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Chimbos y chimberos

[Cuento - Texto completo.]

Miguel de Unamuno

– I –

Dejaron el escritorio el sábado, al anochecer; como llovía un poco, se refugiaron en la Plaza Nueva, donde dieron la mar de vueltas, comentando el estado del tiempo próximo futuro. Al separarse, dijo Michel a Pachi:

-Mañana a las seis, en el simontorio, ¿eh?

-¿En el sementerio? ¡Bueno!

-¡Sin falta!

El otro dio una cabezada, como quien quiere decir sí, y se fue.

-Reconcho, ¡qué noche!

Enfiló al cielo la vista: así, así. Soplaba noroeste, ¡maldito viento gallego! El cielo gris destilaba sirimiri, con aire aburrido; pasaban nubarrones, también como aburridos; pero…, ¡quiá!, las golondrinas iban muy altas… Se frotó las manos, diciéndose:

-Esto no vale nada.

Subió de dos en dos las escaleras, y a la criada, que le abrió, le dijo:

-¡Nicanora, mañana ya sabes!

-¿Pa las cinco?

A eso de las diez, se levantó de la mesa, fue al balcón, miró al cielo y al fraile y se acostó. ¡El demonio dormía!

Revoloteaba por la alcoba un moscardón, zumbando a más y mejor. Michel sintió tentaciones de levantarse, apostarse en un rincón y, cuando pasara, ¡pum!, descerrajarle un tiro a quemarropa… A las seis en el cementerio de Santiago. Había que levantarse, lavarse, vestirse, revisar la escopeta, ya limpia; tomar chocolate, oír misa de cinco y media en Santiago. ¡Pues no son pocas cosas! Lo menos había que levantarse a las cinco… No; mejor a las cuatro y media. Estuvo por levantarse e ir a dar la nueva orden al cuarto de la criada; sacó un brazo, sintió el fresco y se arrepintió; dio media vuelta y cerró los ojos con furia, empezando a contar uno, dos, tres, etc. ¡Maldito moscón, qué perdigonada se le podía meter en el cuerpo! ¡Qué mosconada bajo la parra!

El moscón empezó a crecer, hasta llegar tamaño como el chimbo; acudieron otros más, y se llenó el cuarto de moscones chimbos. Él se acurrucó en un rinconcito, bajo una parra, y, tiro va, tiro viene, a cada tiro derribaba un moscón chimbo, que caía desplomado en la cama, convertida en gran cazuela, y donde al punto quedaba frito… Luego pasaron volando merluzas, lenguas, sarbos, chipirones… Oyó que uno de sus compañeros gritaba a lo lejos:

-¡Las dos y nublado!

Luego, la misma voz más lejos, mucho más lejos. En seguida… cayó él mismo en la cazuela, y se despertó en la cama. Oyó despierto las tres, volvió a dormirse y volvió a despertar: ¡arriba! Fue al balcón en calzoncillos… Empezaba a clarear… Algunas nubes… Todo ello era la bruma de la mañana, porque el fraile tenía medio descubierta la calva; abrió un poco el balcón y sacó la mano… Se lavó y vistió el traje viejo, botas de correas y bufanda; sacó la burjaca, y salió del cuarto.

¡Nicanora en la cama! Estaba acostumbrada a esperar que el señorito se levantara antes de la hora de llamada.

-¡El chocolate, mujer de Dios!

Al rato salió Nicanora diciendo, como diría un cómico:

-¿Dónde estoy?

-¡En todavía!…

Mi hombre se abrasó el paladar con el chocolate, se echó al hombro la vieja escopeta de pistón y a la calle.

Su madre le gritaba desde el cuarto:

-Luego con cuidao…, ¿eh?

Empezó a recorrer, como alma en pena, las calles desiertas, hasta que dieron las cinco y media. Vio algunos perros, al churrero melancólico y a los serenos que se retiraban. En la puerta de San Juan, algunas viejas acurrucaditas esperaban a Lucas.

Llegó al simontorio, y, al toque de las cinco y media, entró en la iglesia, fría como bodega, llena de criadas y hombres de boina.

