminente llegada de Gamureth, el héroe célebre en todo el mundo. Apareció con toda pompa y fastuosidad; ya su nombre le había precedido rutilante como una estrella. Los grandes caballeros fruncieron el entrecejo; los pobres y humildes fueron a su encuentro alborozados, mientras que la hermosa Herzeloyde, ruborizada, lo seguía con los ojos. Algunos días después se acercó Gamureth sin prisas al campamento; empezó desafiando y luchando y acabó por derribar a los grandes caballeros, uno tras otro. No se hablaba de otra cosa: él era el vencedor; a él le correspondían la mano y las tierras de la reina. Los rumores, difundidos por todo el campamento, llegaron también a oídos de Marcel, todavía doliente. Por ellos supo que ya no podía albergar esperanzas para con Herzeloyde; oyó cómo elogiaban y ensalzaban a Gamureth y deambuló silencioso por la tienda, apretando los dientes y deseando que le llegara la muerte. Aún hubo de saber más. Efectivamente, lo visitó el duque, le regaló vestidos y le habló del ganador. Y Marcel se enteró de que la reina Herzeloyde palidecía de amor por Gamureth. Del tal Gamureth le llegó la noticia, sin embargo, de que no sólo era un caballero de la reina Anflise de Francia, sino que en tierras paganas también había dejado a una princesa morisca de piel negra, de quien había sido esposo. Cuando el duque hubo partido, se levantó con esfuerzo de su lecho, se vistió y, a pesar del dolor, fue a la ciudad para ver al vencedor, a Gamureth. Y lo vio: era un luchador, moreno y violento; un titán de poderosos miembros que le hizo pensar en un matarife. Logró introducirse furtivamente en el castillo y mezclarse entre los invitados sin ser visto. Allí avistó a la reina, aquella dulce mujer de frágil aspecto que, ardiendo de felicidad y vergüenza, ofrecía sus labios al héroe advenedizo. Sin embargo, ya hacia el final del banquete fue reconocido por su bienhechor, el duque, que le hizo acercarse.

 – Permitidme – dijo el duque a la reina – que os presente a este joven caballero. Se llama Marcel y es un trovador con cuyo arte nos deleita a menudo. Si lo deseáis, puede interpretarnos una canción.

 Herzeloyde respondió al duque y también al caballero asintiendo amablemente con la cabeza, sonrió y solicitó que le llevaran un laúd. El joven caballero estaba pálido; hizo una profunda reverencia y tomó titubeante el instrumento. Pero pronto sus dedos acariciaron ágilmente las cuerdas, mientras mantenía la mirada fija en la reina y cantaba una canción que en otros tiempos había compuesto en su país. Como estribillo había insertado dos versos simples tras cada estrofa que, inspirados en su corazón herido, resonaban con tristeza. Y aquellos dos versos, entonados aquella noche por primera vez en el castillo, pronto alcanzaron una gran popularidad más allá de aquel lugar y fueron cantados con harta frecuencia. Sonaban así:

Plaisir d´amour ne dure qu´un moment,
Chagrin d´amour dure toute la vie.

 Acabada la canción, acompañado por el claro resplandor de las antorchas, que se filtraba a través de las ventanas, Marcel abandonó el castillo. Aquella noche no volvió al campamento sino que partió en otra dirección, fuera de la ciudad. De esa forma, libre de la caballería, se dedicó a llevar la vida errante de un tañedor de laúd.

 Aquellas fiestas son agua pasada, y de las tiendas ya no queda nada; ya hace años que el duque de Brabante, el héroe Gamureth y la hermosa reina están muertos; nadie se acuerda de Kanvoleis ni de los torneos de Herzeloyde. Al cabo de los siglos sólo se han salvado sus nombres, que nos parecen extraños y trasnochados, y los versos del joven caballero, que todavía se cantan hoy.

*FIN*



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