Poco antes del alzar, entró Michel.

-¡Esta misa no te sirve!

-¡Otro día oiré el pedazo que me falta!

Michel llevaba su escopeta cargada con apretado perdigón mostacilla, y un perrito chimbero, color castaño, lanudo, de hocico fino, por nombre Napoleón.

Estos chimberos dormilones son la decadencia. En la edad de oro, el hoy rústico chimbero se componía de un perrillo como el de Michel, una escopeta de pistón y un chimbo, debajo de un alto sombrero de paja ahumado, forrado con una levita de pana, con polainas de paño y cargado de burjaca, cartuchero, capuzonero, polvorinero colgante de un cordón verde, mil cachivaches más y su zurroncillo con la gallofa de pan y merluza frita u otra golosina así. De misa de cuatro y media, ande Rosendo, a embaularse café con su copita de chilibrán.

Hacía tiempo que estaba cantando su alegre ¡nip, nip! el chindor, de collar anaranjado, el amante del sol, que le saluda al romper el día, deja sus sábanas de bruma, y le da las buenas noches cuando se acuesta entre purpurinas nubes. Eran las seis y cuarto.

¡Qué agradable es recorrer la villa cuando ilumina el sol los tejados y escapa de él el fresco por las calles! Era septiembre, mes de los chimbos.

-¡Mira, mira, cuánta eperdícara!

Eran las fregonas, con su delantal blanco y su mantilla negra, que salían en bandadas y se dispersaban escoltadas. Algunas venían de oír misa por el campo. ¡Judías! En el Arenal era todo un paseo.

-¡Adiós, salada!

-¡Adiós, salerosa!

No podían, ¡ay!, detenerse; el chimbo les esperaba cantando en su higuera himnos al sol recién nacido.

Cruzaron con un chinel, y empezaron a trepar como garrapos por la estrada del Tívoli. Cruzaban, a ratos, con aldeanas, que llevaban sobre la cabeza la cesta, cubierta con el trapo blanco, y, sobre éste, la cestita de la vendeja.

-¿No sabes tú algo de vascuence?…

-¡Sí, vascuence de Artecalle!…

-Diles algo, échales una flor…

-¡Eh, su… nesca… gurusu… gurusu…!

-No soy nesca; nescas en Bilbao Vieja tienes…

-¡Te ha chafao! ¿No sabes que hay que llamarlas nescatillas?

Michel quedó corrido y juró, en su corazón, vengarse del descalabro. Llegaron sudando a la cima de la cordillera.

Entonces pasaba un aldeano.

-Anda, Pachi, pregúntale por dónde se baja a Izarza…

-¿No sabes o qué?…

-Pregúntale, ¡verás qué chirene!

Tomó el inocentón las más suaves inflexiones de su voz para decirle:

-Diga usted, buen hombre, ¿hará el favor de decirme por dónde se baja a Izarza?

El aldeano se encogió de hombros, sonrió y siguió su camino, sin contestar palabra.

-¿Ves, ves, cómo no te las arreglas con el jebo?… Mira, aquí viene otro… ¡Eh, tú, di por dónde puñeta se va a Izarza!

-¡Por aquí, señor! -contestó, señalando el camino.

-¿Ves, hombre, ves?… Aldeano de los alrededores de Bilbao, jebo sivilisao… Tiene más… más… más qué sé yo que un gorrión.

Y el hombre aligeró el paso, con la satisfacción de la venganza. Había tomado la revancha por lo de las nescas. ¡Cuántas vueltas y revueltas tiene el laberinto del corazón humano!

Entraban en tierra aldeana. Michel había calumniado al jebo sivilisao, como él decía, al aldeano urbano. Cierto es que, como gato escaldado, huye del agua fría; pero si ve blanca, se apacigua y entra en razón.

Se detuvieron en una de las casas de la cima a echar una espuelita de aguardiente balarrasa. Corría un fresco de mil demonios.

Pachi, con las manos en los bolsillos, lagrimeando los ojos pistojillos y colgando el dindirri de la nariz, tapadas boca y orejas por la bufanda, miraba a lo que tenía delante por entre la tenue neblina de su propio aliento. De vez en cuando, por no sacar las manos, sorbía…

Bilbao, ensartado en el Nervión, se acurrucaba en aquella hondonada, cubierto en el edredón de la niebla, humeando a trechos y ocultándose, en parte, tras el recodo del camposanto. La luz de la mañana hacía brillar el verde de los campos de Albia, tendidos al pie de Arraiz. Apoyándose sobre las pardas peñas de San Roque, contemplaba a la villa el pelado Pagasarri, y, sobre sus anchas espaldas, asomaba la cresta Ganecogorta el gigante. Parecían tías que contemplaban al recién nacido sobrino, Arraiz, Arnótegui con los brazos abiertos, y santa Águeda, de famosa romería.

A Pachi la ternura patria le hacía bailotear los ojillos… ¡Aquello era su Bilbao, su bochito, lo mejor del mundo, el nido de los chimbos, la tacita de plata, el pueblo más trabajador y más alegre!

El Nervión, ría y no río -¡ojo!-, culebreaba a todo lo largo de la vega de Olaveaga; más lejos, parecía a ratos bosque de jarcia; luego, las altas chimeneas del Desierto, cuyo humo se mezclaba a los pesados nubarrones que venían de hacia las recortadas minas de vena roja. Se abría la ría, no río -¡ojo!-, en el Abra; Serantes el puntiagudo, reproducido en el Montano, se miraba en el mar; allí, las Arenas, como nacimiento de cartón, y volviendo a la derecha -Pachi se volvió-, el valle de Asúa, la inmensa calma de la aldea, Chorierri, tierra de pájaros, la tierra de promisión, el campo de los chimbos y los chimberos. En él, Sondica, Lujua, Erandio, Zamudio y Derio, cinco pueblecitos como cinco polladas, con sus cinco iglesias como cinco gallinas, picoteando en su valle de verdura eterna.

El fresco o la emoción humedecían los ojos de Pachi:

-Suisa, hombre, Suisa…

-¿Dónde has visto tú Suisa, arlote?

-¡Por los santos, hombre, por los santos!

-Pero qué, ¿no piensas casar, ni comer?

A esta, palabra mágica se volvió, enternecido y sorbiendo los mocos. Empezaron a buscar aventuras. Bajaban por tina calzada llena de baches y pedruscos, verdadero calvario.

Salían a la puerta de los Caseríos los mastines a ladrarles como desesperados, cuando no acababan de olfatear a Napoleón bajo el rabo. Michel se impacientaba; tenía tanta ojeriza al perro aldeano como a su amo; les tiraba piedras.

-¡Para quieto, hombre! ¡Aquí llevo unos curruscus de gallofa y algunos de fote, verás. ¿Ves? ¿Ves?

-Sí, fíate. A mí una ves me echó uno un tarisco…

-¡Quiá! Porque eres un memelo…, y te quedarías apapanturi. Ladran de hambre, nada más que de hambre… Que te tiran del pantalón, es pa que les hagas caso…

-¡Calla! ¿No has oído?

-¡No! ¿Pues?

-¡Cállate!

Se oyó el alegre ¡pío, pío! de un chimbo. Primera aventura de verdad. Vieron luego al pajarillo salir del suelo y, con vuelo cortado y bajo, volver a ocultarse entré los terrones…

-¡Míale, míale! ¡Allí, allí! ¿No le ves?

-¡Sch, schsechut!… ¡Calla!

Michel se adelantó a pasos lentos, agachándose y con la escopeta en ristre… Se la echó a la cara… ¡Huyó! El chimbo levantó el vuelo y se fue hacia Pachi. Antes de poder decir ¡amén! en su lengua el pajarito, se oyó el tiro.

-¡Ya ha caído!

Empezaron a registrar entre terrones. Napoleón hozaba por aquí y allí, y todo en vano; ni rastro.

-¿No te digo yo?… ¿No te digo?… Se abre la tierra y los traga… Tiene razón Chomín: si traerían los toros de agosto por aquí no llegaban a Bilbao… ¿No te…?

¡Pi, pi, pío! Pero no consiguieron ver al animalito.

-¡Cuando mete tanta bulla, será algún chimbo silbante!

-¡Sí; están verdes!

-¡Lo que es si vuelve atrás!

El buen chimbero desprecia al raquítico y negrucho silbante, el más pequeñín y flaco, el más bullanguero y saltarín…

-¡Vaya con el chirripito! ¡Reuses de pájaro, na más!…

Entonces se separaron, y tiró cada cual por su lado. Este es el encanto de la caza del chimbo. El chimbo chimbero es la encarnación mil trece del espíritu potente y ferozmente individualista de nuestro pueblo, falto de grandes hombres y ahíto -de grandes hechos, donde todo es anónimo y todo vigoroso; donde, donde cada cual, con santa independencia y terquedad admirable, atiende a su juego y se reúnen sólo todos para comer y cantar. ¡No de bullangueras asambleas, sino del lento trabajo del choque de intereses y de la larga experiencia, brotaron, como flor colectiva del espíritu individualista, aquellas admirables ordenanzas que han dado la vuelta al mundo!

A ratos lloviznaba. Michel, que caminaba entre abrojos, oyó cantar al chindor, amigo del hombre, que canta a la caída de las hojas en el tardío otoño. Le perdonó la vida.

-¡Que viva y cante! ¡Oh, magnanimidad chimberil!

Llegó a las orillas de un arroyo, que culebreaba entre mimbres y juncos, que le cubrían como cortinillas de verdura; subía a las narices una frescura de hierba húmeda, que dilataba el pecho y abría el apetito. Pasó como una flecha un pinchegujas, y, tras él, un pajarito de pecherita blanca, que iba, venía, gritaba, agitaba su colilla recta como una dama su abanico, mojaba su piquito en el arroyo, jugaba con el agua, se iba a mirar en ella y, al ver deformada su imagen por los rizos del agua, le entraba risa y echaba a volar, riendo en vivo ¡pío, pío! Sonó el tiro, y, aleteando un poco, cayó la pobre eperdícara en el agua, que envolviéndola, fue a dejarla entre unos juncos.

 

– II –

Entre tanto, el incomensurable Pachi, sin perro ni cosa que lo valga, seguía su caza. Al pasar por un sembrado, oyó una voz que le gritaba:

-¡Eh, tú, ándate con cuidao, luego!

-Este será carlista, de seguro -pensó.

Alguno de los de Arrigorriaga -la cacería que cuento fue en septiembre del 72-, carlista, de seguro. ¡Claro está! ¡Un aldeano liberal no se cuida jamás de sus sembrados, y estos regañones, que miran al bilbaíno de reojo, carlistas, carlistas, de seguro!

Salió entonces a un claro, y, profiriendo un ¡ah!, quedó mi hombre absorto y como en arrobo chimberil. En el suelo había un pájaro que con una lengua larguísima, como una trompa, fuera del pico, esperaba a que se llenara de hormigas para enguillírselas. El corazón le picoteaba el pecho a Pachi… Apuntó con todo ojo, y rodó por el suelo el animalito. Mi hombre se acercó y, antes de cogerlo, se le quedó mirando un rato. Era un chimbo hormiguero, el pintado y aristocrático chimbo hormiguero, de larga lengua, el que figura en una de nuestras canciones clásicas.

Pachi lo cogió, le abrió el piquillo y le arrancó la larga y viscosa lengua; operación que jamás olvida el buen chimbero, pues nada hay peor que aquella lengua apestosa, capaz de podrir a todo el chimbo y a los que con él vayan en la cazuela.

La alegría le retozaba en el cuerpo a Pachi. Sopló al cuerpecillo, aun tibio, debajo de la cola; le separó el plumoncillo, y dejó ver una carne amarillenta.

-¡Qué mamines! ¡Qué gordito! ¡Qué mantecasas!

Le desplumó la suave pelusilla del trasero, y apareció éste finísimo, amarillento, rechonchito, de piel tendida, como parche de tamboril. Pachi se enterneció, miró a los lados y no pudo resistir el deseo de darle un mordisco en chancitas en aquellas mantecas. Se lo guardó en la burjaca, tarareando:

«Aunque te escuendas

en el bujero,

chimbo hormiguero,

tú caerás…».

 

Perdonó la vida a una chirta, que chillaba en un sembrado de patatas.

-Gorriones, chontas, pardillos, pájaros de pico chato… ¡Carne dura! ¡Carne dura!

Mató aún algunos vulgares chimbos de higuera, que picoteaban el higo y saltaban en las ramas, con expresión cómico-trágica, imitando a los barítonos cuando hacen de traidores.

Vio a Michel a lo lejos.

-¡Eh, Michel! ¿No te dise nada la tripa?

-Sí; ya me está haciendo quili, quili.

-Pues vamos cansía la perchera. ¿Cuántos has matao tú?

-Verás; ahora sacaré del colco…

Y le ensenó el hormiguero, lo que aumentó el mal humor del otro; y fue tanto, que al ver un clinclón que les miraba con sus ojazos clavados en el cabezón, le apuntó y le cosió a perdigones, diciendo:

-¡Un favor a los jebos!

¡Así pagan en el mundo los pecadores por los justos!

Desembocaron al camino real. Volvían de misa las aldeanas con la mantilla en la mano. Quiso Pachi hacer una fiesta a una, que pasaba, de carota de pastel, pero se encontró con un moquete, que le puso el hocico más rojo que el que llevaba el tintinábulo en la procesión del Corpus, mientras oía:

-¿Qué se cree usté?

-¡Anda, anda con la nescatilla!

Los ancianos saludaban, dando los buenos días; los jóvenes se van civilizando a la inglesa.

El chorierrico o aldeano de Asúa es un buen pájaro, del tamaño de Un hombre; lleva las patas abigarradas de retazos azules; cresta azul, y azul, por lo general el cuerpo; trepa como un garrapo la cucaña ¡canta poco y siempre a tiempo; pide lluvia metido en fango; baja a Bilbao a picotear y llevarse pajitas para su nido y grano para sus polluelos, y por ser celoso, de sobra, de su derecho, queda a las veces desplumado por algún milano, agachapado en el Código. Teme al chimbo bilbaíno, que se burla de él, le pisotea las sementeras y le manosea la hembra.

Llegaron a la taberna, que, según el amo de ella, otra mejor no la hay en todo Vizcaya. Junto a ella, el juego de bolos. Subieron por la cuadra a un caserón de aldea, de techo ahumado. Allí encontraron la flor y nata de la chimbería: Santi, el Silbante, llamado así por su exiguo cuerpecillo; el imponderable Chomín, Tripazabal, Juanito y Dioni. En resolución, que había merluza… y lo demás se arreglaría pronto.

Se acomodaron en un cuarto, con una ventana sin cristales, con enorme cama, en cuya cabecera no faltaba la indispensable agua-benditera, sobre un retazo de pared empapelado; una mesa ancha y dos largos bancos.

Santi, antes de sentarse, sacudió el banco, a ver si estaba firme.

-Eres de la condisión de la epecha, el pájaro más chirripito y cacanarru, que nunca se pone en una rama sin sacudir, pa ver si le sostiene…

-¡Cállate ahí!… ¡Enterao estás! Con que el más chirripito, ¿eh? ¿El más chirripito? ¿Y dónde dejas al chío y al tarín?…

-¡Bah! ¡Ya remanesió tu siensia!…

Cada cual sacó de su burjaca el botín de campaña.

Allí toda la numerosa clase de los vivarachos chimbos de mora, hermanos del ruiseñor; cenicientos chimbos de higuera, de cabecita fina, ancas azuladas y mantecosa pancilla; rojizos chimbos de maizal; algún raro chimbo de cabeza negra, enteco, como el silbante; otros, cenicientos de cola roja, mosqueros; coliblancos, rechonchos y plumosos, y, entre todos, luciendo su aristocrática supremacía, el pintado hormiguero de Pachi.

-¡Míate, míate! ¡Como buebos!

-¿A ver?… ¡Deja, hombre, que les atoque tan siquiera!

-¿No oyes que como buebos?

-¡Un tordo!

El tordo es, como la malviz, el ideal del chimbero. Pues qué, ¿se sostendría sin idealla chimbería?

-¡No me ha amolao poco!… Lo que menos tres veses le he apuntao, y él se guillaba disiendo: «¡Cho!, ¡cho!, ¡cho!», que en vascuence quiere desir: «¡Chafarse!».

También salió un martinete pintado, con el color apagado ya.

Empezaron a desplumar los pajaritos, que quedaban desnudos, blancos, con la redonda cabecita colgada del delgado cuello, entornados los diminutos párpados.

-¡Pobres pajaritos!… ¡Iñusentes!

Hay ternura en el corazón del chimbero, que una cosa es la lucha por el ideal y otra el corazón, y, sobre todo, ¿para quién hizo Dios al mundo?

Llovía a jarros, y esperaban su pitanza los chimberos chimbos.

Chimbos nos llaman a los bilbaínos, y lo somos: silbantes unos, colirrojos otaos, otaos coliblancos, de zarzal y hasta hormigueros. El chimbo bilbaíno pía y picotea y procura echar mantecasas bajo el pulmón. Tiene su nido en el bocho; canta siempre, y busca para él pajitas y aparta grano. ¡Aire y libertad y alas para volar! Aquellos mismos chimberos chimbos, un año más tarde, respondían con alegre ¡pío!, ¡pío!, con canciones frescas y chillonas al estampido de las grandes escopetas de los chimberos jebos.

Seguía lloviendo a jarros. Los hombres se impacientaban; daban patadas al suelo. Uno andaba por la ahumada cocina, haciendo fiestas a la criada.

El cuarto vecino tenía entornada pudorosamente la puerta. Era el Ayuntamiento, que celebraba sesión con comilona.

En éstas y las otras, se anunció la comida. Santi, devoto conservador de las tradiciones chimberiles, se quitó el sombrero y se ciñó a la cabeza el pañuelo, según era uso y costumbre en los heroicos tiempos de la chimbería.

Espárragos riquísimos; una cazuela con patatas y bazofia; carne llena de gordo y piltrafas; pollo en salsa, y merluza nadando en un mar de aceite.

Se daban todos tal prisa en comer, que el buen Pachi tuvo que coger un mendrugo y clavarlo en el cazolón, exclamando con voz solemne:

-¡Mojón!

Santa palabra. Dejaron todos sus tenedores, y él:

-Dejeméis mascar tan siquiera; dejeméis mascar.

Llegaron los chimbos, tan gustosos para roer, negritos ya, y los chimberos se chupaban los dedos.

Se armó la gran discusión a cuenta de si el rito de la limonada pide sarbitos o merluza en salsa; luego se discutió si es o no de trampa el pantalón del torero; luego la diferencia que hay entre chanela y chalupa. A todo esto, Tripazábal metía más bulla que un picharchar, y todo para nada.

Rodando la conversación, se vino a dar en el melancólico tema de: «¡Cómo pasan los años, oh póstumo! O tempora, o mores!».

Santi, el Silbante, era romántico hasta dejarlo de sobra. Se echó sobre el camón y, mirando al techo, endilgó esta elegía:

-Ahora… ¿Ahora? Éstos de ahora no sirven pa nada… ¡Nosotros sí que teníamos arloterías entonses! Ahora son todos unos sensumbacos iñusentes, que andan faroleando en l’Arenal detrás de las chicas… ¡Ah, las cosas que me alcuerdo! Ayer le busqué sin querer a Totolo en cal Correo, y no hisimos pocas risas, habla que habla d’eso… Un día el chinel llevarme quiso abajo San Antón… Yo corre que te corre, que ni Pataslargas me cogería, y el chinel por detrás… ¡No tenía mal alcuerdo! Yo, sin mirar, ¡pum!, de un Fulsicón bulsiscón, un chenche al suelo; luego, me tropesé en un trunchu de chana, y ¡sas!, de bruses contra un orinadero… ¡De por poco me apurrucho la pavía! Estaba el suelo mojao y resbaliso, como si te sería un sirinsirin, porque había llovido sirimiri y se había hecho barro de bustina… El chinel m’enganchó y abajo San Antón, porque le hise un chinchón a una señora… ¡Qué risas te hisimos aquel día! ¡Y cada reganchada le di al chinel!…

-Yo que tú, de un corpadón le mando a Flandes…

-¡Entonses, entonses! ¿Ahora?

-¡Ahora saben más!

-Mejor nosotros. ¡Iñusentes, iñusentes! Hablábamos de las cosas que son pecau, y de las que no son pecau; íbamos and’el maestro a preguntarle si era pecau desir concho y otras cochinadas, fumar en la portalada y seguir a las chicas… ¿Hoy? ¿Hoy? Hasta los chenches chirripitos que andan en l’alda del aña y van alepo tienen novia, y fuman, y disen concho… y se visten en Carnaval de batos barragarris… ¿Cuándo les ves holgar a toritos? ¿Cuándo oyes en la calle: «¡Que sale el toro Cucaña!»? ¿Cuándo les vez hacer jirivueltas?… Te digo que esto va mal: quitarán el sirinsirin de San Nicolás, quitarán los gigantes, quitarán todo…

Una inmensa tristeza cayó sobre todos: la inmensa tristeza de la digestión penosa.

En el silencio del cuarto empezó uno a cantar, y le siguieron todos. El canto salía vibrante y se tendía por el valle, perdiéndose en él sus ecos apagados.

Envuelto en los vivos gorjeos del zortzico de Bilbao, le subía del estómago repleto una enorme ternura a la tacita de plata, acurrucada en su bocho.

Poco antes de caer la tarde, salieron con sus perros y sus escopetas de vuelta a la villa.

Se habían pasado parte de la mañana en sudar tras un pajarillo de mala muerte, para dar de hocicos en el cazolón. Allí les envolvió la ternura patria, ahítos de merluza, fuera del pueblo. La comida fuerte y sólida hace de sol; tanto calienta un cazolón humeante como un sol de fuego desde un cielo azul.

Año y medio más tarde, aquellos mismos chimberos de la cazuela, no pudiendo beber el aire de las montañas, lanzaban a él su ¡pío, pío!, mientras tronaba sobre sus cabezas la bomba del jebo y recorrían las calles de la villa los viejos chimberos con la escopeta al hombro.

Dos años después, en aquel mismo mes de septiembre vieron la famosa romería de San Miguel en el Arenal de Bilbao, a la sombra del tilo.

Y más tarde aún, en premio a sus afanes y sudores, les mermaron la pitanza de la próvida cazuela, no para dar al falto lo que creían sobraba al harto, sino para echarlo al arroyo. ¿Por qué ha de estar graso el chimbo hormiguero, cuando el silbante está flaco?

El chimbo calla, se resigna, trabaja y sigue cantando y revoloteando de higo en higo, y esperando a la nueva primavera.

En la rápida transformación de nuestro pueblo es el chimbero, animal cuasi fósil, penumbra de lo que fue.

El Bilbao de las narrias y de los chimberos se ha transformado en el del tranvía urbano y los cazadores de acciones. Ya no se ven por las calles aquellos perritos lanudos, color castaño y hocico fino, y andan por ellas olfateando sabuesos, perdigueros, buldogos y hasta galgos y daneses.

Se va haciendo la paz entre el chimbo campesino y el urbano; aquéllos cantan, desde la primavera al otoño, al sol que dora las mieses, y a los arrastres de mineral, que matan al buey, mientras elevan las fábricas al espacio el himno fragoroso a la fuerza omnipotente del trabajo, que crea, sostiene, destruye y vivifica todo.

¡Ánimo, hijos de los viejos chimberos! ¡A cazar el pan para los hijos!

*FIN*


El Nervión, 1892


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